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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (12 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—El sueño —solía decirle él— es una ocasión para comulgar con el Señor.

Gyer creía en la eficacia de los sueños, aunque nunca hablaba de lo que veía en ellos. Llegaría el tiempo en que desvelaría la majestuosidad de sus visiones, a Virginia no le cabía duda, pero mientras tanto, dormía solo y guardaba silencio, dejándola a ella en compañía de sus penas secretas. Resultaba fácil ser amarga, pero se resistió a la tentación. El destino de Gyer era manifiesto, el Señor se lo había exigido. Y si era severo con ella, lo era mucho más consigo mismo; vivía siguiendo un régimen que habría destruido a hombres menos fuertes, y aun así, se castigaba por el más ínfimo acto de debilidad.

Finalmente, Earl salió de la oficina y volvió hasta el coche a la carrera. Llevaba tres llaves.

—Habitaciones siete y ocho —anunció, casi sin aliento y con la lluvia chorreándole de la frente y la nariz—. Tengo la llave de la puerta que comunica los dos cuartos.

—Bien —dijo Gyer.

—Eran las dos últimas que quedaban —añadió Earl—. ¿Llevo el coche hasta allí? Las habitaciones están en el otro edificio.

El interior de las dos habitaciones era un himno a la banalidad. Habían ocupado miles de celdas como aquéllas, idénticas incluso hasta en el espantoso color naranja de los cubrecamas y la foto desteñida del Gran Cañón sobre las paredes verde claro. John era insensible al ambiente, siempre lo había sido, pero a los ojos de Virginia, esas habitaciones eran un perfecto ejemplo del purgatorio. Limbos sin almas en los que nada de importancia ocurría nunca, ni nunca ocurriría. Aquellas habitaciones no contenían nada que las diferenciara de las demás, pero aquella noche había algo diferente en Virginia.

No habían sido los comentarios acerca de los tornados lo que le había producido esa extraña sensación. Observó cómo Earl iba y venía con las maletas y se sintió extrañamente separada de sí misma, como si observara los acontecimientos a través de un velo más espeso que la lluvia que caía afuera. Como si estuviera sonámbula. Cuando John le dijo en voz baja cuál sería su cama, se acostó e intentó controlar su sensación de trastorno por medio de la relajación. Era fácil decirlo. En una habitación cercana, alguien tenía la television puesta, y la película le llegaba claramente, palabra por palabra, a través de las paredes finas como un papel.

—¿Se encuentra bien?

Abrió los ojos. Earl, siempre solícito, la miraba desde su altura. Se le veía cansado, tan cansado como se sentía ella. Su rostro, muy bronceado de estar de pie al sol en las reuniones al aire libre, presentaba una tonalidad amarillenta en lugar del saludable color tostado. Tenía un ligero exceso de peso, aunque aquella corpulencia encajaba bien con sus rasgos anchos y obstinados.

—Sí, estoy bien, gracias —repuso—. Pero tengo sed.

—Veré si puedo conseguirle algo para beber. Probablemente tengan una máquina expendedora de Coca—Cola.

Virginia asintió mirándolo a los ojos. En aquella conversación había un doble sentido que Gyer, sentado a la mesa para redactar unas notas al sermón del día siguiente, desconocía. De vez en cuando, durante toda la gira, Earl le había suministrado a Virginia los somníferos. Nada exótico, sólo tranquilizantes que le calmaban los nervios cada vez más afectados. Pero los somníferos, al igual que los estimulantes, el maquillaje y las joyas, eran cosas que un hombre de los principios de Gyer no veía con buenos ojos y cuando por casualidad su marido había descubierto las pastillas, se había producido una escena desagradable. Earl había soportado el peso de las iras de su jefe, por lo que Virginia le estaba profundamente agradecida. Y aunque tenía instrucciones estrictas de no volver a reincidir en su crimen, volvió a conseguírselas poco después del incidente. La culpa que compartían era un secreto casi placentero entre los dos; incluso en ese momento, Virginia podía ver la complicidad reflejada en sus ojos, igual que él la veía en los de ella.

—No, Coca—Cola no, por favor —dijo Gyer.

—Creí que podíarhos hacer una excepción…

—¿Excepción? — repitió Gyer. Su voz adquirió aquel tono característico de dignidad. En el aire se respiraba la retórica, y Earl se maldijo por haberse ido de la lengua—. El Señor no nos dio leyes por las que regimos para que hagamos excepciones, Earl. Lo sabes muy bien.

En aquel momento, a Earl no le importaba demasiado lo que hacía o decía el Señor. Estaba preocupado por Virginia. Sabía que era fuerte, a pesar de su cortesía sureña y la consiguiente apariencia de fragilidad; era lo bastante fuerte como para ayudarlos a superar las pequeñas crisis de la gira, cuando el Señor había fallado y no había aparecido para ayudar a sus agentes de campo. Pero toda fuerza tiene sus límites, y presintió que Virginia se encontraba al borde del colapso. Le daba mucho a su marido, su amor y su admiración, sus energías y su entusiasmo. En más de una ocasión, en las pasadas semanas, Earl pensó que se merecía algo mejor que aquel hombre que ocupaba el púlpito.

—¿Podrías conseguirme un poco de agua fría? — sugirió, mirándolo con los ojos gris azulados rodeados por arrugas de fatiga.

No era hermosa según los cánones corrientes; sus rasgos eran excesivamente aristocráticos. Pero el cansancio le daba una nueva fascinación.

—Marchando un poco de agua helada —dijo Earl, forzándose por utilizar un tono jovial que le costó mucho mantener.

Se dirigió a la puerta.

—¿Por qué no llamas a recepción y haces que la traigan? — sugirió Gyer cuando Earl estaba a punto de marcharse—. Quisiera repasar el itinerario de la semana contigo.

—No me importa ir personalmente —repuso Earl—. Además, tengo que telefonear a Pampa para avisarles que nos demoraremos.

Y salió al pasillo antes de que pudiera contradecirlo.

Necesitaba una excusa para estar a solas; la atmósfera entre Virginia y Gyer se deterioraba por momentos, y no resultaba un espectáculo agradable. Se quedó largo rato viendo cómo caía la cortina de lluvia. El álamo que ocupaba el centro del aparcamiento dobló su cabeza pelada bajo la furia del diluvio; Earl sabía exactamente cómo se sentía.

Mientras estaba en el pasillo, preguntándose cómo mantendría la cordura en las ocho semanas de gira que faltaban, dos siluetas bajaron andando de la autopista y cruzaron el aparcamiento. No las vio, aunque el rumbo que tomaron para ir a la habitación número siete los obligó a pasar justo delante de su campo visual. Caminaron bajo la lluvia torrencial desde el terreno desierto que había detrás de la oficina de recepción —donde, en el año 1955, habían aparcado su Buick rojo—, y aunque la lluvia caía en torrentes uniformes, no los tocó. La mujer, cuyo peinado había estado de moda en dos ocasiones desde la década de los cincuenta, y cuyas ropas parecían de la misma época, aminoró el paso durante un momento para echar un vistazo al hombre que miraba el álamo con tan concentrada atención. Tenía los ojos amables, a pesar del ceño fruncido. Pensó que en sus tiempos quizá habría llegado a enamorarse de un hombre así, pero resultaba evidente que sus tiempos habían pasado ya. Buck, su marido, se volvió hacia ella y le preguntó:

—Sadie, ¿no vienes?

Entonces, Sadie lo siguió por el pasillo dé cemento (la ultima vez que había estado allí era de madera) y entraron por la puerta abierta de la habitación número siete.

Earl sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Había estado mirando la lluvia durante demasiado tiempo, pensó, eso y un exceso de añoranza infructífera. Caminó hasta el final del patio, se preparó para cruzar a la carrera el aparcamiento y llegar a la oficina, contó hasta tres y echó a correr.

Sadie Durning miró por encima del hombro cómo se alejaba Earl, y luego se volvió hacia Buck. Los años no habían atemperado el resentimiento que sentía hacia su marido, como tampoco habían mejorado las facciones furtivas de éste ni su risa demasiado fácil. Aquel 2 de junio de 1955 no le había hecho demasiada gracia, y tampoco le hacía demasiada gracia ahora, exactamente treinta años después. Buck Durning tenía alma de tenorio, su papá ya se lo había advertido. Aquello en sí no era tan terrible; tal vez sería la condición masculina. Pero le había conducido a comportarse de un modo, tan sucio que, con el tiempo, ella se cansó de sus interminables engaños. Él, ignorante hasta el final, había interpretado la depresión de Sadie como una indirecta de que debían tener una segunda luna de miel. Esa fenomenal hipocresía acabó por vencer todo vestigio de tolerancia o perdón que pudiera haber abrigado Sadie, y cuando, esa misma noche, treinta años atrás, se registraron en el Motel El Álamo, ella había ido preparada para algo más que una noche de amor. Había dejado que Buck se duchase y, cuando salió del baño, lo había apuntado con la Smith and Wesson, calibre 38, y le había abierto un enorme agujero en el pecho. Luego, había echado a correr, arrojando el arma en la huida, segura de que la policía la encontraría, sin importarle demasiado cuándo lo hicieran. La habían llevado a la cárcel del condado de Carson, en Panhandle, y al cabo de unas semanas la sometieron a juicio. En ningún momento había intentado negar el asesinato: en sus treinta y ocho años de vida ya había habido demasiados engaños. Cuando la vieron desafiante, la trasladaron a la prisión estatal de Huntsville, escogieron un día brillante del mes de octubre del mismo año y le pasaron a través del cuerpo, y sumariamente, 2.250 voltios, parándole casi instantáneamente el corazón impenitente. Ojo por ojo, diente por diente. La habían criado con ecuaciones morales así de simples. Y no se había mostrado descontenta de morir siguiendo las mismas matemáticas.

Pero esa noche ella y Buck habían decidido repetir el viaje realizado treinta años antes, para ver si lograban descubrir cómo y por qué su matrimonio había acabado en asesinato. Era una oportunidad que se les ofrecía a muchos amantes difuntos, aunque al parecer, eran pocos los que la aprovechaban; quizá la idea de experimentar otra vez el cataclismo que había puesto fin a sus vidas resultaba demasiado desagradable. Sin embargo, Sadie no podía dejar de preguntarse si todo aquello no habría sido producto de la predestinación: si una palabra tierna de Buck, o una mirada de genuino afecto en sus ojos oscuros, no habría podido impedir que apretara el gatillo, y salvarles a ambos la vida. La cita de esa noche les daría ocasión de poner a prueba la historia. Invisibles, inaudibles, seguirían la misma ruta de hacia treinta años; las cuatro horas siguientes revelarían si esa ruta había conducido inevitablemente al asesinato.

La habitación numero siete estaba ocupada, igual que la contigua; la puerta que las conectaba estaba abierta de par en par. y los fluorescentes estaban encendidos en ambas. El hecho de que estuvieran ocupadas no suponía problema alguno. Hacia tiempo que Sadie se había acostumbrado al estado etéreo, a vagar entre los vivos sin ser vista. En esa condición había asistido a la boda de su sobrina y, más tarde, al funeral de su padre, de pie junto a la tumba, al lado del difunto anciano, criticando a los asistentes. Sin embargo, Buck, que nunca había sido una persona ágil, era mucho más descuidado. Sadie esperaba que esa noche tendría cuidado. Al fin y al cabo, tenía tanto interés como ella en que el experimento saliera bien.

Mientras estaban en el umbral, echaron un vistazo a la habitación en la que habían representado su farsa fatal. Sadie se pregunto si el disparo le habría dolido mucho. Esa noche tendría que preguntárselo, pensó, si se daba la ocasión.

Cuando Earl había ido a pedir las habitaciones, en la oficina de recepción encontró a una joven de rostro sencillo pero agradable. Ahora había desaparecido para ser reemplazada por un hombre de unos sesenta años, que llevaba una barba moteada de tres días y una camisa manchada de sudor. Cuando Earl entró, el hombre levantó la vista, que hasta ese momento había tenido clavada en la edición del día anterior del
Pampa Daily News
, colocado justo delante de sus narices.

—¿Sí?

—¿Es posible conseguir un poco de agua helada? — preguntó Earl.

El hombre lanzó un grito ronco por encima del hombro.

—¿Laura May? ¿Estás ahí?

Del vano de la puerta ubicada a sus espaldas provenía el ruido de la película de la noche —tiros, gritos, el rugido de una bestia huida—; luego, llegó la respuesta de Laura May:

—¿Qué quieres, papá?

—Hay un hombre que pide que le sirvan en la habitación —gritó el padre de Laura May, no sin un dejo de ironía en la voz—, ¿quieres salir a atenderlo?

No hubo respuesta, sólo más gritos. A Earl le produjeron dentera. El gerente levantó la vista y lo miró. Tenía un ojo nublado por las cataratas.

—¿Usted es el que va con el evangelista? — le preguntó.

—Sí… ¿Cómo sabía que era…?

—Laura May lo reconoció. Vio su foto en los diarios.

—¿De veras?

—A mi hija no se le escapa una.

Como si le hubieran dado el pie, Laura May salió de la habitación que había detrás de la oficina. Cuando sus ojos castaños notaron la presencia de Earl, se tornaron visiblemente más brillantes.

—Oh… —dijo. Una sonrisa le avivó las facciones—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

La frase, unida a la sonrisa, pareció reflejar algo más que un amable interés en Earl. ¿O sería acaso lo que él deseaba? A excepción de una señora de la calle que había encontrado en Pomca City, Oklahoma, en los últimos tres meses su vida sexual había sido prácticamente inexistente. Arriesgándose, le devolvió la sonrisa a Laura May. Aunque tenía por lo menos treinta y cinco, sus modales eran curiosamente aniñados, y la mirada que le lanzaba resultaba amedrentadoramente directa. Al encontrarse con esos ojos, Earl empezó a pensar que sus primeros cálculos no habían ido muy desencaminados.

—¿Por casualidad no tendrá agua fría? La señora Gyer no se siente muy bien.

Laura May asintió, y deteniéndose un momento frente a la puerta antes de regresar a la habitación donde se encontraba la televisión, dijo:

—Le traeré un poco de agua.

El alboroto de la película había aminorado —se trataría de una escena tranquila, quizá, antes de que volviera a aparecer la bestia—, y en el silencio, Earl logró oír el golpeteo de la lluvia que convertía en barro la tierra.

—Vaya tormentita, ¿eh? — comentó el gerente—; si sigue así, mañana quedarán ustedes pasados por agua.

—La gente viene haga el tiempo que haga —repuso Earl—. John Gyer es toda una atracción.

—No me extrañaría nada que hubiera un tornado —dijo el hombre haciendo una mueca, regodeándose en su papel de vaticinador—. Ya nos toca.

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