Los chicos que cayeron en la trampa (40 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—Su empleada me ha puesto al corriente de la situación —dijo Basset—. Están investigando una serie de asesinatos que podrían estar relacionados con las personas que me agredieron en el internado en su momento. ¿Me equivoco?

Hablaba danés con acento. Carl echó un vistazo a su alrededor. Era un despacho inmenso. Abajo, en la Gran Vía, la gente salía en tropel de tiendas como Sfera y Lefties. En medio de aquel entorno era casi un milagro que Basset aún entendiera una sola palabra en su idioma.

—Podría tratarse de una serie de asesinatos, todavía no lo sabemos.

Carl se bebió el café de un trago. Muy cargado; no era precisamente lo mejor para sus intestinos en ebullición.

—Me dice sin más rodeos que lo agredieron. Entonces, ¿por qué no dio señales de vida cuando se abrió el proceso contra ellos?

Su anfitrión se echó a reír.

—Ya me quejé en su momento ante la autoridad competente.

—¿Que era… ?

—Mi padre. Compañero de internado del padre de Kimmie.

—Ya veo. ¿Y consiguió algo?

Se encogió de hombros y abrió una pitillera labrada en plata. De modo que seguían existiendo objetos así. Le ofreció un cigarrillo a Carl.

—¿Cuánto tiempo tiene?

—Mi vuelo sale a las 16:20.

Consultó el reloj.

—Vaya, no es mucho. Imagino que cogerá un taxi.

El policía aspiró el humo y lo retuvo. Mucho mejor, joder.

—Tengo un pequeño problema —admitió sin orgullo.

Puso a Basset al tanto de su situación. Un carterista en el metro. Sin dinero, sin pasaporte y sin billete de vuelta.

Kyle Basset pulsó el botón del interfono. Sus órdenes no sonaron muy amables, parecían más bien de las que se dan a la gente que se desprecia.

—Le haré un resumen —dijo.

Contempló el edificio blanco que había enfrente. Tal vez hubiera reminiscencias de dolor en su mirada, era difícil saberlo en medio de su dureza.

—Mi padre y el de Kimmie decidieron darle su merecido a su debido tiempo. Podía esperar. A mí no me pareció mal. Conocía a su padre, Willy K. Lassen; bueno, lo sigo conociendo. Tiene un piso en Mónaco a dos minutos del mío y es un hombre que no hace concesiones. Alguien a quien no conviene desafiar, me atrevería a decir. Al menos antes. Ahora está muy enfermo, le queda demasiado.

Sonrió al decirlo. Extraña reacción.

Carl apretó los labios. De modo que el padre de Kimmie estaba enfermo de veras, tal como le había dicho a Tine. Los años le habían enseñado que la realidad y la ficción tenían la costumbre de enredarse.

—¿Por qué Kimmie? —preguntó—. Habla solo de ella. ¿No intervinieron también los demás? ¿Ulrik Dybbøl Jensen, Bjarne Thøgersen, Kristian Wolf, Ditlev Pram y Torsten Florin? ¿No estaban todos juntos?

Basset entrelazó las manos con el cigarro humeante colgándole de los labios.

—No creerá que me escogieron conscientemente.

—No lo sé. No conozco el episodio con gran detalle.

—Pues entonces se lo digo yo. Estoy convencido de que me dieron aquella paliza por casualidad, igual de casualidad que lo que pasó después.

Se llevó una mano al pecho y se echó un poco hacia delante.

—Tres costillas rotas. El resto se había desprendido de la clavícula. Estuve varios días meando sangre. Podían haberme matado. Eso también fue casualidad, se lo aseguro.

—Ajá; lo que no entiendo es adónde quiere ir a parar. Eso no explica por qué solo quiso vengarse de Kimmie Lassen.

—¿Sabe una cosa, Mørck? El día que esos cabrones me atacaron aprendí algo. En realidad, les estoy muy agradecido.

La siguiente frase la acompañó de un golpe en la mesa a cada palabra.

—Aprendí que cuando se presenta la ocasión hay que aprovecharla. Tanto si es casual como si no. Sin importar si es justo o si los demás son culpables o inocentes. Es el abecé del mundo de los negocios, ¿sabe? Afila tus armas y no dejes de usarlas. Aprovecha. Mi arma en este caso fue que teníamos influencia sobre el padre de Kimmie.

Carl inspiró a fondo. A sus oídos de chico de campo no les sonaba demasiado bien. Entornó los ojos.

—Creo que sigo sin entenderlo del todo.

Basset sacudió la cabeza. Tampoco lo esperaba. Venían de planetas distintos.

—Lo que estoy diciendo es que, como podía atacar a Kimmie sin problema, mi venganza tenía que recaer sobre ella.

—¿Y los demás le traían sin cuidado?

Se encogió de hombros.

—Ya iría a por ellos en otro momento si se presentaba la ocasión. Lo que pasa es que no he podido. Se podría decir que nos movemos en cotos de caza diferentes.

—De manera que Kimmie no era especialmente más activa que los demás, ¿no? ¿Quién diría entonces que era el motor de esa gentuza?

—Kristian Wolf, por supuesto. Pero si soltaran a todos esos hijos de puta al mismo tiempo, creo que de quien me mantendría más alejado sería de ella.

—¿A qué se refiere?

—Al principio se mostraba muy neutral, fueron sobre todo Florin, Pram y Kristian Wolf. Pero cuando ellos pasaron un poco a un segundo plano porque me sangraba el oído y se asustaron, apareció ella.

Se le dilataron las aletas de la nariz como si aún sintiese su proximidad.

—La azuzaron, ¿entiende? Sobre todo Kristian Wolf. Él y Pram la pincharon y me la echaron encima —recordó con los puños levemente apretados—. Al principio solo fueron unos golpecitos, pero luego fue aumentando más y más. Cuando descubrió el daño que me hacía, abrió mucho los ojos y empezó a dar más y más fuerte con una respiración cada vez más acelerada. Fue ella la que me pateó el estómago. Con la punta del pie, hasta el fondo.

Apagó el cigarrillo en un cenicero igualito a la escultura de bronce que remataba el tejado de enfrente. Su rostro estaba arrugado; Carl lo observó a la intensa luz del sol que le daba de perfil. Demasiadas arrugas para ser tan joven.

—Si no hubiera intervenido Wolf, habría continuado hasta matarme. Estoy seguro.

—¿Y los demás?

—Sí, los demás —asintió ensimismado—. Yo diría que no veían el momento de repetirlo. Eran como los espectadores de una corrida de toros. Y créame, sé de qué estoy hablando.

La secretaria que había servido el café entró en el despacho con paso ágil y muy bien vestida. Morena, como su pelo y sus cejas. Traía en una mano un sobrecito que le tendió a Carl.


Now you have some euros and a boarding pass for the trip home
—le explicó con una cordial sonrisa.

Después se volvió hacia su jefe y le entregó un papel que él leyó por encima en un segundo. La ira que desencadenó le recordó a Carl la imagen de la Kimmie de ojos muy abiertos que Basset acababa de pintarle.

El tipo rompió el papel sin vacilar y cubrió a su secretaria de improperios. Tenía una expresión terrible. Las arrugas de la cara se le veían sin dificultad. Una reacción que obligó a la mujer a bajar la vista avergonzada y echarse a temblar. No era un espectáculo agradable.

Una vez que la secretaria salió y cerró la puerta, Basset se volvió impertérrito hacia Carl con una sonrisa en los labios.

—No es más que una chupatintas boba y sin importancia, no se preocupe por ella. ¿Podrá volver ahora a casa sin problemas?

Asintió en silencio tratando de mostrar algún tipo de gratitud, pero le costaba. Kyle Basset era igualito que los tipos que lo habían atacado. Carecía de empatía. Acababa de demostrarlo delante de sus narices. A la mierda él y todos los de su calaña, cacho cabrón.

—¿Y el castigo? —preguntó al fin—. ¿El castigo de Kimmie? ¿Cuál fue?

Basset se echó a reír.

—Bueno, eso sí que fue una casualidad. Acababa de sufrir un aborto y estaba bastante maltrecha y muy enferma y fue a pedirle ayuda a su padre.

—Y él no se la dio, supongo.

La estaba viendo; una joven rechazada por su padre en el momento de mayor necesidad. ¿Sería esa carencia de amor la que había marcado su rostro ya de niña en aquella foto del
Gossip
donde aparecía entre su padre y su madrastra?

—Uf, me han dicho que fue muy desagradable. Su padre vivía en el Hotel D’Angleterre por aquel entonces, siempre se aloja allí cuando va a Dinamarca, y ella se presentó en recepción. ¿Qué coño esperaba?

—¿Hizo que la echaran?

—De cabeza, se lo aseguro —rio—. Pero primero la hizo arrodillarse por la alfombra a recoger unos billetes de mil coronas que le tiró, así que con las manos vacías no se fue. Pero después
goodbye and farewell for good
.

—Pero es dueña de la casa de Ordrup. ¿Por qué no fue allí? ¿Lo sabe?

—Lo hizo, y recibió el mismo trato.

A Basset no podía traerle más al fresco.

—Bueno, Carl Mørck, si quiere saber más cosas tendrá que tomar un avión que salga más tarde. Aquí hay que facturar con tiempo, así que si quiere salir a las 16:20 va a tener que irse ya.

Carl respiró hondo. Ya empezaba a notar el efecto de las sacudidas del avión al propagarse por la amígdala. De pronto, al recordar las pastillas que llevaba en el bolsillo sacó el osito, las cogió, dejó el osito al borde de la mesa y le dio un sorbo al café para hacer que pasaran los tranquilizantes.

Por encima de la taza y al otro lado del infierno de papeles, calculadora, pluma y cenicero medio lleno del escritorio, distinguió los puños apretados de Kyle Basset con los nudillos completamente blancos. Solo entonces levantó la mirada hacia su rostro y se encontró con un hombre que por primera vez en siglos tenía que enfrentarse al recuerdo del terrible dolor que los seres humanos son únicos para hacerse entre ellos y a sí mismos.

Basset tenía los ojos clavados en aquel inocente, diminuto y regordete animalito de peluche. Era como si en ese mismo instante acabara de traspasarlo un rayo de sentimientos reprimidos.

Después se desplomó en su sillón.

—¿Conoce este osito? —le preguntó Carl con las pastillas atravesadas en algún punto entre la faringe y las cuerdas vocales.

El empresario asintió y trató de concentrarse en la rabia que acudió en su auxilio.

—Sí, Kimmie siempre lo llevaba colgando de la muñeca cuando iba al internado, no sé por qué. Sujeto con una cinta roja que le había atado al cuello.

El subcomisario pensó por un instante que aquel hombre iba a venirse abajo y romper a llorar, pero el rostro de Basset se endureció y regresó el jefe capaz de aplastar a una chupatintas como si tal cosa.

—Sí, lo recuerdo perfectamente. Lo llevaba colgando de la muñeca el día que me pegó. ¿De dónde coño lo ha sacado?

32

Eran casi las diez de la mañana del domingo cuando despertó en su habitación del Hotel Ansgar. El televisor seguía encendido a los pies de la cama, esta vez con la repetición de los acontecimientos de la noche en las noticias de la segunda cadena. Aunque no habían escatimado esfuerzos, aún no había grandes progresos en el esclarecimiento de la explosión de la estación de Dybbølsbro, de modo que la noticia había pasado a un segundo plano. Ahora la actualidad se centraba en el bombardeo americano contra los rebeldes de Bagdad y la candidatura a la presidencia de Kasparov, pero sobre todo en el cadáver hallado a los pies de un destartalado edificio de ladrillo rojo de Rødovre.

Al parecer, según el portavoz de la policía, varios factores apuntaban a que se trataba de un asesinato, en particular el hecho de que la víctima se hubiera colgado de la barandilla y sus dedos mostraran señales de haber sido golpeados con un objeto contundente, probablemente la pistola con la que esa misma noche habían abierto fuego contra una estatua de madera que se encontraba en la vivienda. La policía no había facilitado demasiada información y aún no había sospechosos.

O eso decían.

Estrujó el pequeño fardo entre sus brazos.

—Ya lo saben, Mille. Los chicos ya saben que voy a por ellos.

Intentó sonreír.

—¿Tú crees que estarán juntos? ¿Tú crees que Torsten, Ulrik y Ditlev estarán decidiendo qué hacer cuando llegue mamá? ¿Estarán asustados?

Acunó el fardo.

—A mí me parece que deberían estarlo, después de lo que nos hicieron a las dos, ¿no crees? ¿Y sabes una cosa, Mille? No les faltan motivos.

En la pantalla, el cámara trataba de hacer un
zoom
para mostrar un primer plano del personal de la ambulancia retirando el cadáver con dificultad, pero estaba demasiado oscuro.

—¿Sabes una cosa, Mille? No debería haberles contado lo de la caja de metal, no estuvo bien.

Se secó los ojos. Las lágrimas empezaron a brotar de manera repentina.

—No debería habérselo contado. ¿Por qué lo hice?

Cuando se fue a vivir con Bjarne Thøgersen fue un sacrilegio. Si quería echar un polvo tenía que hacerlo a escondidas o con la banda al completo, no había vuelta de hoja, así que aquello fue una fatídica violación de todas las reglas. No solo había preferido a un miembro de la banda por encima de los demás, sino que, para colmo, había ido a escoger al que ocupaba el escalón más bajo en la jerarquía.

No podía ser.

—¿Bjarne? —había bramado Kristian Wolf—. ¿Qué cojones pretendes hacer con ese gusano?

Él quería que todo siguiera como de costumbre, que continuaran con sus expediciones de castigo y ella siempre estuviese disponible para ellos y solo para ellos.

A pesar de las amenazas de Kristian y de su presión, Kimmie se mantuvo firme. Había elegido a Bjarne, y los demás deberían resignarse a vivir de los recuerdos.

Durante algún tiempo siguieron adelante con sus sesiones. Cada cuatro domingos más o menos se reunían para esnifar cocaína y ver películas violentas y luego salían en uno de los enormes 4x4 de Torsten o de Kristian a la caza de alguien a quien acosar y apalear. Unas veces llegaban a un acuerdo con sus víctimas y pagaban su dolor y su humillación con dinero manchado de sangre, otras las asaltaban por la espalda y las dejaban inconscientes antes de que los descubrieran. En contadas ocasiones, como aquella en que localizaron a un anciano pescando solo en el lago de Esrum, sabían que su víctima no saldría de allí con vida.

Este último tipo de agresión era el que más les gustaba. Cuando se daban las circunstancias propicias y podían llegar hasta el final. Cuando todos representaban su papel hasta sus últimas consecuencias.

Pero en el lago de Esrum las cosas se torcieron.

Kimmie se había dado cuenta de que Kristian estaba cada vez más excitado. Bien es verdad que siempre le ocurría lo mismo, pero en esa ocasión tenía un semblante especialmente sombrío y concentrado. Nada de labios entreabiertos y ojos entornados. Se encerró en su frustración y permaneció inmóvil y pasivo observando los movimientos de los demás al arrastrar al anciano hacia el agua y la ropa de Kimmie, que se le pegaba al cuerpo.

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