Mientras lo arrastraba hasta el auto, Ronie gritó del dolor, y ese grito me despabiló. «Virginia, llévame a lo del Tano», gritó. No le hice caso, supuse que era una especie de delirio por la situación y lo subí al asiento de atrás como pude. «Llévame a lo del Tano, la puta madre», volvió a gritar y después se desmayó. Del dolor, me dijeron más tarde en el sanatorio, pero no. Manejé a toda velocidad, de la peor manera, sin respetar carteles de «Cuidado. Niños jugando», ni lomos de burro. Ni siquiera me detuve cuando vi cruzar por una calle transversal a Juani a toda velocidad corriendo descalzo. Detrás de él, Romina. Como huyendo de algo, esos dos siempre huyendo de algo, pensé. Y olvidando en alguna parte sus patines. Juani siempre pierde sus cosas. Pero no podía ocuparme de pensar en Juani. Esa noche no. En el camino hacia la entrada, Ronie se despertó. Todavía mareado, miró por la ventana tratando de ver dónde estaba, pero parecía no terminar de entender. Ya no gritaba. Dos calles antes de salir de La Cascada nos cruzamos con la camioneta de Teresa Scaglia. «¿Esa es Teresa?», preguntó Ronie. «Sí.» Ronie se agarró la cabeza y empezó a llorar, primero bajo, como un lamento, y después ahogado. Lo miré por el espejo retrovisor, acurrucado, lastimado. Intenté calmarlo con palabras, pero no fue posible, y me fui acostumbrando a su letanía. Como al dolor que se instala de a poco, como a las conversaciones llenas de palabras huecas.
Cuando llegué al sanatorio ya no escuchaba el llanto de mi marido. Pero el llanto estaba. «¿Por qué llora así?», le preguntó el médico de guardia. «¿Duele mucho?» «Tengo miedo», respondió Ronie.
Virginia siempre decía que aunque la casa de los Scaglia no era la mejor de Altos de la Cascada, era la que más llamaba la atención de los clientes de su inmobiliaria. Y si había alguien que sabía de mejores y peores casas en nuestro barrio, esa era ella. Sin duda la casa del Tano era una de las más grandes del country, y eso también marcaba una diferencia. Muchos de nosotros la mirábamos con cierta envidia, aunque ninguno se atrevería a confesarlo. De ladrillo enrasado, con techo de teja pizarra negra a varias aguas y carpintería de madera blanca, tenía dos plantas, seis dormitorios, ocho baños, sin contar el de la pieza de servicio. Salió en dos o tres revistas de decoración gracias a los contactos del arquitecto que la construyó. En la planta alta funcionaba un
home theatre
, y junto a la cocina, un
family
con muebles de ratán y una mesa de madera y hierro patinado color óxido. El living estaba frente a la pileta de natación y desde los sillones color arena, frente al ventanal que iba de pared a pared y del piso al techo, uno tenía la sensación de que estaba en el deck de madera que se extendía en cuanto terminaba la galería.
En el jardín cada arbusto había sido puesto en un lugar predeterminado de acuerdo con su color, altura, espesor, movimiento. «Es mi carta de presentación», decía Teresa, que al poco tiempo de mudarse a La Cascada abandonó graíblogía para empezar a estudiar paisajismo y, aunque no necesitaba trabajar, siempre parecía a la búsqueda de nuevos clientes, como si conquistarlos representara para ella mucho más que un nuevo jardín que atender. En su casa no había plantas marchitas ni apestadas, no había plantas que hubieran nacido porque sí, porque voló una semilla y allí cayó, no se veían hormigueros ni babosas. El pasto era como una alfombra de un verde intenso, inmaculado, sin matices. En una línea imaginaria, en el punto exacto donde cambiaba el color del pasto, terminaba el jardín y comenzaba la cancha de golf, el hoyo 17; un bunker de arena sobre el costado izquierdo, y un
hazard
, un pequeño espejo de agua artificial, sobre la derecha, completaban la vista desde la casa.
Teresa entró por la puerta que da al estacionamiento. No necesitó usar llaves, en Altos de la Cascada no echamos llave a las puertas. Dice que le llamó la atención no oír las risotadas típicas de su marido y sus amigos. Nuestros amigos. Risotadas ahogadas en alcohol. Y se alegró de no tener que ir a saludarlos, estaba demasiado cansada como para tolerar los mismos chistes de siempre, dijo. Como todos los jueves, se habían juntado a comer y a jugar a las cartas y por tradición, desde tiempo atrás, ese día sus mujeres tenían que ir al cine. Excepto Virginia, que hacía tiempo había dejado de ir con excusas de distinto tipo que nadie se molestaba en analizar demasiado, y en voz baja todos atribuíamos su alejamiento a sus problemas económicos. Los hijos de los Scaglia tampoco estaban esa noche; Matías dormía en casa de los Florín, y Sofía, muy a su pesar, por la insistencia de su padre había ido a dormir a la casa de sus abuelos maternos. Y la mucama de franco, el propio Tano había establecido que se tomara su descanso los jueves para que ese día nadie en la casa pudiera molestarlo ni a él ni a sus amigos, interrumpiendo por lo que fuera su partida de cartas.
Subió la escalera con el temor de que, tal vez, después de mucho vino o champán, los hombres hubieran terminado durmiendo la mona en el
home theatre
mientras fingían ver una película o algún evento deportivo. No estaban allí, y de camino a su cuarto ya no había riesgo de cruzarse con ellos. La casa parecía desierta. No estaba preocupada, sí intrigada. A menos que los amigos de su marido se hubieran ido caminando, pensó, no podían estar muy lejos; al entrar había tenido que esquivar las camionetas de Gustavo Masotta y de Martín Urovich estacionadas en la entrada de su casa. Se asomó al balcón, y en la oscuridad de la noche le pareció ver algunas toallas en el deck de madera. Era una noche agradable, a pesar de que apenas terminaba septiembre, y desde que el Tano había mandado instalar la caldera para calefaccionar el agua de la pileta, las especulaciones en cuanto al clima y la natación no seguían los patrones establecidos. Seguramente terminaron su mona en la pileta y están cambiándose en el vestuario del quincho, pensó. Y como no tenía más ganas de pensar, se puso el camisón y se metió en la cama.
A las cuatro de la mañana se despertó sola. El lado izquierdo de su cama estaba intacto. Caminó hasta el frente de la casa y a través de la ventana vio que las camionetas todavía estaban allí. La casa seguía muda. Bajó, pasó por el living y verificó que lo que había visto desde su balcón eran toallas y remeras. Pero no había luz en la pileta y le costó distinguirlo. Fue al
family
, todo estaba en su lugar: las botellas descorchadas, los ceniceros llenos de puchos, las cartas revueltas sobre la mesa como si recién hubieran terminado una partida. Siguió hasta el quincho y en el vestuario encontró la ropa de los hombres tirada sobre el banco, un calzoncillo hecho un bollo en el piso, una media sin su compañera colgada de la canilla de la ducha. Sólo la ropa del Tano había sido doblada prolijamente, y acomodada sobre una punta del banco, junto a sus zapatos. No podían haber ido a caminar a esa hora y en traje de baño, pensó. Entonces fue hacia la pileta. Intentó prender la luz, pero en ese sector estaba cortada, como si hubiera saltado el disyuntor, pensó, y luego supo que no había sido el disyuntor sino la llave térmica. El agua estaba calma. Tocó las toallas y se dio cuenta de que no habían sido usadas, estaban secas, apenas húmedas del rocío. Sobre el borde de la pileta, ordenadas en una fila perfecta, tres copas de champán vacías la desorientaron. No porque los hombres hubieran bebido ahí, lo hacían donde fuera, sino porque eran las copas de cristal del juego de casamiento, las que les había regalado el padre del Tano, y que el mismo Tano reservaba para ocasiones muy especiales. Teresa se acercó a levantarlas antes de que la brisa de la mañana, un gato o un sapo acabaran con ellas. Si no fuera por ciertos accidentes provocados por elementos de la naturaleza como esos, en La Cascada no corremos demasiados riesgos. Eso creíamos.
Mientras recogía las copas, Teresa apenas miró el agua inmóvil. Al tomarlas dos se chocaron y el ruido a cristal la estremeció. Las revisó y verificó que estaban intactas. Y se alejó hacia la casa. Caminó despacio, tratando de que las copas no volvieran a chocarse y sin saber lo que recién sabríamos todos al día siguiente: que debajo de esa agua tibia, en el fondo de su pileta, se hundían los cuerpos de su marido y dos de sus amigos, muertos.
Altos de la Cascada es el barrio donde vivimos. Todos nosotros. Primero se mudaron Ronie y Virginia Guevara, casi al mismo tiempo que los Urovich; unos años después, el Tano; Gustavo Masotta fue de los últimos en llegar. Unos antes, otros después, nos convertimos en vecinos. El nuestro es un barrio cerrado, cercado con un alambrado perimetral disimulado detrás de arbustos de distinta especie. Altos de la Cascada Country Club, o club de campo. Aunque la mayoría de nosotros acorte el nombre y le diga La Cascada, y otros pocos elijan decirle Los Altos. Con cancha de golf, tenis, pileta, dos
club house
. Y seguridad privada. Quince vigiladores en los turnos diurnos, y veintidós en el de la noche. Algo más de doscientas hectáreas protegidas a las que sólo pueden entrar personas autorizadas por alguno de nosotros.
Para entrar al barrio hay tres opciones. Por un portón con barreras, si uno es socio, poniendo junto al lector una tarjeta magnética y personalizada. Por una puerta lateral, también con barreras si es visita autorizada, y previa entrega de ciertos datos como el número de documento, patente, y otros números identifícatorios. O por un molinete donde se retiene el documento y se revisan bolsos y baúles, si se trata de proveedores, empleadas domésticas, jardineros, pintores, albañiles, o cualquier otro tipo de trabajadores.
Todo alrededor, bordeando el perímetro, y cada cincuenta metros, hay instaladas cámaras que giran ciento ochenta grados. Años atrás se habían instalado cámaras que giraban trescientos sesenta grados, pero fueron desactivadas y reemplazadas porque invadían la intimidad de algunos socios cuyas casas se encontraban cerca de los límites.
Las casas se separan unas de otras con cerco vivo. O sea, arbustos. No cualquier arbusto. Ya no están de moda ni la ligustrina, ni las campanillas violetas de otra época, típicas de los ferrocarriles. No hay cercos rectos, cortados con prolijidad semejando paredes verdes. Mucho menos arbustos redondeados. Los cercos se cortan desparejos, como desmechados, para que parezcan naturales, aunque el corte haya sido meticulosamente estudiado. A la vista parecería que esas plantas fueran más bien un accidente geográfico casual entre vecinos que una barrera puesta a propósito para marcar un límite. Aunque lo fuera y ese límite sólo pudieran insinuarlo plantas. No están permitidos alambrados, rejas, ni mucho menos paredes. Excepto el alambrado perimetral de dos metros de altura que corre por cuenta de la administración del barrio, y que pronto será reemplazado por un muro que cumpla con nuevas normas de seguridad. Los parques de las casas que dan al golf no tienen permitido poner ni siquiera cerco vivo en el lateral que da a la cancha; acercándose al borde uno puede deducir dónde terminan esos parques porque cambia el tipo de pasto, pero la mirada desde más lejos se pierde en el verde que continúa, y se lleva de la mano la ilusión de que la propiedad privada y propia abarca todo.
Las calles tienen nombre de pájaros. Golondrina, Batibú, Mirlo. No guardan un trazado lineal típico. Abundan los
cul de sac
, calles sin salida que terminan en una pequeña rotonda parquizada. Una especie de callejón más cotizado que el resto por ser menos transitado, más tranquilo. Todos quisiéramos vivir en un
cul de sac
. En un barrio no cerrado, un callejón así desvelaría el sueño de quien lo tuviera que transitar, sobre todo de noche; temería ser asaltado, emboscado. En La Cascada no, no sería posible, uno puede caminar a la hora que sea, por donde sea, absolutamente tranquilo porque nada puede pasarle.
No hay veredas. La gente va en auto, moto, cuatriciclo, bicicleta, carro de golf,
scooter
o
rollers
. Y si camina, camina por la calzada. En general, cualquier persona caminando que no lleve equipo de entrenamiento es empleada doméstica o jardinero. «Parquista» decimos en Altos de la Cascada en lugar de jardinero, seguramente porque ningún terreno baja de los mil quinientos metros cuadrados, y con ese tamaño un jardín se convierte automáticamente en parque.
Si uno levanta la cabeza no ve cables. Ni de luz, ni de teléfono, ni de televisión. Y por supuesto que hay de las tres cosas, sólo que corren bajo tierra, ocultos, para preservar a Los Altos y sus habitantes de la contaminación visual. Los cables corren junto a la cloaca, en un zanjado paralelo. Los dos ocultos bajo tierra.
Tampoco se permite dejar a la vista tanques de agua, que son camuflados detrás de falsas paredes que los envuelven. Ni ropa tendida. La Oficina Técnica del barrio debe aprobar, junto con los planos de la casa, el lugar elegido para tender la ropa, y si con posterioridad el vecino usa un sector que permite ver la ropa lavada desde las casas lindantes y alguien lo denuncia, es multado.
Las casas son diferentes, ninguna casa pretende ser abiertamente copia de otra. Aunque lo sea. Imposible no parecerse cuando se deben respetar estéticas semejantes. O porque lo dice el código edilicio, o la moda. A todos nos gustaría que nuestra casa fuera la más linda. O la más grande. O la mejor construida. Por estatuto, todo el barrio está dividido en sectores donde sólo puede hacerse un tipo de casas, definido por su aspecto exterior. Está el sector de las casas blancas. El sector de las casas de ladrillo. El sector del techo pizarra negro. Uno no puede construir una casa de un tipo en un sector determinado como de otro. En una vista aérea el club se ve repartido en tres manchas: una roja, una blanca y una negra.
En el sector de ladrillo están los dormís, especie de departamentos donde duermen los socios que sólo vienen los fines de semana y no quieren mantener una casa. Vistos desde lejos, los dormís parecen tres grandes chalets, y sin embargo son muchos cuartos pequeños, distribuidos en las tres moles, con un cuidado jardín al frente.
Y una característica más, tal vez de las más llamativas del barrio donde vivimos: los olores. Los olores del barrio cambian con las estaciones. En septiembre todo huele a jazmín de leche. Y no es una frase poética, sino puramente descriptiva. Todos los jardines de La Cascada tienen por lo menos un jazmín de leche para que florezca en primavera. Trescientas casas, con trescientos jardines, con trescientos jazmines de leche, encerradas dentro de un predio de doscientas hectáreas, con alambrado perimetral y seguridad privada, no es un dato poético. Por eso en primavera el aire se siente pesado, dulce. Empalaga a quien no está acostumbrado. Pero en algunos de nosotros genera una especie de adicción, o atracción, o nostalgia, y cuando nos vamos estamos deseando volver para respirar otra vez ese olor a flores dulces. Como si no se pudiera respirar bien en ningún otro lado. El aire en Altos de la Cascada pesa, se siente, quienes vivimos aquí es porque nos gusta respirar así, con las abejas zumbando detrás de algún jazmín. Y aunque con cada estación cambia el perfume, la sensación de querer respirar ese aire se mantiene intacta. En verano La Cascada huele a pasto recién cortado y regado, y a cloro de las piletas. El verano es la estación de los ruidos. Chapuzones, gritos de chicos que juegan, chicharras, pájaros quejándose del calor, música que se cuela por las ventanas abiertas, algún solitario tocando la batería. Ventanas sin rejas, en La Cascada no hay rejas. No hacen falta rejas. Mosquiteros sí, para que no molesten los insectos. El otoño huele a ramas podadas, recién cortadas pero frescas, nunca dejar que se pudran, hay hombres con buzo verde y el logo de Altos de la Cascada recogiendo hojas y ramas después de cada tormenta de lluvia o viento. Las huellas de las tormentas desaparecen muchas veces antes de que hayamos tomado el desayuno y salido para el trabajo, la escuela o una caminata matutina. Apenas si nos enteramos por el piso húmedo, y el olor a tierra mojada. Hasta a veces dudamos de si la tormenta que nos despertó la noche anterior realmente existió o la soñamos. Y en invierno, el olor de los leños quemándose en las chimeneas. Olor a humo y eucaliptos; y el olor más privado y más secreto, el de la propia casa. El que se compone de una mezcla que sólo cada uno de nosotros conoce.