Los chicos que cayeron en la trampa (26 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—Mirad —les indicó Torsten—, un dragón de Komodo.

Su placer era ostensible, como si le sacudiera el cuerpo un orgasmo, y Ditlev lo entendía. Un animal peligroso y protegido como aquel no se podía cazar todos los días.

—Creo que vamos a llevarlo a la finca de los Saxenholdt cuando haya nieve. Estos cabrones se esconden mejor que nadie, y allí el coto es más o menos controlable. ¿Os lo imagináis?

—He oído que su mordedura es la más venenosa del planeta —dijo Ditlev—, así que habrá que dar en el blanco antes de que acabemos en sus fauces.

Observaron que Florin se estremecía en lo que parecía un escalofrío. Desde luego, les había buscado una pieza estupenda. ¿Cómo lo habría conseguido?

—¿Y qué me dices de la próxima? —preguntó un curioso Ulrik.

Torsten extendió los brazos para dar a entender que él ya tenía una idea, pero les correspondía a ellos descubrir cuál era.

—Ahí están las opciones —dijo señalando por encima de un mar de jaulas repletas de animalillos de grandes ojos.

Todo estaba asépticamente limpio. Si todos aquellos animales, que juntos sumaban varios kilómetros de sistemas digestivos con sus correspondientes metabolismos, no lograban que el olor acre de su orina y sus excrementos dominara aquel espacio era gracias al magnífico equipo de empleados negros que Torsten tenía a sus órdenes. Tres familias somalíes vivían en sus terrenos. Barrían, cocinaban, quitaban el polvo y limpiaban que era un primor, pero eran invisibles cuando había invitados. Había que evitar las habladurías.

En la última fila, unas junto a otras, había seis jaulas altas en cuyo interior se distinguían unas siluetas encogidas.

Ditlev sonrió al observar las dos primeras. El chimpacé tenía una constitución armónica, pero también unos ojos agresivos clavados en su vecino, un dingo salvaje que temblaba con el rabo entre las piernas, mostrando unos dientes chorreantes de saliva.

Torsten era increíblemente creativo y sobrepasaba con mucho la barrera de lo que la gente común consideraba aceptable. Si las protectoras de animales llegaran a conocer una mínima parte de su mundo, el futuro que lo aguardaba era una pena de prisión y unas multas millonarias. Su imperio se desmoronaría de un día para otro. Para las mujeres con clase y dignidad no suponía ningún problema llevar abrigos de piel, pero dejar a un chimpancé medio muerto de miedo o forzar a un dingo a correr por un bosque danés para defender su vida, eso no, gracias.

Las últimas cuatro jaulas contenían criaturas más corrientes. Un gran danés, un gigantesco macho cabrío, un tejón y un zorro. Todos los observaban echados en la paja como si ya conocieran su destino, todos menos el zorro, que temblaba en un rincón.

—Os estaréis preguntando qué ocurre aquí. Os lo voy a explicar.

Florin metió las manos en los bolsillos del mandilón e hizo un gesto en dirección al gran danés.

—Ahí donde lo veis, tiene un pedigrí que se remonta al siglo pasado. Me ha costado la bonita suma de doscientas mil coronas, pero yo creo que no debería transmitir sus feos genes, con esos horribles ojos torcidos que tiene.

Era previsible que Ulrik se echara a reír.

—Y ese animal también es muy especial, para que lo sepáis —continuó señalando hacia la jaula número dos—. Como recordaréis, mi gran ídolo es Rudolf Sand, el abogado de la Audiencia Nacional, que registró minuciosamente sus trofeos a lo largo de un período de casi sesenta y cinco años. Fue un cazador legendario.

Asintió sumido en sus propias reflexiones y dio unos golpecitos en los barrotes que hicieron que el animal se retirara con la cabeza gacha y los cuernos amenazantes.

—Sand se cobró exactamente 53. 276 piezas. Un macho cabrío como este fue su mayor y más importante trofeo. Se trata de una cabra de cuernos retorcidos o marjor paquistaní. Os diré que Sand estuvo buscando un marjor macho por las montañas de Afganistán durante casi veinte años hasta que un día, tras ciento veinticinco duras jornadas de búsqueda, consiguió abatir uno enorme y viejísimo. Podéis leerlo todo en internet, os lo recomiendo. No abundan los hombres como él.

—¿Y esto es un marjor?

La sonrisa de Ulrik era en sí asesina.

Torsten estaba disfrutando de lo lindo.

—Claro, joder, y no pesa mucho menos que el de Rudolf Sands. Dos kilos y medio menos, para ser exactos. Una bestia magnífica. Es lo que tiene disponer de contactos en Afganistán. Larga vida a la guerra.

Todos rieron antes de pasar al tejón.

—Este llevaba años viviendo al sur de mis tierras, pero el otro día se acercó demasiado a una de las trampas. ¿Sabéis? Me une una relación muy personal a este amiguito.

Ditlev pensó que en tal caso no sería esa la pieza que abatir. Ya se encargaría el propio Torsten de despacharlo algún día.

—Y luego tenemos a este de aquí, el inconfundible zorro. ¿A que no adivináis por qué es tan especial?

Estudiaron largo rato al convulso animal. Parecía asustado, pero permaneció erguido y con la cabeza orientada hacia ellos hasta que Ulrik dio una patada en los barrotes.

Su reacción fue tan rápida que sus mandíbulas se cerraron en torno a la punta del zapato de Ulrik. Ditlev y él se sobresaltaron. Luego advirtieron la espuma que le salía por la boca, la locura de sus ojos y la muerte que ya empezaba a hacer presa en él.

—¡Joder, Torsten, esto es diabólico! Es este, ¿verdad? Este es el animal que vamos a cazar la próxima vez, ¿me equivoco? Vamos a soltar un zorro que tiene una rabia galopante.

Rio de tan buena gana que Ditlev no pudo hacer otra cosa que unirse a él.

—Has encontrado un bicho que conoce el bosque de arriba abajo y encima tiene la rabia. No veo el momento de que se lo cuentes a los demás. Joder, Torsten, ¿por qué no se nos había ocurrido antes?

Florin se sumó a las risas de sus amigos y el edificio se llenó de gemidos y susurros de animales que se agazapaban dentro de sus jaulas.

—Menos mal que llevas unas botas resistentes, Ulrik —observó entre carcajadas mientras señalaba la dentadura que seguía marcada en la Wolverine especialmente confeccionada para su amigo—, si no, habríamos acabado en el hospital de Hillerød y no hubiera sido muy fácil de explicar, ¿no crees? Una cosa más —añadió conduciéndolos hacia la parte del recinto donde la luz era más potente—. ¡Mirad!

Les mostró el campo de tiro que había construido como prolongación de la casa de fieras, un tubo de unos dos metros de altura y al menos cincuenta de longitud marcado metro por metro. Tres dianas. Una para tiro con arco, otra para disparar con rifle y, por último, otra con revestimiento de acero para calibres más gruesos.

Recorrieron las paredes con la mirada, impresionados. Al menos cuarenta centímetros de aislamiento acústico. Si alguien oía los disparos desde el exterior, tenía que ser un murciélago.

—He mandado instalar salidas de aire por todas partes para poder simular diferentes condiciones atmosféricas.

Apretó un botón.

—Con un viento de esta intensidad, la desviación del tiro exige una corrección de entre un dos y un tres por ciento en los disparos con arco.

Señaló hacia la pantalla de un miniordenador que había en la pared.

—Se puede programar cualquier tipo de arma y hacer una simulación de viento.

Entró en el dispositivo.

—Pero primero hay que probar lo que se siente en la piel, no vamos a llevarnos todo el equipo al bosque, ¿no?

Ulrik pasó después. Sus fuertes cabellos no se movieron un milímetro. En ese sentido, Torsten disponía de un indicador de cuero cabelludo algo mejor.

—Vamos allá —prosiguió Torsten—. El caso es que vamos a soltar un zorro rabioso en el bosque. Como habéis visto, es enormemente agresivo, de modo que los ojeadores llevarán las piernas protegidas hasta las ingles.

Les indicó la altura con las manos.

—Los más expuestos seremos los cazadores. Me encargaré, por supuesto, de que haya vacunas a mano, pero las heridas que puede hacer un animal en su estado bastarían para matar a un hombre. ¡Una arteria arrancada del muslo y ya sabéis lo que pasa!

—¿Cuándo piensas anunciárselo a los demás? —preguntó Ulrik con voz emocionada.

—Justo antes de empezar. Pero mirad esto, amigos.

Desapareció detrás de una bala de paja y sacó un arma. A Ditlev le entusiasmó su elección. Era una ballesta, y para colmo, con mira telescópica. Completamente ilegal en Dinamarca tras la reforma de la ley de armas de 1989, pero letal como pocas e insuperable a la hora de apuntar. Si era posible, claro. Además, solo se podía tirar una vez, porque volver a cargarla llevaba su tiempo. Sería una cacería repleta de riesgos enormes y desconocidos. Como tenía que ser.

—Van a llamarla Relayer Y25. Es el modelo especial con el que piensan celebrar el aniversario de Excalibur esta primavera. Solamente han fabricado mil unidades y estas dos de aquí. No se puede pedir más.

Las sacó de su escondrijo y le entregó una a cada uno.

Ditlev sopesó la suya con el brazo extendido. Era ligerísima.

—Las hemos introducido en el país desmontadas, cada parte se ha enviado por separado. Creía que habíamos perdido una pieza, pero al final apareció ayer.

Se echó a reír.

—Hemos tardado un año, ¿qué os parece?

Ulrik pellizcó la cuerda. Sonaba como un arpa. Un tono agudo y afinado.

—Dicen que puede con doscientas libras, pero yo creo que se han quedado cortos. Y con una flecha 2219, ningún animal, por grande que sea, sobrevivirá a un disparo a menos de ochenta metros. Ahora veréis.

Torsten tomó una ballesta, apoyó el estribo en el suelo, introdujo el pie y pisó. Luego tiró con fuerza, la tensó y la bloqueó. Lo había hecho un millón de veces, los tres lo sabían.

Extrajo una flecha de la aljaba y la colocó con cuidado. Un movimiento prolongado, ágil y sosegado que contrastó con la fuerza explosiva que se desencadenó segundos más tarde, cuando la flecha salió despedida hacia la diana situada a cuarenta metros.

Contaban con que Torsten diera en el blanco; lo que no esperaban era el enorme arco que la flecha describió en el aire ni que perforase la diana y la destrozara.

—Cuando le disparéis al zorro, intentad hacerlo desde arriba para que la flecha no dé a uno de los ojeadores, porque es lo que ocurrirá si os descuidais; y no hiráis al zorro en el omóplato, no queremos que pase eso, ¿verdad? Porque así no se muere, sale corriendo.

Les entregó un papel.

—Aquí tenéis un enlace a una web donde explican cómo armar y utilizar la ballesta. Os recomiendo que veáis todos los vídeos con la máxima atención.

Ditlev leyó la dirección. Ponía:

http://www. excaliburcrossbow. com.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque el sorteo lo vais a ganar vosotros dos.

23

Cuando regresó al sótano, Carl solo encontró una mesa montada tambaleándose sobre sus patas. Al lado estaba Rose de rodillas echando pestes de un destornillador de estrella. Un trasero estupendo, pensó mientras pasaba por encima de ella sin mediar palabra.

Lanzó una mirada de reojo a la mesa y observó con recelo los cerca de veinte papelitos amarillos repletos de las características mayúsculas de Assad. Cinco de ellos correspondían a llamadas de Marcus Jacobsen. Los despegó de inmediato y los convirtió en una bolita. Los demás, los amalgamó en una masa pegajosa y se los guardó en el bolsillo de atrás.

Echó un vistazo en la incubadora que su ayudante tenía por oficina, pero todo lo que encontró fue la alfombrilla de oración en el suelo y una silla vacía.

—¿Dónde está? —le preguntó a Rose.

No se dignó responderle. Se limitó a señalar hacia un punto por detrás de él.

El subcomisario miró en su propio despacho y vio a Assad con los pies plantados en la maraña de papeles que cubría la mesa, entregado a la lectura y ajeno por completo a la realidad. Su cabeza se movía al compás de una música zumbona de origen incierto que salía por sus auriculares. Encima del montón de casos que Carl denominaba de categoría 1, es decir, sin culpable, había un humeante vaso de té. Una agradable atmósfera de trabajo.

—¿Pero qué coño estás haciendo, Assad? —le preguntó con tal brusquedad que el desdichado pataleó como un títere al tiempo que lanzaba por los aires las hojas del expediente y desparramaba por toda la mesa el contenido del vaso de té, con el consiguiente efecto dilatador para el papel.

Desconcertado, se abalanzó sobre la mesa y empezó a usar las mangas de su jersey a modo de bayeta. Cuando Carl le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo, su expresión de sorpresa dejó paso a su habitual sonrisa pícara, con la que daba a entender que lo sentía, que no había sido culpa suya y que, además, tenía estupendas novedades que contarle. Solo en ese momento se quitó los auriculares.

—Perdona que me haya metido aquí, Carl, pero es que dentro en mi oficina la oía siempre.

Señaló con el pulgar hacia el pasillo, donde las maldiciones y los juramentos de Rose fluían en una corriente tan continua como las variadas y agradables sustancias que bullían en las toneladas de tuberías de saneamiento que pasaban por el techo del sótano.

—¿No deberías estar ayudándola a montar esas mesas, Assad?

Su ayudante se llevó un dedo silenciador a sus carnosos labios.

—Quiere hacerlo ella; lo he intentado.

—Ven un momento, Rose —gritó el subcomisario mientras lanzaba al suelo el montón de papeles más empapado en té del mundo.

Rose se quedó frente a ellos con una mirada maligna y aferrando el destornillador de estrella con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—Tienes dos minutos para hacer un hueco para tus dos sillas —le comunicó Carl—. Assad, ayúdala a desembalarlas.

Se sentaron frente a él como dos escolares expectantes. Las sillas no estaban mal, aunque él no habría escogido esas patas de acero verdes. Otra cosa más a la que tendría que empezar a acostumbrarse.

Les habló de su hallazgo en la casa de Ordrup y después colocó sobre la mesa la caja de metal abierta.

Rose ni se inmutó, pero los ojos de Assad parecían a punto de salirse de sus órbitas.

—Algo me dice que si encontramos huellas dactilares de alguna de las víctimas de Rørvig en esas tarjetas, los demás objetos también tendrán huellas de otras personas que vivieron experiencias terribles —dijo Carl.

Después aguardó a que dieran alguna señal de haber entendido sus palabras.

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