—El problema —dijo un día el conservador de relojes, murmurando entre dientes— es el escape.
—¿Qué es el escape?
El conservador me miró con sorpresa. Quizás ni era consciente de que yo continuaba allí, después de acompañarlo por el corredor y abrirle la puerta de la Sala de Relojes. Sentí que mi pregunta era inoportuna, como si un intruso entrase de repente en un quirófano e interpelase al doctor que manejaba el bisturí: «A ver, dígame en treinta segundos, ¿qué es la vida?».
—El escape —dijo de modo nada solemne para semejante revelación— es lo que va entre el tic y el tac.
El jefe de Protocolo, el señor Silvari, estaba siempre a punto. Cumplía su cometido en pompas con eficacia puntual y a la vez con el despliegue campanudo de un carillón. En aquel tiempo, ninguna nube se detenía en su ventana. Era un hombre que coleccionaba chistes de la misma manera que otros, como yo, amontonaban penas. Era capaz de hacer reír a la armadura medieval expuesta en el rellano de la Escalera de Honor.
Dejó a toda la comitiva real estupefacta cuando le contó al monarca, recién coronado y todavía indeciso entre instaurar la democracia o prolongar la dictadura, el chiste del australiano que quería comprar un boomerang nuevo pero no era capaz de deshacerse del viejo.
También a mí me hizo reír después de mucho tiempo. Y creo que yo era un hueso más duro de roer que un monarca o la armadura medieval.
Un hombre entra en su casa y sorprende en la cama a su mujer con un desconocido. «¿Qué horas son estas de llegar?», se adelanta a preguntar la esposa con tono severo. «Pero…, pero ¿qué hace ese hombre en mi cama?», pregunta a su vez el marido. «¡No cambies de conversación!», le riñe la mujer.
Me sorprendí a mí mismo riendo como un bobo. Había perdido la costumbre y me dolían las oxidadas mandíbulas.
—Hay otro de cornudos que no está mal —dijo él, satisfecho de su poder como un mago triunfante delante de un crío taciturno—. Trata de un coronel de Infantería —y me guiñó el ojo, como quien comparte un episodio que se aproxima a la verdad—. Nuestro hombre sospecha que su mujer tiene amores con otro. Entonces, sitúa un centinela de paisano cerca del domicilio. El espía se presenta al poco tiempo en el cuartel confirmando las sospechas: «Mi coronel, le ha sido franqueada la puerta de su casa a un elemento que responde a la descripción». Muy ofendido y enfurecido, el oficial sale en dirección de su casa, escoltado por un grupo de soldados. Era cierto. Su querida y hermosa mujer yace con un tipo bohemio, músico, por más señas. El coronel trata de desenvainar el sable, pero se lo impide el nerviosismo, por más que tira de la empuñadura. Intenta entonces disparar la pistola. También falla. El arma se atasca. El deshonrado, ante tanto infortunio, ya no es capaz de articular palabra. Y es en ese momento cuando se oye la voz, en animoso clarín, del soldado apostado a la puerta: «¡Con los cuernos, mi coronel! ¡Con los cuernos!».
No. No había nubes en su horizonte. Y, no obstante. No obstante, había algo en Silvari que siempre lo distinguió de los cerberos más fanáticos, incluso en sus años de inquebrantable adhesión al franquismo. Algo que se quebraba en él, como un hueso de cuco en el interior de un reloj, cuando hacía aparición la brutalidad. En una ocasión, muy dolido por una orden injusta de la que después hablaré, Silvari venció la natural prudencia y le dijo al teniente de alcalde de quien había partido: «La bestia que todos llevamos dentro, usted la lleva por fuera».
—¡No me venga con indirectas, Silvari! ¡Y cumpla la orden!
También él fue entonces a visitar a Simone Nafleux.
Cuando llegó, yo ya estaba allí, en el Salón Dorado, con el desnudo, electrizado dentro del oscuro uniforme. Al lado del cuadro, como única información, un pequeño letrero: «Germán Taibo, 1918». Había sido el propio Silvari quien me contó, otro día que compartimos la hechizada contemplación, la historia del desnudo más hermoso de la pintura gallega de todos los tiempos.
Germán Taibo nació en A Coruña en 1889. La familia emigró a Buenos Aires, cuando él tenía dos o tres años de edad. Ya desde muy joven demostró tener un don muy especial para el dibujo y la pintura. Y una dama francesa muy adinerada, convencida de haber descubierto a un genio, le pagó el viaje, la estancia y los estudios de formación en París. Aprovechó muy bien el tiempo. Aprendió de los grandes maestros de la época, y sobre todo conoció a Simone Nafleux. Mientras la pintaba, se enamoró de aquella joven que se ganaba la vida como modelo. Justo después de hacer este desnudo, en 1918, viajaron a A Coruña, huyendo de una terrible epidemia de gripe. Allí se habían vuelto a establecer sus padres. Le dio tiempo a pintar tres paisajes con árboles de su tierra natal, entre ellos, el castañar de Castro de Elviña, del que hoy sólo queda en pie un castaño. Pensando que el mal estaba conjurado, volvieron a París. Germán Taibo se puso a pintar
El leñador y la muerte.
Al terminarlo, falleció.
—¿Por qué está ella aquí? —le había preguntado yo.
—Fue el padre —me explicó Silvari—. El padre del pintor viajó a París y regresó a A Coruña con lo que más había amado su hijo. Con Simone Nafleux.
Recuerdo que en aquel momento había pensado que era un milagro que ella continuara allí. Que sobreviviera a los dictados y censuras. Todavía hacía poco tiempo que la policía había retirado una pequeña reproducción de
La maja desnuda
de Goya de una librería, por considerarla un atentado a la moral. Estaba vigente una circular gubernativa sobre las medidas mínimas del traje de baño en las playas y la obligación de vestir albornoz, y jamás tumbarse, fuera del agua. Y, sin embargo, ella seguía allí, tal vez invisible por su cegadora desnudez.
—¡Vea usted! Hay una orden de retirar el cuadro —dijo en esta ocasión Silvari, entre el pesar y la indignación.
—¿Por qué ahora? —pregunté.
—Porque va a venir de visita el nuevo arzobispo de Santiago.
La miramos con demora. Más que un desnudo era un manantial de luz. Podías sentir el germinar vegetal en la cueva de los ojos.
—¡Entre el tic y el tac! —pensé en voz alta.
Pero Silvari no estaba para melancolías sino furioso.
—¡Vamos a joderlos! ¡Ella no se va de aquí!
El jefe de Protocolo tenía una expresión desconocida para mí. Vi en sus ojos un eléctrico arrebato de rebeldía. Lo que había a mi lado era un hombre valiente que transmitía confianza.
—Si la dejamos ir, quizás no la volveremos a ver nunca.
—¿Y qué podemos hacer nosotros, señor Silvari?
Nos llevó mucho trabajo. Toda aquella tarde, en la víspera de la magna recepción, y con la excusa de ultimar los preparativos, estuvimos en el Palacio Municipal con la única compañía de los operarios. Silvari le había dicho al concejal que guardaríamos provisionalmente el cuadro en un sótano, entre mazos de los viejos boletines de la provincia, mientras no se decidiese el nuevo destino. Pero lo que hicimos fue colocar una fina rejilla de madera que cubrió la pared. Y el cuadro. Después, el señor Silvari llamó a una floristería e hizo un pedido de urgencia. Muchas camelias, todas las camelias blancas y rojas que pudiesen traer. Con ellas recubrimos el enrejado hasta componer una espléndida alfombra natural que ocultaba totalmente a la mujer desnuda.
—¿Y después? ¿Qué pasará después? —pregunté con mi otro ser miedoso.
—¿Después? ¡Después, ya veremos! —respondió Silvari, frotándose las manos y valorando la obra muy satisfecho.
El de la gran recepción fue un día que amaneció gris y se encaminó hacia peor, con una lluvia sucia, como caída de una sentina, que desadornaba la plaza.
—El tiempo no acompaña —comentó el alcalde a Silvari, en la espera del eminente invitado, y a mí me pareció que soltaba un profético aviso.
Cuando por fin llegó la comitiva motorizada, Silvari se apresuró con un paraguas y abrió la puerta del automóvil para que descendiese el arzobispo. Se produjo entonces un extraño incidente. La orquesta municipal, situada en los soportales, que tenía que interpretar, según lo previsto, una pieza de música sacra, se lanzó a tocar un pasodoble. El arzobispo saludó a las autoridades y luego hizo un gesto de brindis con la mano hacia los pocos curiosos que resistían en la inclemencia de la plaza.
—¡Sí, señor, como un torero! —comentó al desconcertado alcalde. Él parecía divertido, pero la primera autoridad municipal echaba fuego por los ojos y yo empecé a notar el inequívoco olor que desprende el churrasco de subalterno.
Después, todo fue bien. Pero cuando el arzobispo, autoridades y las fuerzas vivas locales entraron en el Salón Dorado, mi corazón latía como un reloj enloquecido. Sin escape. En la recepción, mientras se esperaba por el vino de honor, busqué a Silvari con la mirada. Estaba, contra su ser natural, muy serio y pálido, aparentando que escuchaba a un animado interlocutor, pero los ojos oscilaban vigilantes. Supe que esperaba, como yo, la llegada inevitable de la fatalidad. Y ésta se presentó vestida de camarero. Nada más entrar él, el camarero, en la sala, pude ver en su bandeja nuestras dos cabezas. Una corriente de aire cerró de golpe la puerta con tal fuerza que el temblor desmoronó la gran alfombra florida.
Allí estaba, en el centro de la pared, desnuda y espléndida como una diosa de carne y hueso, Simone Nafleux.
Debería decir que se hizo el silencio más absoluto. Pero yo escuchaba, con un estruendo nunca antes oído, todas las maquinarias de la Sala de Relojes.
El arzobispo se volvió hacia la mujer desnuda. Algo de púrpura le pasó a las mejillas. Al parecer, había nacido en la cuna del vino del país, por la ribera del Miño. Sus facciones, todo su cuerpo, eran de una cierta e inconfundible arquitectura campesina, al contrario de la siniestra flaccidez de su sardónico predecesor. Dio unos pasos adelante, como si fuese a certificar la autenticidad de un milagro. Después, se quedó quieto, hechizado. Yo sabía lo que él sentía. La inmensidad de aquel momento. Y entonces se dirigió al alcalde con los brazos abiertos en interrogación.
—Pero ¿por qué tenían tapada esta gracia de Dios?
En versión de Silvari, quizás más sutil, aquel generoso pastor habló de la «sombra de Dios», que, por lo visto, es el verdadero nombre de la luz.
Había soñado muchas veces con esta entrada, incluso la había estudiado con detalle en la Escuela de Náutica, pero era la primera vez que llegaba a Nueva York. Amanecía. El sol entraba con nosotros, a popa, en el ángulo de estribor. Semejaba que lo remolcábamos, que tirábamos de aquel precioso pecio con una malla de oro y cabos de alpaca. Entrábamos lentamente, casi al ralentí, y en proporción inversa al latido del corazón. Allí estaba, desperezándose a babor, ¡era ella!, la Estatua de la Libertad. Lence, uno de los marineros, comentó en voz alta: «¡Pues sí que tiene buenas tetas!».
Recuerdo muy bien aquel día. Era el 24 de febrero de 1981. Atracamos en uno de los viejos muelles de Brooklyn. El sol se había soltado del amarre, centelleando sobre Manhattan, se había ido en busca de las hojas de vidrio de las altas torres, haciéndolas crecer todavía más. De otra manera, descendiendo en perfectas diagonales de sombra, también alargaba sobre el ras el frío vacío, arqueológico, de los gigantescos galpones portuarios. El práctico me explicó que aquellos pabellones habían sido almacenes de avituallamiento en la Segunda Guerra Mundial. Ahora eran agujeros negros en la constelación de la ciudad, que engullían y expelían ratas del tamaño de liebres.
Afuera todo parecía grande. Los ojos tenían que acostumbrarse a una nueva medición de la realidad, multiplicada la escala en la poderosa urbe. Había menguado el barco, que en una travesía es el centro del universo, y también nosotros nos habíamos achicado.
El propio práctico era de una corpulencia extrema, y por lo tanto, un hombre amistoso y hospitalario. Tenía, además, algo importante que contarnos. Desplegó ante mí un ejemplar del periódico
The New York Times.
En un gesto innecesario, me señaló la foto con el dedo. Yo ya me había fijado en ella, atraído el ojo por el imán fatal de nuestra historia. Un hombre uniformado, con mostacho y con tricornio, me miraba con fiereza y odio y me apuntaba con su pistola.
El periódico informaba de un golpe de Estado militar en España. Todavía no estaba claro si había triunfado o no. Leí el pie de foto. El personaje del mostacho, tricornio y pistola se llamaba Antonio Tejero, era teniente coronel, y comandaba las fuerzas que ocupaban el Congreso en Madrid y tenían secuestrados al presidente, al Gobierno y a los diputados.
El práctico, con calmosa curiosidad, esperaba que leyésemos toda la información. Pero no nos hacía falta. Era difícil explicarle que con la foto teníamos suficiente como para comprender la gravedad de lo que estaba pasando. Aquel rostro, aquella mirada, aquel arma, activaban una información que ya estaba impresa en nuestros genes.
—
Franco comes back!
—exclamó el práctico, como quien enuncia el título de una película.
—
Yes. Again and again.
—Hay que llamar allá —dijo Muñiz, de Caramiñal—. Si éstos vuelven, yo pido asilo. Me quedo aquí. ¡Que les den mucho por el culo!
El práctico parecía interesado por nuestra reacción. Pero yo no estaba allí. Yo salía de la Escuela de Náutica, en A Coruña. Íbamos en pequeños grupos, procurando no llamar la atención. Era el 11 de marzo de 1972. El día anterior, la policía franquista había abierto fuego contra una manifestación obrera en Ferrol. En el suelo quedaron muertos dos trabajadores del astillero Bazán, Daniel Niebla y Amador Rey. Los heridos de bala se contaban por decenas. Nos llegaron noticias de salvajes tormentos a algunos detenidos. Ferrol estaba muy cerca, y mucho más para nosotros, que ya medíamos interiormente las distancias por carta marina. Como quien dice, casi se podía sentir el eco de los disparos rebotando en el mar. Mientras caminábamos silenciosos, masticando el asco y la rabia, mirábamos extrañados cómo proseguía la rutina diaria en nuestra ciudad. En la Escuela de Náutica había un sentimiento muy extendido de oposición a la dictadura y hervían los sueños utópicos. ¿Por qué había anidado allí, precisamente allí, tanta inquietud si, más pronto que tarde, nuestro hogar sería el mar? Pronto le diríamos adiós a la tierra. Seríamos del partido de Ulises. Quizás era eso. Quizás la saudade se adelantaba al futuro. ¿Cómo marchar sin una Ítaca a la que querer volver?