Los chicos que cayeron en la trampa (48 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Al echar un vistazo hacia la carretera, el subcomisario descubrió los vehículos que se acercaban a una velocidad que excedía los límites permitidos. Eran dos todoterreno con los cristales tintados, de esos que los niños grandes tienen que conformarse con admirar en las revistas de coches a escondidas.

—¡La madre que te parió! —exclamó al ver pasar el primero. Luego arrancó y salió detrás del segundo.

—Estoy seguro de haber visto de refilón a Ditlev Pram en el coche de delante. ¿Tú te has fijado en quién iba en el otro, Assad? —preguntó cuando ambos se desviaron por el camino de grava que conducía a la propiedad de Florin.

—No, pero he apuntado las dos matrículas. Voy a comprobarlas.

Carl se frotó la cara. ¿Y si en ese preciso instante estaban los tres reunidos en casa de Torsten Florin? Si de verdad eran ellos, ¿cuándo volvería a presentársele la oportunidad de tenerlos a los tres juntos?

Y, si se le presentaba, ¿qué obtendría con ello?

Al cabo de un momento, Assad ya había conseguido la información.

—El primer coche está registrado a nombre de una tal Thelma Pram —anunció.

Bingo.

—Y el otro es propiedad de Análisis Financieros UDJ.

Bingo otra vez.

—Así que hay reunión de la banda —dijo Carl consultando el reloj. No eran ni siquiera las ocho de la mañana. ¿En qué cojones andarían?

—Creo que no debemos perderlos de vista, Carl.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes, entrar y ver qué están haciendo, o sea.

El subcomisario sacudió la cabeza. Demasiado creativo algunas veces, el hombrecillo.

—Ya has oído lo que ha dicho Florin —le recordó mientras Assad, a su lado, asentía con los ojos muy abiertos—. Necesitamos una orden judicial, y en las actuales circunstancias no nos la van a dar.

—No, pero pueden darnos una si sabemos más, ¿no?

—Sí, claro. Pero no vamos a sacar nada colándonos ahí dentro. Sería completamente improcedente, Assad. No tenemos ningún derecho.

—¿Y si son ellos los que han matado a Aalbæk para borrar sus huellas?

—¿Qué huellas? No es ilegal pagar a un detective para que vigile a alguien.

—No, pero ¿y si Aalbæk encontró a Kimmie y están ahí dentro y la tienen prisionera? Es una posibilidad muy plausible, ¿no es una de esas palabras que te gustan? Ahora que Aalbæk está muerto, ellos son los únicos que lo saben si la tienen. Carl, es tu testigo más importante.

El subcomisario veía la que se le venía encima, sí.

—¿Y si la están matando ahora mismo? Tenemos que entrar.

Ya estaba.

Resopló con fuerza. Demasiadas preguntas.

Tenía razón el tío, pero aun así…

Aparcaron en Ny Mårumvej, junto al apeadero de Duemose, y dejaron atrás la vía férrea para seguir los senderos que bordeaban el bosque de Gribskov hasta llegar al cortafuegos. Desde donde estaban veían directamente el pantano y parte del bosque de Torsten Florin. Era espeso y cerrado. Al fondo del todo, en lo alto de la colina, se adivinaba el portón de hierro; por ahí no podría ser. Ya habían reparado en la concentración de cámaras de vigilancia.

Más interesante era el patio central de la antigua granja, donde estaban aparcados los dos enormes todoterreno y desde donde había vía libre en todas direcciones.

—Creo que todo el cortafuegos está lleno de cámaras, Carl —le informó Assad—. Si queremos cruzarlo hay que ir por ahí.

Señalaba hacia la zona encharcada, donde el cercado estaba tan hundido que apenas era visible. Era el único punto por el que podían cruzar sin ser vistos.

No era muy alentador.

Después tuvieron que pasar media hora cuerpo a tierra y ojo avizor, con los pantalones empapados y llenos de porquería, hasta que vieron aparecer a los tres hombres en el patio. Tras ellos iban dos negros flaquísimos llevando lo que parecían ser unos arcos o algo por el estilo. Los ecos de su conversación llegaban hasta el seto donde se ocultaban, unas voces apagadas que se perdían en la distancia arrastradas por una ligera brisa fría que empezaba a envolverlos.

Luego, los tres desaparecieron en el interior de la casa y los negros pusieron rumbo a sus casitas rojas.

Transcurridos diez minutos, aparecieron varios negros más que volvieron a desaparecer en la inmensa nave. Al cabo de unos minutos volvieron a salir cargados con una jaula que subieron a una camioneta. Montaron en la cabina y en la plataforma, junto a la jaula, y el vehículo se perdió en el bosque.

—Si vamos a hacerlo, tiene que ser ahora —dijo Carl mientras arrastraba a un Assad algo reacio a lo largo del seto en dirección a las casitas. Oyeron que había gente en su interior. Un parloteo en una lengua extranjera. El llanto de un bebé y los gritos de unos niños algo mayores. Era una auténtica comunidad.

Al escabullirse por delante de la primera casa observaron un letrero lleno de nombres exóticos.

—Ahí también —susurró Assad señalando hacia el letrero de la siguiente casa—. ¿Tú crees que tienen esclavos?

Seguramente no, pero aquello tenía un curioso parecido con la esclavitud. Era como una aldea africana en medio de un parque, como las casuchas que se apiñaban al abrigo de las grandes mansiones sureñas antes de la Guerra de Secesión.

De repente oyeron ladrar a un perro no demasiado lejos.

—¿Tendrá perros sueltos en la finca? —le preguntó Assad en un susurro preocupado, como si ya lo hubieran oído.

Carl miró a su compañero.

Tranquilo, le dijo sin necesidad de palabras. Si algo había aprendido en los campos de Vendsyssel era que, a menos que se enfrentara uno a diez mortíferos perros de presa, quien mandaba era el hombre. Un buen patadón en el momento justo solía poner las cosas en su sitio. Ojalá no armaran tanto escándalo.

Atravesaron a la carrera el tramo descubierto que había junto al patio y repararon en que había posibilidades de rodear la casa por ese lado.

Veinte segundos más tarde estaban con la cara pegada a unos cristales tras los que no ocurría absolutamente nada. Parecía un despacho clásico con muebles de caoba. Las paredes quedaban ocultas por hileras y más hileras de trofeos de caza. Aquello no los llevaba a ninguna parte.

Se dieron la vuelta. Si había algo fuera de lo normal en aquel sitio, tendrían que encontrarlo de inmediato.

—¿Has visto eso? —susurró Assad señalando hacia un cilindro que asomaba por un extremo de la enorme nave acristalada como una prolongación y se adentraba en el bosque. Medía al menos cuarenta metros.

¿Qué coño será eso?, pensó Carl.

—Vamos —ordenó—, hay que comprobarlo.

La expresión de Assad al entrar en el recinto era digna de pasar a la posteridad. Sí, Carl sentía algo similar. Si Nautilus era un espectáculo impactante para los amantes de los animales, aquello era diez veces peor. Una jaula y otra y otra de animales aterrados. Pieles ensangrentadas de todos los tamaños colgadas a secar por las paredes. Había de todo, desde hámsteres hasta terneros. Feroces perros de presa ladrando; seguramente los que habían oído antes. Enormes monstruos con apariencia de saurios y visones que bufaban. Animales domésticos y exóticos en una mezcolanza insólita.

Sin embargo, nada más lejos del arca de Noé. Era todo lo contrario. De allí no saldría nada con vida, se intuía de inmediato.

Carl reconoció la jaula de Nautilus en el centro de la nave con una hiena gruñendo. De un rincón salían los chillidos de un simio grande, los gruñidos de un facóquero y los balidos de una oveja.

—¿Tú crees que Kimmie puede estar aquí, entonces? — preguntó Assad mientras avanzaba unos pasos.

El subcomisario paseó la mirada por las jaulas. La mayoría de ellas eran demasiado pequeñas para una persona.

—¿Y aquí, entonces? —sugirió su ayudante señalando hacia una columna de congeladores que ronroneaban en uno de los pasillos laterales. Una vez junto a ellos, abrió el primero.

—¡Uf, qué asco! —gritó sacudido por un visible escalofrío de repugnancia.

Carl echó un vistazo al interior del congelador, desde donde varias pilas de animales despellejados lo observaron con sus ojos sin párpados.

—Lo mismo en estos.

Assad iba abriendo y cerrando un arcón detrás de otro.

—Yo diría que en su mayor parte los usan como pienso —apuntó el subcomisario con los ojos clavados en la hiena. En un lugar como ese, todo bicho viviente debía desaparecer entre las fauces de aquellas criaturas hambrientas a la velocidad del rayo. Una idea de lo más aterradora.

Les costó cinco minutos comprobar que no había ningún ser humano en el resto de las jaulas.

—Mira, Carl —exclamó Assad al descubrir el tubo que había visto desde fuera—. Es un campo de tiro.

Efectivamente. Si la policía tuviera un cacharro como aquel en Jefatura, no iba a faltarles movimiento. Un prodigio de última tecnología, con inyectores de aire, y todo.

—Creo que no deberías meterte ahí dentro —le advirtió Carl al verlo adentrarse en el tubo en dirección a las dianas—. Si viene alguien no tendrás dónde esconderte.

Pero Assad no lo oyó. Acababa de descubrir las enormes dianas.

—¿Qué es esto entonces, Carl? —le gritó pegado a una de ellas.

Carl echó un vistazo hacia atrás. No vio nada alarmante, de modo que se reunió con él.

—¿Es una flecha o qué? —insistió su compañero, que señalaba hacia una barra de metal que había perforado el centro del blanco.

—Sí, es un dardo de los que se usan para las ballestas.

Assad lo miró desconcertado.

—¿Qué es eso que has dicho? ¿Para qué? ¿Para las bayetas?

El subcomisario suspiró.

—Una ballesta es un arco que se tensa de una manera especial. Dispara con mucha fuerza.

—Vale. Eso ya lo veo. Y con precisión, Carl.

—Sí, con mucha precisión.

Cuando se volvieron, comprendieron que habían caído en la trampa.

En el otro extremo estaba Torsten Florin con las piernas separadas y tras él asomaban Ulrik Dybbøl Jensen y Ditlev Pram, este último con una ballesta tensada que los apuntaba directamente.

Me cago en la leche puta, pensó Carl; luego gritó:

—Métete detrás de las dianas, Assad, ¡ahora!

Con gesto ágil, sacó la pistola de la funda que llevaba al hombro y apuntó hacia el grupo en el preciso instante en que Ditlev Pram disparaba.

Cuando oyó que Assad se lanzaba hacia el otro lado de la diana, la flecha le atravesó el hombro derecho y la pistola cayó al suelo.

No dejaba de ser curioso, pero no le dolía. Lo único que pudo hacer fue constatar que la flecha lo había desplazado medio metro y ahora tenía la punta clavada en la diana y la pluma sobresaliendo de la herida ensangrentada.

—Caballeros —dijo Florin—, ¿por qué nos ponen en esta situación? ¿Qué vamos a hacer con ustedes?

Carl trató de obligar a su corazón a latir a un ritmo más pausado. Le habían sacado la flecha y rociado la herida con un líquido que casi le hizo perder el sentido, pero había frenado bastante la hemorragia.

Era una situación deplorable. A los tres les costaba ocultar su furia.

Mientras tanto, Assad se resistía como un loco a que los sacaran del túnel y los obligaran a sentarse en el suelo con la espalda contra una de las jaulas.

—¿Es que no sabéis lo que les pasa entonces a los que les hacen esto a policías en acción? —gritaba.

Carl le dio un empujoncito en el pie con disimulo y eso lo apaciguó un poco.

—La cosa es muy sencilla —dijo Carl; sentía cada palabra como un latigazo en todo el torso—. Ahora nos dejan irnos y ya veremos qué pasa después. No ganan nada con amenazarnos o retenernos.

—¡Claro!

Era Ditlev Pram. Aún llevaba la ballesta lista para disparar. Ya podía apuntar hacia otro lado.

—No somos imbéciles. Sabemos que estamos bajo sospecha por asesinato. Habéis hecho referencia a varios episodios. Os habéis puesto en contacto con nuestro abogado. Habéis encontrado una conexión entre Aalbæk y yo. Pensáis que lo sabéis todo de nosotros y de repente os creéis en posesión de eso que vosotros llamáis la verdad.

Se acercó y puso sus botas de piel junto a los pies de Carl.

—Pero esa verdad no nos concierne solo a nosotros tres. Si tenéis la suerte de convencer a un montón de gente de eso que creéis saber, varios miles de personas se quedarán sin sustento. Las cosas no son tan sencillas, Carl Mørck.

Hizo un gesto hacia cuanto los rodeaba.

—Enormes fortunas quedarán bloqueadas, y eso es algo que no deseamos ni nosotros ni nadie. Así que estoy con Torsten: ¿qué vamos a hacer con vosotros?

—Hay que limpiar esto bien —intervino Ulrik Dybbøl Jensen, aquel hombretón de pupilas dilatadas y voz temblorosa. No cabía duda alguna de sus intenciones. Pero Florin titubeaba, Carl lo advirtió. Titubeaba y pensaba.

—Os soltamos y os damos un millón a cada uno, así, sin más. Dejáis el caso y cogéis el dinero. ¿Qué decís?

Había que decir que sí, ¿qué si no? Desde luego, en la alternativa era mejor no pensar.

Miró a Assad. Asentía. Chico listo.

—¿Y tú, Carl Mørck? ¿Eres igual de razonable que el amigo Mustafá? —preguntó Florin.

Carl lo miró con dureza y luego asintió también.

—Pero tengo la sensación de que no es suficiente, así que vamos a doblar la oferta. Dos millones para cada uno a cambio de vuestro silencio. Lo haremos con discreción, ¿estamos de acuerdo? —insistió Torsten Florin.

Asintieron los dos.

—Pero antes hay una cosa que necesito aclarar y quiero que contestéis con sinceridad. Si me mentís lo sabré, y adiós trato. ¿Entendido?

No esperó a que respondieran.

—¿Por qué me habéis hablado de ese matrimonio de Langeland esta mañana? Lo de Kåre Bruno lo entiendo, pero ¿ese matrimonio? ¿Qué tiene que ver con nosotros?

—Una investigación minuciosa —contestó el subcomisario—. Tenemos un hombre en Jefatura que lleva años siguiendo ese tipo de casos.

—Pero si no tiene nada que ver con nosotros —insistió Florin.

—Querías una respuesta sincera y la respuesta es una investigación minuciosa —repitió—. La naturaleza del ataque, el lugar, el método, el momento. Todo encaja con vosotros.

Entonces, la banda decidió demostrar de lo que era capaz.

—¡Contesta! —gritó Ditlev Pram golpeando a Carl en la herida con el mango de la ballesta.

Ni siquiera llegó a gritar, el dolor le hizo un nudo en la garganta. Y Pram golpeó otra vez. Y otra.

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