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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (5 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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En las ventanas del edificio había aparecido una multitud de rostros. Desde los pisos inferiores se elevaban voces incrédu las, aterradas. Ya era demasiado tarde para contarles la historia de su vida: tendrían que recomponerla por ellos mismos. ¡Y menudo rompecabezas tan estupendo iba a resultar! A lo mejor, cuando intentaran entender lo que había sucedido esa mañana, lograran dar con alguna solución factible , la explicación que él no había conseguido encontrar para ese levantamiento. Pero lo dudaba.

Ya estaba en la cuarta planta, y camino de la quinta. Tenía la mano derecha clavada en el cuello. Puede que estuviera sangran do, pero también podía ser que fuera la lluvia, la lluvia cálida, lo que goteaba sobre su pecho y le corría por las piernas. Dos plantas más y ya estaría en el tejado. En la estructura metálica que había por debajo de él se oía un zumbido, el ruido de la miríada de pies que trepaban hacia él. Había contado con su adoración, y no se había equivocado. El tejado ya solo estaba a una decena de pasos y se arriesgó a lanzar una segunda mirada a lo que había por debajo de su cuerpo (no era lluvia lo que le caía encima), lo que le permitió ver que la escalera de incendios estaba totalmente cubierta de manos, como pulgones amontonados en el tallo de una flor. No, esa era otra metáfora. Tenía que terminar con aquello.

El viento azotaba con fuerza en las alturas, un soplo de aire puro, pero Charlie no tenía tiempo de apreciar lo esperanzador que resultaba. Pasó por encima del antepecho de medio metro y llegó al tejado cubierto de grava. En los charcos había palomas muertas. Las grietas culebreaban por el cemento. Había un cubo volcado en el que estaba escrito «Vendajes usados» y cuyo contenido tenía un color verdoso. Echó a andar atravesando esa jungla justo cuando los dedos de la primera de las manos del ejército conseguían pasar por encima del parapeto.

El dolor de la garganta estaba consiguiendo llegar hasta su acelerado cerebro, mientras sus dedos traicioneros seguían arrastrándose por su tráquea. Le quedaba poca energía después de la carrera escaleras arriba, y cruzar el tejado hasta el lado opuesto
(que sea una caída limpia, hasta el asfalto)
le costó trabajo. Tropezó una vez, y otra. Ya no tenía fuerza en las piernas, y su cabeza estaba llena de tonterías en lugar de pensamientos coherentes. No conseguía quitarse de la cabeza un
koan
, un acertijo budista que había visto en una ocasión en la portada de un libro.

¿Cómo suena…?,
empezaba, pero por mucho que se esforzaba no era capaz de terminar la frase.

¿Cómo suena…?

Olvídate de los acertijos,
se ordenó mientras apremiaba a sus temblorosas piernas para que dieran un paso más, y luego otro. Casi cayó sobre el parapeto del lado opuesto del tejado, y entonces miró hacia abajo. Se trataba de una caída limpia. Abajo había aparcado un coche, delante del edificio. No había nadie. Se inclinó hacia adelante todavía más y de su cuello magullado cayeron gotas de sangre, que fueron haciéndose más pequeñas rápidamente, mientras se precipitaban hasta empapar el suelo.
Ahora mismo voy
, le dijo a la gravedad y a Ellen, y pensó en lo estupendo que sería morir y no tener que volverse a preocupar de si le sangraban las encías cuando se cepillaba los dientes, ni de que estuviera echando barriga ni de que una belleza hubiera pasado por la calle a su lado y a él le hubiera gustado besarla, aunque supiera que nunca lo haría. Y de pronto tuvo encima de él un ejército que subía en masa por sus piernas, enardecido por la victoria.

Adelante,
dijo mientras cubrían su cuerpo de los pies a la cabeza, comportándose como estúpidas llevadas por su entusiasmo, podéis venir a donde yo voy.

¿Cómo suena…?
Tenía la frase en la punta de la lengua.

Ah, sí, por fin se había acordado.
¿Cómo suena una sola mano cuando aplaude?
Te quedas tan satisfecho cuando consigues recordar algo que te has esforzado mucho por sacar del subconsciente. Era como cuando encontrabas algún objeto sin importancia que pensabas que habías perdido para siempre. La emoción de haberlo recordado dulcificó sus últimos momentos. Se lanzó al vacío, cayendo más y más hasta que la higiene dental y la belleza de las jóvenes encontraron un repentino final. Ellas cayeron detrás de él, como gotas de lluvia, y se estrellaron contra el asfalto alrededor de su cuerpo, una ola de manos detrás de otra, lanzándose hacia la muerte, en pos de su mesías.

A los pacientes y enfermeras que se amontonaban en las ventanas les pareció una escena de un mundo de maravillas. Una lluvia de ranas les hubiera parecido algo de lo más normal comparada con esto. Inspiraba más respeto que terror; era algo asombroso. Todo terminó demasiado pronto, y cuando hubo pasado alrededor de un minuto, algunas almas audaces se arriesgaron a salir para ver, entre toda esa basura, lo que se pudiera ver. Había mucho y, sin embargo, no había nada. Por supuesto que se trataba de un espectáculo extraño, horrible, inolvidable. Sin embargo, no había un significa do que descifrar, tan solo la mera parafernalia de un apocalipsis menor. Lo único que se podía hacer era limpiarlo todo con unas manos que obedecían de mala gana, mientras los cadáveres eran catalogados y metidos en cajas para ser examinados en un futuro. Unos pocos de los que participaron en estas operaciones consiguieron encontrar un momento para estar a solas y poder rezar. Para rezar pidiendo explicaciones, o al menos poder dormir sin soñar. Incluso el puñado de agnósticos que había entre el personal se sorprendió de lo sencillo que resultaba poner las palmas de las manos una contra la otra.

Boswell recobró el conocimiento en la habitación individual que ocupaba en la Unidad de Cuidados Intensivos. Alargó la mano hacia el timbre que había junto a la cama y lo pulsó, pero no vino nadie. En la habitación había alguien además de él, escondido detrás del biombo de la esquina. Había oído cómo el intruso arrastraba los pies.

Volvió a tocar el timbre, pero por todo el edificio se oían timbres que llamaban, y no parecía que nadie estuviera atendiéndolos. Apoyándose en el armarito que tenía a su lado se arrastró hasta el borde de la cama, para así poder ver mejor al bromista.

—Sal de ahí —murmuró por entre sus labios secos. Pero el hijo de puta se estaba tomando su tiempo—. Venga… Sé que estás ahí.

Se arrastró un poco más allá, y de algún modo se dio cuenta de repente de que su centro de gravedad había cambiado radicalmente, de que no tenía piernas y de que se iba a caer de la cama. Levantó los brazos para intentar evitar que la cabeza golpeara contra el suelo y lo consiguió. Sin embargo, se quedó totalmente sin respiración. Mareado, siguió tumbado donde había caído, intentando orientarse. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaban sus piernas? En nombre de Jah, ¿dónde estaban sus piernas?

Sus ojos inyectados en sangre recorrieron la habitación, y se detuvieron en unos pies desnudos que estaban a un metro de su nariz. Una etiqueta en el tobillo indicaba que su destino era el incinerador. Levantó la vista, y eran sus piernas, que estaban allí de pie, cercenadas entre la ingle y la rodilla, pero todavía vivitas y coleando. Durante un instante pensó que querían hacerle daño, pero no era así. Una vez que lograron que se percatara de su presencia, le dejaron tumbado donde estaba, encantadas de ser libres.

¿Envidiarían sus ojos esa libertad?, se preguntó. ¿Estaría su lengua deseando salir de su boca y largarse? ¿Estaban todas las partes de su cuerpo, a su manera sutil, preparándose para abandonarlo? Su cuerpo era una alianza que se mantenía unida gracias únicamente a treguas de lo más frágiles. Y una vez que el precedente había sido sentado, ¿cuánto tiempo transcurriría antes del siguiente levantamiento? ¿Minutos? ¿Años?

Y quedó, con el corazón en un puño, a la espera de la caída del imperio.

La condición inhumana

—¿Has sido tú, eh? — inquirió Red, sujetando al vagabundo por el hombro de la escuálida gabardina.

—¿A qué te refieres? — repuso la cara cubierta de mugre.

Analizaba al cuarteto de jóvenes que lo habían arrinconado con ojos de roedor. El túnel en el que lo habían pescado orinando se encontraba alejado de toda esperanza de ayuda; todos lo sabían, y él también.

—No sé de qué me estás hablando —aseguró.

—Te has estado mostrando a los niños —le dijo Red.

El hombre meneó la cabeza; un hilillo de baba se le escurrio por el labio y fue a caer a la mata apelotonada de barba.

—Yo no he hecho nada —insistió.

Brendan se aproximó al hombre; sus pesados pasos resonaron huecos en el túnel.

—¿Cómo te llamas? — le preguntó con engañosa amabilidad.

Aunque no poseía la actitud imponente de Red y era mas bajo, la cicatriz que marcaba la mejilla de Brendan desde la sien hasta la mandíbula sugería que conocía el sufrimiento, tanto por haberlo recibido como por haberlo infligido.

—Tu nombre —exigió—. No te lo preguntaré otra vez.

—Pope —repuso el viejo—. Señor Pope.

—¿Señor Pope? — repitió Brendan con una sonrisa—. Bien, nos hemos enterado de que has estado exhibiendo esa polla rancia a niños inocentes. ¿Qué me dices de eso?

—No —repuso Pope, meneando otra vez la cabeza—. No es cierto. Jamás he hecho una cosa así.

Al fruncir el ceño, la mugre que le cubría la cara se cuarteó como asfalto enloquecido; era una segunda piel de tizne, resultado de muchos meses. De no haber sido porque despedía una fragancia a alcohol, que cubría lo peor de sus hedores corporales, habría sido poco menos que imposible permanecer a escasos metros de él. Aquel hombre era un desecho humano, una vergüenza para su especie.

—¿Para qué te molestas? — preguntó Karney—. Apesta.

Red echó un vistazo por encima del hombro para acallar la interrupción. Karney, de diecisiete años, era el menor de todos, y de acuerdo con la inefable jerarquía del cuarteto, no tenía derecho a opinar. Al reconocer su error, cerró la boca y dejó que Red concentrara su atención en el vagabundo. Empujó a Pope contra la pared del túnel. El viejo lanzó un grito al golpearse contra el cemento; su eco quedó flotando en el túnel. Por la experiencia pasada, Karney ya sabía cómo se desarrollaría la escena a partir de ese momento, por lo que se alejó y se dedicó a observar una dorada nube de mosquitos en la boca del túnel. Aunque disfrutaba de la compañía de Red y de los otros dos —la camaradería, las raterías, las borracheras—, aquel juego en particular nunca le había gustado demasiado. No le encontraba gracia a eso de buscar un borracho perdido como Pope y darle una paliza hasta acabar con la poca cordura que le quedara en la trastornada cabeza. Aquello hacía que Karney se sintiera sucio, y no quería saber nada.

Red arrancó a Pope de la pared y le escupió a la cara una sarta de indecencias, y al no obtener una respuesta adecuada volvió a lanzarlo contra la pared del túnel por segunda vez, pero con más fuerza que la anterior; fue tras él, agarró de las solapas al hombre sin aliento y lo sacudió hasta hacerlo resonar. Pope lanzo una mirada aterrada hacia las vías. En otra época había pasado por allí un tren, que atravesaba Highgate y Finsbury Park. Pero ahora habían quitado las vías y el atajo se había convertido en parque público, muy popular entre los corredores mañaneros y los enamorados vespertinos. A aquella hora, en mitad de una calurosa tarde, las vías estaban desiertas en ambas direcciones.

—Ten cuidado, no le rompas las botellas —sugirió Catso.

—Tiene razón, quitémosle la bebida antes de reventarle la cabeza —dijo Brendan.

Al oír que iban a robarle el licor, Pope comenzo a luchar, pero sus forcejeos no hicieron más que enfurecer a su captor. Red estaba de un humor de perros. Ese día, al igual que la mayoría de aquel veranillo de San Martin, había sido aburrido y pegajoso. Un día de perros de una estación desperdiciada, sin nada que hacer ni dinero para gastar. Hacía falta un poco de entretenimiento, y le había tocado a Red como león, y a Pope como cristiano, proporcionarlo.

—Te lastimarás si te resistes —le dijo Red al viejo—, sólo queremos ver lo que llevas en los bolsillos.

—No es asunto tuyo —le espetó Pope, y por un instante habló como un hombre que en alguna ocasión estuvo acostumbrado a ser obedecido.

El altercado hizo que Karney se olvidara de los mosquitos y se fijara en la cara demacrada de Pope. Las depravaciones innombrables le habían consumido toda la dignidad y el vigor, pero bajo la mugre aún conservaba algo que seguía brillando. Karney se preguntó qué habría sido aquel hombre. ¿Un banquero? ¿Un juez, perdido ya para la ley?

Catso intervino en la pelea para registrar las ropas de Pope, mientras Red sujetaba al prisionero por el cuello, contra la pared del túnel. Pope se deshizo de las atenciones no deseadas de Catso lo mejor que pudo; sus brazos giraron como molinos de viento y los ojos se le fueron enfureciendo más y más. «No luches —lo instó Karney mentalmente—, será peor para ti si lo haces.» Pero el viejo estaba al borde del pánico, y lanzaba gruñidos de protesta que eran más animales que humanos.

—Que alguien le sujete los brazos —ordenó Catso, agachándose para esquivar el ataque de Pope.

Brendan agarró a Pope de las muñecas y le subió los brazos por encima de la cabeza para facilitar la búsqueda. Aunque ya no tenía esperanzas de soltarse, Pope siguió retorciéndose. Logró darle una fuerte patada a Red en la espinilla izquierda, por lo que recibió un golpe a cambio. Empezó a sangrarle la nariz y a caerle por la boca. Karney sabía que de la nariz le saldría mucha más. Había visto innumerables películas de gente destrozada —la brillante espiral de los intestinos; la grasa amarilla y las luces púrpura—; todo ese brillo se encontraba encerrado en el saco gris del cuerpo de Pope. Karney no supo a ciencia cierta por qué se le había ocurrido pensar en eso. Lo ponía nervioso, por lo que intento centrar su atención en los mosquitos, pero Pope no se lo permitió. Lanzó un grito de angustia cuando Catso le abrió de un tirón uno de los muchos chalecos hasta alcanzar las capas inferiores.

—¡Hijos de puta! — rugió Pope, sin importarle que los insultos le hicieran acreedor inevitable de más golpes—. ¡Quitadme de encima vuestras asquerosas manos! ¡Os matare! ¡A todos!

Red puso fin a las amenazas con un puñetazo y hubo más sangre. Pope la escupió en la cara de su atormentador.

—No me provoques —dijo con voz apenas audible—. Os lo advierto…

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