Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Alineó el osito y las seis fundas de plástico frente a ellos. El pañuelo, el reloj, el pendiente, la goma y las dos tarjetas del Trivial.
Huy, qué monada, decía la mirada de Rose clavada en el osito. Era de esperar.
—¿Qué es lo más llamativo de estas fundas? —preguntó su jefe.
—Las dos tarjetas del Trivial —contestó ella sin vacilar.
De modo que seguía con ellos. No se habría atrevido a jurarlo.
—Exactamente, Rose. ¿Y eso qué significa?
—Bueno, lógicamente quiere decir que cada bolsita representa una persona y no un hecho —dijo Assad—. Si no las dos tarjetas, entonces, habrían estado metidas en el mismo chisme de plástico, ¿no? En el crimen de Rørvig hubo dos víctimas, o sea, dos bolsitas de plástico.
Extendió los brazos en un gesto tan amplio y panorámico como su sonrisa.
—O sea, una bolsita de plástico para cada persona, entonces.
—Exactamente —afirmó Carl. Con Assad se podía contar.
Una vez en ese punto, Rose unió las palmas de las manos y se las llevó lentamente hacia la boca. Comprensión, impresión o ambas cosas a la vez, ella sabría.
—¿Me estáis diciendo que podríamos estar ante seis asesinatos? —preguntó.
Carl dio un golpe en la mesa.
—Seis asesinatos. ¡Eso es! —exclamó.
Los tres estaban pensando lo mismo.
Rose volvió a contemplar el simpático osito. No lograba que encajara con lo demás, y es que no era tarea fácil.
—Sí —corroboró el subcomisario—, es evidente que este amiguito va por otros derroteros, porque no está empaquetado como todo lo demás.
Lo observaron en silencio unos momentos.
—No sabemos si todos los efectos guardan relación con un asesinato, claro, pero es una posibilidad.
Alargó la mano por encima de la mesa.
—Assad, pásame la lista de Johan Jacobsen. La tienes ahí detrás, en la pizarra.
La dejó sobre la mesa para que pudiesen verla los dos y luego señaló hacia los veinte hechos que Jacobsen había anotado.
—No tenemos ninguna seguridad de que estos casos guarden relación alguna con el caso de Rørvig y es posible que tampoco tengan nada que ver entre ellos, pero si los revisamos uno por uno quizá encontremos algo que podamos relacionar con alguno de estos objetos, y eso sería bastante. Buscamos otro delito en el que pueda estar involucrada la banda del internado. Si damos con él, es que estamos en la buena pista. ¿Qué me dices, Rose? ¿Te encargas tú?
Ella bajó las manos y dejó al descubierto una expresión que no era precisamente de entusiasmo.
—Tus señales me confunden, Carl. Primero no podemos hablar contigo y un momento después estamos a toda máquina. Me dices que tengo que montar las mesas y ahora que no. ¿Qué hago? ¿Qué me vas a decir dentro de diez minutos?
—Eh, alto ahí. No me estás entendiendo, Rose. Las mesas las tienes que montar, tú las has encargado.
—No es muy bonito que dos hombres me dejen hacerlo sola.
En ese punto intervino Assad:
—Bueno, yo sí quería, ¿no te lo dije? —intentó.
Pero Rose seguía en sus trece.
—Carl, ¿tu sabes el daño que hacen todos esos palos de hierro? Siempre me estoy pillando con algo.
—Las has pedido tú y las quiero a primera hora en el pasillo. ¡Montadas todas! Mañana vienen los noruegos. ¿Se te había olvidado?
Ella echó la cabeza hacia atrás como si a Carl le oliera el aliento.
—Ya estamos otra vez. ¿Los noruegos? ¿Qué es eso de los noruegos? Esto está que parece un trastero, y como entren en la oficina de Assad les da un jamacuco.
—Pues haz algo al respecto, Rose.
—Toma ya, ¿también? Ya son unas cuantas cosas. También querrás que pase aquí la noche, ¿no?
Su jefe la observó con aire de estar considerándolo. Siempre era una posibilidad.
—No, pero siempre podemos venir a las cinco de la madrugada —replicó al fin.
—¡A las cinco!
Casi se cae de espaldas.
—¡Por favor! ¡Lo tuyo es muy grave, tío! —le gritó mientras Carl trataba de recordar a quién podía dirigirse en la comisaría del centro para averiguar cómo habían podido soportar a ese espantajo más de una semana.
—Pero Rose —trató de mediar Assad—, es solo porque entonces el caso va hacia delante, o sea.
Eso la hizo saltar como un resorte.
—Assad, haz el favor de no meterte a arruinar una buena discusión. Y deja ya de soltar todos esos
entonces
y esos
o sea
. Quítate esa costumbre de una vez, hombre, que tú puedes. Te he oído hablar por teléfono y ahí no se te escapa uno.
Después se volvió hacia Carl.
—Las mesas —prosiguió señalando a Assad—, que las monte ese. Del resto me ocupo yo. Y mañana no pienso venir hasta las cinco y media, porque antes no hay autobuses.
Luego cogió el osito y se lo metió a su jefe en el bolsillo de la camisa.
—Y a este, el dueño se lo buscas tú, ¿entendido?
Cuando salió por la puerta como un torbellino, Assad y Carl se quedaron cabizbajos. Menudo carácter.
—¿Entonces… ?
Assad hizo una breve pausa para reflexionar acerca de la pertinencia de su
entonces
.
—Entonces, ¿volvemos a ocuparnos del caso oficialmente, Carl?
—No, todavía no. Mañana se verá.
Levantó el puñado de notitas amarillas.
—Veo que has estado atareado, Assad. Has encontrado a alguien del internado con quien podemos hablar. ¿De quién se trata?
—En eso estaba entonces cuando has llegado, Carl.
Se estiró un poco para alcanzar unas fotocopias de la revista de la asociación de antiguos alumnos.
—He llamado al colegio, pero no les ha hecho gracia que quisiera hablar de Kimmie y los otros. Creo que no les gustó mucho lo de los crímenes. También creo que cuando empezó la investigación pensaron echar a Pram, a Dybbøl Jensen, a Florin y a Wolf. No he conseguido sacarles mucho del tema, o sea. Pero después he tenido la idea de que podía buscar a alguien de la clase de aquel chico que se cayó en la piscina y se murió. Además creo que he encontrado a un profesor que trabajó en el internado cuando estudiaban allí Kimmie y los demás. A lo mejor no le importa hablar con nosotros ahora que lo dejó hace tanto tiempo.
Eran casi las ocho de la tarde cuando Carl se presentó en la clínica y, al encontrarse con la cama de Hardy vacía, detuvo a la primera persona de blanco que pasó por allí.
—¿Dónde está? —preguntó con un mal presentimiento.
—¿Es usted familiar?
—Sí —mintió como buen gato escaldado.
—A Hardy Henningsen le ha entrado líquido en los pulmones y lo hemos trasladado para poder atenderlo mejor.
Señaló hacia una puerta coronada por un letrero que decía «Terapia intensiva».
—Sea breve —le rogó—. Está agotado.
Una vez dentro, no le cupo la menor duda: Hardy había empeorado. El respirador funcionaba a plena potencia y su amigo estaba ligeramente incorporado en la cama con el torso desnudo, los brazos por encima de la manta, una máscara que le cubría todo el rostro, la nariz llena de tubos, un gotero y aparatos conectados por todas partes.
Tenía los ojos abiertos, pero cuando vio a Carl estaba demasiado cansado para sonreír.
—Hola, viejo —lo saludó el subcomisario.
Le apoyó una mano en el brazo con delicadeza. Hardy no sentía nada, pero qué importaba.
—¿Qué ha pasado? Dicen que te ha entrado líquido en los pulmones.
El enfermo contestó algo, pero su voz quedó ahogada por la máscara y el zumbido constante de los aparatos. Carl acercó un poco más el oído.
—Dilo otra vez —pidió.
—Se me ha metido un poco de jugo gástrico en los pulmones —repitió Hardy con voz cavernosa.
Puf, qué asco, pensó Carl al tiempo que estrechaba aquel brazo paralizado.
—Tienes que recuperarte, Hardy. ¿Estamos?
—Ese punto del antebrazo ahora es más grande —susurró—. A veces me quema como el fuego, pero no le he comentado nada a nadie.
El subcomisario sabía por qué y no le hacía ni pizca de gracia. Hardy esperaba poder recuperar el movimiento del brazo lo suficiente para levantarlo, empuñar las tijeras de cortar gasa y clavárselas en la aorta. La cuestión era si compartir con él esa esperanza o no.
—Tengo un problema, Hardy, y necesito tu ayuda —dijo Carl mientras acercaba una silla—. Tú conoces a Lars Bjørn mucho mejor que yo, de la época de Roskilde. Quizá tú puedas contarme qué está pasando con mi departamento.
Le explicó a grandes rasgos cómo habían detenido su investigación, que Bak pensaba que Lars Bjørn estaba metido en el ajo y que contaban con el respaldo de la directora de la policía.
—Ahora me han quitado la placa —concluyó.
Hardy tenía la vista clavada en el techo. Si hubiera sido el de antaño, habría sacado un cigarro.
—Lars Bjørn siempre lleva una corbata azul marino, ¿verdad? —dijo al cabo de un instante y no sin grandes dificultades.
Carl cerró los ojos. Efectivamente, la corbata era una parte indispensable del propio Lars Bjørn; y, efectivamente, era azul.
Hardy intentó toser, pero solo pudo emitir un sonido que recordaba a una tetera a punto de quedarse sin agua.
—Es un antiguo alumno del internado, Carl —se oyó débilmente—. Lleva cuatro pequeñas conchas en la corbata. Es la del internado.
Carl se quedó sin habla. Años atrás, una violación en el colegio había estado a punto de acabar con el renombre del centro. ¿Qué consecuencias traería un caso como el suyo?
Mierda. Lars Bjørn era un antiguo alumno del internado. Si estaba interviniendo activamente en todo aquello, ¿lo hacía como defensor y paladín del colegio o en calidad de qué? Interno una vez, interno siempre, decían.
Asintió lentamente. Por supuesto. Así de sencillo.
—Muy bien, Hardy —dijo dando unos golpecitos en la sábana—. Eres genial, ¿quién podría ponerlo en duda?
Le pasó una mano por el pelo a su antiguo compañero. Tenía un tacto húmedo y sin vida.
—¿No estás cabreado conmigo, Carl? —salió de pronto de detrás de la máscara.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Ya lo sabes. El caso de la pistola de clavos. Lo que le dije a la psicóloga.
—Hardy, joder. Cuando estés mejor resolveremos juntos ese caso, ¿vale? Comprendo perfectamente que estando tumbado aquí se te ocurran ideas raras. Lo entiendo, Hardy.
—No son raras, Carl. Algo ocurría, y ese algo tiene que ver con Anker. Cada vez estoy más seguro.
—Ya lo resolveremos juntos cuando llegue el momento, ¿de acuerdo?
Hardy permaneció un rato en silencio dejando que el respirador realizara su trabajo mientras Carl no podía hacer otra cosa que observar cómo subía y bajaba el pecho de su amigo.
—¿Querrías hacerme un favor?
La pregunta interrumpió de repente el movimiento monótono del cuerpo del paciente.
El subcomisario retrocedió un poco en el asiento. Ese era el momento que más temía de aquellas visitas a Hardy, su eterno deseo de que lo ayudara a morir. La eutanasia, por usar una bonita palabra; un homicidio por compasión, dicho de otra manera. Terribles ambas.
Lo que le asustaba no era el castigo ni las consideraciones éticas. Simplemente, no podía.
—No, Hardy. No me pidas eso nunca más. No creas que no lo he pensado, pero no. Lo siento muchísimo, chico, pero no puedo.
—No es eso, Carl.
Se humedeció los labios resecos como si con eso fuese a costarle menos transmitir el mensaje.
—Quería preguntarte si no podría vivir en tu casa en lugar de estar aquí.
El silencio que siguió fue desgarrador. Carl se sentía paralizado. Todas las palabras se le agolpaban en la garganta.
—He estado pensando una cosa —prosiguió Hardy lentamente—. Ese tipo que vive en tu casa, ¿no podría ocuparse de mí?
Su desesperación era como una sucesión de puñaladas.
Carl sacudió la cabeza de manera imperceptible. ¿Morten Holland de enfermero? ¿En su casa? Era para echarse a llorar.
—Esas cosas están subvencionadas, Carl, me he informado. Te mandan una enfermera varias veces al día, eso no es problema. No tienes que preocuparte.
El subcomisario bajó la vista.
—Hardy, en casa no tenemos las condiciones necesarias para algo así, es un sitio pequeño. Y tengo a Morten viviendo en el sótano, que está prohibido.
—Podría instalarme en el salón.
Su voz se había vuelto ronca, como si luchara desesperadamente por no llorar, aunque quizá fuese su estado normal.
—El salón es grande, ¿verdad? En una esquinita. Nadie tiene por qué enterarse de lo de Morten en el sótano. ¿No hay tres habitaciones arriba? Podéis poner una cama en una y que él siga viviendo en el sótano, ¿no?
Aquel hombretón le estaba suplicando. ¿Cómo podía ser tan grande y tan pequeño al mismo tiempo?
—Ay, Hardy…
A Carl le costaba decirlo. La idea de meter aquel armatoste de cama y todos esos aparatos en su salón le parecía terrorífica. Los problemas acabarían destrozando su hogar. Lo poco que quedaba de él. Morten se iría. Jesper se pasaría el día despotricando de todo y de todos. Era completamente imposible por más que él quisiera… en teoría.
—Hardy, estás demasiado enfermo. Si no estuvieras tan mal…
Hizo una larga pausa con la esperanza de que su amigo lo dispensara de aquel tormento, pero este no dijo nada.
—Tú primero recupera un poco más de sensibilidad, vamos a darle tiempo al tiempo.
Miró a Hardy a los ojos y vio cómo se cerraban lentamente. Las esperanzas rotas habían apagado el brillo de su mirada.
Darle tiempo al tiempo, había dicho.
Como si Hardy tuviera otra cosa que hacer.
Desde sus primeros días en el departamento de Homicidios, Carl no había vuelto a levantarse tan temprano como lo hizo a la mañana siguiente. Aunque era viernes, la autopista de Hillerød era una larga cinta sin coches. Los del garaje cerraban las puertas de los vehículos con movimientos pausados. El puesto de guardia olía a café. Había tiempo de sobra.
En el sótano lo esperaba lo más parecido a una sorpresa: una rectísima hilera de mesas convenientemente elevadas hasta la altura del codo le dio la bienvenida a los dominios del Departamento Q; los océanos de papel estaban alineados en pequeños montones, al parecer clasificados de acuerdo con un sistema que sin duda iba a ser fuente de un sinfín de quebraderos de cabeza; tres tablones de anuncios pegados a la pared mostraban diversos recortes relativos al caso; y, al final de la fila, en la última mesa y sobre una diminuta y muy ornamentada alfombra de oración, ronroneaba Assad en posición fetal entregado al más profundo de los sueños.