El auto de los Andrade avanzó lento por la calle arbolada que rodeaba la cancha de golf. Las calles de La Cascada competían en rojos y amarillos. Ningún cuadro del mejor pintor del mundo podría compararse con lo que veían por la ventana, pensó Mariana. Liquidámbares rojos, ginkgos biloba amarillos, robles marrón rojizos. Junto a la nena, en su sillita, dormía Pedro. La nena sintió que hacía un poco de frío con la ventana abierta, y le acomodó la mantita. Ella misma dobló sus piernas y las metió debajo de su pollera nueva. Miró por la ventanilla y vio un cartel que decía «Niños jugando. Velocidad máxima 20 kilómetros», pero no pudo leerlo porque no sabía.
Mariana abandonó el paisaje y los miró por el espejo, simulando acomodarse un mechón de pelo; pensó cómo sería ese vínculo fraterno entre esos niños que apenas conocía. El nombre del bebé lo sabía de mucho antes, de cuando Ernesto y ella eran novios. La nena traía puesto un nombre: Ramona. Mariana no se explicaba cómo alguien, en esta época, podía haberle puesto ese nombre a una nena. Ramona era nombre de otra cosa, no de nena. En tantos años de tratamientos y esperas ella había pensado varios. Camila, Victoria, Sofía, Delfina, Valentina, hasta Inés, como su abuela paterna. Pero la nena traía el propio. Y el juez no autorizó cambiarlo. Por eso Mariana había decidido decirle Romina, sin pedirle autorización a nadie, como si el cambio se debiera tan sólo a un error en las vocales. Por suerte la nena no supo decirle al juez el nombre del bebé, si es que lo tenía, y lo llamaba así, «bebe», sin acento.
Cuando llegaron, Antonia los esperaba en la puerta; había terminado recién de acomodar en un jarrón las flores que había enviado Virginia Guevara. Lo había puesto en el centro de la mesa nueva de pinotea. Llevaba un uniforme celeste con broderí blanco en los puños. Era de estreno, cuando vivían en Palermo no usaba uniforme. Tampoco trabajaba con cama. Pero con la mudanza y la llegada de los chicos, aceptaba el cambio o se quedaba sin trabajo. Al entrar por el camino de grava, el auto hizo un ruido a lluvia de verano, y la nena se estremeció. Miró por la ventanilla el día de sol. «Llueven piedras invisibles», pensó. Mariana fue la primera en bajar. Se acercó a Antonia y le dio la cartera y un bolso con la poca ropa que no había venido en la mudanza el día anterior. Enseguida fue hacia el auto, abrió la puerta trasera y desabrochó el cinturón que ataba el bebé a la sillita. La nena la miró mientras levantaba a su hermano. Mariana dijo algo así como «venga acá mi chiquito», y lo sacó fuera del auto. La mantita se cayó sobre el camino de piedras. «¿Viste qué lindo está hoy Pedrito, Antonia?» Antonia asintió. «Anda a hacerle una mamadera que debe estar muerto de hambre.» Antonia se metió dentro de la casa con el bolso y la cartera. Mariana, con Pedro en brazos, miró hacia el auto buscando algo. «¿Ernesto?», dijo, y Ernesto apareció de detrás del baúl cargando unas raquetas de tenis y un portatrajes sobre el cochecito de Pedro. Se les unió y entraron en la casa. La nena vio cómo la puerta se cerraba detrás de ellos. A través de la luneta polarizada miró la casa. Le pareció la casa más linda del mundo. Parecía hecha de crema y caramelo, como la de ese cuento que le habían contado un vez en la parroquia en Caá Catí. Habría salido del auto a correr por el pasto que parecía una alfombra, pero no podía, no sabía cómo sacarse el cinturón de seguridad. Lo intentó, pero no pudo, y tuvo miedo de que se rompiera y alguien le terminara pegando, ya no quería que nadie le pegara.
Pasó un rato. La nena se entretuvo mirando la calle. Una señora que llevaba un perro encadenado, una mujer con el mismo uniforme de Antonia que paseaba a un bebé en un cochecito, un chico que andaba en bicicleta, y una nena en patines. A ella también le gustaría andar en patines alguna vez, pensó. Nunca vio un par de patines de cerca, y la chica pasó demasiado rápido. Eran color rosa, eso sí alcanzó a ver. Su color preferido.
La puerta de la casa se abrió y salió Antonia. Fue hasta al auto. «¿Y vos qué te quedaste haciendo acá? Vení, vení», dijo mientras le sacaba el cinturón con torpeza, ella tampoco estaba acostumbrada a desabrochar cinturones. La agarró de la mano y la metió en la casa. En su casa.
El lunes siguiente a la mudanza la nena empezaba el colegio. Nunca había ido al colegio antes. En el
Lakelands
, un colegio inglés que Mariana y Ernesto habían soñado para cuando llegara su primer hijo, consiguieron que la tomaran en primer grado aunque no tuviera ningún conocimiento previo del idioma. Y cuando hablaban del idioma se referían al inglés. No iba a ser fácil para la nena. Hacía casi dos meses que habían empezado las clases. La directora les dijo que tenían que encarar el desafío en forma conjunta: ellos se ocuparían de darle una atención personalizada para que adquiriera las
English skills
del resto de sus compañeros, pero Mariana se debía comprometer a reforzar lo aprendido con apoyo escolar extra. No hablaron de maestra particular sino de
coach
. Mariana estuvo de acuerdo. Tenían que intentarlo. Pedro iría sí o sí al
Lakelands
, desde la sala de dos, como cualquier otro chico. Y por motivos prácticos, era mejor que Pedro y la nena fueran al mismo colegio.
Mariana no tenía demasiadas expectativas acerca de esos primeros pasos escolares de Romina. Aprendió a no generar expectativas para no frustrarse en años de tratamiento de fertilidad en los que mes a mes iba al baño temiendo que sucediera lo que sucedía. La mancha que teñía todo de bronca, y el calendario que volvía a correr otra vez. Hasta que en los Estados Unidos le diagnosticaron «huevos vacíos, sin posibilidad de reversión», y ella les agradeció la franqueza. Con la escuela de la nena quiso hacer lo mismo, borrar cualquier expectativa, estar convencida de que todo iba a salir mal, y aliviar la futura decepción anticipándola. Pero cuando llegó el momento, se sintió, de todos modos, nerviosa. La noche anterior preparó todo, ella misma repasó el uniforme con la plancha para asegurarse de que las tablas de la pollera estuvieran absolutamente simétricas, y dejó la ropa recién planchada sobre una silla. La blusa blanca, el suéter azul con vivo rojo y verde, la pollera escocesa. La nena dormía. Su pelo negro brillaba aun en la oscuridad del cuarto.
Mariana bajó al comedor diario y prendió el televisor y un cigarrillo. Ernesto trabajaba en la computadora. Pasó de un canal al otro sin saber qué miraba. Sólo quería que pasara el tiempo, que ya fuera el día siguiente, y el otro, y el otro, y por fin el día en que se olvidara de quiénes habían sido sus hijos, y de dónde venían. Sobre todo la nena. Pedro era otra cosa, tenía apenas tres meses. Enseguida se le borrarían los olores, un aliento particular, una voz, un latido, un golpe. A su bebé lo iría haciendo a su medida. A la nena no. Sus ojos ya habían visto demasiadas cosas. Se le notaba. A Mariana le costaba mantenerle la mirada, le daba miedo. Como si esos ojos oscuros le pudieran mostrar lo que alguna vez vieron.
El despertador sonó a las siete y media. Mariana se levantó, se vistió y bajó a desayunar. Recién entonces le pidió a Antonia que despertara a Romina, le llevara el desayuno y la vistiera. Luego ella subiría a peinarla. Ernesto no las iba a acompañar. El hubiera querido, en esos eventos siempre se conoce a alguien que puede terminar siendo un buen contacto, o un buen cliente, y quería empezar a conocer la comunidad a la que ahora pertenecía. Pero Mariana le pidió que se quedara en casa con Pedro. Había tosido toda la noche, eso la tenía preocupada. Y Mariana preocupada era peor que perder cualquier tipo de negocio, él bien lo sabía.
Mariana subió al cuarto de la nena. La peinó lo mejor que pudo. El pelo de la nena era negro, brilloso, y rígido como alambre. El mismo día que los trajeron desde Corrientes los esperaba un peluquero. Todavía vivían en el departamento de Capital. En menos de cinco minutos la cabeza del bebé lucía totalmente rasurada. Pero con la nena, Mariana no podía hacer lo mismo. Aunque hubiera querido. Aquel día la nena jugaba con los mechones de pelo de su hermano desparramados por el suelo de la cocina, mientras Mariana, a un costado, le daba instrucciones al peluquero. «Tan corto no, tiene un pelo hermoso», dijo él. Mariana dudó, la miró, la nena sentada en el piso tenía la mirada clavada en el mosaico. La escoba de Antonia que barría el pelo muerto de su hermano le raspó la mano. «Córtele las puntas aunque sea, y rebájele un poco la cantidad», dijo Mariana. Pero el peluquero no pudo. En cuanto se acercaba con la tijera la nena entraba en una crisis de nervios. «Parece un gato encerrado», dijo Antonia. «Parece un gato herido», corrigió el peluquero. La nena sintió miedo; Mariana también. Aunque ya había pasado más de un mes de aquella primera tarde juntas, cada vez que Mariana la peinaba, la nena temblaba. «No te muevas que así no te puedo peinar», era todo lo que decía, y la nena hacía tanta fuerza para no moverse que terminaba cansada y dolorida. Le ató el pelo con una cinta escocesa, del mismo escocés que la pollera del uniforme, y le puso dos hebillas de carey marrón a cada costado que brillaban menos que su pelo. Mariana se preguntó dónde habría nacido. Y dónde sus padres. Que la hubieran ido a buscar a Corrientes no aseguraba nada. El nene sí, la madre estuvo internada en el hospital de Goya. Pero decían que la mamá no era de ahí. La nena podía ser correntina, pero también misionera, o chaqueña, o tucumana. Se inclinó por Tucumán. Mariana podía imaginársela dentro de unos años, robusta y maciza como una mujer tucumana que trabajaba en la casa de su amiga Sara como doméstica. Pedro también era robusto, pero poco a poco no se le iba a notar. Con suerte quizá no sean hijos del mismo padre y la genética lo beneficie, pensó. Medio hermano. Con la cabeza rasurada casi no se parecían. De bebé le pasaría la maquinita, una vez por semana si hiciera falta. Y de grande, pelo bien corto como Ernesto, y si era robusto mejor, lo pondrían de pilar en el equipo de rugby del colegio. Además la alimentación que recibiría sería siempre sana y la mejor, y eso ayudaría, pensó. Y deporte, mucho deporte. La nena, por más que se la pusiera a dieta o la matara a ejercicios, tenía los tobillos como macetas, y eso, Mariana lo sabía, no había forma de solucionarlo.
Le sacó las hebillas y se las volvió a poner. Un poco más alto. La nena la miraba casi sin parpadear. Mariana le contó del nuevo colegio, de la oportunidad que se le abría, de que uno no es nadie si no se maneja en inglés, de lo mucho que iba a tener que esforzarse. Después no le contó más, le pareció que no la escuchaba. Tomó la mochila de la nena y salió. La nena la siguió unos pasos atrás. Cuando pasó frente al cuarto de Pedro se escurrió dentro. «Chau, bebe», escuchó Mariana desde el pasillo. Fue a buscarla. «No lo despiertes, estuvo tosiendo toda la noche», dijo. Cuando ya estaban al pie de la escalera agregó: «Se dice bebé, no bebe». «Bebe», volvió a decir la nena sin acento, y Mariana ya no dijo nada.
Los alumnos formaban en el patio. Mariana averiguó cuál era la fila de primer grado y la dejó allí. La observó desde lejos. Era la más alta. La más grandota. Y la más oscura. El sol de la mañana rebotaba sobre su cabello. Mariana se puso a un costado. Algunos padres se quedaban hasta que se izara la bandera. Una mujer a su lado le hablaba. Ella también era nueva. Se acababan de mudar a la zona, como ellos. «¿Ustedes de qué colegio vienen?», preguntó. Mariana fingió no escuchar. Contó las cabezas de todas las chicas en la fila de primero «A». Seis rubias, ocho castañas claras, dos castañas oscuras. Y la nena. «¿La tuya cuál es?», insistió la mujer a su lado. «Aquella», dijo Mariana sin señalar. «¿La rubiecita del moño azul?» «No, la morocha grandota.» La mujer buscó con la mirada y antes de que la encontrara, Mariana agregó: «Es adoptada». Empezaron a sonar las primeras estrofas del Himno.
La primera señal de que formaríamos parte de grupo de amigos más reducido de los Scaglia nos llegó unos meses después de su mudanza. Yo estaba entrando a la ducha, apurada, había citado a un cliente para mostrarle una casa que salía a la venta, y me había quedado dormida. El uno a uno había reactivado el mercado. Yo no entendía bien por qué, si lo terrenos valían cada vez más en dólares; nunca en tendí demasiado de variables económicas y efecto cruzados, pero la gente que podía invertir estaba contenta, y yo también. Sonó el teléfono. Salí corriendo a atender pensando que era mi cliente. Casi me resbalo con los pies mojados. Era Teresa. «Los queremos invitar a casa el miércoles a la noche, Virginia, a eso de las nueve. Vamos a ser unas diez parejas amigas y nos gustaría que ustedes vinieran, es el cumpleaños del Tano.»
Antes de esa primera invitación, Ronie se había cruzado al Tano un par de veces en la cancha de tenis, y en una oportunidad habían tomado algo juntos después de un partido. Yo no los había vuelto a ver desde la escritura; en la etapa de la construcción sólo se los veía rodeados de arquitectos, y aunque estuve tentada de cruzarme varias veces, la actitud, sobre todo la del Tano, desalentaba cualquier acercamiento. Por lo que supe, no era la única intimidada. Estaba claro que el Tano era quien elegía con quién quería juntarse y con quién no. Uno no podía tomar la iniciativa de acercársele a menos que él diera una clara señal. Y rechazar una invitación suya tampoco era una decisión fácil de tomar. Les había llevado flores el día de la mudanza, con una tarjeta que decía: «Cuenten conmigo para lo que necesiten, su vecina, Virginia». A todos mis clientes, apenas mudados, les mandaba flores con esa tarjeta. Era un intento de tratar de correrme del rol de agente inmobiliario después de que se concretaban las operaciones, por eso firmaba Virginia, y no Mavi, el apócope de María Virginia que había adoptado para identificarme profesionalmente. Si no, los amigos nunca dejaban de ser potenciales clientes, y los clientes no pasaban de potenciales amigos. Lo tengo escrito en mi libreta roja. Todo se mezcla muy raro en La Cascada. Será porque en este lugar la definición del término amistad es demasiado amplia, tanto, que termina siendo estrecha.
Llegamos con la puntualidad que lo caracterizaba a Ronie. Fuimos los primeros. Nos abrió el Tano con una sonrisa de bienvenida que nos hizo sentir más esperados de lo que suponíamos. «¡Qué suerte que vinieron!» Ronie le dio el regalo. Era una remera de tenis, clásica, comprada en el
pro shop
que funciona junto a las canchas. La había comprado yo. Siempre regalo ese tipo de cosas. Una remera es un regalo políticamente correcto y fácil de cambiar. Me resulta difícil y absurdamente arriesgado comprar algo para quien conozco poco. Jamás habría comprado un libro, mucho menos a un hombre, que si leen son de leer ensayos de actualidad, políticos o económicos, más que novelas. Quizá tenés la mala suerte de regalarle un libro que dice «A» a alguien que piensa «B». Como caerle con la camiseta de Boca a alguien de River. Un papelón. Con la música me pasa lo mismo, y además, de música no entiendo nada. Juani entiende, pero le molesta que le pida consejo, y en esa época era todavía muy chico. Todavía es muy chico. Una remera me salvaba siempre. Si el homenajeado juega golf, remera de golf, con botones y cuellito tipo chomba, nunca cuello redondo, que no está permitido a quienes juegan ese deporte. Si corre, remera de entrenamiento,
dri-fit
, tela absorbente. Si juega tenis, remera clásica, blanca con azul o celeste, no mucho más jugado si recién lo conozco, y en el
pro shop
de Altos de la Cascada, donde no te dan factura y se puede cambiar sin problema sin siquiera llevar la bolsita.