Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—¡Que contestes! ¿Por qué nos relacionáis con ese matrimonio de Langeland? —gritaba.
Se disponía a darle con más fuerza cuando Assad lo detuvo.
—Kimmie tenía un pendiente —aulló—, la pareja del que encontraron en la playa. Lo guardaba en una caja con más pruebas de vuestras agresiones. Ya lo sabíais.
Si le hubiera quedado un ápice de energía en el cuerpo, Carl le habría hecho algún gesto contundente para que cerrara la boca.
Ahora era demasiado tarde.
Lo leyeron de inmediato en el rostro de Torsten Florin. Todo cuanto temían esos tres hombres acababa de hacerse realidad. Había pruebas en contra de ellos, y unas pruebas auténticas.
—Supongo que habrá alguien más en Jefatura que sepa de la existencia de esa caja. ¿Dónde está ahora mismo?
Carl no dijo nada, se limitó a mirar a su alrededor.
Desde el lugar donde se encontraban hasta la salida había diez metros, y desde allí hasta la linde del bosque, al menos otros cincuenta. Bosque a través sería un kilómetro y detrás se alzaba Gribskov. No había mejor escondite. El único problema era que estaba demasiado lejos y que no veía nada, absolutamente nada, que pudiera servirles como arma. Dos hombres armados con ballestas los apuntaban. ¿Qué podían hacer?
Absolutamente nada.
—Tenemos que hacerlo ahora y dejar esto bien limpio —dijo Ulrik Dybbøl Jensen con voz gangosa—. No hago más que repetíroslo. No podemos confiar en estos dos. No son como los demás que han aceptado el dinero.
Pram y Florin se volvieron lentamente hacia su amigo. Eso no ha sido muy inteligente por tu parte, se leía en sus rostros.
Mientras los tres decidían, Assad y Carl intercambiaron varias miradas. Assad le pidió disculpas y Carl le perdonó. ¿Qué coño importaba un tropezón cuando había tres hombres sin escrúpulos planeando su muerte?
—De acuerdo, lo haremos, pero no hay mucho tiempo. Los demás no tardarán ni cinco minutos —cedió Florin.
Y, sin mediar palabra, Dybbøl Jensen y Pram se abalanzaron sobre Carl mientras Torsten Florin los cubría a unos metros de distancia con la ballesta. Su eficacia lo tenía totalmente anonadado.
Le taparon la boca con cinta aislante y le ataron las manos a la espalda. Luego le echaron la cabeza hacia atrás y le pusieron más cinta aislante en los ojos. Cuando se revolvió un poco, la cinta se le pegó a los párpados y los levantó un milímetro. A través de esa ínfima rendija, un instante después pudo observar la terrible resistencia que oponía Assad, que repartía patadas y puñetazos y derribó a uno de ellos con un golpe sordo. Ulrik Dybbøl Jensen, al parecer. Estaba paralizado tras recibir un golpe en el cuello con el canto de la mano. Florin dejó la ballesta y acudió en ayuda de Pram. Mientras entre los dos intentaban reducir a Assad, Carl logró ponerse en pie y echó a correr hacia la luz que venía de la puerta.
En su situación, de poco iba a servirle a Assad en aquella contienda. Solo podría ayudarlo si escapaba.
Los oyó gritar que no llegaría muy lejos, que los chicos de la finca lo atraparían y lo traerían de vuelta. Su destino sería el mismo que el de Assad, la jaula de la hiena.
—¡Qué bien lo vas a pasar con ella! —le gritaron.
Están perturbados, le cruzó por la mente mientras intentaba orientarse a través de aquellas diminutas rendijas.
Entonces oyó los coches en la entrada principal. Eran muchos.
Si la gente que llegaba en esos coches era como la que estaba en la nave, ya podía ir despidiéndose de la vida.
En cuanto el tren partió traqueteando y el sonido de las traviesas adquirió un ritmo sosegado, las voces arreciaron en la cabeza de Kimmie. No eran insistentes ni escandalosas, sino perseverantes y seguras de sí mismas. Había llegado a acostumbrarse.
Era un tren aerodinámico. Nada que ver con los viejos ferrobuses rojos de Gribskov que la habían llevado hasta allí con Bjarne la última vez muchos años atrás. Habían cambiado tantas cosas…
Aquellos fueron años locos. Habían estado bebiendo, esnifando y divirtiéndose todo el día, desde el momento en que el paisaje empezó a cambiar hasta que Torsten les mostró con orgullo su última adquisición. Bosque, pantano, lago y tierras de labor. El lugar perfecto para un cazador. Bastaba con preocuparse un poco de que las piezas heridas no acabaran en los bosques estatales y ya no se podía pedir más.
Bjarne y ella se burlaron de él. Nada más cómico que un hombre que andaba por ahí con toda seriedad con los pies metidos en unas botas de agua verdes de cordones. Pero él no se daba cuenta de nada. El bosque era suyo y allí era dueño y señor de todo animal de la fauna danesa que mereciera la pena ser cazado.
Pasaron varias horas matando venados y faisanes y al final, un mapache que ella misma le había conseguido en Nautilus, un gesto que Torsten supo apreciar. Después siguieron el ritual viendo
La naranja mecánica
en la sala de proyecciones de su anfitrión. Una jornada como otra cualquiera, del montón, en la que consumieron grandes cantidades de cocaína y sobre todo de alcohol que los dejaron embotados y desprovistos de la energía necesaria para salir en busca de nuevas víctimas.
Esa fue la primera y la última vez que estuvo allí. Lo recordaba como si acabara de ocurrir, de eso se encargaban las voces.
Hoy están los tres juntos, ¿te enteras, Kimmie? Ahí tienes tu oportunidad, ya está ahí
, repetían una y otra vez.
Observó un instante a los demás pasajeros y luego metió una mano en su bolso de piel y palpó la granada, la pistola con silenciador, el bolso pequeño y su precioso fardito. Todo cuanto necesitaba estaba en ese bolso.
Una vez en el apeadero de Duemose esperó a que recogieran a los demás viajeros madrugadores o se fueran ellos mismos en las bicicletas que aguardaban aparcadas junto a la marquesina roja.
Un conductor se ofreció a llevarla, pero ella se limitó a sonreírle. También así podían usarse las sonrisas.
Cuando el andén se despejó y la carretera quedó igual de desierta que antes de su llegada, bajó de un salto a la vía y echó a andar por los raíles siguiendo la linde del bosque hasta que encontró un sitio donde dejar el bolso.
A continuación sacó el bolsito pequeño, se lo puso en bandolera, se remetió los vaqueros por dentro de los calcetines y ocultó el bolso grande bajo un arbusto.
—Mamá volverá, te lo prometo, mi vida. No tengas miedo —se despidió mientras las voces la apremiaban para que apretara el paso.
Resultaba sencillo orientarse en el bosque público. Continuó unos metros más por el camino, pasó por delante de una pequeña explotación y llegó a los senderos que conducían a la parte trasera de la finca de Torsten.
A pesar de la presión impaciente de las voces, tenía tiempo más que de sobra. Alzó la mirada hacia las últimas manchas de color que pendían de las ramas y aspiró el aire para que la fuerza y los colores del otoño se concentraran en aquel aroma.
Hacía años que no sentía algo así. Muchos años.
Al llegar al cortafuegos descubrió que era más ancho que la última vez. Se tendió junto a los últimos árboles y miró por encima en dirección al cercado que separaba el bosque de Torsten del público. Sus muchos años en las calles de Copenhague le habían enseñado que las cámaras de vigilancia no abultaban demasiado. Se tomó su tiempo para analizar cada árbol y cada metro del seto hasta tenerlas todas localizadas. En el tramo donde ella se encontraba había cuatro, dos fijas y otras dos que no dejaban de girar en un ángulo de ciento ochenta grados. Una de las fijas apuntaba directamente hacia ella.
Luego se retiró entre la maleza a considerar su situación.
El cortafuegos tenía una anchura de entre nueve y diez metros y estaba cubierto de una preciosa hierba recién cortada de no más de veinte centímetros de altura; es decir, era una zona llana y despejada. Miró hacia ambos lados. Lo mismo por todas partes. Solo había una manera de atravesarlo sin ser vista, y no era por la hierba.
Saltando de árbol en árbol. De rama en rama.
Reflexionó. El roble de su lado del cortafuegos era bastante más alto que el haya del otro lado. Sus ramas robustas y retorcidas se extendían cinco o seis metros por encima de la hierba y de las algo más endebles del otro árbol. Un salto desde el árbol más alto hacia el bajo suponía una caída de unos dos metros, pero a la vez había que saltar hacia delante para ir a parar lo más cerca posible del tronco del haya. De lo contrario, las ramas no podrían con su peso.
Nunca se le habían dado bien los árboles. Su madre le tenía prohibido jugar en sitios donde pudiera ensuciarse la ropa, y cuando ella faltó también le faltaron las ganas.
El roble era un árbol magnífico con unas ramas sinuosas llenas de protuberancias y una gruesa corteza. Resultaba sencillo trepar por él.
Era una sensación fantástica.
—Algún día tienes que probar… —se dijo en voz baja mientras seguía subiendo.
Una vez en lo alto empezó a inquietarse. De repente, la distancia hasta el suelo parecía muy real. El salto hasta las resbaladizas ramas del haya, definitivo. ¿Sería capaz? Desde abajo había sido casi un juego, pero allí arriba, no. Si se caía sería el fin. Se rompería los brazos y las piernas. La verían con las cámaras. La agarrarían y la tendrían en sus manos. Los conocía. Los vengadores pasarían a ser ellos.
Permaneció sentada unos minutos calculando la fuerza del impulso. Después se levantó con cuidado y se agarró a las ramas del roble con los brazos echados hacia atrás.
En cuanto saltó supo que había tomado demasiado impulso. Lo supo al volar por los aires y encontrarse con el tronco del árbol de debajo demasiado cerca. Sintió cómo se le partía el dedo en su intento de evitar la colisión, pero los reflejos la ayudaron. Si tenía un dedo inutilizado, le quedaban otros nueve de los que servirse. Ya se ocuparía más tarde del dolor. Aferrada al tronco, comprobó que las hayas tienen menos ramas en la parte baja que los robles.
Descendió hasta donde pudo y luego, agarrada a la rama más baja, calculó que aún quedaban tres o cuatro metros para llegar al suelo. Asió con fuerza la madera y permaneció colgando unos instantes mientras el dedo roto seguía sus propios dictados. Se balanceó hacia el tronco, se enganchó a él con un brazo como pudo, soltó el otro y se dejó caer. Los nudos del último trecho de la corteza le dejaron los antebrazos y el cuello ensangrentados.
Estudió el dedo torcido y lo colocó en su sitio de un tirón que le inundó todo el cuerpo de oleadas de dolor. Pero Kimmie estaba muda. Se lo habría arrancado a tiros de haber sido necesario.
Después se limpió la sangre del cuello y se adentró entre las sombras del bosque, esta vez por el lado correcto del cercado.
Era un bosque mixto, aún lo recordaba de su anterior cacería. Pequeños grupos de abetos, algunos claros con árboles de fronda recién plantados y enormes extensiones de abedules, espinos, hayas y robles silvestres dispersos aquí y allá.
Había un penetrante olor a hojas podridas. Quince años pateando el empedrado acentúan esas sensaciones.
Las voces le exigían que echara a andar y acabase con aquello de una vez, que fuera ella quien determinara las condiciones del enfrentamiento, pero Kimmie las ignoró. Tenía tiempo de sobra y lo sabía. Cuando Torsten, Ulrik y Ditlev jugaban a sus juegos sanguinarios, no lo dejaban hasta saciarse. Y no eran fáciles de saciar.
—Iré bordeando el bosque y el cortafuegos —dijo en voz alta para que las voces tuvieran que doblegarse—. El camino es más largo, pero llegaremos a la finca de todas formas.
Por eso vio a aquellos hombres morenos que esperaban mirando hacia el bosque. Por eso vio la jaula con aquel animal furioso. Y por eso reparó en los protectores que llevaban por encima de los pantalones hasta la altura de las ingles.
Por eso decidió adentrarse en el bosque y esperar a ver qué curso tomaban los acontecimientos.
Entonces resonaron los primeros gritos y cinco minutos después, los primeros disparos.
Estaba en el territorio de los cazadores.
Corría con la cabeza echada hacia atrás y vislumbraba el suelo a sus pies como un centelleo que iba alternando hojas secas y ramas traicioneras. Por detrás, a lo lejos, oyó durante algún tiempo las furibundas protestas de Assad hasta que al fin lo envolvió el silencio.
Aminoró el paso. Luchó contra la cinta aislante de las muñecas. La nariz reseca por la dificultad de respirar. La nuca doblada para alcanzar a ver algo.
Tenía que quitarse la cinta de los ojos, eso lo primero. No tardarían en llegar de todas partes. Los cazadores de la finca y los ojeadores de sabe Dios dónde. Hizo un giro completo y no vio más que árboles y más árboles por las estrechas rendijas que dejaba la cinta aislante. Después echó a correr unos segundos más hasta que una rama baja lo golpeó en la cabeza y le hizo caer hacia atrás.
—Me cago en la leche —se lamentó—. Me cago en la leche puta.
Consiguió incorporarse a duras penas y escogió una rama tronchada que había a la altura de su cabeza. Luego se acercó cuanto pudo al tronco, logró pasar la punta doblada de la rama por debajo de la cinta y que saliera en paralelo a la aleta de la nariz y se agachó muy lentamente. La cinta se le tensó por la nuca, pero no llegó a desprenderse de la zona de los ojos. La tenía demasiado pegada a los párpados.
Volvió a tirar intentando mantener los ojos cerrados, pero sentía que los párpados seguían la dirección del movimiento y los ojos se le ponían en blanco.
—Mierda, mierda, mierda —maldijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro mientras la rama le arañaba el párpado.
Oyó por primera vez los gritos de los ojeadores. No estaban tan lejos como esperaba, quizá a unos centenares de metros, aunque era difícil determinarlo allí, en el bosque. Al levantar la cabeza para sacar la rama de la cinta comprobó que veía más o menos bien con un ojo.
Por delante de él se extendía un bosque tupido. La luz se filtraba de una manera bastante irregular y, a decir verdad, no tenía la menor idea de qué era el Norte y qué el Sur. Eso le bastó para comprender que aquello podía ser el principio del fin de Carl Mørck.
Los primeros disparos resonaron cuando acababa de entrar en el primer claro; los ojeadores estaban tan cerca que no le quedó más remedio que echarse al suelo. Por lo poco que podía ver, el cortafuegos estaba algo más adelante y tras él arrancaban los senderos que atravesaban la zona pública del bosque. A tiro de piedra, no habría más de setecientos u ochocientos metros hasta el lugar donde había aparcado el coche, pero ¿de qué le servía si no sabía en qué dirección?