«Una comisión inmobiliaria, por mínima que sea, es lo suficientemente deseada, aleatoria e imprevisible como para no atarse a horarios», dice mi libreta roja en el capítulo dedicado a «Comisiones y otros padecimientos». Pero esa tarde estaba citada en el colegio de Juani, y eso me había tenido preocupada todo el día. A fin de año no me habían querido aceptar la reinscripción, Juani pasaba a octavo grado y la psicopedagoga del colegio consideraba que no estaba lo suficientemente preparado como el resto de sus compañeros. No había sido clara, ni había dicho exactamente qué lo diferenciaba. Creo que de alguna manera el episodio de años atrás, aquel dibujo de Fernández Luengo arriba de su perro, pesaba en la carpeta de antecedentes de mi hijo. Aunque ella no se hubiera atrevido a mencionarlo. Tendría que haberle hecho caso a Ronie en aquel momento. Él insistía con que había que ir al colegio y contar la verdad de aquella historia, pero yo me opuse. Lo que hiciera Fernández Luengo dentro de su casa era cosa de él, y que Juani lo espiara a través de su ventana no era justificable. Eso le dije, a Ronie. Pero en realidad no era eso. Tenía miedo. Sabía que no era fácil meterse con mi vecino. Lo tenía anotado en la ficha de su casa con letras rojas. Era un tipo poderoso, uno de los abogados que más sabía en el país de contrabando. De cómo no caer en la cárcel acusado de contrabando. Conocía a todos en la aduana que fuera y en el juzgado federal que fuera. Pensé que si se llegaba a enterar de lo que había hecho nuestro hijo podría hacernos daño. No sabía qué, si yo ni siquiera compro en el free shop, pero estaba asustada. Tal vez difamarme y que no pudiera vender una casa más en La Cascada. O hablar mal de Ronie y que las pocas posibilidades que tuviera de hacer alguno de sus negocios se esfumaran. O inventar algo malo acerca de Juani. Hacer victimaria a la víctima. Lo convencí de no decir nada. Si de todos modos Juani no volvería a hacer lo que había hecho. Nos ocupamos de explicárselo muy bien. «Volvés a dibujar a alguien, a quien fuera, en bolas, y te parto la cara», le dijo Ronie. Y lo cambiamos de cuarto. A uno más chico, pero que daba a nuestro parque. Sacando aquel episodio, no había antecedentes concretos para negarnos la reinscripción, aunque ése tampoco lo fuera. Sus notas de castellano no eran brillantes pero tampoco merecían un castigo. En inglés sólo tenía problemas con geografía e historia. Debo reconocer que durante el año no le había dado demasiada importancia, nunca sospeché que saber qué rey reemplazó a qué otro en Inglaterra, o cuál es el clima en el norte de Irlanda fuera tan importante para su desarrollo. Pero quedarse fuera de ese colegio sí lo era, porque, malo o bueno, era quedarse fuera del mundo en el que vivíamos. Técnicamente no lo podían hacer repetir porque en castellano había aprobado, así que a fin del año pasado y con muchas vueltas me sugirieron que lo cambiara de colegio «para no pasar ni él ni ustedes por el sacrificio de hacerlo estudiar tanto en las vacaciones». Ni Ronie ni yo estuvimos de acuerdo. Lo hicimos estudiar geografía e historia inglesa todo el verano. Se negó a que le pusiéramos una maestra particular y lo ayudaba Romina, la hija de los Andrade, que para sorpresa de su madre era una de las mejores alumnas de la división de las nenas. Se habían hecho muy amigos desde que la chica apareció por el barrio y el colegio. «Dios los cría», me dijo un día la madre y yo no tuve la valentía de pedirle explicaciones. Ese día, el día que apareció Gustavo Masotta en la puerta de mi oficina, me iban a dar una respuesta definitiva acerca de la reinscripción. Una respuesta que yo venía esperando con más ansiedad que la concreción de cualquier operación inmobiliaria. Era consciente de que el hecho de haberme atrasado tantas veces con las cuotas no iba a ayudar. Pero finalmente siempre pagué, y con sus intereses. «La espero», dijo Masotta. «Es que no tengo ni idea de cuánto tiempo me va a llevar esa reunión», dije. Aunque en realidad lo que me acobardaba no era la demora sino el humor con el que volvería. No soy de humores fáciles, pero sí predecibles. No iba a aceptar que Juani se tuviera que cambiar de colegio, ya me sentía lo suficientemente distinta de nuestras amistades como para agregar circunstancias. El
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se jactaba de ser «el colegio que garantiza el mejor inglés de la zona». Yo quería que Juani tuviera tan buen inglés como el resto de los chicos que lo rodeaban, y todos esos chicos iban al
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. Muchas veces me había preguntado si la dificultad de Ronie para reinsertarse en el mercado laboral no habría tenido que ver con su falta de manejo del idioma. Yo tampoco sabía una palabra de inglés, pero para vender casas no me hacía falta. Y no quería que mi hijo terminara vendiendo casas. Para mí estaba bien, a mí me gustaba, pero para Juani no. Para Juani había imaginado otro futuro, no sabía cuál, pero uno distinto del mío.
Gustavo me extendió la última carpeta. Tenía las uñas mordidas, lo que desentonaba con el cuidado de su aspecto general, hasta le sangraba el costado del dedo mayor, como si recién se hubiera arrancado un padrastro. «En serio, puedo esperar, necesito resolver este tema», y dudé a qué se refería cuando decía «este tema». No parecía que se refiriera sólo al alquiler de una casa. Pero mi tema me importaba más. «¿Por qué no armamos una reunión para el fin de semana? A esta hora casi no hay luz y Altos de la Cascada con luz es otra cosa. La luz artificial no alcanza para darse cuenta de lo que es este lugar; este lugar es único.» Le extendí mi tarjeta sin darle opción a otra alternativa que dejar el encuentro para mejor ocasión. Me subí al auto y me fui.
Sabía que lo más probable era que hubiera perdido un cliente, pero si no lo había perdido en ese momento, lo perdería a mi regreso, sumergida en el fastidio que me producía, por aquel entonces, que me marcaran mis imperfecciones o aquellas de las que me sentía responsable. Las de mi hijo. Con el tiempo y la supuesta gravedad de esas imperfecciones, el fastidio se convirtió en dolor, pero no en dolor emocional, en dolor real, físico, una puntada en el medio del pecho como si el esternón estuviera a punto de ser partido al medio. Y luego el dolor en callo. Y el callo en nada. Tal vez en una amputación.
Busqué a mi cliente reflejado en el espejo retrovisor del auto. Seguía ahí, parado frente a la inmobiliaria pasándose la mano por la cara de una manera especial, como si a él también algo lo fastidiara, algo más importante que mi negativa a atenderlo. Tomé la curva que me llevaba al
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, y ya no lo vi más.
Tardé una hora y media. Me hicieron esperar y hablaron más de lo que tenía previsto. Juani había aprobado los exámenes que le habían tomado, y yo estaba a punto de morirme de alegría cuando escuché la palabra «pero». Me dijeron que Juani era un chico que podía considerarse de «la media», y que el nivel del resto del grupo era tan alto que ellas consideraban que la exigencia iba a ser demasiado fuerte para él, «porque octavo año tiene en este colegio un régimen muy estricto, muy exigente, y el
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no tiene apoyo personalizado a esa altura de la escolaridad. Ya no son chicos. Nosotros nos basamos en el propio esfuerzo, el que llega, llega, y el que no, es mejor que intente en otro colegio menos exigente. Es como una selección natural que dejamos que ocurra sola, ¿me entendés?». Y yo entendía. «No nos sirve que un alumno promueva porque uno tiene en cuenta que es diferente de sus compañeros; necesitamos elemento parejo», me dijo la directora con una sonrisa. «Quiero que Juani lo intente», insistí. «No sé si es lo más acertado.» «Nadie lo puede saber hasta que lo haga, y yo le quiero dar la oportunidad.» «No me parece.» Me fastidié. «Ponga por escrito qué no le parece y los motivos, y entonces no insisto más, quiero tener algún papel que pueda presentar… en alguna parte», dije.
La directora firmó la reinscripción. Salí de la reunión ansiosa por contarle a Ronie que habían aceptado que su hijo siguiera en el colegio. Pero busqué mi celular y no lo encontré. Cuando llegué a la entrada de La Cascada me detuvo un guardia. «La está esperando ese señor.» Y señaló hacia donde estaba Gustavo Masotta. «Dice que encontró su celular pero no quiso dejármelo, se lo quiere dar en mano.»
Estacioné y me bajé del auto. Gustavo a lo lejos levantó el celular y lo movió en el aire para que lo viera. Era el mío. «Al rato que se fue, me di vuelta y casi lo piso, quedó ahí en la vereda. Debe haberlo dejado cuando cerró la puerta», dijo e imitó mi ritual de patada en la base. «No sabía si era seguro dejarlo acá en la guardia.» «Si no es seguro estamos listos, le pagamos fortunas a esta gente. Lamento que se haya tomado esta molestia.» Hubo un silencio. Los dos quedamos como esperando un paso del otro. Finalmente él habló. «Bueno, entonces, ¿nos tendremos que ver el fin de semana, no?»
Le mostré lo que quería esa misma noche. Mi humor era muy bueno gracias a la reinscripción de Juani, él me había esperado más de una hora y media para darme el celular en mano, y sentí que lo menos que podía hacer era mostrarle un par de casas y aliviarle esa urgencia que no trataba de disimular. Sospeché que fuera un recién separado, apurado por encontrar un nuevo lugar donde dormir. Aunque es raro que separados elijan vivir en Altos de la Cascada a menos que tengan chicos y no sepan qué hacer con ellos el fin de semana. O que la separada sea una mujer abandonada a su suerte en la casa que figura como bien de familia. Nuestro barrio no es un lugar que elige gente sola. La Cascada es un lugar, sin duda, aislado, y eso no es necesariamente malo, tal vez hasta sea todo lo contrario. Pero hay que reconocer que está alejado de otros mundos, y lo que para unos puede ser la mejor virtud, para otros se convierte en una pesadilla.
Sin darme cuenta, habíamos pasado la barrera y empecé a tutearlo. «¿Buscas algo de qué tamaño? ¿Tenés chicos?», dije mientras nos internábamos por las calles de La Cascada. «No, somos dos, mi mujer y yo. Hace cinco años que estamos casados pero todavía no tenemos hijos.» «A lo mejor acá se entusiasman, este lugar es ideal para disfrutar con chicos.» No contestó, bajó la ventanilla y se perdió por alguna de nuestras calles. Mientras el auto avanzaba me puse a recordar cuándo fue que acepté no tener más hijos que Juani. Antes de casarnos fantaseábamos con tener por lo menos tres, pero a partir de que Ronie se quedó sin trabajo, las preocupaciones se concentraron más en cómo seguir manteniendo lo que teníamos que en ninguna otra cosa. Y lo que teníamos se medía en metros cuadrados, viajes, confort, colegio, auto, posibilidad de hacer deporte; no en hijos. Siempre que hubiera por lo menos uno que confirmara la familia.
«Uh, acá, ya la veo a tu mujer con la panza. Altos de la Cascada es como una burbuja fértil.» No sé si me escuchó. En varios momentos de la recorrida tuve la sensación de que Gustavo no me escuchaba. Estaba decidido a alquilar una casa esa misma noche, recorría las casas observando detalles a los que yo no les hubiera dado importancia, y estaba claro que cualquier cosa que dijera a favor o en contra de algún inmueble no modificaría en absoluto su decisión. «A Carla no le gustan las paredes pintadas con colores oscuros», «Carla odia el vidrio repartido«, «a mi mujer no le gusta el piso plastificado», «si Carla ve la cerámica del baño principal, se muere», eran algunos de los argumentos que usó para descartar posibles viviendas.
Al fin apareció una. «Me parece que le va a gustar esta», dijo cuando le mostré la casa de los Garibotti. Era una casa toda en planta baja, chica para el promedio de Altos de la Cascada, pero con detalles de buen gusto: carpintería de madera, pisos de pinotea, herrajes antiguos. Una casa definitivamente no estilo country. Más bien una casa bostoniana. «Tengo otra para mostrarte, más o menos en el mismo precio, un poco más moderna y con un jardín mucho más grande.» «No, este jardín es suficiente. Alquilo ésta, ésta está bien. ¿Cuánto te tengo que dejar de seña?» «¿Pero no querés que antes la vea tu mujer?» «No», dijo y me miró con una ambivalencia en la que se desafiaban su fuerza y su debilidad. Buscó algo más que decir, como si un «no» tan rotundo necesitara explicarse. «No quiero que sepa, es una sorpresa, un regalo sorpresa.» Era evidente que mentía. «Ah, una sorpresa. Tu mujer va a estar chocha», también mentí. En mis años en La Cascada había visto muchos regalos sorpresa y había perdido mi capacidad de asombro. La camioneta Mercedes Benz que le regaló Insúa a Carmen en la noche que nos invitó a varios amigos a cenar a su casa y que apareció en medio de la cena atravesando el parque manejada a campo traviesa por un chofer, con moño blanco y todo. La camioneta, moño blanco, el chofer, sin moño. La productora que le montó Felipe Lagos a su segunda esposa, cuando terminó el curso de cine que estaba haciendo. El viaje de compras a Miami para Teresa Scaglia y una amiga que le pagó el Tano en su último cumpleaños, con crucero incluido. Pero alquilar una casa, a cincuenta kilómetros del domicilio actual, sin consultarlo con la mujer, no me sonaba posible. Si la hubiera comprado, todavía, pero alquilada, de ninguna manera.
Mientras preparaba los papeles de la reserva, lo observé caminando por el parque; respiraba profundo, como si quisiera tomarse todo ese aire. Un hombre solo, que acababa de elegir la casa que iba a compartir con su esposa, que no necesitaba convalidar con ella su decisión, pero a la vez absolutamente pendiente de que fuera de su agrado hasta en el último detalle.
Entró en la casa y se desplomó en una silla junto a mí. Firmamos la reserva, le tomé una seña y le informé cuánto era mi comisión. Quiso pagarla en el momento, le dije que no, que yo recién esa noche o al día siguiente me comunicaría con el dueño y que si estaba todo en orden la semana próxima podrían firmar el contrato de alquiler, y cancelar el resto. «Me quiero mudar este fin de semana.» «Bueno, hay que terminar el papelerío, limpiar la casa a fondo, el dueño tendrá que sacar algunas cosas.» «Yo me ocupo de la limpieza. Y que deje lo que quiera, a mí no me molesta.» «Voy a hacer lo posible.» «Me tengo que mudar cuanto antes.» No fue un ruego. Lo dijo con firmeza. Me hizo recordar aquella firmeza con la que el Tano Scaglia me había dicho años atrás que quería el terreno donde hizo su casa y no otro, ningún otro. Pero, aunque firmes, los dos tenían actitudes muy distintas. Gustavo no tenía la misma calma, no estaba seguro de que conseguiría lo que quería. En su firmeza había desconfianza y dolor. En la del Tano no. Sin embargo, había algo en Gustavo Masotta que me hacía acordar al Tano Scaglia, algo que los hacía acercarse como imanes, parecerse a pesar de ser distintos. «De casualidad, ¿jugás al tenis vos?», le dije de camino a la salida. «Jugaba, mucho, antes de casarme, fui federado.» «Entonces, cuando te instales avísame, que tengo alguien para presentarte, el Tano Scaglia, un socio que juega un tenis espectacular y no encuentra rival a su altura.» «Espero no defraudar sus expectativas», dijo, y me sonó a falsa modestia. «Me va a venir bien, necesito conocer gente nueva.» «Sí, cuando te venís a vivir acá siempre necesitas conocer gente nueva. A todos nos pasó. Los demás, los amigos de antes, quedan demasiado lejos.» Me miró, sonrió, y luego otra vez se perdió con la mirada a través de la ventanilla. Yo lo miraba de reojo y me preguntaba si realmente me habría olvidado el celular o si habría sido todo una escena montada por Gustavo, que necesitaba alquilar una casa esa misma tarde. Y no tuve dudas de cuál era la respuesta.