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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (13 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—¿De veras?

—Sí. Hace dos años el viento se llevo el tejado de la escuela; lo arrancó de cuajo.

Laura May volvió a aparecer en el vano de la puerta llevando una bandeja con una jarra y cuatro vasos. El hielo tintineaba dentro de la jarra.

—¿Qué estabas diciendo, papá? — preguntó.

—Que habrá un tornado.

—No hace bastante calor —anunció la muchacha, con autoridad casual.

Su padre gruñó para demostrar su desacuerdo pero no se lo discutió. Laura May avanzó hacia Earl con la bandeja, pero cuando él hizo ademán de llevarla, la muchacha le dijo:

—Ya la llevo yo. Vaya usted delante.

Earl no se negó. Así tendrían ocasión de intercambiar amabilidades camino de la habitación de los Gyer; a lo mejor, la muchacha pensaba lo mismo. O tal vez quisiera echarle un vistazo más de cerca al evangelista.

Anduvieron juntos hasta el final del pasillo sin decirse palabra y allí, se detuvieron. Ante ellos, entre un edificio y el siguiente, había una extensión de unos veinte metros de tierra sembrada de charcos.

—¿Quiere que lleve la jarra? — se ofreció Earl—. Usted lleve los vasos y la bandeja.

—De acuerdo —repuso ella. Con la misma mirada directa que le había echado antes, le preguntó—: ¿Cómo se llama?

—Earl Rayburn.

—Y yo Laura May Cade.

—Encantado de conocerla, Laura May.

—Ya sabe lo que pasó en este establecimiento, ¿no? Supongo que papá se lo habrá dicho.

—¿Se refiere a los tornados?

—No, me refiero al asesinato.

Sadie se detuvo al pie de la cama y observó a la mujer que yacía en ella. Tenía poco gusto para vestirse, pensó; su ropa era ordinaria, y no llevaba el cabello peinado de un modo atrayente. En su estado semicomatoso murmuró algo y entonces, bruscamente, despertó. Tenía los ojos muy abiertos. Se reflejaba en ellos una alarma y un dolor incipientes. Sadie la miró y suspiró.

—¿Qué pasa? — preguntó Buck.

Había depositado las maletas en el suelo y se había sentado en una silla, frente al cuarto ocupante de la habitación, un hombre corpulento de rasgos fuertes, cara delgada y una melena de un gris acerado que habría sido el orgullo de un profeta del Antiguo Testamento.

—No pasa nada —repuso Sadie.

—No quiero compartir la habitación con estos dos —dijo él.

—Bueno, es la habitación en la que…,en la que estuvimos la otra vez.

—Vamos a la de al lado —sugirió Buck, señalando con un gesto la puerta abierta que daba a la habitación número ocho—, tendremos más intimidad.

—No pueden vernos.

—Pero yo los veo a ellos, y me da grima. No cambiará nada si ocupamos una habitación diferente, por el amor de Dios. — Y sin esperar que Sadie le indicara su acuerdo, Buck recogió las maletas y las llevó a la habitación de Earl—. ¿Vienes o no? — le preguntó.

La mujer asintió. Sería mejor hacerle caso; si empezaba a discutir ahora, no superarían el primer obstáculo. La conciliación debía ser la nota clave de ese encuentro, se recordó a sí misma, y obedientemente lo siguió a la habitación número ocho.

Tendida en la cama, Virginia pensó en levantarse e ir al lavabo, donde, sin ser vista, podría tomarse uno o dos tranquilizantes. Pero la presencia de John la atemorizaba; a veces tenía la impresión de que podía leerle el pensamiento, que sus culpas secretas eran para él como un libro abierto. Estaba segura de que si se levantaba y buscaba la medicación en el bolso, le preguntaría qué estaba haciendo. Y si eso ocurría, seguramente acabaría por contarle la verdad. No tenía fuerzas para soportar la vehemencia de sus ojos acusadores. No, lo mejor era quedarse acostada y esperar a que Earl regresara con el agua. Y cuando los dos se pusieran a hablar de la gira, se escaparía para tomarse las píldoras prohibidas.

La luz de la habitación tenía un aspecto evasivo; la angustiaba, quería cerrar los ojos para no ver sus trucos. Momentos antes, la luz había conjurado un espejismo a los pies de la cama: cierta sustancia, aleteante como una polilla, que se congeló en el aire antes de desaparecer.

Junto a la ventana, John se había puesto otra vez a leer en voz baja. Al principio, captó sólo algunas de las palabras…

—«Y del humo salieron las langostas que se cernieron sobre la tierra…»

De inmediato reconoció el pasaje, sus imágenes eran inconfundibles.

—«Y les fue dado el poder, el mismo que poseen los escorpiones de la tierra.»

El versículo pertenecía al Apocalipsis, las revelaciones que Dios hiciera a san Juan Evangelista. Conocía las palabras siguientes de memoria. En las reuniones él las había declamado una y otra vez.

—«Y se les ordenó que no dañaran la hierba de la tierra, ni ninguna cosa verde, ni ningún árbol, sólo a aquellos hombres que no llevan la marca de Dios en la frente.»

A Gyer le encantaba el Apocalipsis. Lo leía mucho más que los Evangelios, cuyas historias conocía de memoria, pero cuyas palabras no prendían en él del mismo modo que los mágicos ritmos del Apocalipsis. Cuando predicaba el Apocalipsis, compartía su visión y se sentía alborozado. Su voz adquiría un tono distinto; la poesía, en lugar de salir de él, salía a través de él. Indefenso, atrapado en aquella magia, se elevaba en una espiral de metáforas cada vez más terribles: de ángeles a dragones y de ahí a Babilonia, la madre de todas las rameras, posada sobre una bestia escarlata.

Virginia intentó no oírlas palabras. Normalmente, escuchar a su marido recitar los poemas del Apocalipsis suponía una alegría para ella, pero esa noche no. Esa noche las palabras parecían maduras hasta la podredumbre, y presentía, quizá por primera vez, que su marido no entendía lo que decía, que el espíritu de las palabras se le escapaba al recitarlas. Involuntariamente, emitió un sonido de queja. Gyer dejó de leer.

—¿Qué ocurre? — inquirió.

Virginia abrió los ojos, incómoda por haberlo interrumpido.

—Nada.

—¿Te molesta que lea? — inquirió Gyer.

La pregunta resultó como un reto, y ella se echó atrás.

—No, claro que no.

En el umbral de la puerta que separaba las dos habitaciones, Sadie observaba el rostro de Virginia. Había mentido, estaba claro, la lectura le molestaba. También le molestaba a Sadie, pero sólo porque le parecía lastimosamente melodramática, una droga; el sueño del Apocalipsis, más cómico que intimidatorio.

—Díselo —le aconsejó a Virginia—. Anda, dile que no te gusta.

—¿Con quién estás hablando? — preguntó Buck—. No te oyen.

Sadie no prestó atención a las observaciones de su marido.

—Vamos —instó a Virginia—, díselo a ese desgraciado.

Pero Virginia continuó acostada mientras Gyer proseguía leyendo los crecientes disparates:

—«Y las siluetas de las langostas eran como caballos dispuestos para la batalla; y sus cabezas parecían tocadas con coronas de oro, y sus caras eran como las caras de los hombres.

»Y tenían cabellos como los de las mujeres, y sus dientes eran como los dientes de los leones.»

Sadie meneó la cabeza: terrores como los de las historietas, efectivos sólo para asustar a los niños. ¿Por que tenía la gente que morirse para superar esas estupideces?

—Díselo —repitió—. Dile cuán ridículo parece.

En cuanto hubo pronunciado esta frase, Virginia se sentó en la cama y dijo:

—¿John?

Sadie se quedó mirándola sin dejar de animarla:

—Díselo. Díselo, anda.

—¿Por qué te pasas la vida hablando de la muerte? Es muy deprimente.

Sadie estuvo a punto de aplaudir; no era exactamente la forma que ella habría utilizado, pero cada uno tiene su estilo.

—¿Que has dicho? — le pregunto Gyer, haciendo como que no había entendido bien.

¿Acaso lo estaba retando?

Virginia se llevó una mano temblorosa a la boca, como para suprimir las palabras antes de decirlas otra vez; pero no logró evitarlo.

—Esos pasajes que lees. Los detesto. Son tan…

—Estúpidos —sugirió Sadie.

—…desagradables —dijo Virginia.

—¿Vienes a la cama o no? — quiso saber Buck.

—Ya voy —replicó Sadie por encima del hombro—, quiero saber cómo acaba esto.

—La vida no es una telenovela —terció Buck.

Sadie estaba a punto de disentir, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, el evangelista se había acercado a la cama de Virginia, con la Biblia en la mano.

—Ésta es la palabra inspirada del Señor, Virginia —le dijo.

—Ya lo sé, John. Pero hay otros pasajes…

—Creí que te gustaba el Apocalipsis.

—No —replicó Virginia—, me da angustia.

—Estás cansada.

—Claro que sí —intervino Sadie—, eso es lo que te dicen siempre cuando te acercas demasiado a la verdad. «Estas cansada», dicen, «¿por qué no echas una siestecita?»

—¿Porque no duermes un poco? — le sugirió Gyer—, me iré a trabajar a la otra habitación.

Virginia sostuvo la mirada condescendiente de su marido durante exactamente cinco segundos y luego asintió.

—Sí —admitió—, estoy cansada.

—¡Que mujer más tonta! —dijo Sadie—. Enfréntate a el, o la próxima vez hará lo mismo. Les das el dedo y se cogen el brazo entero.

Buck apareció detrás de Sadie y, agarrándola del brazo, le dijo:

—Ya te lo he pedido una vez; hemos venido para reconciliarnos, de modo que hagámoslo.

La alejó de la puerta con más rudeza de la necesaria. Ella le apartó la mano.

—No hace falta que te pongas violento, Buck.

—¡Ja! Mira quien habla —repuso él con una risotada desprovista de humor—. ¿Quieres ver violencia? — Sadie se alejó de Virginia para mirar a su esposo—. Esto es violencia.

Se había quitado la chaqueta, y se abrió la camisa desabrochada, dejando al descubierto la herida producida por el disparo. A tan escasa distancia, el 38 de Sadie le había abierto a Buck un enorme agujero en el pecho; tenía los bordes chamuscados y ensangrentados, y la herida estaba tan fresca como en el momento de morir. Buck lo señaló con el dedo como indicando el Sagrado Corazón.

—¿Ves esto, cariñito mio? Me lo hiciste tú.

Escudriñó el agujero con no poco interés. No cabía duda de que era una señal permanente; y sospechó que sería prácticamente la única que le había dejado.

—Me engañabas desde el principio, ¿no?

—No estamos hablando de engaños, estamos hablando del tiro que me pegaste —le espetó Buck.

—Me parece que un tema conduce al otro —repuso Sadie—. Y vuelta a empezar.

Buck la miró con los ojos todavía más entrecerrados. Decenas de mujeres habían encontrado irresistible aquella mirada, a juzgar por el número de asistentes anónimas presentes en su funeral.

—Bien, sí, tenía otras mujeres —admitió—. ¿Y qué?

—Pues que te maté por eso —repuso Sadie secamente.

Era prácticamente todo lo que tenía que decir sobre el tema. Gracias a ello el juicio había sido expeditivo.

—Al menos dime que lo sientes —le pidió Buck de repente.

Sadie sopesó la propuesta durante unos instantes y por fin exclamó:

—¡Pero es que no lo siento!

Sabía que la respuesta carecía de tacto, pero era la pura verdad. Incluso cuando la habían atado a la silla eléctrica, y el sacerdote intentaba consolar lo mejor que podía al abogado de Sadie, no se había arrepentido de cómo habían resultado las cosas.

—Todo es inútil —dijo Buck—. Hemos venido aquí a hacer las paces y ni siquiera eres capaz de decir que lo sientes. Eres una mujer enferma, ¿lo sabías? Siempre lo fuiste. Metías las narices en mis asuntos, fisgoneabas a mis espaldas…

—Yo no fisgoneaba nada —repuso Sadie con firmeza—. Tus porquerías vinieron en mi busca.

—¿Porquerías?

—Sí, Buck, porquerías. Contigo siempre fueron porquerías. Furtivas y sudorosas.

—¡Retira lo que acabas de decir! — rugió Buck agarrándola.

—Solías darme miedo —comentó Sadie fríamente—. Pero entonces me compré un revólver.

—Está bien —dijo Buck, apartándola con fuerza—. Después no vayas a decir que no lo intenté. Quería saber si éramos capaces de perdonar y olvidar; juro que lo he intentado. Pero tú no estás dispuesta a ceder ni un milímetro, ¿verdad? — mientras hablaba se palpó la herida y su voz se suavizó—. Podíamos habérnoslo pasado en grande esta noche, nena —murmuró—. Solos tú y yo. Podía haberte dado una buena retozada, ¿sabes a qué me refiero? En otras épocas no te habrías negado.

Sadie suspiró suavemente. Lo que decía era cierto. En otras épocas habría aceptado lo poco que le daba y se habría considerado afortunada. Pero los tiempos habían cambiado.

—Vamos, nena. Libérate —dijo soñador, y empezó a desabrocharse del todo la camisa, sacándosela de los pantalones. Tenía el vientre pelado como el de un crío—. ¿Qué te parece si olvidamos lo que has dicho, nos acostamos y charlamos?

Estaba a punto de responderle cuando se abrió la puerta de la habitación número siete y entró el hombre de los ojos sentimentales, seguido de una mujer cuya cara hizo sonar unas campanillas en la memoria de Sadie.

—Agua helada —dijo Earl.

Sadie observó cómo atravesaba el cuarto. En Wichita Falls no había existido un hombre tan majestuoso como aquél, al menos ella no lo recordaba. De pronto, le entraron ganas de estar viva.

—¿Vas a desnudarte de una vez? — inquirió Buck.

—Ya voy, Buck. Por el amor de Dios, si tenemos toda la noche por delante.

—Soy Laura May Cade —dijo la mujer de la cara familiar al tiempo que colocaba el agua helada sobre la mesa.

«Claro —pensó Sadie, eres la pequeña Laura May.» La niña tendría cinco o seis años cuando Sadie estuvo en el motel la ultima vez; una cría extraña y reservada, llena de miradas furtivas. En los años transcurridos dede entonces había madurado físicamente, pero seguía conservando aquel aire extraño en los rasgos ligeramente descentrados. Sadie se volvió hacia Buck, que se encontraba sentado en la cama, desatándose los zapatos.

—¿Te acuerdas de la niña? — preguntó—. ¿A la que le diste veinticinco centavos para quitártela de encima?

—Sí, ¿qué pasa con ella?

—Está aquí.

—¿No me digas? — repuso sin ningún interés.

Laura May había servido el agua y se disponía a llevarle el vaso a Virginia.

—Es estupendo que hayan venido —dijo Laura May—. Por aquí no ocurren muchas cosas. De vez en cuando algún tornado…

Gyer le hizo una seña con la cabeza a Earl, quien sacó un billete de cinco dólares y se lo tendió a Laura May. La muchacha le dio las gracias, diciendo que no hacía falta que se molestara, y aceptó el dinero. Pero no iban a sobornarla para que se marchara.

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