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Authors: Ezequiel Teodoro
Bujará (Persia). Año 999. Avicena escribe con firmeza sobre un pedazo de piel. Al acabar, levanta la barbilla y sonríe a las decenas de miles de libros que le rodean en la Gran Biblioteca. Ha terminado su obra más brillante. Y también la más peligrosa.
Madrid (España). Año 2011. El médico español Simón Salvatierra recibe una terrible noticia: su esposa ha sido secuestrada por Al-Qaeda mientras investigaba un manuscrito milenario. Tras la muerte de Bin Laden, Al-Qaeda comienza su venganza.
Una vertiginosa aventura a través de los siglos protagonizada por cruzados, masones, espías y terroristas. Y un codiciado poder que podría redimir o aniquilar a la humanidad.
Ezequiel Teodoro
El manuscrito de Avicena
ePUB v1.0
Sirhack11.05.12
Autor: Ezequiel Teodoro ©2011
Editor original: Sirhack
Editorial: Entrelineas Editores
ISBN: 9788498025170
A la memoria de mi padre.
«Aunque los caminos de la búsqueda
son nurosos,
la búsqueda es siempre la misma».
YALAL AD-DIN MUHAMMAD RUMI
2002 de la Era Cristiana... 1423 de la Hégira...
Trece muyahidines afganos escoltaban a Osama Bin Laden y Aymán AI-Zawahiri a través de un laberinto de cuevas. Se internaban en una red angosta de galerías iluminados por las antorchas que portaban dos de los muyahidines. Osama detenía al grupo de tanto en tanto. Entonces, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, se demoraba perezosante pretextando que había que comprobar si les seguían, luego ceñía contra su cuerpo el viejo
kalashnikov
que colgaba del hombro y proseguían su marcha con paso cansado.
A veces alguna bomba solitaria rompía sobre sus cabezas, y en esos montos de inquietud se replegaban sobre sí mismos atemorizados por la vibración de la tierra, alguno de ellos con un murmullo de oración en los labios y el sudor empapando las axilas.
El ejército de la Alianza del Norte los había acorralado horas antes en las montañas de Kunar en un ataque sorpresa con B-52 nortearicanos; los aviones conzaron a arrojar toneladas de proyectiles a las cinco de la madrugada y aún no les permitían un respiro.
Los ojos de Osama, de mirada autoritaria y color del desierto, se movían inquietos en todas direcciones. Aymán se fijó de repente en él. La chaqueta de camuflaje le sobraba por todas partes, sus labios habían perdido la hudad hasta no ser más que unos pliegues resecos bajo su ancha nariz, arrastraba los pies con dificultad. La admiración por él le venía de los tiempos de la lucha contra los soviéticos, de aquellas frías noches afganas, cuando ambos fumaban del narguile envueltos en mantas de pelo de callo y hablaban con pasión del único Dios verdadero y del día en el que los hombres acogerían las enseñanzas de Mahoma.
—¿Está todo preparado?
La pregunta de Osama le pilló por sorpresa.
—¿Todo?
—La operación.
Aymán reflexionó unos segundos y se detuvo sujetando del brazo a Osama.
—Hermano, todo está listo en Pakistán, pero...
—No quiero saberlo. En cuanto salgamos de aquí arregla lo que sea.
Aymán asintió. Conocía lo bastante a Osama como para saber que no valía la pena replicar.
El terreno se volvía nos irregular a dida que abandonaban el interior de la montaña. Los dos terroristas respiraban con visible esfuerzo, aún así apretaron el paso al intuir una oscuridad nos densa unos tros por delante.
—¿Cómo llegó a ti?
Aymán se detuvo en los ojos de su jefe. No era la prira vez que le hacía esa pregunta.
—Hermano, confía en mí.
Osama hizo el ademán de contener sus pasos aunque siguió caminando. Aymán sonrió. Desde la prira vez que le habló del poder no ha habido monto en que esa pregunta no rondase entre los dos; Aymán, sin embargo, mantuvo su silencio terco todo este tiempo.
—Hermano, si lo tenemos de nuestro lado los infieles no encontrarán dónde esconderse. ¿Te hace falta más?
Su jefe gruñó un no fatigado.
—Osama, tú proporcióna los recursos y yo te entregaré a Occidente.
Un móvil vibra en el asiento del copiloto de un todoterreno. Una llamada, dos llamadas, tres llamadas. Nadie contesta. El teléfono se desplaza por la vibración hasta caer bajo el asiento, la pantalla se ilumina y en el buzón de entrada se despliega un mensaje.
Ayúdame, Simón. Me han encontrado.
Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana. En el maletero de un todoterreno cuatro maletas y un bolso de viaje ocupaban todo el espacio, excepto un hueco de veinte centímetros de lado y diez de ancho estratégicamente situado entre el equipaje. La puerta del maletero permanecía levantada aunque el doctor Salvatierra continuaba en el interior de la casa. A esa hora los vecinos ya se habían consagrado a sus oficinas y sus hijos se instruían en los colegios, y únicamente pululaban por la urbanización el conserje y el jardinero. No había de qué preocuparse. El sol calentaba poco, con todo hacía semanas que Madrid abandonó un invierno de gélidas temperaturas y, desde el coche hasta la entrada de la casa, un reguero de flores a medio abrir ofrecían ya sus fragancias. El doctor tardaba en salir. En ese instante comprobaba la última habitación antes de cerrar las ventanas, bajar las persianas y conectar el sistema de vigilancia; cinco meses era mucho tiempo, no le apetecía olvidar una luz encendida o el gas abierto, tampoco deseaba mantener la más mínima duda de que todo estaba correcto.
Apagó la última luz y cerró la puerta con doble vuelta, alojó luego una cámara de video en el hueco del maletero y se puso al volante. Después de arrancar metió primera lentamente y pisó con miedo el acelerador, ¿estaba seguro de querer emprender este viaje? El todoterreno se deslizó hacia delante con fuerza, como una fiera a la que hubiera que refrenar. Lo había alquilado la tarde anterior pues su viejo
Seat León
con toda seguridad expiraría antes de divisar San Petersburgo. Cambió de marcha y jugó un poco con el acelerador para acostumbrarse al coche, por las calles de la urbanización no se veía nadie a esa hora.
El día que Silvia se marchó también era casi primavera, también circularon por las calles solitarias de la urbanización camino de la salida, y también había silencio en la despedida. Era la misma mañana aun cuando en el fondo era distinta. El doctor conducía su
Seat
aferrado al volante, Silvia, en el asiento del copiloto, se mantenía seria aunque sus ojos brillaban. Hacía tiempo que no brillaban así, el doctor lo sabía y ese mismo conocimiento lo sentía en el estómago como un cuchillo frío.
Detuvo el todoterreno en la verja metálica de la entrada. El vigilante de la puerta le saludó.
—Doctorcito, ¿a qué tan tarde? Usted no más sale siempre bien temprano en la mañana.
—Emprendo viaje, Hernando. Ya se lo notifiqué a Esteban para que gestione el mantenimiento de la casa.
—No contó nada el jefecito —le contestó el vigilante al pulsar el botón de apertura de la verja—. Que sea en buena hora, doctorcito. Y tenga cuidado con la carretera.
El doctor asintió levemente y se despidió con un gesto de la mano. Silvia también le rogó aquel día precaución al conducir desde el aeropuerto; qué ironía, ella, que siempre andaba en líos, le aconsejaba prudencia. Se miró en el retrovisor, no se había afeitado; era impropio de él. En las últimas semanas su comportamiento tampoco había sido el acostumbrado, en su casa, su enorme casa vacía, se sentía desamparado desde la partida de su esposa. Al volver del aeropuerto aquel día preparó café, se acomodó en el sofá del salón y permaneció allí quieto, sin nada que hacer, con la televisión apagada y el café sobre la mesa, primero humeando, más tarde frío. Lo recordaba vagamente, desde que Silvia se fue todo se trocó en una vaga neblina.
A aquella hora escapar de Madrid por la carretera de Burgos suponía casi un paseo. En sentido contrario centenares de coches trataban de acceder a la ciudad en una fila lenta de hormigas, en su lado la carretera aparecía casi desnuda para el todoterreno. No soportaba los atascos, en realidad no le agradaba conducir, Silvia siempre se ponía al volante en los viajes. Incluso cuando David era pequeño. ¿David? ¿Cuándo fue la última vez que se acordó de él? No quería saberlo. Detestaba pensar en su hijo, era demasiado doloroso.
Un
Renault Laguna
se aproximó a velocidad excesiva hasta el todoterreno, después, con el coche del doctor a poca distancia, redujo la marcha. En su interior cuatro personas. Detrás, dos de los ocupantes hojeaban unos folios impresos a ordenador. En una foto un hombre de pelo entrecano, ojos verdes, de unos cuarenta y tantos o quizá cincuenta años, vestido con una chaqueta beige, unos pantalones de pinza del mismo color y una camisa de cuadros en tonos azules. Salía de un supermercado sosteniendo dos bolsas de plástico y parecía despistado, como buscando algo en el suelo. Un clip sujetaba a otro de los documentos dos fotos más, ambas tomadas en las últimas dos semanas, con ropa parecida y actitud similar.
—Casi se nos pierde, ¿por qué te has parado en la gasolinera?
—Apenas nos quedaba gasoil —se excusó el conductor.
—Qué más da. Sabemos a dónde va. —El copiloto no iba a permitir discrepancias en el operativo.
El doctor echó un vistazo al reloj del salpicadero. Según su plan de viaje a esa hora ya debía haber rebasado Aranda de Duero, sin embargo el último cartel de tráfico le descubrió que aún recorrería treinta y tres kilómetros. Se sentía desconcertado. ¿En qué erraban los cálculos? No hay duda de que se distrajo en la primera parada. Tensó los músculos del pie derecho y aceleró por encima de los cien diez kilómetros, quizá aumentando la velocidad media consiguiera regresar a la tabla horaria. Delante de él la carretera se adentraba en una débil bruma a ras de suelo. Encendió los faros antiniebla, abrió la guantera y sacó un paquete de chicles; le gustaba mascar, la sensación de movimiento —aunque sólo fuera el movimiento de su mandíbula— le mantenía despierto y atento.
La intensidad de la menta en su garganta le expandió los pulmones, en la radio se oía la Sinfonía número 4 de Tchaikovsky.
Añoraba a Silvia, el contacto de su piel y sobre todo su risa, una risa pegadiza, musical, de niños en el parque. Con las primeras luces, entre las sábanas aún revueltas, recordaban los pequeños esfuerzos de David para estabilizarse sobre sus diminutas piernas, las palabras medio inventadas con que se comunicaba a veces. «Yo flopo mamá». Y reían, primero ella, con una risa que crecía, se agigantaba y enseguida descendía sin acabarse nunca, y a continuación él, arrastrado por ella hasta una carcajada profunda, grave. Otras veces se daba de bruces con una imagen de una Silvia alterada, violenta, con un punto salvaje que la hacía más deseable a sus ojos. Al discutir mantenía en tensión todos los músculos, respiraba inquieta, su pulso se desbocaba y, de repente, callaba, meditaba, se tocaba la punta de la nariz con el dedo índice y saltaba a otra cosa, como si los sentimientos despertados quedasen encerrados en un cajón con un simple chasqueo de dedos. Pero aquello, desde su asiento en el todoterreno, parecía ahora otra vida vivida en un tiempo tan lejano, tal vez incluso por otros que ya no eran ellos. ¿Por qué se empeñó en esa investigación? ¿Le era tan difícil permanecer en Madrid?