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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (35 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—No está en casa —le dijo, guardándose en el bolsillo los billetes—. Hace días que no está.

Harry subió en ascensor: le dolían las espinillas y la espalda. Quería dormir; un bourbon y luego dormir. Tal vez como había previsto el portero, en el apartamento no le contestó nadie, pero siguió llamando a la puerta y gritando el nombre de la chica.

—¿Señorita Berstein? ¿Está usted ahí?

En el interior no había señales de vida, al menos no las hubo hasta que dijo:

—Quiero hablarle de Swann.

Oyó que alguien respiraba cerca de la puerta.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó—. Por favor, conteste. No tiene nada que temer.

Al cabo de varios segundos, una voz amodorrada y melancólica murmuró:

—Swann ha muerto.

Al menos ella no, pensó Harry. Fueran cuales fuesen las fuerzas que se habían llevado a Valentín, aún no habían llegado a ese rincón de Manhattan.

—¿Puedo hablar con usted? —le pidió. —No —repuso ella.

Su voz era como la llama de una vela a punto de apagarse. —Sólo unas preguntas, Barbara.

—Estoy en la panza del tigre —respondió lentamente—, y no quiere que lo deje pasar.

Tal vez habían llegado antes que él.

—¿No puede acercarse a la puerta? —intentó persuadirla—. No está muy lejos…

—Pero me ha tragado —insistió la muchacha.

—Inténtelo, Barbara. Al tigre no le importará. Venga hasta la puerta.

Del otro lado le llegó un silencio, y luego el sonido del arrastrarse de unos pies. ¿Estaría haciendo lo que le había pedido? Eso parecía. Oyó cómo maniobraba torpemente con el cerrojo.

—Eso es —la animó—. ¿Puede abrir? Intente hacerlo.

En el último momento pensó: ¿y si dijo la verdad y hubiera un tigre ahí dentro? Era demasiado tarde para retirarse; la puerta se abrió. En el vestíbulo no había ningún animal. Sólo una mujer, y olor a suciedad.

Se veía claramente que no se había lavado ni cambiado de ropa desde que huyera del teatro. El vestido de noche que llevaba estaba sucio y roto; tenía la piel gris de mugre. Entró en el apartamento. Ella se alejó de él adentrándose en el vestíbulo, desesperada por evitar que la tocase.

—Tranquilícese —le dijo—, no hay ningún tigre aquí.

Sus enormes ojos parecían casi vacíos; la presencia que moraba allí estaba perdida para la cordura.

—Sí lo hay —le dijo—, yo estoy dentro del tigre. Estoy dentro de él para siempre.

Como carecía del tiempo y la habilidad necesarios para disuadirla de su locura, decidió que lo mejor era seguirle la corriente.

—¿Cómo entró usted allí, dentro del tigre? —le preguntó—. ¿Ocurrió cuando estaba con Swann?

Asintió.

—Se acuerda de eso, ¿verdad?

—Claro que sí.

—¿Qué es lo que recuerda?

—Había una espada; cayó. Él estaba levantando… Se interrumpió y frunció el ceño. —¿Levantando qué? De repente, pareció más distraída que nunca.

— ¿Cómo puede oírme si estoy dentro del tigre? ¿Está usted también dentro del tigre?

—Quizá sí —repuso, rehusando analizar la metáfora con excesiva minuciosidad.

—¿Sabe? Estamos aquí para siempre —le informó—. Nunca nos dejarán salir.

—¿Quién se lo ha dicho?

No contestó, sino que se limitó a inclinar un poco la cabeza.

—¿Lo oye?

—¿Oír qué?

La muchacha dio otro paso para adentrarse más en el vestíbulo. Harry escuchó, pero no logró oír nada. La creciente agitación reflejada en el rostro de Barbara fue suficiente para que volviera a la puerta principal y la abriera. El ascensor estaba en marcha. Logró oír su suave murmullo a través del rellano. Y lo que era peor: las luces del vestíbulo y la escalera empezaban a fallar; las bombillas perdían potencia a medida que el ascensor subía.

Volvió a entrar en el apartamento y aferró a Barbara por la muñeca. Ella no protestó. Sus ojos estaban fijos en el umbral de la puerta, a través del cual ella parecía saber que le llegaría el juicio final.

—Iremos por la escalera —le dijo, y la condujo hasta el rellano.

Las luces estaban a punto de apagarse. Echó un vistazo a los números de los pisos que se iban marcando en el indicador, encima de las puertas del ascensor. ¿Era el último piso o todavía quedaba otro más arriba? No lo recordaba ni tuvo tiempo de pensarlo, porque las luces fallaron por completo.

Se tambaleó en el desconocido territorio del rellano arrastrando a la muchacha, con la esperanza de que Dios le permitiera encontrar la escalera antes de que el ascensor llegara a ese piso. Barbara se hacía la remolona, pero él la apremió a que apurara el paso. En el instante en que su pie tocaba el primer escalón, el ascensor concluyó su ascenso.

Las puertas se abrieron con un siseo, y una fría fluorescencia bañó el rellano. No lograba ver su origen, y tampoco tenía deseos de hacerlo, pero su efecto reveló al ojo humano todas las manchas e imperfecciones, todos los signos de podredumbre y ruina que la pintura intentaba camuflar. El espectáculo distrajo la atención de Harry sólo durante un momento; después sujetó con mayor firmeza la mano de la mujer y comenzaron a bajar. Sin embargo, Barbara estaba más interesada en los acontecimientos del rellano que en huir.

Tan ocupada estaba en ello que tropezó y cayó pesadamente contra Harry. Ambos hubieran rodado escalera abajo de no haberse sujetado él del pasamanos. Enfadado, se volvió hacia ella. Desde donde estaban no se veía el rellano, pero la luz reptaba hacia ellos y bañaba la cara de Barbara. Bajo su escrutinio poco caritativo, Harry vio la podredumbre actuando en ella. Vio las caries de los dientes y la muerte en su pelo, su piel y sus uñas. Sin duda, él aparecería ante ella del mismo modo si la muchacha se hubiera fijado en él, pero continuaba mirando por encima del hombro, hacia lo alto de la escalera.

La fuente luminosa se movía. Iba acompañada de voces.

—La puerta está abierta —dijo la mujer.

— ¿A qué esperas? —repuso una voz.

Era Butterfield.

Harry contuvo el aliento y sujetó a la mujer de la muñeca al tiempo que la fuente luminosa volvía a moverse, al parecer hacia la puerta, para quedar luego parcialmente eclipsada al desaparecer en el interior del apartamento.

—Tenemos que darnos prisa —le dijo a Barbara.

Bajó con él dos o tres escalones y, sin previo aviso, le puso la mano en la cara y le arañó la mejilla. La soltó para escudarse y, en ese instante, aprovechó para soltarse y subir por la escalera.

Maldiciendo, fue tras ella, pero la anterior lentitud de Barbara había desaparecido: era asombrosamente diestra. Con los vestigios de luz provenientes del rellano la vio alcanzar los últimos peldaños y desaparecer.

—Estoy aquí —gritó mientras avanzaba.

Harry se quedó inmovilizado en la escalera, incapaz de decidir si debía irse o quedarse, incapaz de moverse. Desde lo acaecido en la calle Wyckoff, aborrecía las escaleras. La luz se avivó por un instante, proyectando sobre él las sombras del pasamanos, y luego se apagó. Se llevó la mano a la cara. Le había dejado unos verdugones, pero casi nada de sangre. ¿Qué podía esperar si acudía en su auxilio? La misma actitud. Era una causa perdida.

Abandonada ya toda esperanza de ayudarla, oyó un sonido proveniente del rincón, en lo alto de la escalera: un sonido suave que podía haber sido de unos pasos o de un suspiro. ¿Habría escapado a su influencia después de todo? ¿O quizá ni siquiera había llegado a la puerta del apartamento y, después de pensarlo mejor, había retrocedido? Mientras sopesaba las posibilidades la oyó decir:

—Ayúdame…

La voz era el fantasma de un fantasma, pero era indiscutiblemente la suya, y estaba aterrorizada.

Sacó el 38 y volvió a subir la escalera. Antes de pasar el recodo sintió un escozor en la nuca y se le erizaron todos los pelos.

Barbara estaba allí. Pero también estaba el tigre. Se encontraba en el rellano, a unos metros de Harry; Su cuerpo murmurante latía lleno de fuerza. Sus ojos parecían de metal fundido, sus fauces abiertas eran ¡creíblemente enormes. Y allí, metida ya en su vasta garganta, estaba Barbara. Sus ojos se encontraron con los de ella, a punto de desaparecer en la boca del tigre, y vio un relumbre de comprensión que fue peor que ninguna locura. La bestia movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás para acabar de tragarse a su presa. Se la había tragado entera. En el rellano no había sangre, ni tampoco en el morro del tigre; sólo el asombroso espectáculo de la cara de la muchacha que desaparecía por el túnel de la garganta del tigre.

Desde el vientre de la bestia, lanzó un último grito; cuando el animal se disponía a saltar, a Harry le pareció que sonreía. Su cara se arrugó grotescamente, los ojos se entrecerraron como los de un Buda carcajeante, los labios se echaron hacia atrás para mostrar una hilera de brillantes dientes falciformes. El grito quedó finalmente acallado por esta demostración. Y en ese mismo instante, el tigre saltó.

Harry disparó a aquella masa devoradora y, cuando el tiro tocó la carne, la mirada malvada y las fauces y todo aquel cuerpo a rayas se desovillaron en un solo instante. De pronto, había desaparecido, y en el sitio donde había estado sólo quedó una fina lluvia de confetis apastelados bajando en espiral. El disparo había llamado la atención. En uno o dos de los apartamentos se oyeron voces agitadas, y la luz que acompañara a Butterfield al salir del ascensor salió con más brillo por el umbral de la residencia Bernstein. Sintió la tentación de quedarse para ver al hacedor de luz, pero la discreción venció a su curiosidad; se dio la vuelta y comenzó a bajar los escalones de dos en dos y de tres en tres. Los confetis bajaron tras él, dando tumbos, como si gozaran de vida propia. Quizá la vida de Barbara, transformada en trocitos de papel y lanzada al aire.

Llegó al vestíbulo de entrada sin aliento. El portero estaba allí de pie, mirando hacia la escalera con ojos vacíos.

—¿Han matado a alguien? —preguntó.

—No, se la han comido —repuso Harry.

Mientras se dirigía hacia la puerta, oyó que el ascensor volvía a sisear mientras bajaba. Quizá fuera simplemente un inquilino que iba a dar un paseo antes del amanecer. O tal vez no.

El portero se quedó tal como lo había encontrado, enfurruñado y confundido; él salió a la calle y dejó de correr sólo cuando estuvo a dos manzanas del edificio de apartamentos. No se molestaron en seguirlo. Lo más probable era que no mereciese que se preocuparan por él.

¿Qué iba a hacer? Valentín estaba muerto, y Barbara Bernstein también. Sabía tanto como al inicio de aquella locura, y además había repasado la lección que le enseñaran en la calle Wyckoff: que al tratar con el Abismo era mejor no creer jamás lo que veían los ojos. En cuanto se fiaba uno de los propios sentidos, cuando se creía que un tigre era un tigre, se estaba ya medio poseído.

No era una lección complicada, pero al parecer la había olvidado, como un tonto, y había sido preciso que se produjeran dos muertes para que él volviera a aprenderla. Quizá lo más sencillo habría sido hacerse tatuar la regla en el dorso de la mano: Jamás creas lo que ven tus ojos. El principio seguía fresco en su mente mientras caminaba de regreso a su piso, cuando un hombre salió de un portal y le dijo: —Harry.

Se parecía a Valentín; un Valentín herido, un Valentín descuartizado y recompuesto por un equipo de cirujanos ciegos, pero en esencia el mismo hombre. Sin embargo, el tigre parecía un tigre, ¿o no? —Soy yo —dijo. —Oh, no —repuso Harry—. Esta vez no.

—¿De qué me habla? Soy Valentín.

—Pruébemelo.

El hombre pareció perplejo.

—No es el momento de jugar, estamos en una situación desesperada.

Harry sacó el 38 del bolsillo y apuntó a Valentín en el pecho. —Pruébemelo o disparo.

—¿Se ha vuelto loco? —Lo he visto destrozado.

—No del todo —repuso Valentín. Llevaba el brazo izquierdo cubierto por un vendaje provisional que le cubría desde la punta de los dedos hasta la mitad del bíceps —. Fue cuestión de suerte…, pero todo tiene su talón de Aquiles —dijo—. Sólo se trata de encontrar el lugar justo.

Harry lo miró lleno de curiosidad. Quería creer que se trataba de Valentín, pero resultaba demasiado increíble aceptar que la frágil figura que tenía delante hubiera podido sobrevivir a la monstruosidad que presenciara en la calle Ochenta y Tres. No, se trataba de otra ilusión. Igual que el tigre: papel y malicia.

Valentín interrumpió la sucesión de ideas de Harry.

—El filete… —dijo. — ¿El filete?

—Le gusta casi quemado —le dijo Valentín — . Y yo protesté ¿lo recuerda?

—Siga —le dijo Harry.

Claro que lo recordaba.

—Y usted dijo que no le gustaba ver sangre, aunque no fuera suya.

—Sí, es cierto —dijo Harry.

Las dudas se disiparon.

—Me pidió que le probara que soy Valentín. Es lo más que puedo hacer. —Harry estaba casi convencido—. En nombre de Dios, ¿es que tenemos que discutir el asunto aquí, en medio de la calle?

—Será mejor que entre.

El apartamento era pequeño, pero esa noche le pareció más agobiante que nunca. Valentín se sentó donde pudiera ver bien la puerta. Rehusó los licores y los primeros auxilios. Harry se sirvió un bourbon. Iba por la tercera copa cuando Valentín dijo:

—Tenemos que regresar a la casa. Harry.

—¿Cómo?

—Debemos recobrar el cuerpo de Swann antes que Butterfield.

—Yo ya hice lo que pude. Ya no es asunto mío.

—¿Y dejará a Swann en manos del Abismo? —inquirió Valentín.

—A ella no le importa. ¿Por qué habría de importarme a mí?

—¿Se refiere a Dorothea? No sabe en qué estaba metido Swann. Por eso es tan confiada. Quizá sospechara algo, pero en la medida en que se pueda carecer de culpas en todo este asunto, ella es inocente. —Hizo una pausa para acomodar el brazo herido—. Era prostituta, ¿sabe? Me imagino que no se lo dijo. Una vez Swann me dijo que se había casado con ella porque sólo las prostitutas conocen el valor del amor.

Harry pasó por alto esta aparente paradoja.

—¿Por qué se quedó con él? —inquirió—. No era lo que se dice un hombre fiel.

—Lo amaba —repuso Valentín —. Es algo que suele ocurrir.

—¿Y usted?

—Yo también lo quería, a pesar de sus estupideces. Por eso debemos ayudarlo. Si Butterfield y sus colegas ponen sus manos sobre los restos mortales de Swann, tendremos todo un infierno por pagar.

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