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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (37 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—¿Y esa cosa? Hábleme de ella.

—¿El Castrato? ¿Qué quiere que le cuente? Butterfield lo dejó de perro guardián, hasta que lograse encontrar a un técnico que descifrara los mecanismos de defensa de Swann. Tuvimos suerte. Necesitaba que lo ordeñasen. Y eso los vuelve inestables.

—¿Cómo es que sabe tanto de estas cosas?

—Es una larga historia —replicó Valentín—. Y no es apta para un viaje en taxi.

—Y ahora ¿qué? No podemos estar toda la noche dando vueltas en círculo.

Valentín observó el cuerpo que se encontraba sentado entre ambos, víctima de cada uno de los caprichos de la suspensión del taxi y de la mano de los pavimentadores de calles. Con suavidad, colocó las manos de Swann sobre el regazo.

—Tiene razón —le dijo—. Hemos de disponer la cremación lo antes posible.

El taxi saltó al pasar por un bache. El rostro de Valentín se endureció.

—¿Le duele algo? —inquirió Harry.

—He pasado por momentos peores.

—Podríamos regresar a mi apartamento y descansar.

—No sería muy inteligente —repuso Valentín negando con la cabeza—; sería el primer lugar adonde irían a buscarnos.

—En mi oficina, pues…

—Ése sería el segundo lugar.

—Dios santo, al taxi se le acabará la gasolina en algún momento.

En ese punto intervino el taxista.

— ¿Han hablado ustedes de cremación? —Puede ser —repuso Valentín.

—Es que mi cuñado tiene una funeraria en Queens.

— ¿Ah, sí? —dijo Harry.

—Precios muy razonables. Se lo recomiendo. No es cualquier basura.

—¿Podría ponerse en contacto con él ahora? —preguntó Valentín.

—Son las dos de la madrugada.

—Es que tenemos prisa.

El taxista ajustó el retrovisor; le estaba echando un vistazo a Swann.

—No le importa que pregunte, ¿verdad? ¿Eso de ahí atrás es un cadáver?

—Sí —repuso Harry—. Y se está impacientando.

El taxista lanzó un grito de sorpresa.

—¡Joder! —exclamó—. En ese asiento he llevado de todo. Una mujer que parió mellizos, putas que atendían a sus clientes, incluso un caimán. ¡Pero este pasajero les gana a todos! —Reflexionó durante un instante y agregó—: Ustedes lo mataron, ¿verdad?

—No —respondió Harry.

—Supongo que si se lo hubieran cargado ustedes iríamos en dirección del East River, ¿no?

—Efectivamente. Sólo queremos una cremación decente. Y rápida.

—Es comprensible.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Harry.

—Winston Jowitt. Pero todos me llaman Byron. Soy poeta, ¿sabe? Al menos los fines de semana.

—Byron.

—Cualquier otro taxista estaría espantado, ¿no? Llevar como pasajeros a dos tipos con un cadáver tiene tela. Pero tal como yo lo veo, es material.

—Para los poemas.

—Eso es —repuso Byron—. La Musa es una querida inconstante. Hay que poseerla donde se la encuentra, ¿sabe? Y hablando de eso, ¿tienen idea de adónde quieren ir?

—A su oficina —le dijo Valentín a Harry—. Desde allí podrá telefonear a su cuñado.

—Está bien —asintió Harry. Y dirigiéndose a Byron, añadió—: Vaya hacia el oeste por la Cuarenta y Cinco esquina con la Octava.

—Allá vamos —dijo Byron, y el taxi duplicó la velocidad en el espacio de diez metros—. Oigan, ¿les gustaría escuchar uno de mis poemas?

—¿Ahora? —preguntó Harry.

—Me gusta improvisar —repuso Byron—. Elija el tema. El que más le guste.

Valentín apretó contra su cuerpo el brazo herido y en voz baja sugirió:

—¿Qué le parece el fin del mundo?

— Buen tema —repuso el poeta—, deme uno o dos minutos.

—¿Tan poco? —preguntó Valentín.

Siguieron un camino indirecto para llegar a la oficina; durante el trayecto, Byron Jowitt intentó una selección de rimas para apocalipsis. Los sonámbulos poblaban la calle Cuarenta y Cinco, en busca de uno u otro cuelgue; algunos estaban sentados en los portales, otros yacían despatarrados en las aceras. Todos se limitaron a inspeccionar brevemente al taxi y a sus ocupantes. Harry abrió la puerta principal y él y Byron subieron a Swann hasta el tercer piso.

La oficina era como su segunda casa: caótica y atestada. Colocaron a Swann en la silla giratoria, detrás de las tazas manchadas y las demandas por pensiones alimenticias acumuladas sobre el escritorio. Era el más saludable del cuarteto. Byron sudaba como un toro después de subir los tres pisos; Harry se sentía —y seguramente se le vería en la cara— como si llevara dos meses sin dormir; Valentín se había dejado caer en la silla de los clientes, tan falto de vitalidad que podía haberse hallado en el umbral de la muerte.

—Tiene usted un aspecto fatal —le dijo Harry.

—No importa. Pronto habrá acabado todo.

Harry se dirigió a Byron y le preguntó:

—¿Qué le parece si llama a ese cuñado suyo?

Mientras Byron se disponía a hacerlo, Harry volvió a concentrarse en Valentín.

—En algún sitio tengo un botiquín. ¿Quiere que le vende el brazo?

—No, gracias. Igual que usted, odio ver sangre. Especialmente si es la mía.

Byron estaba al teléfono, regañando a su cuñado por su ingratitud.

—¿De qué te quejas? ¡Te he conseguido un cliente! Ya sé la hora, por el amor de Dios, pero los negocios son los negocios…

—Dígale que le pagaremos el doble de lo que suele cobrar —dijo Valentín.

—¿Lo has oído, Mel? El doble de lo que sueles cobrar. De modo que ven hasta aquí, ¿quieres?

Le dio la dirección al cuñado y colgó.

—Ya viene para acá —anunció.

—¿Ahora? —preguntó Harry.

—Ahora —repuso Byron echando un vistazo al reloj—. Tengo un agujero en el estómago. ¿Qué tal si comemos? ¿Hay algún lugar abierto por aquí cerca?

—Sí, hay uno a una manzana de aquí.

— ¿Le apetece algo? —le preguntó Byron a Valentín. —Creo que no —repuso.

Parecía empeorar por momentos.

—De acuerdo —le dijo Byron a Harry—, sólo seremos usted y yo. ¿Tiene diez dólares para prestarme?

Harry le dio el billete y las llaves de la puerta de calle, y le pidió un donut y café; Byron salió. Cuando ya se había marchado, Harry deseó haber convencido al poeta de aguantarse el hambre durante un rato. Sin él, en la oficina se hizo un penoso silencio: Swann acomodado detrás del escritorio, Valentín que sucumbía al sueño en la otra silla. Aquella calma le trajo a la memoria un silencio parecido, el producido en aquella última y espantosa noche en la casa de los Lomax, cuando el demonio amante de Mimi, herido por el padre Hesse, se había ido por las paredes y los había dejado esperando, sabedores de que volvería pero sin la certeza de cuándo o cómo lo haría. Permanecieron allí sentados durante seis horas —Mimi rompía el silencio de vez en cuando con alguna carcajada o frases inconexas—, y la primera señal que había tenido Harry de su regreso fue el olor a excremento cocido, y el grito de Mimi —¡Sodomita!—, al tiempo que Hesse se entregaba a un acto que su fe le había prohibido durante mucho tiempo. Y entonces se había acabado el silencio, durante un largo momento sólo se oyeron los gritos de Hesse y las súplicas de Harry por obtener el olvido. Ninguna de ellas fue atendida.

Tuvo la impresión de que aún oía la voz del demonio, sus exigencias, sus invitaciones. Pero no, era sólo Valentín. El hombre cabeceaba medio dormido; el rostro se le contraía espasmódicamente. De repente dio un brinco en la silla, con una palabra en los labios:

—¡Swann!

Abrió los ojos y cuando los posó en el cadáver del ilusionista, erguido en la silla de enfrente, las lágrimas se le saltaron incontroladas, mientras su cuerpo se sacudía por los sollozos.

—Está muerto —dijo, como si en sueños hubiese olvidado aquel amargo hecho—. Le he fallado, D'Amour. Por eso está muerto. Por culpa de mi negligencia.

—Ahora está haciendo usted lo mejor que puede por él —le comentó Harry, aunque sabía que aquellas palabras no servirían de compensación —. Nadie podría pedir un amigo mejor.

—Nunca fui su amigo —dijo Valentín, observando atentamente el cadáver con los ojos bañados en lágrimas—. Siempre abrigué la esperanza de que un día confiara en mí plenamente. Pero nunca lo hizo.

—¿Por qué no?

—No podía permitirse el lujo de fiarse de nadie. Y menos en su situación —repuso, secándose las mejillas con el dorso de la mano.

—Quizá haya llegado el momento de que me cuente toda la historia.

—Si quiere oírla.

—Quiero oírla.

—Está bien. Hace treinta y dos años, Swann hizo un pacto con el Abismo. Acordó ser su embajador si ellos, a cambio, le daban la magia.

—¿La magia?

—La capacidad de obrar milagros. De transformar la materia. De encantar a las almas. Incluso de echar a Dios.

—¿Y eso es un milagro?

—Es más difícil de lo que usted cree —repuso Valentín.

—¿De modo que Swann era un verdadero mago? —Sí, lo era.

—¿Y por qué no utilizó sus poderes?

—Los utilizó. Cada noche, en cada representación.

—No comprendo —dijo Harry desconcertado.

—Nada de lo que el Príncipe de las Tinieblas ofrece a la humanidad tiene valor alguno, o no lo ofrecería. La primera vez que hizo el pacto, Swann lo ignoraba. Pero no tardó en aprenderlo. Los milagros no sirven para nada. La magia es una distracción que te aparta de las verdaderas preocupaciones, de los problemas verdaderos. Es retórica. Melodrama.

—¿Y cuáles serían las verdaderas preocupaciones?

—Eso debería saberlo usted mejor que yo —repuso Valentín— . La hermandad, quizá. La curiosidad. Sin duda, no tiene ninguna importancia si el agua puede convertirse en vino o si Lázaro vive un año más.

Harry logró captar la sabiduría de aquel pensamiento, pero no entendía de qué manera aquello había conducido al mago hasta Broadway. Tal como estaban las cosas, no hizo falta que preguntara nada. Valentin había iniciado la narración de la historia, y sus lágrimas fueron desapareciendo al contarla; su expresión se había animado un poco.

—Swann no tardó en caer en la cuenta de que había vendido su alma por un plato de lentejas —le explicó—. Y cuando lo comprendió se sintió desconsolado. Al menos durante un tiempo. Después, empezó a tramar su venganza.

—¿Cómo?

—Tomando el nombre del infierno en vano. Utilizando la magia de la que tanto se vanagloriaba el infierno como un entretenimiento trivial, degradando el poder del Abismo al hacer pasar su poder de obrar maravillas como una mera ilusión. Era algo así como un acto de heroica perversidad. Cada vez que se tomaba un truco de Swann como un juego de manos, el Abismo se revolvía de rabia.

—¿Por qué no lo mataron? —preguntó Harry.

—Lo intentaron. Muchas veces. Pero Swann tenía aliados. Agentes que desde dentro le advertían de las conjuras en contra de él. De ese modo escapó a la venganza del infierno durante años.

—Hasta ahora.

—Hasta ahora —dijo Valentín con un suspiro—. Era descuidado, y yo también. Ahora está muerto, y el Abismo bebe los vientos por alcanzarle.

—Comprendo.

—Aunque no estábamos del todo desprevenidos para esta eventualidad. Había pedido perdón a Dios, y espero de veras que le hayan sido perdonados sus pecados. Rece para que así sea. Esta noche está en juego algo más que su salvación.

—¿La de usted?

—Todos cuantos le quisimos estamos manchados —repuso Valentín—, pero si logramos destruir sus restos mortales antes de que el Abismo los reclame, quizá estemos a tiempo de evitar las consecuencias de su pacto.

—¿Por qué esperó tanto? ¿Por qué no lo quemó el mismo día en que murió?

—Sus abogados no son tontos. El pacto estipula claramente que el cadáver ha de pasar cierto tiempo en capilla ardiente. Si hubiéramos intentado violar esa cláusula, su alma se habría perdido automáticamente.

—¿Y cuándo acaba ese plazo?

—Acabó hace tres horas, a medianoche —repuso Valentín—. Por eso están desesperados. Y por eso son tan peligrosos.

A Byron Jowitt le asaltó otro poema mientras regresaba por la Octava Avenida, devorando un bocadillo de ensalada de atún. A su Musa no había que meterle prisas. Podía tardar tanto como cinco minutos en finalizar un poema, más si incluían una doble rima. Por lo tanto, no se apresuró en regresar a las oficinas, sino que deambuló en un estado de ensueño, combinando los versos en todas las formas posibles para que encajaran. De ese modo, esperaba regresar con otro poema concluido. Dos en una sola noche era un ritmo estupendo.

Cuando llegó a la puerta de la calle todavía no había perfeccionado el último pareado. Funcionando en piloto automático, buscó en el bolsillo las llaves que le dejara D'Amour y entró. Se disponía a cerrar cuando una mujer se escabulló por la puerta entreabierta sonriéndole. Era una belleza, y Byron, que era poeta, se volvía loco ante una belleza.

—Por favor, necesito su ayuda —le dijo la mujer.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó Byron con la boca llena.

—¿Conoce a un hombre llamado D'Amour? ¿Harry D'Amour? —Claro que sí. Justo en este momento iba a su oficina.

—¿Podría indicarme dónde está? —le preguntó la mujer, cuando Byron cerró la puerta.

—Será un placer —repuso.

La condujo por el vestíbulo hasta el pie de la escalera.

—Es usted muy amable —le dijo la mujer.

Byron se derritió.

Valentín estaba junto a la ventana. —¿Ocurre algo malo? —inquirió Harry.

—Es un presentimiento —comentó Valentín—. Tengo la sospecha de que el Diablo está en Manhattan.

—¿Y qué tiene eso de nuevo? —Que tal vez venga a buscarnos.

Y, como si aquel comentario hubiera sido el pie, llamaron a la puerta. Harry se levantó de un salto.

—Tranquilícese —le dijo Valentín—, nunca llama a la puerta.

Harry fue a la puerta sintiéndose como un tonto.

—¿Es usted, Byron? —preguntó antes de descorrer el cerrojo.

—Por favor —dijo una voz que Harry creyó que no volvería a escuchar—. Ayúdeme…

Abrió la puerta. Era Dorothea, por supuesto. Estaba blanca como el papel y parecía imprevisible. Incluso antes de que Harry la invitara a trasponer el umbral de la puerta, una decena de expresiones cruzaron su rostro: angustia, sospecha, terror. Y cuando sus ojos se posaron sobre el cuerpo de su adorado Swann, alivio y gratitud.

—Está aquí con ustedes —dijo, y entró en la oficina.

Harry cerró la puerta. Desde la escalera les llegó una fría ráfaga. —Gracias a Dios. Gracias a Dios.

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