Los chicos que cayeron en la trampa (31 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Lo que sí mencionaba el informe era una serie de efectos hallados en la playa de Lindelse Nor; los familiares de los desaparecidos creían que podían pertenecerles, aunque no estaban en condiciones de asegurarlo.

Carl repasó la lista por primera vez. Una nevera portátil vacía y sin marca, un pañuelo de señora, un par de calcetines y un pendiente. De plata y amatista. En dos piezas. De los que atraviesan el lóbulo y sin cierre. Solo un gancho de plata.

No era una descripción demasiado exhaustiva, todo lo que daba de sí un policía de sexo masculino, pero a Carl le pareció idéntico al pendiente que tenía delante metido en una bolsita de plástico al lado de dos tarjetas de Trivial Pursuit.

En ese apabullante momento entró Assad con cara de ser la encarnación de un golpe de suerte.

Señaló hacia la goma que estaba en la bolsita de al lado del pendiente.

—Acabo de enterarme de que en la piscina Bellahøj utilizaban esas gomas para saber cuánto tiempo llevaba cada bañista en el agua.

Carl intentó volver a la superficie. Seguía sumido en sus pensamientos. ¿Qué podía compararse a su increíble descubrimiento del pendiente?

—Esas gomas las usan en todas partes, Assad.

—Sí —contestó su ayudante—, pero cuando encontraron a Kåre Bruno aplastado en el suelo había perdido la suya, entonces.

26

—Está esperando arriba en el control, Carl —dijo Assad—. ¿Quieres que me quede aquí entonces cuando baje?

—No.

Assad ya tenía bastante que hacer.

—Pero puedes traernos dos cafés. Eso sí, que no estén muy cargados, por favor.

Mientras los silbidos de su ayudante interrumpían el silencio de aquel sábado en que hasta las cañerías atronaban a medio gas, el subcomisario echó un rápido vistazo a los datos que figuraban en
El libro azul
para averiguar qué clase de invitado venía de camino.

Mannfred Sloth, se llamaba. Cuarenta años. Compartía cuarto con Kåre Bruno, el delegado de los alumnos del internado que perdió la vida. Acabó el instituto en 1987. Guardia real. Teniente de la reserva. Licenciado en Económicas. MBA, director de empresas desde los treinta y tres años, había liderado cinco compañías. Seis puestos en consejos de administración, uno de ellos de una empresa pública. Promotor y patrocinador de varias exposiciones de arte contemporáneo portugués. Desde 1994 casado con Agustina Pessoa. Excónsul de Dinamarca en Portugal y Mozambique.

No sería de extrañar que hubiera que añadirle a todo ello una cruz de caballero y alguna que otra condecoración internacional.

—Solo dispongo de un cuarto de hora —dijo a modo de presentación con un apretón de manos. Las piernas cruzadas, la chaqueta de entretiempo abierta hacia los lados y las perneras algo levantadas para que las rodillas no dejaran marca. Era fácil imaginárselo en el ambiente del internado, pero costaba algo más verlo metido en un cajón de arena jugando con sus hijos.

—Kåre Bruno era mi mejor amigo y me consta que no sentía la menor afición por los baños al aire libre, de modo que fue muy extraño que lo encontraran en Bellahøj. Es uno de esos sitios donde dejan entrar a cualquiera, ya sabe. Además, jamás lo vi hacer saltos de trampolín, y mucho menos desde una altura de diez metros.

—¿No cree que fuera un accidente?

—¿Cómo va a ser un accidente? Kåre era un chico inteligente, él nunca se habría puesto a hacer el payaso allí arriba, todo el mundo sabe que semejante caída es mortal.

—¿Y no podría tratarse de un suicidio?

—¡Un suicidio! ¿Por qué? Acabábamos de terminar el instituto, su padre le había regalado un Buick Regal Limited. El modelo cupé, ya sabe.

Carl asintió con cautela porque no, no sabía. Estaba al corriente de que un Buick era un coche y hasta ahí.

—Estaba a punto de marcharse a Estados Unidos para estudiar Derecho. A Harvard, ya sabe. ¿Por qué iba a hacer algo tan estúpido? No tiene ningún sentido.

—¿Mal de amores? —tanteó el policía.

—Bah, podía conseguir a quien quisiera.

—¿Recuerda a Kimmie Lassen?

Se le alteró el semblante. No era un buen recuerdo.

—¿Se sintió herido cuando rompió con él?

—¿Herido? Estaba furioso. No le gustó que lo dejara, ¿a quién le gusta que lo dejen?

Descubrió una sonrisa blanca como la nieve y se echó el flequillo hacia atrás. Con reflejos y recién cortado, cómo no.

—¿Y qué pensaba hacer al respecto?

Mannfred Sloth se encogió de hombros y se sacudió unas motas de polvo de la chaqueta.

—He venido aquí porque creo que los dos compartimos la sospecha de que lo asesinaron. Lo empujaron. ¿Por qué si no iban a molestarse en localizarme al cabo de veinte años? ¿Estoy en lo cierto?

—No podemos saberlo con seguridad, pero evidentemente hay una razón que nos ha llevado a reabrir el caso. ¿Quién cree que lo empujó?

—No tengo la menor idea. Kimmie tenía un montón de amigos perturbados que iban a su clase. Mariposeaban a su alrededor como satélites. Ella los manejaba a su antojo. Una buena delantera, ya sabe. Más tiran dos tetas… , ¿no?

Dejó escapar una carcajada seca que no le iba en absoluto.

—¿Sabe si él intentó retomar la relación?

—Ella ya estaba con otro, un profesorcito de pueblo que no tenía lo que hay que tener para saber que es necesario mantener las distancias con los alumnos.

—¿Recuerda su nombre?

Negó con la cabeza.

—No llevaba allí mucho tiempo. Daba clases de lengua a un par de cursos, creo. No llamaba demasiado la atención si no era tu profesor. Era…

De pronto levantó un dedo con una mirada en la que se leían el esfuerzo y la concentración.

—Sí, ya me acuerdo. Se llamaba Klavs. Con «v», madre mía.

Se oyó una risita. Solo el nombre ya daba una idea.

—¡Klavs! ¿Klavs Jeppesen?

Levantó la vista.

—Sí, Jeppesen. Eso creo.

Asintió.

Pellízcame el brazo, que estoy soñando, pensó Carl. Iba a reunirse con él esa misma tarde.

—Deja ahí los cafés, Assad. Gracias.

Esperaron a que volviera a salir de la habitación.

—Caramba —exclamó el invitado de Carl con una sonrisa irónica—, el local es modesto, pero saben cómo manejar a la servidumbre.

Volvió a soltar la misma risa de antes. Al subcomisario no le costó demasiado imaginar su actitud frente a los mozambiqueños.

Probó el café y el primer sorbo fue más que suficiente.

—Bueno —continuó—, pues sé que seguía loco por la cría y que no era el único. Por eso cuando la expulsaron y se fue a vivir a Næstved intentó quedársela para él solo.

—Entonces lo que no entiendo es cómo acabó Kåre perdiendo la vida en Bellahøj.

—Cuando terminamos los exámenes él se instaló en casa de sus abuelos. Ya había estado con ellos otras veces. Vivían en Emdrup. Unas personas estupendas y muy agradables, yo iba mucho por allí.

—¿Sus padres no estaban en Dinamarca?

Mannfred Sloth se encogió de hombros. Seguro que sus hijos también iban al internado, así él podía dedicarse a sus negocios. Cabrón.

—¿Sabe si alguien de segundo curso vivía cerca de la piscina?

Sloth miró a su alrededor y solo entonces comprendió la gravedad de la situación. Las carpetas con los casos antiguos. Las fotografías del tablón. La lista de víctimas encabezada por su amigo Kåre Bruno.

Mierda, pensó el policía al volverse y descubir el objeto de su atención.

—¿Qué es eso? —preguntó Mannfred Sloth señalando hacia la lista con una seriedad amenazante.

—Oh —contestó Carl—, son casos que no tienen nada que ver unos con otros. Estamos colocando los expedientes por orden cronológico, nada más.

Qué explicación más idiota, se dijo. ¿Para qué demonios iban a escribirlo en la pizarra, si se veía igual de bien en las carpetas alineadas en el estante?

Pero Sloth no hizo preguntas. Él nunca se encargaba de ese tipo de trabajos de chinos, así que desconocía los procedimientos más elementales.

—Pues tienen tarea por delante —comentó.

Carl hizo un gesto de impotencia.

—Por eso es tan importante que conteste a mis preguntas con la mayor exactitud posible.

—¿Qué me había preguntado?

—Solo si alguien del grupo vivía en las inmediaciones de Bellahøj.

Asintió sin vacilar.

—Sí, Kristian Wolf. Sus padres tenían un edificio funcionalista fantástico a orillas del lago y Kristian se lo quedó cuando echó a su padre de la empresa. Sí, me parece que su mujer sigue viviendo allí con su nuevo marido.

Más no hubo forma de sacarle, pero no estaba nada mal.

—Rose —la llamó una vez desvanecido el duro eco de las pisadas de los zapatos Lloyd que calzaba Mannfred Sloth—. ¿Qué has averiguado de la muerte de Kristian Wolf?

—¿Holaaa? ¡Caarl!

Se dio en la cabeza con el bloc de notas.

—¿Te ha entrado Alzheimer o qué? Me has encargado cuatro tareas y esa era la número cuatro en tu lista de prioridades. Así que ¿a ti qué te parece que he averiguado?

Lo había olvidado.

—Entonces, ¿cuándo podrás decirme algo? ¿Por qué no cambias el orden?

Rose colocó los brazos en jarras como una
mamma
italiana a punto de abroncar al sinvergüenza que tenía repantigado en el sofá, pero luego le regaló una sonrisa.

—Bueno, al cuerno, no puedo disimular más.

Se chupó los dedos y empezó a pasar las páginas de su libreta.

—¿Qué te crees, que vas a decidirlo todo tú? Pues claro que he empezado por esa tarea. ¡Era la más fácil!

Cuando murió, Kristian Wolf solo tenía treinta años y estaba podrido de dinero. La naviera la había fundado su padre, pero Kristian no paró hasta que lo echó y lo arruinó. Todo el mundo dijo que le estaba bien empleado; había criado un hijo sin sentimientos y esa era su recompensa cuando las cosas se ponían cuesta arriba.

Podrido de pasta y soltero, y por eso mismo causó sensación cuando un día de junio contrajo matrimonio con una joven condesa, Maria Saxenholdt, tercera hija del conde de Saxenholdt. «Apenas cuatro meses duró su dicha», escribieron las revistas; a Kristian Wolf lo mató un disparo accidental durante una cacería el 15 de septiembre de 1996.

Parecía un sinsentido, quizá por eso llenó páginas y páginas de los periódicos, muchas más que la polémica construcción de la terminal de autobuses en plena plaza del Ayuntamiento y casi tantas como la victoria de Bjarne Riis en el Tour de Francia pocos meses antes.

A primera hora de la mañana había salido solo de la finca de recreo que poseía en la isla de Lolland. Su intención era reunirse con el resto de los cazadores media hora más tarde, pero al cabo de algo más de dos horas lo encontraron con una fea herida de bala en el muslo y completamente desangrado. El informe de la autopsia determinaba que no podía haber transcurrido mucho tiempo entre el momento del disparo y el de su muerte.

Era posible. Carl lo había visto antes.

Sorprendió a propios y extraños que un cazador tan experimentado tuviera un final tan trágico, pero varios compañeros de cacerías aseguraron que Wolf tenía la costumbre de ir con el arma cargada y lista para abrir fuego porque en una ocasión se le había escapado un oso polar en Groenlandia. Tenía los dedos tan agarrotados por el frío que había sido incapaz de quitarle el seguro al arma y no quería que aquello se repitiese.

Fuera como fuese, el caso es que era un misterio cómo había acabado disparándose en el muslo; la conclusión fue que había tropezado con un surco, arrastrando en su caída la escopeta con el dedo en el gatillo. La reconstrucción del accidente que se llevó a cabo demostró que era difícil, pero posible.

En cuanto a la joven viuda, no armó demasiado revuelo al respecto, hecho que de manera más o menos extraoficial se atribuyó a que a esas alturas ya se había arrepentido de su matrimonio. Al fin y al cabo, se trataba de un hombre mucho mayor que ella y además eran muy distintos; la herencia fue un estupendo bálsamo para la llaga.

El chalé prácticamente se alzaba sobre el lago. No había demasiados de semejante calibre por allí. Una de esas casas que aumentan de manera considerable el valor de cuantas la rodean.

Cuarenta millones de coronas antes de que el mercado se desplomara, diría Carl. En esos momentos, una vivienda como aquella era poco menos que invendible. ¿Seguirían votando sus habitantes al Gobierno que había propiciado aquella situación? Pero, qué carajo, a fin de cuentas no eran más que palabras. Una orgía de consumo desenfrenado y el consiguiente recalentamiento de la economía; ¿a quién podían preocuparle esas cosas por esos lares?

Ellos se lo habían buscado.

El niño que salió a abrirle no pasaría de ocho o nueve años. Tenía un resfriado de campeonato y la nariz como un tomate e iba en bata y zapatillas, de lo más inesperado en medio de aquel inmenso vestíbulo donde hombres de negocios y financieros llevaban generaciones recibiendo a su corte.

—No me dejan abrir la puerta —explicó con grandes dificultades a causa de las enormes burbujas de mocos que le asomaban de la nariz—. Mi madre no está en casa, no tardará en llegar. Ha ido a Lyngby.

—¿No podrías llamarla por teléfono y decirle que la policía quiere hablar con ella?

—¿La policía?

Observó a Carl con aire escéptico. En ocasiones como aquella, una larga chaqueta de cuero negro a lo Bak o como la del jefe de Homicidios le habría ayudado mucho a ganarse su confianza.

—Mira —dijo el subcomisario—, esta es mi placa. Pregúntale a tu madre si puedo esperar dentro.

El niño le cerró la puerta en las narices.

Pasó media hora en la escalera de la entrada contemplando a la gente que pululaba por los senderos del otro lado del lago, personas coloradas que se movían de un sitio a otro. Era sábado por la mañana y la Dinamarca del Bienestar salía a la caza de bienestar.

—¿Busca a alguien? —le preguntó una mujer al salir de su vehículo. Estaba en guardia. Un solo movimiento fuera de lugar por su parte y saldría disparada hacia la puerta de atrás dejando sus compras tiradas en la escalera.

Escarmentado, tiró de placa de inmediato.

—Carl Mørck, del Departamento Q. ¿No la ha llamado su hijo?

—Mi hijo está enfermo, está en la cama.

De repente pareció sobresaltada.

—¿O no?

Conque no había llamado, el muy tunante.

Cuando se presentó una vez más, la señora de la casa lo dejó pasar a regañadientes.

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