Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Visby, jefe de sección del Ministerio de Justicia, llevaba tiempo anhelando un puesto mejor. A pesar de sus evidentes aptitudes, no podía aspirar a ser consejero de Estado, y ya hacía tiempo que se había retirado de la trillada carrera de la jurisprudencia y renunciado a la posibilidad de ser juez de las altas instancias. Ahora se dedicaba a buscar con lupa nuevos huesos que roer antes de que la edad y sus fechorías acabaran dando al traste con sus esperanzas.
Había conocido a Ditlev en una cacería y habían acordado que, a cambio de ciertos servicios, él asumiría las funciones de su abogado el día, no muy lejano, en que Bent Krum se retirase para entregarse a los sempiternos placeres del ocio y el vino tinto. No era un trabajo de renombre, pero a cambio le aseguraba jornadas laborales breves y un salario más que excepcional.
A ellos, Visby les había resultado de utilidad en un par de ocasiones. Había sido una elección acertada.
—Necesitamos tu ayuda una vez más —lo informó Ditlev cuando Ulrik lo condujo hasta el vestíbulo.
El funcionario miró a su alrededor como si las arañas de cristal que colgaban del techo tuvieran ojos y las paredes, oídos.
—¿Aquí y ahora? —preguntó.
—Carl Mørck sigue investigando el caso. Hay que pararle los pies, ¿me sigues? —dijo Ditlev.
Visby se llevó una mano a la corbata de conchas, el símbolo del internado, mientras paseaba la mirada por la habitación.
—He hecho todo lo que estaba en mi mano, pero no puedo escribir más documentos en nombre de otras personas sin que la ministra de Justicia empiece a meter las narices en el asunto. Hasta ahora habría podido pasar por un error.
—¿Es necesario que lo hagas a través de la directora de la policía?
Asintió.
—Indirectamente, sí. No puedo hacer más en este caso.
—¿Te das cuenta de lo que nos estás diciendo? —preguntó Ditlev.
Visby apretó los labios. Ya tenía su vida planeada, Ulrik lo leía en su rostro. Su mujer esperaba un cambio. Tiempo y viajes. El sueño de cualquiera.
—Quizá podríamos suspender a Morck —sugirió el funcionario—, al menos por un tiempo. No va a ser fácil, visto cómo resolvió el caso de Merete Lynggaard, pero hace un año tuvo un bajón enorme después de un tiroteo, podría sufrir una recaída. Al menos sobre el papel. Tendría que estudiarlo.
—Puedo hacer que Aalbæk lo denuncie por agresión en la vía pública —propuso Ditlev—; ¿qué te parece?
Visby cabeceó.
—¿Agresión? ¡No está nada mal! Pero harían falta testigos.
—Estoy prácticamente seguro de que quien entró en mi casa anteayer fue Finn Aalbæk, Marcus —dijo Carl—. ¿Pides tú la orden judicial para ver sus informes o la pido yo?
El jefe de Homicidios no apartaba la vista de las sangrientas fotografías que tenía delante. La mujer agredida en Store Kannikestræde tenía un aspecto horroroso, por decirlo suavemente. Los golpes le surcaban el rostro como senderos azules y tenía el contorno de los ojos terriblemente hinchado.
—¿Me equivoco al suponer que esto está relacionado con tu investigación del crimen de Rørvig, Carl?
—Solo quiero saber quién ha contratado a Aalbæk, eso es todo.
—Ya no trabajas en ese caso, Carl. Ya lo hemos hablado.
¿Primera persona del plural? ¿Había dicho
hemos
ese cabezabuque? ¿Acaso no conocía la primera persona del singular? ¿Por qué coño no lo dejaban en paz?
Cogió aire.
—Por eso he venido a hablar contigo. ¿Qué pasa si resulta que alguno de los clientes de Aalbæk es sospechoso del crimen de Rørvig? ¿No te parecería chocante?
Jacobsen dejó las gafas sobre la mesa.
—¡Carl! Para empezar, vas a hacer lo que ha dicho la directora de la policía. Ese caso se cerró con una condena, tenemos otras prioridades. Y, para continuar, no me vengas aquí haciéndote el tonto. ¿Tú crees que unos tipos como Pram, Florin y el financiero ese son tan idiotas como para contratar a Aalbæk al estilo tradicional? Si, y óyeme bien, si es que lo han contratado. Déjame tranquilo de una vez, tengo una reunión con la directora dentro de un par de horas.
—Creía que eso era ayer.
—Sí, y hoy también, así que vete, Carl.
—¡Joder, Carl! —gritó Assad desde su oficina—. Ven a ver.
Carl se levantó como pudo. Desde que su ayudante había regresado no había notado nada raro en él, pero no podía olvidar la frialdad con que lo había mirado el hombre de la estación, una frialdad fruto de muchos años de odio. ¿Cómo podía decirle a un policía curtido como él que no tenía importancia? ¿La más mínima importancia?
Sorteó a duras penas las mesas a medio montar de Rose, que seguían desperdigadas por el sótano como ballenas varadas. Tendría que quitarlas, él no quería ninguna responsabilidad en el asunto si los de arriba bajaban y daban un traspié con uno de esos trastos.
Encontró a Assad con una sonrisa radiante.
—Sí, ¿qué pasa? —le preguntó.
—Tenemos una foto, Carl. Tenemos una foto, entonces.
—¿Una foto? ¿De qué?
Assad pulsó la barra espaciadora del ordenador y en la pantalla apareció una imagen. No era muy nítida, no era de frente, pero era Kimmie Lassen. Carl la reconoció de inmediato gracias a las fotos antiguas. Kimmie tal y como era ahora. Un fugaz destello de medio lado de una mujer de casi cuarenta años en el momento en que se giraba. Un perfil muy característico: la nariz recta con una leve curva respingona; el labio inferior muy carnoso; las mejillas descarnadas y unas pequeñas arrugas visibles a través de la capa de maquillaje. Con un poco de habilidad podrían manipular las fotos antiguas que tenían y añadirles esos cambios fruto de la edad. Seguía siendo atractiva, aunque estaba algo ajada. Si ponían a los informáticos a jugar un poco con sus programas, tendrían un material de lo más efectivo.
Ya solo les faltaba una razón válida para emitir una orden de búsqueda. ¿Podría partir de alguien de su familia? Habría que investigarlo.
—Tengo un móvil nuevo y no sabía si la foto había salido. Ayer, cuando huyó al verme, le di al botón. Reflejos, ya sabes. Anoche intenté verla, pero creo que hice algo mal.
¿De verdad que era capaz de hacer esas cosas?
—¿Qué dices, Carl? ¿No es estupendo?
—¡Rose! —gritó su jefe en dirección al pasillo con la cabeza echada hacia atrás.
—No está, ha ido a Vigerslev Allé.
—Vigerslev Allé. ¿Y qué coño se le ha perdido allí?
—¿No le pediste que averiguara si las revistas habían publicado algo sobre Kimmie, entonces?
Carl observó la fotografía enmarcada de las viejas y avinagradas tías de Assad. Él tampoco tardaría en tener el mismo aspecto.
—Cuando vuelva, dale la foto para que la retoque combinándola con las que ya teníamos. Menos mal que la has sacado, Assad. Buen trabajo.
Le dio a su colega una palmadita en el hombro con la esperanza de que a cambio le ofreciera un poco del mejunje de pistacho que estaba masticando.
—Tenemos una cita en la prisión de Vridsløselille dentro de media hora. ¿Vamos para allá?
Carl venía percibiendo el evidente malestar de su compañero desde la avenida de Egon Olsen, como se llamaba ahora el antiguo Camino de la Cárcel. No sudaba ni se mostraba reacio, simplemente guardaba un silencio fuera de lo común y no perdía de vista las torretas que flanqueaban el portón de entrada como si fueran a desplomarse sobre él de un momento a otro.
Carl veía las cosas de otra manera. Para él, Vridsløslille era un cómodo cajón donde ir empaquetando a los mayores gilipollas del país al otro lado de una puerta bien cerrada. Si se sumaran todas las condenas que cumplían sus no más de doscientos cincuenta internos se superaría la cifra de dos mil años. Un desperdicio de vidas y energías, eso era. El último sitio donde uno querría poner un pie, aunque la gran mayoría de los que estaban ahí dentro lo mereciera de sobra. Estaba firmemente convencido.
—Es aquí, a la derecha —dijo Carl una vez concluidas las formalidades.
Assad no había despegado los labios desde que habían entrado por la puerta y además, se había vaciado los bolsillos sin que nadie se lo indicara. Seguía las instrucciones ciegamente. Al parecer conocía los trámites.
Carl señaló hacia el patio de un edificio gris con un letrero blanco, en el que se leía: «Visitas».
Allí los esperaba Bjarne Thøgersen. Seguramente pertrechado con una buena remesa de evasivas. Le quedaban dos o tres años para salir, no quería cuentas pendientes con nadie.
Tenía mejor aspecto del que Carl había esperado. Once años en la cárcel suelen dejar su huella. Cierta expresión de amargura en las comisuras de los labios, la mirada oscura, el absoluto convencimiento de inutilidad que acaba impregnando la actitud de los presos. Lo que encontró fue a un hombre de ojos claros y burlones. Demacrado, sí, y también alerta, pero insólitamente entero.
Se levantó y le tendió la mano. Nada de preguntas ni explicaciones. Era evidente que alguien le había advertido del motivo de la visita. Eso le pareció a Carl.
—Carl Mørck, subcomisario de policía —se presentó de todos modos.
—Me cuestas diez coronas por hora —contestó aquel individuo con una sonrisa irónica—, espero que sea importante.
No saludó a Assad, pero él ya contaba con ello. Se limitó a arrastrar un poco una silla y sentarse algo apartado.
—¿Trabajas en el taller?
Carl le echó un vistazo al reloj. Las once menos cuarto. Era cierto, estaban en pleno horario de trabajo.
—¿De qué se trata? —preguntó Thøgersen sentándose en su silla una fracción de segundo más despacio de lo normal. Otra señal de sobra conocida. Conque estaba algo nervioso… Bien.
—No paso demasiado tiempo con los demás internos —continuó sin que nadie le preguntara—, así que no puedo darte información, si es lo que buscas. Aunque me encantaría poder hacer un trato para poder salir de aquí un poco antes.
Dejó escapar una risita en un intento de sondear las suaves maneras de Carl.
—Hace doce años mataste a dos jóvenes, Bjarne. Confesaste, de modo que de esa parte del caso no hay gran cosa que decir, pero a cambio tengo una persona desaparecida de la que me encantaría que me hablases.
Asintió alzando las cejas. Buena voluntad y asombro a partes iguales.
—Me refiero a Kimmie. Me han dicho que erais buenos amigos.
—Correcto; fuimos al mismo internado y también salimos juntos una temporada. —Sonrió—. Una tía estupenda.
Habría dicho lo mismo de cualquiera después de doce años sin sexo del bueno. Se lo había dicho el vigilante: Bjarne Thøgersen no recibía visitas. Nunca. La suya era la primera en muchos años.
—Vamos a empezar por el principio. ¿Te parece bien?
Thøgersen se encogió de hombros y bajó la mirada un instante. Claro que no le parecía bien.
—¿Por qué expulsaron a Kimmie del internado, lo recuerdas?
El preso echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo.
—Salía con un profesor, o algo parecido. Estaba prohibido.
—¿Qué fue de ella después?
—Estuvo un año viviendo en un piso de alquiler en Næstved. Trabajaba en un restaurante de comida rápida.
Se echó a reír.
—Sí, por lo visto sus viejos no sabían nada del asunto; creían que seguía yendo al colegio. Pero al final se enteraron.
—¿Fue a un internado en Suiza?
—Sí, pasó allí cinco o seis años. No solo en el internado, también fue a la universidad. ¿Cómo coño se llamaba? Que le den, el caso es que estudiaba Veterinaria. Ah, sí, era en Berna. La Universidad de Berna.
—Entonces, ¿hablaba perfectamente francés?
—No, alemán. Me contó que las clases eran en alemán.
—¿Terminó?
—No. No sé por qué, pero tuvo que dejarlo.
Carl miró a Assad, que lo anotaba todo en su libreta.
—¿Y después? ¿Dónde vivió después?
—Volvió a su casa. Pasó una temporada viviendo en Ordrup, en casa de sus padres; es decir, en casa de su padre y de su madrastra. Después se vino a vivir conmigo.
—Sabemos que durante algún tiempo trabajó en una tienda de animales. ¿No era un trabajo un poco por debajo de sus posibilidades?
—¿Por qué? Si no acabó Veterinaria.
—Y tú, ¿de qué vivías?
—Trabajaba en el negocio de maderas de mi padre. Está todo en el informe, ya lo sabéis.
—Lo heredaste en 1995 y poco después ardió en un incendio. Y después te quedaste en el paro, ¿verdad?
Por lo visto, también sabía hacerse el ofendido. Como siempre decía su viejo excolega Kurt Jensen, que ahora se dedicaba a holgazanear en el Parlamento, aunque el chorizo se vista de seda…
—Qué estupidez —protestó Thøgersen—. Jamás me acusaron de aquel incendio. ¿Qué sacaba yo con eso? El negocio de mi padre no estaba asegurado.
No, pensó Carl. Debería haberlo investigado antes.
Permaneció unos momentos en silencio con la mirada clavada en la pared. Había estado en aquel cuarto en un sinfín de ocasiones. Aquellas paredes habían oído toneladas de mentiras, montones de embustes y explicaciones en los que nadie creía.
—¿Qué tal se llevaba Kimmie con sus padres? —preguntó—. ¿Lo sabes?
Bjarne Thøgersen se desperezó. Ya estaba más tranquilo. Entraban en la zona de cháchara intrascendente. El centro de atención ya no era él y eso le gustaba. Se sentía seguro.
—De pena —contestó—. Sus viejos eran unos gilipollas. Creo que el padre nunca estaba en casa y la guarra con la que estaba casado era un asco.
—¿A qué te refieres exactamente?
—Ya sabes, de esas que solo piensan en el dinero. Una cazadotes.
Paladeó la palabra. No era algo que soliera decirse en su círculo.
—¿Discutían?
—Sí, Kimmie me contaba que discutían como bestias.
—¿Y qué estaba haciendo ella mientras tú matabas a los chicos?
Aquel repentino salto atrás en el tiempo hizo que la mirada de Bjarne Thøgersen se congelara en el cuello de la camisa de Carl. De haber llevado electrodos, todos los sensores se habrían disparado.
Por un instante guardó silencio y pareció poco dispuesto a hablar. Después dijo:
—Estaba con los demás en la casa de campo del padre de Torsten. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿No te notaron nada raro cuando volviste? Supongo que tendrías bastante sangre en la ropa.
Se arrepintió de lo que acababa de decir, no tenía intención de mostrarse tan concreto. Ahora el interrogatorio entraría en una fase de punto muerto. Thøgersen contestaría que les había contado que había intentado salvar a un perro atropellado. Lo ponía en el informe, mierda.