Los chicos que cayeron en la trampa (36 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Carl consultó el reloj mientras giraba por Hendriksholms Boulevard. Llegaba pronto, pero quizá mejor así. El tal Klavs Jeppesen parecía de ese tipo de personas que prefieren llegar demasiado pronto antes que demasiado tarde.

El instituto de Rødovre era un conjunto de cajones aplanados que surgían del asfalto, un caos de edificios empotrados unos en otros a consecuencia de las sucesivas ampliaciones de los años en que las gorras de bachiller empezaron a echar raíces entre la clase trabajadora. Un pasillo por aquí, un gimnasio por allá, caserones amarillos nuevos y viejos llamados a modernizar a los chavales de la zona oeste proporcionándoles privilegios que los de la costa norte se habían adjudicado mucho tiempo antes.

Siguiendo las flechas en dirección a la fiesta de antiguos alumnos, la Ulsasep, se encontró a Klavs Jeppesen a la puerta del aula con el regazo lleno de paquetes de servilletas de papel y en plena conversación con dos estudiantes mayores del sexo opuesto que parecían muy simpáticas. Un tipo atractivo, pero con un aburrido
look
profesional, con su chaqueta de pana y su barba. Era Profesor de Instituto, con mayúsculas.

Tras liberar a sus oyentes con un «Nos vemos luego» dicho en un tono que lo identificaba claramente como miembro del grupo de los solteros disponibles, acompañó a Carl por el pasillo de los profesores, donde varios exalumnos pasaban el rato entregados a la nostalgia.

—¿Sabe por qué estoy aquí? —preguntó el subcomisario, a lo que Jeppesen contestó que su colega lo había puesto al tanto con algún que otro chapurreo.

—¿Qué quiere saber? —se interesó mientras lo invitaba a tomar asiento en una de las añosas sillas de diseño de la sala de profesores.

—Quiero saberlo todo de Kimmie y de cuantos la rodeaban.

—Su colega ha dejado entrever que habían reabierto el caso de Rørvig. ¿Es eso cierto?

Carl asintió.

—Y tenemos motivos fundados para creer que uno o varios miembros del grupo también son culpables de otras agresiones.

A Jeppesen se le dilataron las fosas nasales como si le faltara oxígeno.

—¡¿Agresiones?!

Se quedó con la mirada extraviada y fue incapaz de reaccionar cuando entró una de sus compañeras.

—¿Te ocupas tú de la música, Klavs? —preguntó.

Él levantó la mirada como si estuviera en trance y asintió sin verla.

—Yo estaba locamente enamorado de Kimmie —confesó cuando volvieron a quedarse a solas—. La deseaba como jamás he deseado a nadie. Era la perfecta combinación de ángel y demonio. Guapa, joven, cariñosa y totalmente dominante.

—Ella tenía diecisiete o dieciocho años cuando iniciaron su relación. ¡Y era alumna del colegio! No es muy ortodoxo que digamos.

El profesor observó a Carl sin levantar la cabeza.

—No estoy orgulloso de ello —aclaró—. Sencillamente, no pude evitarlo. Aún siento su piel, ¿lo entiende? Y ya hace veinte años.

—Sí, y también hace veinte años que ella y unos cuantos más estuvieron bajo sospecha de asesinato. ¿Usted qué cree? ¿Podrían haberlo hecho todos juntos?

Klavs Jeppesen contrajo la mitad del rostro en una mueca.

—Pudo hacerlo cualquiera. ¿Es que usted no podría matar a alguien? Quizá ya lo haya hecho.

Apartó la mirada y bajó la voz.

—Antes y después de mi relación con Kimmie hubo un par de episodios que me resultaron chocantes. Recuerdo sobre todo a un chico del colegio, un pequeñajo completamente idiota y engreído, quizá solo le dieran lo que se merecía. Pero todo ocurrió en circunstancias muy extrañas. De repente, un buen día dijo que quería marcharse. Contó que se había caído en el bosque, pero sé reconocer las marcas que dejan los golpes.

—¿Qué tiene eso que ver con el grupo?

—Yo no sé qué tiene que ver con el grupo, lo que sí sé es que cuando se fue, no pasó un día sin que Kristian Wolf preguntara por él. Que dónde estaba, que si teníamos noticias suyas, que si iba a volver.

—Es posible que se tratase de un interés real, ¿no cree?

Se volvió de nuevo hacia Carl. Lo que tenía delante era un profesor de instituto a cuyas manos expertas las personas honradas confiaban el desarrollo de sus hijos, una persona que pasaba años y años con sus alumnos. ¿Era posible que el semblante que le estaba mostrando en esos momentos fuera el mismo que veían esos padres cuando iban a hablar con él? En tal caso, tendrían buen cuidado de sacar a sus hijos de ese centro a toda prisa. No, gracias a Dios no era frecuente toparse con un rostro tan amargado por la sed de venganza, el odio y el asco a la humanidad como el suyo.

—Kristian Wolf no mostraba interés real por nadie más que por sí mismo —replicó henchido de desprecio—. Era capaz de todo, créame. Pero tengo la sensación de que le aterrorizaba enfrentarse a sus propios actos. Por eso quería asegurarse de que aquel niño se había ido para siempre.

—¿Puede darme algún ejemplo?

—Él formó el grupo, créame. Le apasionaba el mal y no tardó en esparcir su veneno. Él fue quien nos delató a Kimmie y a mí, el culpable de que tuviera que irme del internado y de que ella se marchara, el que la empujaba hacia los chicos a los que quería pegar. Una vez que los atrapaba en sus redes, la obligaba a retirarse. Ella era su araña hembra y él manejaba los hilos.

—Murió, imagino que ya lo sabe. En un accidente de caza.

Asintió.

—Quizá piense que me alegro. Ni mucho menos. Salió muy bien parado de todo.

Se oyeron unas risas en el pasillo que parecieron sacarlo del trance por un momento. Después la rabia volvió a descomponerle el rostro y a arrastrarlo.

—Atacaron a aquel chiquillo en el bosque y tuvo que irse, pregúnteselo a él si quiere. Puede que lo conozca, se llama Kyle Basset. Ahora vive en España. No le costará encontrarlo porque es dueño de una de las mayores empresas del país, KB Construcciones S. A.

Carl anotó el nombre.

—Y mataron a Kåre Bruno. Créame —añadió.

—Ya se nos había ocurrido, pero ¿qué le lleva a usted a pensar eso?

—Bruno fue a buscarme cuando me despidieron. Habíamos sido rivales, pero de pronto éramos aliados. Él y yo contra Kristian y el resto del grupo. Me confesó que tenía miedo de Wolf, que se conocían de antes. Vivía cerca de la casa de sus abuelos y nunca dejaba pasar la oportunidad de amenazarlo. No sé gran cosa, pero con eso me basta. Wolf amenazó a Kåre Bruno, así estaban las cosas. Y luego, Bruno murió.

—Al oírlo hablar, parece que conoce los hechos con certeza, pero en realidad usted ya no estaba con Kimmie ni cuando murió Bruno ni cuando ocurrió el crimen de Rørvig.

—No, pero antes de todo eso ya veía cómo los demás alumnos se apartaban al paso del grupo, veía lo que le hacían a la gente. A los de su clase no, que en ese colegio lo primero que se aprende es la unión del equipo, pero sí a todos los demás. Y atacaron a ese niño, lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Kimmie pasó la noche conmigo varios fines de semana. Dormía mal, como si ocultara algo que no la dejaba tranquila. Decía su nombre en sueños.

—¿Qué nombre?

—¡El del chico! ¡El de Kyle!

—¿Parecía asustada o atormentada?

Se echó a reír. Una risa que le salía de lo más hondo, de donde salen las carcajadas que son una defensa y no una mano tendida.

—No, no parecía atormentada. En absoluto. Kimmie no era así.

El policía iba a mostrarle el osito cuando el silbido de las cafeteras que se alineaban en la barra distrajo su atención. Si pensaban dejarlas ahí hasta que acabara la cena, no encontrarían más que brea.

—¿Podemos tomar una taza? —preguntó sin aguardar la respuesta. Tal vez un buen café compensara las cien horas que llevaba sin comer como Dios manda.

Jeppesen le indicó por señas que él no quería.

—¿Kimmie era mala? —preguntó Carl mientras se llenaba la taza aspirando el aroma del café.

A su espalda no se oyó respuesta alguna.

Cuando se volvió con la taza en los labios y las aletas de la nariz estimuladas por el aroma del sol que en su día brillara sobre los cafetales de algún campesino colombiano, la silla de Klavs Jeppesen estaba vacía.

La audiencia había concluido.

29

Había hecho el recorrido de ida y vuelta del planetario a Vodroffsvej de diez modos diferentes. Por las escaleras y los caminos que comunicaban el lago con Gammel Kongevej y Vodroffsvej, siempre de un lado a otro y tratando de no acercarse demasiado a la parada de autobús del pasaje del Teatro, donde imaginaba que estarían esos hombres.

De vez en cuando se sentaba en la terraza del planetario con la espalda contra los cristales y los ojos clavados en el jugueteo del sol en la fuente del lago. Alguien por detrás de ella alabó las vistas, pero a Kimmie le traían totalmente sin cuidado. Hacía años que no se dejaba llevar por esas cosas. Lo único que le interesaba era ver a los tipos que habían reventado a Tine, husmear a sus perseguidores, averiguar quién les hacía el trabajo sucio a esos cabrones.

No dudó ni un instante de que volverían. Eso era lo que más miedo le daba a Tine, y seguramente no se equivocaba. Querían atraparla a ella, Kimmie, y no iban a darse por vencidos así como así.

Tine era el nexo de unión. Pero Tine ya no estaba.

Cuando se oyó aquel estruendo y la caseta saltó por los aires, se alejó rápidamente. Tal vez la vieran unos niños al pasar a toda velocidad por delante de la piscina, pero eso era todo. Al llegar al otro lado de los edificios de Kvægtorvsgade se arrancó el abrigo y lo metió en la maleta. Después se puso una cazadora de ante y se colocó un pañuelo negro en la cabeza.

Al cabo de diez minutos estaba delante del mostrador luminoso del Hoten Ansgar mostrando un pasaporte portugués que había encontrado años atrás en una de las maletas que robaba. No estaba cien por cien igual que en la foto, pero ya habían pasado seis años… , ¿y quién no cambia en ese tiempo?


Do you speak english, Mrs. Teixeira?
—le preguntó el amable conserje. El resto fue una pura formalidad.

Por espacio de una hora se acomodó bajo una de las estufas de gas del jardín interior con un par de copas. Así la iban conociendo.

A continuación durmió casi veinte horas seguidas con la pistola bajo la almohada y la imagen de una temblorosa Tine en la retina.

Así empezó su nueva vida, cuando echó a andar hacia el planetario; allí, y tras ocho horas de espera, encontró al fin lo que buscaba.

Era un tipo flaco, casi escuálido, cuyos ojos se clavaban alternativamente en la ventana de Tine del quinto piso y en la entrada del pasaje del Teatro.

—Vas a tener que esperar un buen rato, desgraciado —murmuró Kimmie desde el banco que había en Gammel Kongevej a la altura del planetario.

Alrededor de las once de la noche vinieron a relevarlo. No cabía duda de que el recién llegado tenía un estatus más bajo que el que se iba. La cuestión era ver cuánto se acercaba el nuevo. Como un perro que quiere la comida, pero antes debe husmear para saber si es bien recibido.

Por eso era él y no el otro quien tenía que ocuparse del turno del sábado por la noche. Y por eso Kimmie decidió irse también.

Siguió al tipo flaco a una distancia prudencial y llegó al autobús en el mismo instante en que se iban a cerrar las puertas.

Al subir se fijó en cómo tenía la cara. El labio inferior partido, una herida en una ceja y cardenales que iban siguiendo el nacimiento del pelo desde la oreja hasta el cuello como si se hubiera teñido con
henna
y no se hubiese aclarado bien el exceso de tinte.

Iba mirando por la ventanilla, acechando la acera con la esperanza de encontrar a su presa en el último instante. Solo al llegar a Peter Bangs Vej empezó a relajarse.

Está libre y no tiene prisa, pensó Kimmie. Nadie lo esperaba, se veía en su actitud. En su indiferencia. De haber tenido una niña, un cachorro o un salón caldeado donde tomar de la mano a alguien con quien compartir risas y suspiros, habría respirado más hondo, más libre. No, no podía ocultar la angustia que le acongojaba el alma y el cuerpo. Nadie lo esperaba en casa. No tenía prisa.

Como si ella no supiera lo que era eso.

Se apeó al llegar al Damhuskroen y no preguntó por el espectáculo de la noche. Llegaba tarde, y al parecer lo sabía. Muchos ya se habían reunido con sus ligues de una noche e iban rumbo a su aventura. Colgó el abrigo y entró en el enorme local sin mayores ambiciones. ¿Cómo era posible que su estado de ánimo fuera tan deplorable como su aspecto? Pidió una cerveza de barril y se sentó en la barra a observar de reojo hacia las mesas y hacia la multitud para ver si una mujer, daba igual cuál, le devolvía la mirada.

Kimmie se quitó el pañuelo y la cazadora y le pidió a la empleada del guardarropa que le cuidara bien el bolso. Después se adentró en el local con gesto seguro, los hombros echados hacia atrás y emitiendo discretas señales con los pechos a cualquiera que aún pudiese centrar la mirada. Sobre el escenario, una orquesta de cuarta que armaba un estruendo de primera acompañaba a las parejas de baile que se tanteaban con cautela. Ninguno de los que bailaban bajo el firmamento cristalino de tubos de vidrio parecía haber dado con su media naranja.

Sintió la punzada de los ojos que se clavaban en ella y la inquietud que se extendía por las mesas y en los asientos de la barra.

Comprobó que llevaba menos maquillaje que las demás mujeres. Menos maquillaje y menos grasa en las costillas.

¿Me reconocerá?, se preguntó mientras paseaba lentamente la mirada por todos aquellos ojos suplicantes hasta llegar al flaco. Allí estaba, como todos los demás, listo y pronto a actuar a la mínima señal. El flaco se acodó en la barra con indiferencia y alzó un poco la cabeza. Sus ojos expertos evaluaron si esperaba a alguien o si era una presa disponible.

Cuando ella le regaló una sonrisa por entre las mesas, el tipo respiró hondo una sola vez. Le costaba creerlo, pero joder, qué ganas tenía.

Al cabo de no más de dos minutos, Kimmie recorría la pista de baile con un maromo sudoroso al mismo ritmo calmado que todo el mundo.

Pero el flaco había tomado nota de su miradita y sabía que había elegido. Se irguió, luego se arregló el nudo de la corbata y trató como pudo de que su rostro maltrecho y demacrado resultara más o menos atractivo a aquella luz ahumada.

La abordó en mitad de una canción y la cogió por el brazo. Le pasó el suyo por la espalda con cierta torpeza y la atrajo hacia sí. Kimmie advirtió que no eran dedos expertos. El corazón de aquel tipo le latía desbocado contra el hombro.

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