Teníamos una urgencia. Eso era lo que nos hacía distintos. El enfrentamiento con la dictadura iba más allá de la política. Era una cuestión personal. Un día, en el encerado de clase, alguien había escrito con tiza, en el código internacional, la palabra libertad.
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Permaneció allí mucho tiempo sin que nadie la borrase.
Para la gente de mar es pecado desoír una llamada de auxilio.
Por eso sé que este rostro me mira, amenazante, con espuma de odio en el blanco de los ojos. Como aquel otro hombre de loden, de abrigo verde, en la esquina de la calle Rubine con la plaza de Pontevedra el 11 de marzo de 1972.
Los grupos habían ido convergiendo en la plaza y, a una contraseña, cortamos el tráfico y comenzamos a gritar.
¡Abajo la dictadura!
Otra vez.
¡Abajo la dictadura!
Ahora.
¡Libertad, libertad, libertad!
En la esquina, en la acera, el hombre del abrigo verde me mira fijamente. Ojos y boca espumean odio. Agita el paraguas.
—¡Viva Franco! ¡A estudiar, a gritar al mar, cabrones! ¡Viva el Caudillo!
¿Y el resto? ¿Toda esa multitud de la acera? Silencio. También nos miran duramente. Silencio. ¿Y la chica que sostiene un ramo de dalias blancas? Ella también nos mira con desconfianza. Quizás tiene miedo de que pisoteemos sus dalias blancas. Quizás no nos entiende.
¡Escucha! Posición:
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¿Recibido mensaje? Cambio.
Repito posición:
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Después de la retirada, cuando se acercaron las sirenas policiales, algunos procuramos refugio en un bar del Orzán. A esas horas, la carraca de la televisión golpea la sien. De repente, en la película, pero retumbando en aquel bar de bebedores solitarios, con olor a antigüedad desinfectada: «¡No disparen! ¡Fuimos nosotros quienes enviamos el mensaje en la botella! ¡No disparen!».
En el muelle de Brooklyn, el práctico está interesado en nuestras sensaciones.
—El sentido de la vergüenza.
No. Vergüenza no es la palabra más exacta.
—El miedo.
¿Miedo? Sí, eso es, miedo. Sí, estoy lejos, a salvo, pero la sensación es miedo. Miedo en cada neurona, en cada célula del cuerpo.
Me va a blanquear de repente todo el pelo. Temo que el práctico se dé cuenta y anuncie impresionado el espectáculo por la bocina: «¡Miren, observen! ¡Su cabellera se está volviendo blanca!».
No estoy aquí. Soy el tío Eduardo.
Muchos años huido. Como un topo. Se acostumbró a la oscuridad, a la noche permanente en el desván. Su último refugio era un entablado bajo la cubierta del tejado. Lo que él llamaba un nicho en el cielo. Durante un registro, uno de los guardias golpeó allí con la culata del mosquetón. Cuando se fueron, Eduardo salió del escondite y tenía el cabello completamente blanco. ¿Cómo se puede blanquear el pelo en unos minutos? ¿Qué anilina corre por la sangre cuando el miedo es tan atroz?
Cuando recuperó la normalidad, intentó asomarse a la vida, pero entonces le pusieron fama de lunático. No conseguía acostumbrarse a la luz del día. Se sentaba siempre en la penumbra, tan pálido, los ojos claros velados por una especie de gasa, con aquella aura del cabello albo, que semejaba un espectro, pero permanecía alerta y captaba los ultrasonidos, ruidos imperceptibles para nosotros, como el radar de un murciélago.
No está loco. No es cierto. Todo lo que dice es muy sensato. Y conserva el mejor sentido del humor, el de los cascarrabias, el de los viejos socarrones. Pero su fama de paranoico le viene por esa manía en asegurar que el dictador no ha muerto. Que es todo una trampa. No se trata en él de una ironía. Está convencido de que el dictador vive en alguna parte, quizás oculto en un hermoso pazo con camelias Lazo Negro y Vestido de Satán, y que bajo la losa del Valle de los Caídos está el último miembro de su guardia mora. Respira, toma chocolate, ve películas de Walt Disney, y, sobre todo, hace listas negras. Deja que media España se confíe para volver a aplastarla.
—¡Pero, tío! Se aprobó una constitución, hubo una amnistía, hay un rey que es un figura, el que gobierna es Suárez, elegido por el pueblo…
—¡Ajá! ¿Y quién es ese rey? ¿Y quién es Suárez?
—Franco murió, tío. Hace ya años. Comido por los gusanos. ¡Dale al interruptor de la cabeza! ¡Enciende la luz! Murió, la espichó, la palmó. Como tododiós. ¡Echa fuera ese maleficio! En el único lugar donde está vivo es dentro de ti. Se está alimentando con la caña de tus huesos.
Ladea la cabeza. Niega y niega.
—¡Ilusos! Sois todos unos pardillos. Os van a coger en las nubes. ¡Cazar como conejos!
Por fin vuelve Muñiz. Ha estado hablando por teléfono con España. Pletórico. Me da un abrazo.
—¡Esta vez no pasaron! El golpe fracasó. Por poco, pero fracasó. El Rey no se apuntó y les jodió la jugada.
El práctico nos da la mano y la enhorabuena. Se despide satisfecho. Hoy tendrá algo que contar a su mujer.
—Se olvida su periódico.
—Para usted. ¡Un souvenir de Nueva York!
Le echo la última mirada a la foto del espadón. Doblo el periódico como quien archiva una pesadilla.
—¡Jódete, cabrón!
También yo debería llamar a casa. Hablar con el tío Eduardo. Decirle: «¿Qué? ¿Echaste fuera ese demonio?».
Necesitamos un alivio. Fueron muchos días sin tocar puerto, y los hombres piden un respiro. El empleado de la agencia naviera recomienda que vayamos todos juntos. Nueva York no es el mejor lugar para que una tripulación se disperse por ahí. Así que llama a una camioneta y nos lleva a un local con mujeres en Atlantic Avenue. Se llama The Big Country.
—
Count, Kunt! —
bromea el chófer.
—¿Y éste por qué se ríe? —pregunta Inda, el cocinero.
—
Kunt
es coño.
—¡Eso ya lo sé! ¡Está en el
Hamlet
!
The Big Country tenía una larga barra que se perdía en un fondo oscuro. La mayoría de las chicas eran sudamericanas y se armó pronto entre ellas y nosotros un ambiente de mucha folía, picardías y piropos que se entrelazaban en espirales de humo, en una creciente nebulosa que para nosotros tenía la forma de un sembrado de estrellas.
De repente, un zurriagazo desde el fondo. Y a continuación, el trueno de un vozarrón.
—¡Españoles!
No sé el porqué, pero sentí un escalofrío. Todas las chicas se habían callado y apagaron la sonrisa. Alguien tenía que acudir a aquel oráculo oscuro. Así que atravesé la línea de sombra. Un hombre muy grueso, con arrobas de grasa en el vientre, sentado entre cojines en una gran silla de mimbre. Era viejo, seguramente muy viejo, pero con la cara fofa y lampiña de un niño tragón de golosinas. Y de esa naturaleza eran sus manos, con los dedos hinchados. Acariciaba una fusta.
—¿Sois españoles, chico?
Su acento era cubano.
—Afirmativo.
—¿De qué parte de España sois, chico?
—La mayoría de Galicia, señor.
—¡Gallegos, gallegos! Yo también soy gallego. He dado unos cuantos tumbos por ahí delante, pero soy gallego. De cerca de Meirás. Donde veranea Franco, ¿tú sabes, chico?
—Franco murió hace años, señor.
Y añadí con vehemencia:
—¡Gracias a Dios!
Él golpeaba con la fusta en la palma de la mano izquierda. De una manera pausada, metódica, como la cuenta atrás de un reloj brutal.
—Así que tú eres de los que cree que Franco está muerto, ¿eh, muchacho?
Y luego soltó una carcajada que hizo temblar sus carnes fofas. Me marché sin despedirme. Eché a andar. La luz ya me había abandonado del todo cuando atravesé el inmenso descampado que me separaba del muelle. Los sin techo prendían hogueras en bidones metálicos para resistir en el ring de la noche. Con alegría, distinguí por fin la arquitectura más familiar, el escorzo de nuestro barco. Veterano, herrumbroso, con cicatrices en proa, como el morro de un boxeador. Apuré el paso. Él era mi Ítaca. Mi verdadero país.
¿Qué le dices? ¿Qué le dices a un chico cuando él se te arrima mucho?
Le digo que no se arrime tanto.
Pero, si él te gusta, ¿verdad?, dejas que se arrime algo.
Algo. Algo, sí.
¿Cómo de algo? ¿Mucho?
¡No, mucho no!
Y en ese algo que tú dejas que se arrime…
¡No, si yo no lo dejo!
Has dicho que algo sí.
Un poco. Sólo un poquito.
En la confesión no se miente. Recuerda que estás hablando con Dios. ¡Cuéntale a Dios la verdad! Después te sentirás mejor, más limpia. ¡Ya verás! Dime, dime una cosa: En ese poco, ¿tú notas su cuerpo?
¿Su cuerpo? ¡No, su cuerpo no!
¿No sientes sus brazos?
Sí, sus brazos sí.
¿Sus hombros?
También.
¿Sus piernas?
A veces.
Cuando es muy lenta la música, ¿no sientes su rodilla abrirse camino entre tus piernas?
Yo no dejo que abra mucho camino.
Pero ¿cuánto dejas?
Un poquito, ya le dije.
¿Y las manos? ¿Dónde pone él las manos?
Es un baile de pareja.
¿Dónde las pone?
En la cintura.
En la cintura, ¿dónde?
¿Dónde va a ser? En el talle, en la cintura.
Ya. Pero ¿más arriba o más abajo?
Por el medio.
¿Y no baja? ¿No baja a veces la mano?
A veces, la baja. A veces, la sube.
¿Y tú lo dejas subir y bajar?
Un poco. Para cambiar de postura. Pero sin pasarse.
¿Qué haces si se pasa?
Ponerle el freno.
¿Cómo lo frenas?
¡Me pongo tiesa!
Pero, si él insiste, y si él te gusta mucho, mucho, ¿no te rindes? ¿No cedes?
¡No, padre! Tengo la tentación, pero me aguanto.
¿No te dejas ir aunque sólo sea un momentito?
Puede ser. Un momentito, sí.
¿Y qué notas en ese instante?
Su corazón.
¿Seguro que no notas nada más?
No. Sólo su corazón.
¿Cómo hace el corazón?
¡Retumba!
¿Retumba?
Sí, retumba.
Dime una última cosa. Si cuando lo frenas, él sigue adelante, ¿entiendes?, él persevera, ¿tú qué haces?
Le digo que no me trepe.
¿Qué es lo que le dices, muchacha?
¡No me trepes!
Repítelo, repítelo, por favor.
No me trepes.
Se había entretenido en la casa de las costureras. Se rieron con ganas, hasta llorar de risa, cuando ella les fue desvelando la confesión.
COSTURERA 1: ¡Pobre! ¡Se enamoró de ti, Marisa!
COSTURERA 2: ¿Enamorarse? Ese cura nuevo es un vicioso, ¡te lo digo yo!
COSTURERA 1: Lo que pasa es que se aburre con las papa-hostias. Cuando pilla a alguna moza, no quiere soltarla.
COSTURERA 2: Y tú, ¿por qué no le paraste los pies?
Lo pensé al principio, dijo Marisa. Pero después… No sé. Fue como ponerse a jugar con él a las palabras.
Al poco de marchar, se le echó la noche encima. Recordó la vieja adivinanza: ¿Qué cosa es que cuanto más grande menos se ve? ¡Soy yo!, le respondió la oscuridad con su gran boca desdentada. De todas formas, no había pérdida. Era el propio camino, en su hondura, quien la conducía, guiados los pies por las roderas de los carros. Ella no era miedosa. Al contrario, sentía en la noche, como en la soledad, un cierto amparo. Fue el silencio, un espeso silencio, lo que la alertó. En alguna vigilia de la infancia, para andar por el sobrado de la casa y no ser oída, evitar el gemido delator de la madera del suelo, ella contenía la respiración y pisaba levitando con los calcetines de lana. De esa naturaleza era la presencia que notó al acecho, caminando a la par, tras la cornisa de matorral, en lo alto del talud. Un pisar sin pisar en el suelo acolchado de hojarasca. Se apoderó de ella un desfallecimiento. El cuerpo no respondía a las órdenes de la cabeza. Cuanto más quería apurar el paso, más se le resistían las piernas, rígidas y flojas al tiempo. Intentó rezar un padrenuestro para librarse de aquella cuerda invisible, pero la corriente que le tullía el cuerpo también le cortaba el habla.
Hacía mucho tiempo que por allí no se tenían noticias del lobo. A veces aparecía algún mostrenco muerto y despedazado, a medio roer. Pero había quien decía que aquel estrago, por la forma de las dentelladas, no era de lobo sino de perros abandonados por los cazadores y gentes de la ciudad que habían mudado su carácter esclavo y ahora atacaban en salvaje manada. Su padre sí que había tratado al lobo de frente. Por eso había entrado en su mundo no como una leyenda de tiempos remotos sino como una herencia que todavía aullaba por las devesas de la memoria. Pero el miedo, el verdadero miedo, le había contado el padre, no lo mete la visión del lobo. El miedo se va cuando lo tienes de frente. El miedo de verdad, lo que estremece, es el aire del lobo.
No tenía un palo a mano ni voluntad para buscarlo. No llevaba mechero, ni cerillas, ni ninguna cosa de meter ruido. Le daba vértigo sólo pensar en agacharse para coger una piedra. Ésa es la parálisis del miedo. El miedo que mete miedo. Pensar que cualquier movimiento, de huida o de defensa, va a ser interpretado en tu contra. El fluido de la voz, la única arma de confianza, se detenía en la represa de la garganta, daba la vuelta y hacía runrún en las tripas, como si las palabras engordasen de angustia. La voz, pensándolo bien, tiene efectos maravillosos. A ella le había prestado muy buenos servicios. Era de pocos caprichos, muy humilde en sus deseos, pero de dar el paso de expresarlos casi siempre se le cumplían. Cuando pasaba una estrella fugaz, que eran almas en camino por el cielo, había que decirle: Dios te guíe. Y a continuación, pedir un deseo. Pedirlo en secreto y guardarlo para sí. Su hermana pequeña, que era muy soñadora y alegre como una pandereta, contó un día en casa que había viso una fugaz desde la galería, antes de acostarse, y no hizo falta indagar por el anhelo. Ella misma se apresuró a desvelarlo: Pedí marcharme de artista con el Teatro Chino de Manolita Chen. Estaban cenando y todo el mundo se quedó en silencio, cabizbajo, mirando el fondo de la taza de caldo, como si intentasen encontrar la estela de una estrella caída al mar.