Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—¿Y a Kimmie toda aquella sangre le pareció genial, entonces? —soltó de repente Assad desde su rincón antes de que el tipo llegara a responder a la pregunta de su jefe.
Thøgersen se volvió confuso hacia el hombrecillo. Era de esperar que hubiese algo de desprecio en su mirada, pero no aquella actitud desnuda que revelaba que Assad había dado en el blanco. No necesitaban más. Independientemente de que su historia fuera verdad o no, ahora sabían que a Kimmie toda aquella sangre le había parecido genial, algo de lo más inapropiado para alguien que después decidió consagrar su vida a salvar animalitos.
Carl le hizo un breve gesto a Assad, en parte también para que Thøgersen supiera que su reacción no les había pasado inadvertida, que había sido excesiva, un error.
—¿Genial? —trató de arreglarlo—. No creo.
—De modo que se fue a vivir contigo —prosiguió el subcomisario—. Fue en 1995, ¿no, Assad?
Su ayudante asintió desde su rincón.
—Sí, el 29 de septiembre de 1995. Llevábamos algún tiempo saliendo juntos. Una tía estupenda.
Eso ya lo había dicho antes.
—¿Por qué recuerdas la fecha con tanta exactitud? Han pasado muchos años.
Thøgersen hizo un gesto de resignación.
—Sí; ¿y qué ha ocurrido en mi vida desde entonces? Para mí sigue siendo una de las últimas cosas que pasaron antes de que me encerrasen aquí dentro.
—Claro.
Carl trató de mostrarse cordial. Después cambió de expresión.
—¿Eras el padre de su hijo?
Thøgersen consultó el reloj. Su piel pálida enrojeció ligeramente. Era evidente que, de pronto, una hora se le hacía interminable.
—No lo sé.
Carl consideró la posibilidad de saltar, pero se contuvo. No era el momento ni el lugar.
—No lo sabes. ¿Qué quieres decir, Bjarne? ¿Es que estaba con otros cuando vivía contigo?
Él ladeó la cabeza.
—Por supuesto que no.
—Entonces fuiste tú el que la dejó embarazada.
—Se largó de casa, ¿no? ¿Cómo coño quieres que sepa con quién se acostaba?
—Según los datos de los que disponemos, abortó un feto de unas dieciocho semanas, de modo que cuando se quedó embarazada aún vivíais juntos.
Llegados a ese punto, el recluso se levantó dando un respingo e hizo girar su silla ciento ochenta grados. Esa era la actitud astuta que se aprendía en la cárcel. Los andares despreocupados por el edificio principal; el movimiento relajado de los miembros para expresar indiferencia; el cigarrillo colgando mientras estaba en el campo de fútbol; y ese giro de la silla para escuchar las siguientes preguntas con los brazos en el respaldo y las piernas separadas. Pregúntame lo que quieras, que me la suda, decía con su actitud. No me vas a sacar una palabra, poli de mierda.
—¿Qué coño importa quién fuera el padre? —preguntó—. Total, el crío está muerto.
Diez contra uno a que sabía que no era suyo.
—Además, luego ella desapareció.
—Sí, se largó del hospital. Menuda gilipollez.
—¿Era propio de ella?
Thøgersen se encogió de hombros.
—¿Y yo cómo coño voy a saberlo? Era su primer aborto, que yo sepa.
—¿La buscaste? —preguntó Assad desde su rincón.
Bjarne Thøgersen lo miró como si no fuese asunto suyo.
—¿Lo hiciste? —preguntó Carl.
—Hacía ya algún tiempo que no estábamos juntos. No, no la busqué.
—¿Por qué ya no estabais juntos?
—Porque no. No funcionó.
—¿Te engañó?
El interno volvió a consultar el reloj. Había transcurrido menos de un minuto desde la última vez.
—¿Por qué piensas que fue ella y no yo? —preguntó mientras hacía un par de estiramientos con el cuello.
Dedicaron cinco minutos a darle vueltas y más vueltas al tema de su relación sin resultado alguno. El tipo era escurridizo como una anguila.
Mientras tanto, Assad había ido acercando su silla muy lentamente. Cada vez que formulaba una pregunta, un pasito más. Al final se encontraba prácticamente junto a la mesa. No cabía la menor duda de que a Thøgersen le molestaba.
—Has tenido bastante suerte en la Bolsa, por lo que se ve —dijo Carl—. Según tu declaración, te has convertido en un hombre acomodado, ¿no es así?
El interrogado curvó las comisuras de los labios. Satisfecho de sí mismo. Al fin un tema que le apetecía tocar.
—No me quejo —contestó.
—¿Quién te facilitó el capital de inversión?
—Lo tienes todo en las declaraciones.
—Como comprenderás, no llevo tus doce últimas declaraciones metidas en el bolsillo del pantalón, así que va a ser mejor que me lo digas tú, Bjarne.
—Pedí un préstamo.
—Bien hecho. Sobre todo teniendo en cuenta que estabas en el trullo. Unos prestamistas amantes del riesgo, desde luego. ¿Algún narco de por aquí, quizá?
—Me lo prestó Torsten Florin.
¡Bingo!, pensó Carl. Le habría encantado ver la cara de Assad en esos momentos, pero a quien miró fue a Thøgersen.
—¿Ah, sí? ¿O sea que seguíais siendo amigos a pesar de que le habías ocultado tu secreto y no le habías contado que habías matado a esos niños? Un crimen repugnante del que Torsten, entre otros, fue sospechoso. A eso lo llamo yo ser un amigo, sí señor. ¿Y no sería que Florin te debía algún favor?
Bjarne Thøgersen descubrió adónde quería ir a parar y enmudeció.
—¿Se te dan bien las acciones, entonces?
Assad ya había pegado su silla a la mesa. Había ido tomando posiciones con la cautela de un reptil.
Thøgersen se encogió de hombros.
—Mejor que a muchos, sí.
—Ya vas por quince millones de coronas —dijo Assad con expresión soñadora—. Y siguen creciendo. A lo mejor podrías hacernos alguna sugerencia. ¿Haces sugerencias?
—¿Cómo te mantienes al tanto de lo que pasa en el mercado, Bjarne? —añadió el subcomisario—. Tus posibilidades de acceso al mundo exterior y viceversa son bastante limitadas.
—Leo el periódico y envío y recibo cartas.
—Entonces conocerás la estrategia de comprar y mantener, ¿no? O la TA-7, ¿es algo así? —preguntó Assad con parsimonia.
Carl se volvió hacia él muy despacio. ¿Estaba diciendo disparates o qué?
Thøgersen esbozó una leve sonrisa.
—Me atengo a mi buen olfato y al índice KFX, así no hay peligro de que las cosas salgan demasiado mal.
Volvió a sonreír.
—Ha sido una buena época.
—¿Sabes lo que te digo, entonces? —preguntó Assad—. Que deberías tener una charla con mi primo. Empezó con cincuenta mil coronas y tres años después sigue teniendo cincuenta mil coronas. Creo que le gustarías.
—Tu primo no debería perder el tiempo con las acciones, me parece a mí —contestó molesto; luego se volvió hacia Carl—. Oye, ¿no íbamos a hablar de Kimmie? ¿Qué tienen que ver mis acciones en todo esto?
—Es verdad; permíteme una última pregunta para mi primo —insistió Assad—. ¿Grundfos es una opción interesante dentro del KFX?
—Sí, no está nada mal.
—Muy bien, gracias entonces. Yo creía que Grundfos no cotizaba en Bolsa, pero tú estarás mejor informado, claro.
Touché
, pensó Carl mientras Assad le hacía un guiño abiertamente. No era muy difícil adivinar lo que le estaba pasando por la cabeza a Bjarne Thøgersen en esos instantes. Así que Ulrik Dybbøl Jensen invertía por él. No cabía duda, Thøgersen no sabía una palabra de acciones, pero no le faltaría el sustento cuando saliera de allí. Favor por favor.
Eso era todo cuanto necesitaban saber.
—Nos gustaría que vieras una fotografía —dijo Carl dejando una copia impresa de la foto que Assad había sacado el día anterior. La habían retocado un poco y la imagen era nítida como el cristal.
Ambos aguardaron la reacción de Thøgersen. Esperaban que mostrara cierta curiosidad, siempre es especial ver en qué se ha convertido un viejo amor con el paso de los años, pero no contaban con la magnitud de su respuesta. Aquel tipo llevaba años viviendo entre los mayores criminales de Dinamarca, diez años de degradación entre lo peor de lo peor. Jerarquías, homosexualidad, agresiones, amenazas, chantajes, embrutecimiento. El mismo individuo que había sobrevivido a todo aquello con un aspecto cinco años más juvenil que otros hombres de su edad se puso gris. Su mirada se apartaba de Kimmie una y otra vez para volver a mirarla, como el asistente a una ejecución que no quiere verla, pero tampoco puede evitarlo. Era presa de una terrible emoción que Carl habría dado cualquier cosa por comprender.
—¿No te alegras de verla? Si está estupenda —dijo el subcomisario—. ¿No te parece?
Bjarne asintió lentamente mientras el movimiento de su nuez revelaba el ímpetu de la actividad en su garganta.
—Es que es raro —dijo.
Intentó sonreír como si lo dominara la melancolía, pero no era eso.
—¿Cómo es posible que tengáis esa foto si no sabéis dónde está?
Era una pregunta bastante razonable, pero le temblaban las manos, la voz le sonaba a hueco y los ojos le bailaban.
Tenía miedo, así de sencillo.
Dicho en pocas palabras, Kimmie lo aterrorizaba.
—Tienes que subir al despacho del jefe de Homicidios —le informaron cuando pasó con Assad junto a la garita del vigilante que había a la entrada de la Jefatura.
—También está la directora de la policía.
Carl subió los escalones al ritmo que ordenaba sus argumentos. No pensaba quedarse de brazos cruzados. Todos conocían a la directora y sabían perfectamente que no era más que una abogada del montón que se había pegado el batacazo en el camino hacia la judicatura.
—¡Oh, oh! —lo alentó la señora Sørensen desde el otro lado del mostrador. Ya le daría él
oh-ohs
la próxima vez.
—Menos mal que ya estás aquí, Carl. Estábamos hablando de lo tuyo —dijo el jefe de Homicidios al verlo entrar en su despacho.
Le indicó una silla libre antes de continuar:
—La cosa no pinta nada bien.
El subcomisario frunció el ceño. ¿No se estaba pasando un poquito de la raya? Saludó con un gesto a la directora, que ocupaba su asiento vestida con el uniforme al completo y compartía tetera con Lars Bjørn. Té, vaya por Dios.
—Bueno, supongo que ya sabes de qué se trata —prosiguió Marcus Jacobsen—, lo que me sorprende es que no me lo mencionaras esta mañana.
—¿De qué estás hablando? ¿De que sigo con la investigación del crimen de Rørvig? Creía que estaba para eso, para escoger mis casos yo solo. ¿Qué tal si me dejaran tomar mis propias decisiones?
—Carl, joder… Pórtate como un hombre y déjate de rodeos de una vez.
Lars Bjørn acomodó su delgado cuerpo en el asiento para no desmerecer al lado del imponente corpachón de la directora.
—Estamos hablando de Finn Aalbæk, el propietario de Detecto al que ayer agrediste en Gammel Kongevej. Aquí está la versión de los hechos de su abogado, así podrás enterarte de lo que pasa.
¿Hechos? ¿De qué estaban hablando? Carl le arrancó el papel de las manos y le echó un vistazo. ¿Qué coño pretendía Aalbæk? Carl lo había agredido, lo ponía bien clarito. ¿De verdad se habían tragado esa patraña?
Sjölund &Virksund
, aparecía en el membrete. Una auténtica panda de bandidos de la alta sociedad para sacarle un poco de lustre a los embustes de ese lacayo.
La hora, eso sí, estaba bien: el momento exacto en que había sorprendido al detective en la parada del autobús. El diálogo coincidía más o menos, pero el empujón en la espalda se había convertido en una serie de fuertes puñetazos en la cara y la ropa desgarrada. Había fotografías de las lesiones y Aalbæk no tenía precisamente buen aspecto.
—Ese descerebrado está a sueldo de Pram, Dybbøl Jensen y Florin —se defendió—. Le han pedido que se dejara dar una paliza para apartarme del caso, palabra.
—Es muy posible que hable usted en serio, Mørck, pero aun así tenemos que tomar medidas. Ya conoce el procedimiento cuando se recibe una denuncia por abuso policial.
La directora lo miró con esa mirada suya que la había llevado a lo más alto.
—No queremos suspenderlo, Carl —prosiguió—. No había maltratado a nadie antes, ¿verdad? Pero la primavera pasada vivió una experiencia triste y traumática. Es posible que le afecte más de lo que cree y no quiero que piense que no cuenta con nuestra comprensión.
Carl le dedicó una sonrisa algo mohína. Que no había maltratado a nadie antes, decía. Menos mal que estaba convencida.
El jefe de Homicidios lo miró con aire pensativo.
—Abrirán una investigación, claro. Y mientras esté abierta vamos a aprovechar la ocasión para que te sometas a un tratamiento intensivo y puedas llegar hasta el fondo del asunto y saber qué te ha ocurrido este último medio año. Mientras tanto, solo podrás realizar tareas administrativas. Puedes ir y venir como de costumbre, pero, como es natural, y no sabes cuánto lo lamento, voy a tener que pedirte que devuelvas tu placa y tu pistola temporalmente.
Extendió la mano. Era una suspensión en toda regla.
—La pistola la encontrarás arriba, en la armería —dijo el subcomisario mientras le entregaba la placa.
Como si no llevarla encima fuese a impedirle algo. Deberían saberlo. Pero quizá eso fuera lo que buscaban, que metiera la pata, pillarlo saltándose las normas. ¿Sería eso? ¿Querrían deshacerse de él?
—El abogado Tim Virkslund y yo nos conocemos, de modo que le explicaré que ya no sigue en el caso, Mørck. Supongo que eso le bastará. Conoce perfectamente las maneras de su cliente y sabe cuánto le gustan las provocaciones. A nadie le beneficiaría que este asunto acabara en los tribunales —dijo la directora—. Esto resuelve también su problema para seguir directrices, ¿verdad?
Extendió un dedo hacia él.
—Por esta vez tendrá que hacerlo. Y sepa además que en el futuro no aceptaré interferencias en las órdenes dadas, Mørck. Espero que lo entienda. Ese caso se cerró con una condena y ya le comunicamos que deseábamos que se ocupara de otros asuntos. ¿Cuántas veces vamos a tener que decírselo?
Carl miró hacia la calle. Odiaba esas cosas. Por él podían levantarse todos y tirarse por la ventana.
—¿Sería muy insensato por mi parte preguntar por qué hay que dejar el caso en realidad? —preguntó—. ¿Quién ha dado la orden? ¿Los políticos? ¿Y en qué se basan? Hasta donde yo sé, en este país todos somos iguales ante la ley, y supongo que eso también incluye a nuestros sospechosos, ¿me equivoco o es que lo he entendido mal?