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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (11 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Desesperado, se llevó la mano sana a la boca. Los dedos encontraron una lazada. Tiró con todas sus fuerzas y, milagrosamente, el nudo se deshizo. Escupió la cuerda al sentir que surgía un calor que le tostaba los labios. La cuerda cayó al suelo, roto su sello ultimo, y de su centro se materializó el último de los prisioneros. Apareció sobre las cenizas como un niño enfermo, con unos vestigios de miembros, la cabeza pelada demasiado grande para el cuerpecito marchito, cuya carne era tan pálida que parecía translúcida. Agitó los brazos paralíticos en un vano esfuerzo por enderezarse cuando Pope avanzó hacia ella, ansioso por cortarle la indefensa garganta. Evidentemente, aquella incipiente forma de vida no era lo que Karney había esperado del tercer nudo; le daba asco.

Entonces habló. Su voz no era el maullido de un crío sino la de un hombre, aunque provenía de la boca de la criatura.

—¡Ven a mí! ¡Deprisa! — gritó.

Cuando Pope se inclinaba para asesinar a la criatura, el aire del cementerio de coches se llenó de un olor a fango y las sombras liberaron un ser espinoso, de vientre bajo, que se deslizó por el suelo, hacia él. Pope retrocedió cuando la criatura —tan inacabada en su estado de reptil como su hermano simiesco— se cerró sobre el extraño infante. Karney esperaba que devorase aquel montoncito de carne, pero el niño pálido levantó los brazos, como dándole la bienvenida, al tiempo que la bestia del primer nudo se enroscaba sobre él. Al hacerlo, la segunda bestia mostró su rostro fantasmal, gimiendo de placer. Posó sus manos sobre el niño y acunó el cuerpo deformado en sus brazos espaciosos, completando la atroz familia de reptil, mono y niño.

Sin embargo, la unión no se había completado aún. Cuando las criaturas se unieron, sus tres cuerpos comenzaron a desintegrarse, transformándose en lazos de una sustancia color pastel; incluso cuando sus anatomías comenzaban a disolverse, los restos iniciaban una nueva configuración: cada filamento se iba urdiendo con otros. Estaban atando otro nudo, al azar pero, aun así, inevitable, mucho más complicado que los que Karney había logrado tener entre sus manos. De las piezas del antiguo rompecabezas surgía otro nuevo, quizá insoluble, pero, mientras que los otros habían sido inacabados, éste sería completo y acabado. ¿Qué sería?

Mientras la madeja de nervios y músculos se movía hacia su condición final, Pope aprovechó la ocasión que se le presentaba. Avanzó a toda velocidad, con el rostro enloquecido al ver la unión, y hundió el cuchillo de desollar en el corazón del nudo. Pero el ataque no llegó a tiempo. Un miembro con jirones luminosos se desenroscó del cuerpo y envolvió la muñeca de Pope. La gabardina se prendió fuego y las carnes de Pope comenzaron a arder. Aulló y dejó caer el arma. El miembro lo soltó a su vez, para volver al ovillo; dejó al hombre tambaleándose hacia atrás y acunándose el brazo humeante. Al parecer, Pope estaba perdiendo la cordura; sacudía la cabeza lastimeramente. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Karney y un relumbre astuto los iluminó. Estiró el brazo, cogió al muchacho por la herida y lo apretó con fuerza. Karney gritó, pero sin prestar atención a su prisionero, Pope lo alejó a rastras de la cosa que estaba terminando su formación y lo metió en el refugio del laberinto.

—No me hará daño —dijo Pope para sí—, no si tú estas a mi lado. Siempre tuvo debilidad por los niños. —Empujó a Karney delante de él—. Buscaré los papeles…, luego me iré.

Karney no sabía si estaba vivo o muerto; no le quedaban fuerzas para deshacerse de Pope. Se limitó a seguir al viejo, arrastrándose la mitad del trayecto, hasta que llegaron a su destino: un coche sepultado detrás de una montaña de vehículos herrumbrados. Le faltaban las ruedas; a través del chasis le había crecido un arbusto que ocupaba el asiento del conductor. Pope abrió la puerta trasera, murmurando satisfecho, y se inclinó hacia el interior, dejando a Karney acurrucado contra la puerta. No tardaría en desmayarse; Karney lo deseaba vehementemente. Pero Pope lo necesitaba aún. Retiró un librito de su escondite, debajo del asiento del coche, y susurró:

—Ahora nos vamos. Tenemos asuntos que tratar.

Karney gimió cuando lo empujó.

—Cierra la boca —le dijo Pope abrazándolo—, mi hermano tiene oídos.

—¿Tu hermano? — murmuró Karney, intentando encontrar algún sentido a lo que se le acababa de escapar a Pope.

—Hechizado, hasta que apareciste tú —le dijo Pope.

—Bestias —masculló Karney, al asaltarle las imágenes mezcladas de reptiles y simios.

—Humanos —replicó Pope—. La evolución es el nudo de la cuestión, muchacho.

—Humanos…—repitió Karney.

Y cuando la palabra hubo abandonado sus labios, sus ojos doloridos vieron una forma brillante sobre el coche, a espaldas de su torturador. Sí, era humano. Todavía húmedo por su renacimiento, el cuerpo estaba surcado de las heridas heredadas, pero era triunfalmente humano.

Pope vio el reconocimiento reflejado en los ojos de Karney. Lo agarró, y se disponía a utilizar su cuerpo herido como escudo cuando intervino su hermano. El hombre redescubierto tendió las manos desde lo alto del techo y sujetó a Pope por el estrecho cuello. El viejo chilló y, retorciéndose, se soltó, alejándose a toda velocidad por las cenizas. Pero el otro inició una aullante persecución, alejándolo de Karney.

Desde una gran distancia, Karney oyó la última súplica de Pope antes de que su hermano lo venciera; entonces, las palabras se transformaron en grito, un grito que Karney esperaba no volver a oír en su vida. Y después, el silencio. La criatura no regresó, por lo que Karney se sintió agradecido, a pesar de la curiosidad.

Minutos mas tarde, cuando logró reunir energías suficientes como para salir del cementerio de coches —la luz volvía a brillar en el portón, como un faro para los extraviados—, encontró a Pope tirado boca abajo en la grava. Aunque hubiera tenido fuerzas, una pequeña fortuna no lo habría persuadido de darle la vuelta al cadáver. Le bastaba con ver cómo las manos del muerto habían cavado la tierra durante el tormento, y cómo las brillantes ristras de intestinos, antes tan prolijamente enrolladas en el abdomen, asomaban por debajo del cuerpo. El libro que Pope se había tomado tanto trabajo en recuperar estaba a su lado. Karney se agachó para recogerlo; la cabeza le daba vueltas. Era una pequeña recompensa por la noche de horrores que había soportado. En el futuro próximo se formularía preguntas que jamas podría contestar, acusaciones contra las que tenía muy poca defensa. Pero a la luz de la farola del portón, notó que aquellas páginas manchadas le recompensaban mucho más de lo que había imaginado. Copiados con letra meticulosa, y acompañados de diagramas complicados, allí estaban los teoremas de la olvidada ciencia de Pope: los dibujos de nudos para asegurar el amor y ganar fama; lazos para dividir almas y unirlas; para hacer fortunas y niños; para causar la ruina del mundo.

Después de un breve examen, escaló el portón y saltó a la calle. A esa hora estaba desierta. En el lado opuesto, en el edificio propiedad del ayuntamiento, había varias luces; eran habitaciones donde los enfermos esperaban a que amaneciera. En vez de exigir más a sus miembros exhaustos, Karney decidió esperar donde se encontraba hasta parar un coche que lo llevase adonde pudiera contar su historia. Tenía mucho con qué entretenerse. Aunque le daba vueltas la cabeza y sentía el cuerpo entumecido, en su interior vibraba una lucidez como jamás había experimentado. Llegó a los misterios contenidos en las páginas del libro prohibido de Pope como a un oasis. Bebiendo profusamente de aquellas páginas, ansiaba con rara excitación el peregrinaje que le esperaba.

Revelaciones

En Amarillo habían oído hablar de los tornados, del viento que se tragaba el ganado, los coches, incluso casas enteras, para levantarlos del suelo y volver a lanzarlos a la tierra; de comunidades enteras destrozadas en unos instantes devastadores. Tal vez fuera eso lo que tenía tan nerviosa a Virginia esa noche. Eso, o bien la fatiga acumulada después de viajar por tantas autopistas vacías con el único paisaje de los cielos impasibles de Texas, y con nada que esperar, al final del recorrido, más que otra tanda de himnos y fuego infernal. Estaba sentada en el asiento trasero del Pontiac negro; le dolía la espalda; intentó con todas sus fuerzas dormirse. Pero la atmósfera tranquila y bochornosa le rodeaba el delgado cuello y le provocaba pesadillas en las que creía ahogarse, por lo que abandonó todo intento de descansar y se conformó con ver cómo pasaban los campos de cereales y contar los elevadores de grano, brillantes contra las masas de cúmulos que comenzaban a formarse hacia el noreste.

En el asiento delantero, Earl canturreaba mientras conducía. Junto a Virginia, John —sentado a escasos centímetros de ella, pero en el fondo a millones de kilómetros de distancia— estudiaba las epístolas de san Pablo y murmuraba las palabras mientras leía. Cuando atravesaron el pueblo de Pantex («Aquí construyen las cabezas nucleares», comentó Earl enigmáticamente y luego no dijo nada más) empezó a llover. El chubasco cayó de repente, cuando empezaba a anochecer, ennegreciendo aún más la oscuridad reinante; en un instante sepultó la autopista Amarillo—Pampa bajo una noche mojada.

Virginia subió la ventanilla; la lluvia, aunque refrescante, le estaba empapando el sencillo vestido azul, el único que John le permitía llevar en la reuniones. Ya no tenía nada que mirar más allá del cristal. Permaneció allí sentada mientras crecía su nerviosismo a medida que se acercaban a Pampa, escuchando la vehemencia del chaparrón sobre el techo del coche, y los susurros de su marido, sentado a su lado:

—«Entonces dijo: Despertad vosotros, los que dormís, y volved de la muerte, y Cristo os dará la luz.

»"Procurad caminar cautelosamente, no como necios sino como hombres sabios, redimiendo el tiempo porque los días son malvados."

Allí estaba John sentado bien erguido, como de costumbre, con la misma Biblia de tapas blandas y hojas sobadas que había utilizado durante tantos años, posada sobre el regazo. Seguramente conocía esos pasajes de memoria; los citaba con harta frecuencia, y con una mezcla tal de familiaridad y frescura que las palabras podían haberle pertenecido a él y no a San Pablo, acuñadas recientemente de su propia boca. Esa pasión y ese vigor harían que con el tiempo John Gyer fuera el mas grande evangelista de Estados Unidos, a Virginia no le cabía ninguna duda. Durante las agotadoras y frenéticas semanas de la gira por tres estados, su esposo había exhibido una confianza y una madurez sin precedentes. Su mensaje apenas había perdido parte de su vehemencia debido a aquel profesionalismo nuevo —continuaba siendo la anticuada mezcla de condenación y redención que tanto propugnaba—, pero ahora ejercía sobre sus dones un control completo y, ciudad tras ciudad —en Oklahoma, Nuevo México, y ahora en Texas—, los fieles se habían reunido a cientos, a miles, para escucharlo, ansiosos por volver a entrar en el reino de Dios. En Pampa, a cincuenta kilómetros de allí, ya se estarían reuniendo, a pesar de la lluvia, decididos a conseguir un lugar en la tribuna principal para cuando llegara el cruzado. Seguramente habrían acudido con sus hijos y sus ahorros y, principalmente, su hambre de perdón.

Pero el perdón sería para el día siguiente. Antes tenían que llegar a Pampa, y la lluvia arreciaba. En cuanto empezó la tormenta, Earl dejó de cantar y concentró su atención en el camino. De vez en cuando suspiraba para sí y se estiraba en el asiento. Virginia intentó no preocuparse por la forma en que conducía, pero el torrente se convirtió en diluvio y la ansiedad pudo más que ella. Se inclinó hacia adelante y comenzó a espiar a través del parabrisas, para ver si venían vehículos de frente. En condiciones como aquéllas solían ocurrir los accidentes: mal tiempo, un conductor cansado y ansioso por encontrarse treinta kilómetros mas adelante. A su lado, John presintió su preocupación.

—El Señor está con nosotros —le dijo, sin apartar la vista de las páginas impresas con letra menuda, aunque hacia rato que estaba demasiado oscuro para leer.

—Es una noche de perros, John —le dijo ella—. Tal vez sería mejor que no fuéramos hasta Pampa. Earl tiene que estar cansado.

—Me encuentro perfectamente —comentó Earl—. Además, no estamos tan lejos.

—Estás cansado —insistió Virginia—. Todos lo estamos.

—Podríamos buscar un motel, supongo —sugirió Gyer—. ¿Qué opinas, Earl?

Earl encogió sus anchos hombros y sin protestar demasiado contestó:

—Lo que usted diga, jefe.

Gyer se volvió hacia su esposa y le dio unas suaves palmadas en la mano.

—Buscaremos un motel —le dijo—. Earl telefoneará a Pampa y les avisará que estaremos con ellos por la mañana. ¿Qué te parece?

Virginia le sonrió, pero él no la miraba.

—Me parece que la próxima salida es White Deer —le informó Earl a Virginia—. Tal vez haya allí un motel.

En efecto, el Motel El Álamo se encontraba a menos de un kilómetro al oeste de White Deer, en una zona desolada, al sur de la US 60; era un pequeño establecimiento con un álamo muerto, o a punto de morir, en la porción de terreno que separaba sus dos edificios bajos. En el aparcamiento ya había una serie de coches, y la mayoría de las habitaciones estaban iluminadas; probablemente serían todos fugitivos de la lluvia. Earl entró en el aparcamiento y aparcó lo más cerca que pudo de la oficina de recepción; luego, atravesó a la carrera el resto del trayecto bajo una lluvia torrencial, a fin de averiguar si quedaban habitaciones para la noche. Con el motor apagado, el ruido de la lluvia al golpear el techo del Pontiac se tornó más opresivo que nunca.

—Ojalá haya sitio —comentó Virginia, observando cómo la lluvia que caía sobre el cristal emborronaba el cartel de neón.

Gyer no le contestó. La lluvia continuó cayendo sin conmiseración.

—Háblame, John —le dijo.

—¿Para qué?

—Olvídalo —repuso ella, sacudiendo la cabeza.

Unos mechones de pelo se le habían pegado a la frente sudorosa; aunque estaba lloviendo, el calor no se había disipado de la atmósfera.

—Odio esta lluvia —añadió.

—No durará toda la noche —repuso Gyer, y con la mano se alisó la espesa cabellera gris.

Era un gesto que utilizaba en el púlpito, para acentuar lo que decía, haciendo una pausa entre una frase y la siguiente. Conocía tan bien sus retóricas, tanto la física como la verbal… A veces tenía la impresión de que de él conocía todo cuanto había que conocer, que no le quedaba nada que realmente quisiera escuchar. Probablemente sena un sentimiento mutuo; hacía ya tiempo que su matrimonio había dejado de ser tal. Esa noche, como cada noche de aquella gira, yacerían en camas separadas y él dormiría ese sueño profundo y fácil que tan rápidamente le llegaba, mientras ella tragaba a escondidas una o dos píldoras para procurarse un poco de ansiada serenidad.

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