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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (11 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Con eso y con todo, al oír la voz de Valdemar Florin al otro lado de la línea siempre lo invadía una sensación de malestar, se sentía un niño difícil, inferior y menospreciado, y se le formaba un nudo en el estómago que no desaparecía hasta que colgaba.

Pero Torsten no colgaba. A su padre, jamás.

Tras esas conversaciones, por breves que fueran, era casi incapaz de contener la rabia y la frustración.

«La suerte del primogénito», lo llamó en una ocasión el único profesor medianamente decente del internado. Torsten lo odió por haber pronunciado aquellas palabras porque, si era cierto, ¿cómo cambiar las cosas? Esa pregunta lo obsesionó día tras día, igual que a Ulrik y a Kristian.

Los unió el odio compartido hacia sus padres, y cuando Torsten golpeaba sin piedad a sus víctimas inocentes, les retorcía el cuello a las palomas mensajeras del profesor simpático, o, más adelante, miraba a los ojos a sus envidiosos competidores cuando estos se daban cuenta de que acababa de crear otra de sus insuperables colecciones, en quien pensaba realmente era en su padre.

—Cabronazo —dijo temblando cuando Valdemar le colgó—. Cabronazo —susurró mientras recorría con la vista los diplomas y los trofeos de caza que cubrían las paredes.

De no haber sido por los diseñadores, por su jefe de ventas y por las cuatro quintas partes de sus mejores clientes y de sus contrincantes, que en esos momentos abarrotaban la sala contigua, habría aullado hasta dar rienda suelta a todo su desprecio, pero tuvo que conformarse con coger la antigua vara de medir que le habían regalado por el quinto aniversario de la empresa y destrozarla contra la cabeza disecada de un antílope que colgaba de la pared.

—¡Cabrón, cabrón, cabrón! —susurraba a cada golpe.

Al sentir que el sudor se le empezaba a acumular en la nuca, se detuvo y trató de pensar con claridad. La voz de su padre y lo que le había contado le afectaban más de lo aconsejable.

Levantó la mirada. Afuera, en el punto donde el bosque se fundía con el jardín, revoloteaban unas urracas hambrientas. Graznaban alegremente mientras picoteaban los restos de unos pájaros que ya habían probado la ira de Torsten.

Putos pajarracos, pensó. En ese momento comprendió que iba a calmarse. Empuñó el arco de caza que colgaba de un gancho en la pared, sacó unas flechas de la aljaba que guardaba detrás del escritorio, abrió la puerta de la terraza y disparó hacia las aves.

Cuando sus graznidos cesaron, desapareció también la furia que le abrasaba la mente. Siempre funcionaba.

Después atravesó el césped, extrajo las flechas de los cuerpos de las urracas, apartó los cadáveres a patadas hasta llevarlos al bosque, con los demás, regresó a su despacho, escuchó el desenvuelto murmullo de sus invitados, colgó el arco en su sitio y guardó las flechas en la aljaba. Luego marcó el número de Ditlev.

—La policía ha ido a Rørvig a hablar con mi padre —fueron sus primeras palabras.

Por un momento se hizo el silencio al otro lado de la línea.

—Ajá —contestó Ditlev con cierto retintín—. ¿Y qué quería?

Torsten inspiró a fondo.

—Han estado haciéndole preguntas sobre los dos hermanos del lago. Nada concreto. Si ese viejo chiflado lo ha entendido bien, alguien ha acudido a la policía y ha estado sembrando dudas acerca de la culpabilidad de Bjarne.

—¿Kimmie?

—Ni idea, Ditlev. Por lo que sé, no han dado nombres.

—Tú avisas a Bjarne, ¿estamos? ¡Ahora, hoy! ¿Qué más?

—Papá les sugirió a los policías que hablaran con Krum.

La carcajada de Ditlev era muy propia de él. Totalmente impasible.

—A ese no van a sacarle una palabra —dijo al fin.

—No, pero tienen en marcha algún tipo de investigación y eso sí es un problema.

—¿Eran de la policía de Holbæk? —se interesó Ditlev.

—Creo que no. El viejo dice que venían de Copenhague, del departamento de Homicidios.

—Joder. ¿Se quedó con sus nombres?

—No, el muy arrogante no prestó atención, como de costumbre. Pero Krum nos los conseguirá.

—Olvídalo. Voy a llamar a Aalbæk. Tiene un par de contactos en Jefatura.

Después de colgar, Torsten permaneció unos instantes con la mirada perdida tratando de calmar la respiración. Tenía el cerebro rebosante de imágenes de gente asustada que suplicaba piedad y pedía ayuda a gritos. Recuerdos de sangre y risas de los demás miembros del grupo. Sus charlas de después. La colección de fotos de Kristian, que veían todas las noches mientras se colocaban fumando o se metían anfetaminas. Lo recordaba todo y disfrutaba con ello, y odiaba que fuera así.

Abrió bien los ojos para volver a descender a la realidad. Por lo general tardaba unos minutos en sacarse de las venas la embriaguez de la locura, pero la excitación siempre duraba algo más.

Se llevó la mano a la entrepierna. Otra vez se le había puesto dura.

¡Mierda! ¿Por qué no era capaz de controlar esos sentimientos? ¿Por qué se repetía aquello una y otra vez?

Se levantó y cerró el pestillo de la puerta que conducía a la sala contigua, donde resonaban las voces de la mitad de los reyes y las reinas de la moda de Dinamarca.

Inspiró aire y se hincó de rodillas lentamente.

Luego unió las palmas de las manos y agachó la cabeza. A veces le hacía falta.

—Dios mío que estás en los cielos —susurró un par de veces—. Perdóname. Porque no puedo evitarlo.

12

Ditlev Pram puso a Aalbæk al tanto de la situación en pocos segundos y desestimó sus estúpidas protestas por la falta de efectivos y las largas noches de trabajo. Mientras le pagaran lo que pedía, él lo único que tenía que hacer era cerrar la boca.

Después giró su sillón y se disculpó con un cabeceo ante sus colaboradores de confianza, que ocupaban sus asientos en torno a la mesa de reuniones.

—Lo lamento —dijo en inglés—. Tengo un problema con una tía anciana que se escapa continuamente. En esta época del año hay que encontrarla deprisa porque enseguida cae la noche.

Todos sonrieron con amabilidad. Lo entendían. La familia lo primero. Así era también en sus países.

—Muchas gracias a todos —continuó con una amplia sonrisa—. Os agradezco infinitamente que este equipo se haya podido convertir en una realidad. Los mejores médicos del norte de Europa reunidos, ¿qué más se puede pedir?

Dio una palmada en la mesa.

—Bueno, ¿nos ponemos en marcha? Stanislav, ¿quieres empezar tú?

Su jefe de cirugía plástica asintió y encendió el retroproyector. Les mostró un rostro masculino con varias líneas dibujadas. En esos puntos realizaría los cortes, explicó. Ya lo había hecho antes, cinco veces en Rumanía y dos en Ucrania, y todos los pacientes menos uno habían recuperado la sensibilidad en los nervios de la cara con una rapidez asombrosa. Hacía que sonara hasta real. Según él, era posible realizar un estiramiento facial con la mitad de los cortes que se solían practicar.

—Mirad aquí —dijo—, en lo alto de la patilla. Se retira una zona triangular y luego se estira y se cierra con unos puntos. Sencillo y sin necesidad de ingreso.

En ese punto intervino el director médico de Ditlev.

—Hemos enviado descripciones de la intervención a las revistas.

Sacó cuatro publicaciones europeas y una estadounidense; no eran las más conocidas, pero no estaba nada mal.

—Van a sacarlo antes de Navidad. Hemos llamado al tratamiento «The Stanislav’s Facial Correction».

Ditlev asintió. Había mucho dinero en todo aquello y eran personas altamente competentes, unos profesionales del bisturí, con un salario equivalente al que cobrarían diez médicos en sus países de origen, lo que, lejos de causarles problemas de conciencia, servía para contentar a todos los presentes. Ditlev ganaba dinero a costa de su trabajo y ellos hacían dinero a costa de los demás, una pirámide extremadamente provechosa, en especial para él, que se encontraba en la cúspide. En ese preciso instante estaba considerando que una intervención fallida por cada siete era una cifra totalmente inaceptable. Él evitaba correr riesgos innecesarios, eso lo había aprendido con la banda del internado. Cuando ibas a cagarla lo mejor era dar un rodeo para evitarlo. Por eso estaba a punto de decir que no al proyecto y de despedir a su director por mandar informes a publicar sin su consentimiento, y por eso en el fondo no podía sacarse de la cabeza la llamada de Torsten.

De pronto se oyó un pitido en el interfono que había detrás de él. Se estiró un poco y pulsó el botón.

—¿Sí, Birgitte? —contestó.

—Tu mujer viene hacia aquí.

Ditlev observó a los demás. Habría que dejar el rapapolvo para otro momento y la secretaria tendría que ocuparse de retener esos artículos.

—Dile a Thelma que se quede donde está —ordenó—. Voy a la zona privada, aquí ya hemos terminado.

Un pasadizo de cristal de cien metros de longitud unía la clínica con su casa a través del jardín, de modo que era posible cruzar el jardín sin mojarse los zapatos y al mismo tiempo disfrutar de las vistas del césped y del hayedo. La idea se la había inspirado el Museo de Luisiana;la única diferencia era que en su casa no había obras de arte en las paredes.

Thelma había preparado bien la escena y él no quería que nadie del despacho fuera testigo. Los ojos de su mujer estaban inyectados de odio.

—He hablado con Lissan Hjorth —dijo con acritud.

—Pues sí que ha tardado. ¿Tú ahora mismo no deberías estar en Aalborg con tu hermana?

—No he ido a Aalborg, sino a Gotemburgo, y no con mi hermana. Lissan dice que habéis matado a su perro.

—¿Qué quieres decir con ese «habéis»? Para que lo sepas, fue un accidente. El perro no obedecía y echó a correr detrás de la caza. Se lo había advertido a Hjorth. Por cierto, ¿a qué has dicho que has ido a Gotemburgo?

—Fue Torsten, él mató al perro.

—Sí, y lo siente muchísimo. ¿Quieres que le compremos un chucho nuevo a Lissan? ¿Es eso? Dime a qué has ido a Gotemburgo.

La frente de Thelma Pram se llenó de sombras. Había que ser una persona realmente irascible para lograr arrugar la piel de un rostro terso hasta lo enfermizo después de cinco
liftings
, pero ella era capaz.

—Le has regalado mi piso de Berlín a ese retrasado de Saxenholdt. Mi piso, Ditlev —dijo señalándolo con un dedo acusador—. Ha sido vuestra última cacería, ¿entendido?

Se acercó a ella. Era el único modo de hacerla retroceder.

—Vamos, si nunca lo usabas. No conseguías llevar a tu amante hasta allí, ¿eh? —sonrió—. ¿Te estás haciendo vieja para él, Thelma?

Ella levantó la cabeza tras encajar sus vilezas con un aplomo asombroso.

—No tienes ni idea de lo que dices, ¿me oyes? ¿Qué pasa? ¿Se te ha olvidado decirle a Aalbæk que me siguiera esta vez y no sabes quién es? ¿Eh, Ditlev? ¿No sabes con quién he ido a Gotemburgo?

Luego se echó a reír.

Él se detuvo. Era una pregunta sorprendente.

—Va a ser un divorcio carísimo, Ditlev. Haces cosas raras, y eso se paga cuando entran en escena los abogados. Tus jueguecitos perversos con Ulrik y los demás. ¿Cuánto tiempo crees que te voy a guardar el secreto a cambio de nada?

Pram sonrió. No era más que un farol.

—¿Crees que no sé lo que estás pensando? No se atreverá, te dices a ti mismo. Está demasiado bien conmigo. Pero no, Ditlev, me he liberado de ti. Me eres indiferente. Por mí puedes pudrirte en la cárcel, y allí tendrás que prescindir de tus pequeñas esclavas de la lavandería. ¿Crees que podrás?

Observó el cuello de su mujer. Sabía toda la fuerza con que era capaz de golpearla y sabía dónde hacerlo.

Ella husmeó como una gata y se retiró.

Si quería hacerlo, tendría que ser por la espalda. Nadie era invulnerable.

—Eres un enfermo, Ditlev —continuó—, siempre lo he sabido. Pero antes eras un enfermo divertido y ya no lo eres.

—En ese caso, es mejor que te busques un abogado, Thelma.

Ella sonrió como Salomé al pedirle a Herodes la cabeza de san Juan Bautista en una bandeja.

—¿Y enfrentarme a Bent Krum? No, gracias. Tengo otros planes. Solo tengo que esperar el momento oportuno.

—¿Me estás amenazando?

La cinta que sujetaba sus cabellos se soltó. Al echar la cabeza hacia atrás dejó al descubierto su cuello desnudo, demostrándole que no le tenía miedo. Se burló de él.

—¿Crees que eso es una amenaza? —Tenía fuego en la mirada—. Pues te equivocas. Me iré cuando me convenga. El hombre que he encontrado me esperará. Es un hombre maduro, sí, no lo sabías, ¿verdad, Ditlev? Mayor que tú. Conozco mis ritmos y un mocoso como tú no puede satisfacerlos.

—Claro, claro. ¿Y es?

Thelma sonrió.

—Frank Helmond. Qué sorpresa, ¿eh?

Ditlev tenía varias cosas en la cabeza.

Kimmie, la policía, Thelma y ahora Frank Helmond.

Ten cuidado con dónde te metes, se dijo a sí mismo. Por un instante contempló la posibilidad de bajar a ver cuál de las filipinas hacía el turno de tarde.

De pronto lo invadió una sensación de asco. Frank Helmond. ¡Qué humillante! Un político local gordinflón. Un gusano. Un ser totalmente inferior.

Lo buscó en la guía y localizó la dirección, aunque ya la conocía. La modestia no era la principal virtud de Helmond, con semejante dirección, pero así era él, ya lo sabía todo el mundo. Vivía en un chalé que no podía permitirse, en un barrio cuyos vecinos no rellenarían la papeleta de su ridículo partido de siervos ni en sueños.

Ditlev se acercó a la estantería, sacó un libro grueso y lo abrió. Estaba hueco. El espacio suficiente para unas bolsitas de cocaína.

La primera raya borró la imagen de los ojos entornados de Thelma. La siguiente le hizo encogerse de hombros, mirar hacia el teléfono y olvidar que la palabra «riesgo» no formaba parte de su vocabulario. Lo único que quería era acabar con todo aquello, de modo que ¿por qué no hacerlo bien? Con Ulrik. En la oscuridad.

—¿Vemos una película en tu casa? —preguntó en cuanto su amigo descolgó el teléfono. Al otro lado de la línea se oyó un suspiro de satisfacción.

—¿Lo dices en serio? —se sorprendió Ulrik.

—¿Estás solo?

—Sí. Joder, Ditlev, ¿lo dices en serio?

Ya estaba excitado.

Iba a ser una noche excelente.

>Habían visto aquella película un sinfín de veces; sin ella no habría sido lo mismo.

La primera vez que vieron
La naranja mecánica
estaban en el internado, empezando el segundo año de instituto. La proyectó un profesor nuevo que había malinterpretado el código de diversidad cultural del centro y que también hizo ver a la clase otra película llamada
If
, acerca de la rebeldía en un internado inglés. El tema que se iba a tratar era el cine inglés de los años sesenta, muy apropiado para un colegio de tradición inglesa, se pensó entonces. Sin embargo, por muy interesante que fuera la selección cinematográfica del profesor, tras un examen más minucioso, la dirección determinó que también resultaba extraordinariamente inadecuada. Sus días en el internado estaban contados.

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