Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—Si me denunciais, te quedas sin nada. ¿Lo has pensado? Si me encierran, dejo que se vaya todo a la quiebra.
—Vas a firmar, ¿crees que no lo sé? —El desprecio resonaba en su risa—. Sabes tan bien como yo que las cosas no van a llegar tan lejos. Antes de que te desplumaran conseguiría llevarme mi tajada. Puede que no fuera tanto, pero lo suficiente. Pero te conozco, Ditlev. Eres un tipo práctico. ¿Por qué tirar tu empresa por la ventana y acabar en el trullo pudiendo permitirte deshacerte de tu mujer por el método tradicional? Por eso vas a firmar. Y mañana ingresarás a Frank en la clínica, ¿me oyes? Lo quiero como nuevo dentro de un mes. No, mejor que nuevo.
Ditlev sacudió la cabeza de un lado a otro. Esa mujer siempre había sido un demonio. Pero ya lo decía su madre: Dios los cría y ellos se juntan.
—¿De dónde has sacado la pistola, Thelma? —repitió con calma mientras cogía los papeles y garabateaba su firma en los dos primeros—. ¿Qué ha pasado?
Ella observó las hojas y no contestó hasta tenerlas en su poder.
—Sí, es una lástima que no estuvieras en casa esta noche, Ditlev; creo que si te hubieras quedado no habría necesitado tu firma.
—Vaya, ¿y eso por qué?
—Una mendiga ha roto una ventana y me ha amenazado con esto —le explicó agitando la pistola—. Preguntaba por ti.
Se echó a reír y la
negligé
le dejó al descubierto uno de los hombros.
—Le he dicho que la próxima vez que venga no tendré inconveniente en abrirle la puerta principal, así podrá arreglar lo que tenga que hacer sin tomarse la molestia de andar rompiendo cristales.
Ditlev sintió que se le helaba la piel.
¡Kimmie! Después de tantos años.
—Me ha dado la pistola y unas palmaditas en la cara, como si fuese una niña. Ha murmurado algo y luego se ha marchado por la puerta.
Volvió a echarse a reír.
—Pero no desesperes, Ditlev. ¡Tu amiguita me ha pedido que te diga que ya vendrá a verte otro día!
Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, se rascó la frente. Menuda manera de comenzar la semanita. Acababan de presentarle la cuarta solicitud de permiso en pocos días, dos hombres del mejor equipo de investigación estaban de baja por enfermedad y ahora una brutal agresión en mitad de la calle en pleno centro. Habían golpeado a una mujer hasta desfigurarla y la habían arrojado a un contenedor de basura. Se encontraban en medio de una escalada de violencia y era comprensible que todo el mundo —los periódicos, la opinión pública, la directora de la policía— exigiera un esclarecimiento inmediato del caso. Si esa mujer moría, se iba a armar una buena. Ese año estaban batiendo récords de asesinatos. Había que remontarse al menos una década atrás para ver algo semejante, lo que, unido al nutrido número de efectivos que presentaban su renuncia, hacía que las altas esferas convocaran una reunión tras otra.
Todo eran presiones y más presiones y ahora encima llegaba Bak pidiendo un puto permiso. Precisamente Bak, joder.
En los viejos tiempos habrían encendido un cigarrito los dos, para bajar después a dar una vuelta por el patio y solucionar los problemas en el acto, estaba convencido, pero los viejos tiempos habían quedado atrás y ahora se veía impotente. No tenía nada que ofrecerle a su gente, así de sencillo. El sueldo era una miseria y no digamos ya el horario. Cada vez contaban con menos hombres y el trabajo se volvía más difícil de llevar a cabo de modo satisfactorio. Y ni siquiera podían mitigar la frustración con un cigarrillo. Menuda mierda de situación.
—Tienes que darles un empujoncito a los políticos, Marcus —lo animó Lars Bjørn, su subjefe, mientras los de las mudanzas atronaban por los pasillos para que todo tuviese un aspecto estupendo y transmitiera eficiencia como prescribía la reforma. Camuflaje, maquillaje.
Marcus enarcó las cejas y observó a su lugarteniente con la misma sonrisa resignada que llevaba varios meses petrificada en los labios de Lars Bjørn.
—¿Y tú cuándo vas a pedirme una excedencia, Lars? Aún eres relativamente joven. No me digas que no sueñas con otro trabajo. ¿Es que tu mujercita no quiere verte más por casa entre los pucheros?
—Joder, Marcus, el único trabajo que me gusta más que el mío es el tuyo.
Lo dijo en un tono tan seco y tan prosaico que casi daba miedo.
Jacobsen asintió.
—Vale, pues espero que estés dispuesto a esperar con calma, porque no tengo intención de marcharme antes de tiempo. Eso no va conmigo.
—¿Por qué no hablas con la directora de la policía y le pides que presione a los políticos para que podamos trabajar en unas condiciones más llevaderas?
Llamaron a la puerta y antes de que Jacobsen tuviera tiempo de reaccionar se encontró con Carl Mørck dentro de su despacho. ¿Pero es que ese hombre no podía hacer las cosas como Dios manda por una vez en su vida?
—Ahora no, Carl —intentó, aun a sabiendas de que el subcomisario tenía un oído asombrosamente selectivo.
—Solo será un momento —dijo Carl con una imperceptible inclinación de cabeza hacia Lars Bjørn—. Se trata del caso en el que estoy trabajando.
—¿El crimen de Rørvig? Si tienes alguna idea de quién pudo agredir anoche a una mujer en plena Store Kannikestræde, te escucho; si no, apáñatelas solo. Ya sabes lo que pienso de ese caso. Se cerró con una condena. Búscate otro con unos culpables que anden por ahí sueltos.
—Hay alguien de la casa involucrado.
Marcus dejó caer la cabeza con aire resignado.
—Vaya por Dios. ¿Y quién es?
—Un agente de la Brigada Criminal llamado Arne Jacobsen se llevó el expediente de la comisaría de Holbæk hará diez o quince años. ¿Eso no te dice nada?
—Un apellido precioso, pero te aseguro que yo no tengo nada que ver.
—Pues te diré que estaba involucrado personalmente en el caso. Su hijo salía con la chica que asesinaron.
—¿Y?
—Que ahora mismo ese hijo trabaja en Jefatura y, para tu información, voy a interrogarlo.
—¿Quién es?
—Johan.
—¿Johan? ¿Johan Jacobsen, nuestro factótum? Vamos, hombre, no me jodas.
—Mira, Carl, si pretendes someter a un interrogatorio a alguien del personal civil, va a ser mejor que le busques otro nombre —intervino Lars Bjørn—, que luego soy yo el que tiene que hablar con los sindicatos si algo se tuerce.
Se veía venir la bronca.
—Quietos ahí los dos —los interrumpió Marcus.
Después se volvió hacia Carl.
—¿De qué va todo esto?
—¿Aparte de que un expolicía se ha llevado material de la comisaría de Holbæk, quieres decir?
Mørck sacó pecho hasta ocupar un cuarto de pared más.
—Pues va de que su hijo ha dejado el caso en manos de mi departamento. De que Johan Jacobsen, además, ha irrumpido en el lugar de los hechos y se ha esforzado por dejar pistas que conducen hasta él, y de que creo que tiene más material guardado en la manga. Marcus, ese tío sabe de este asunto lo que no está escrito, si se puede decir así.
—¡Cielo santo, Carl, es un caso de hace más de veinte años! ¿No podrías seguir adelante con ese numerito tuyo del sótano sin montar tanto escándalo? Estoy seguro de que hay muchos otros casos mucho más adecuados.
—Tienes razón, es un caso antiguo. Justamente el que voy a usar el viernes, a petición tuya, para amenizarle el día a un hatajo de desaboridos del país de los fiordos.
Remember?
Así que hazme el favor de ocuparte de que Johan baje a verme en un plazo máximo de diez minutos.
—No puedo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hasta donde yo sé, Johan está de baja por enfermedad.
Estudió al subcomisario por encima de las gafas. Era importante que captara el mensaje.
—Y no lo llames a casa, ¿entendido? Ayer tuvo un colapso nervioso. No queremos jaleos.
—¿Cómo sabes que ha sido él quien os ha pasado el caso? —se interesó Bjørn—. ¿Es que habéis encontrado sus huellas en los informes?
—Pues no. Hoy he recibido los resultados de los análisis y no había ninguna huella, pero lo sé, ¿vale? Ha sido Johan, y si no está de vuelta para el lunes pienso presentarme en su casa os pongáis como os pongáis.
Johan Jacobsen vivía en un apartamento de una cooperativa situado en el barrio de Vesterbro, frente al teatro Sorte Hest y el desaparecido Museo de Música Mecánica. Sí, en el punto exacto donde en 1990 tuvo lugar la batalla decisiva entre okupas y policías. Carl recordaba perfectamente aquella época. La de veces que habría ido por allí con el uniforme de antidisturbios a zurrar a un montón de chavales casi de su misma edad.
No eran precisamente sus mejores recuerdos de los viejos tiempos.
Tuvo que llamar varias veces al flamante portero automático nuevo, pero finalmente Johan Jacobsen le abrió la puerta.
—No os esperaba tan pronto —dijo con calma. Después los invitó a pasar a la sala de estar.
Efectivamente, tal como había imaginado, se veían las antiguas tejas del teatro y del local de Gjæstgiveriet.
El salón era amplio, pero no resultaba un escenario muy agradable. Era evidente que llevaba ya tiempo lejos de la mirada crítica y del contacto de las sabias manos de una mujer. Platos con salsa reseca apilados en el aparador, botellas de refrescos tiradas por el suelo. Polvo, grasa, desorden.
—Vaya, perdonad —se disculpó su anfitrión mientras apartaba la ropa sucia del sofá y de la mesita—. Mi mujer me dejó hace un mes.
De pronto lo asaltó el tic nervioso que tantas veces habían visto todos en Jefatura, como si le estuvieran echando arena por la cabeza y tratara de evitar que le entrase en los ojos.
Carl asintió. Sentía lo de la mujer. Él sabía lo que era.
—¿Sabes por qué hemos venido?
Johan hizo un gesto afirmativo.
—¿Entonces admites haber dejado el expediente de Rørvig en mi mesa, Johan?
Otro gesto.
—¿Pero por qué no nos lo diste y ya está, entonces? —intervino Assad sacando el labio inferior. Solo le faltaba el pañuelo para parecer un clon de Yasser Arafat.
—¿Lo habríais aceptado?
Carl sacudió la cabeza. Difícilmente. Un caso de hacía veinte años cerrado con una condena. No, tenía razón.
—¿Me habríais preguntado de dónde lo había sacado? ¿Me habríais preguntado por qué había despertado mi interés? ¿Os habríais tomado el tiempo necesario para que despertara el vuestro? ¿Eh? He visto las pilas de expedientes que tienes sobre la mesa, Carl.
—Y entonces decidiste dejar un sucedáneo de Trivial en la cabaña a modo de pista. No puede hacer mucho tiempo de eso, la cerradura de la cocina se abrió como si tal cosa, ¿me equivoco?
Johan le dio la razón.
De manera que las cosas habían ocurrido tal como Carl Mørck había imaginado.
—De acuerdo, querías asegurarte de que nos ocupábamos del caso como es debido, lo entiendo, pero era algo arriesgado hacerlo de esa manera, ¿no, Johan? ¿Y si no nos hubiésemos fijado en el Trivial? ¿Y si no hubiéramos descubierto los nombres de las tarjetas?
—Estáis aquí —contestó encogiéndose de hombros.
—No lo entiendo hasta el final —declaró Assad desde delante de una de las ventanas que daban a Vesterbrogade con el rostro oculto entre las sombras de un fuerte contraluz—. ¿No estás satisfecho de que Bjarne Thøgersen confesó?
—Si hubierais estado presentes el día que dictaron sentencia, vosotros tampoco estaríais satisfechos. Estaba todo pactado de antemano.
—Sí, claro —replicó Assad—. Es raro cuando te entregas, entonces, ¿no?
—¿Qué es lo que te parece tan extraño del caso, Johan? —intervino Carl.
El joven evitó los ojos del subcomisario y miró por la ventana como si aquel cielo gris pudiera apaciguar la tormenta que bullía en su interior.
—Lo sonrientes que estaban todos continuamente —contestó—. Bjarne Thøgersen, su abogado y esos tres tipejos arrogantes que estaban sentados entre el público.
—¿Te refieres a Torsten Florin, Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen?
Johan asintió, tratando de detener con la mano el temblor que agitaba sus labios.
—Dices que sonreían. No es una base muy sólida para seguir adelante, Johan.
—Sí, pero ahora sé más cosas que entonces.
—Tu padre, Arne Jacobsen, llevaba el caso —dijo Carl.
—Sí.
—¿Y tú dónde estabas mientras tanto?
—Iba al Politécnico de Holbæk.
—¿Holbæk? ¿Conocías a las dos víctimas?
—Sí.
Su respuesta fue casi inaudible.
—¿También a Søren?
Asintió.
—Sí, un poco, pero no tan bien como a Lisbet.
—Escúchame muy bien —lo interrumpió Assad de pronto—. Te veo en toda la cara que Lisbet te había dicho que no estaba enamorada de ti ya. ¿No es verdad, Johan? No quería estar contigo.
El ayudante frunció el ceño.
—Y como no podía ser tuya, la asesinaste, y ahora quieres que nosotros descubramos todo y te detengamos para que no tengas que suicidarte, ¿no es verdad?
Johan pestañeó un par de veces y después endureció la mirada.
—Carl, ¿es necesario que esté aquí? —preguntó haciendo un esfuerzo por dominarse.
El subcomisario hizo un gesto de desesperación. Las salidas de tono de Assad estaban empezando a convertirse en una costumbre.
—¿Puedes salir un momento, Assad? Solo cinco minutos.
Señaló hacia una puerta que había detrás de su anfitrión.
Al oírlo, Johan saltó como un resorte. Las señales del miedo eran muchas y Carl las conocía casi todas.
Por eso observó la puerta cerrada.
—No, esa habitación está muy desordenada —objetó Johan, que se había colocado delante y le cortaba el paso—. Pasa al comedor, Assad. O ve a tomarte un café a la cocina, acabo de prepararlo.
Pero Assad también había captado la señal.
—No, gracias; prefiero el té —dijo. Y a continuación lo empujó y abrió la puerta de par en par.
La habitación contigua también tenía el techo alto. Había mesas a lo largo de toda la pared cubiertas de carpetas y papeles amontonados. Sin embargo, lo más interesante era el rostro que los observaba desde la pared con ojos melancólicos. Se trataba de una imagen de un metro de altura que mostraba a una joven. La que había muerto en Rørvig, Lisbet Jørgensen. Los cabellos indómitos contra un fondo sin nubes. Una instantánea de verano de un rostro cuajado de sombras. De no haber sido por los ojos, por el tamaño y por el lugar tan destacado que ocupaba, apenas habrían reparado en ese rostro. Pero lo hicieron.