Las mujeres de César (30 page)

Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Haré todo lo que esté en mi mano con las fuerzas de que dispongo —dijo Lúculo con una frialdad cada vez más acentuada—. Iré hacia el norte en persecución de Tigranes y Mitrídates. Los obligaré a que se retiren por delante de mí, los acorralaré en Artaxata y los haré pedazos.

—No es la mejor época del año para ir tan lejos hacia el norte —dijo Lucio Fanio con aspecto preocupado—. No podremos partir hasta… oh, hasta
sextilis
, según el calendario. Luego sólo dispondremos de cuatro meses. Dicen que todo el terreno está por encima de los cinco mil pies, y la estación propicia para los cultivos dura escasamente el verano. Tampoco podremos llevar con nosotros demasiadas provisiones; y creo que el terreno de montaña es roca sólida. Pero tú, claro, seguro que quieres ir hacia el oeste del lago Thospitis.

—No, pienso ir al este del lago Thospitis —respondió Lúculo, que ya se había encerrado por completo en su concha—. Si el único tiempo de que disponemos son cuatro meses, no podemos permitirnos un rodeo de doscientas millas sólo porque la marcha sea en cierto modo más fácil.

Sus legados parecían disgustados, pero ninguno se atrevió a discutir. Acostumbrados desde hacía mucho a aquella helada expresión del rostro de Lúculo, no creían que ningún argumento fuera a disuadirlo.

—Y mientras tanto, ¿qué harás? —le preguntó Fanio.

—Dejar aquí a los fimbrianos revolcándose en la buena vida —dijo Lúculo con un tono de desprecio—. ¡Bastante les complacerá ya la noticia!

Así fue como a primeros del mes
sextilis
el ejército de Lúculo por fin partió de Tigranocerta, pero no para marchar hacia el Sur, con el calor. Esta nueva dirección —como supo Clodio a través de Silio y Cornificio— no complacía precisamente a los fimbrianos, quienes hubieran preferido holgazanear en Tigranocerta fingiendo estar de servicio en la guarnición. Pero por lo menos el clima sería soportable. ¡Y en toda Asia no había montaña capaz de acobardar a un fimbriano! Ellos las habían escalado todas, afirmaba Silio complacido. Y aparte de esto, cuatro meses significaban una bonita y breve campaña. Cuando llegara el invierno estarían de regreso en la acogedora Tigranocerta.

Lúculo en persona abría la marcha sumido en un silencio pétreo, porque se había enterado durante una visita a Antioquía que lo habían destituido del cargo de gobernador de Cilicia; iban a poner la provincia en manos de Quinto Marcio Rex, el cónsul
senior
de aquel año, y Rex estaba ansioso por partir hacia el Este durante su consulado. ¡Con tres legiones recién formadas que lo acompañaban!, según oyó el ultrajado Lúculo. ¡Y sin embargo él, Lúculo, no consiguió sacarle a Roma ni una sola legión cuando su propia vida dependía de ello!

—Por lo que a mí respecta, muy bien —dijo Publio Clodio con presunción—. Rex también es mi cuñado, no lo olvides. Yo soy como un gato: ¡siempre aterrizo de pie! Si no me quieres a tu lado, Lúculo, iré a reunirme con Rex en Tarso.

—¡No te apresures! —repuso Lúculo con un gruñido—. Lo que no te he dicho todavía es que Rex no puede salir hacia el Este tan pronto como había planeado. El cónsul
junior
murió, y luego murió también el cónsul suplente; Rex no puede moverse de Roma hasta que acabe su consulado.

—¡Oh, vaya! —dijo Clodio.

Y acto seguido se marchó.

Una vez que dio comienzo la marcha a Clodio se le hizo imposible buscar a Silo o a Cornificio sin que ello se hiciese evidente; durante aquella etapa inicial decidió mantenerse discretamente entre los tribunos militares sin decir ni hacer nada. Tenía la impresión de que cuando pasase un poco de tiempo se le presentaría la oportunidad, porque los huesos decían que a Lúculo se le había acabado la suerte. Y él no era el único que pensaba así; los tribunos, e incluso los legados, estaban empezando a cuchichear acerca de la mala suerte de Lúculo.

Los guías le habían aconsejado a éste que marchase siguiendo hacia arriba el curso del Canirites, el afluente del Tigris que corría junto a Tigranocerta y subía por el macizo, al sudeste del lago Thospitis. Pero todos los guías eran árabes de las tierras bajas; por mucho que Lúculo había buscado no había encontrado a nadie en la región de Tigranocerta que procediera del macizo situado al sudeste del lago Thospitis. Lo cual le habría dicho algunas cosas acerca del país en el que se estaba aventurando, pero no fue así porque su espíritu estaba tan dolorido a causa del fracaso de las legiones cilicias que ya no era capaz de ser objetivo. Sin embargo, sí que tuvo la mente lo suficientemente fría como para enviar por delante a algunos de sus jinetes galacios. Estos regresaron para informarle de que el Canirites tenía un curso corto que acababa en una auténtica muralla de montañas que ningún ejército podría cruzar, ni siquiera a pie.

—Vimos a un pastor nómada —le dijo el jefe de la patrulla—, y nos sugirió que nos dirigiéramos hacia el Lico, el próximo gran afluente del Tigris por el sur. Tiene el curso largo y corre tortuoso entre la pared de montañas misma. Dice que su nacimiento es más apacible, que seríamos capaces de cruzar en algún punto hasta la tierra más baja que rodea el lago Thospitis; y una vez allí, nos ha explicado, será más fácil avanzar.

Lúculo frunció horriblemente el entrecejo por el retraso que ello suponía y expulsó a los árabes con cajas destempladas. Cuando pidió ver al pastor con la idea de convertirlo en guía, los galacios le informaron con tristeza de que el muy granuja había desaparecido junto con sus ovejas y no podían encontrarlo.

—Muy bien, nos pondremos en marcha hacia el Lico —dijo el general.

—Hemos perdido dieciocho días —apuntó Sextilio tímidamente.

—Ya lo tengo en cuenta. Y así, después de haber hallado el Lico, los fimbrianos y la caballería comenzaron a seguir el curso del río y se adentraron en un terreno cada vez más elevado a través de un valle que iba estrechándose a cada paso. Ninguno de ellos había estado con Pompeyo cuando éste abrió una nucva ruta al atravesar los Alpes occidentales, pero si alguno hubiera estado, habría podido contarles a los demás que la senda de Pompeyo era cosa de niños comparado con esto. Y el ejército continuó trepando, esforzándose por abrirse camino entre grandes rocas arrojadas por el río, que ahora se había convertido en un rugiente torrente imposible de vadear y que se hacía cada vez más estrecho, más profundo, más agreste.

Doblaron un recodo y emergieron a una loma cubierta en su mayor parte de hierba que se extendía como si fuera un parque; no era exactamente una cuenca, pero por lo menos el lugar ofrecía un poco de pasto para los caballos, que estaban delgados y hambrientos. Pero ello no consiguió alegrarlos, porque el extremo más distante —que era aparentemente la línea divisoria de la cuenca— era algo aterrador. Y Lúculo no estaba dispuesto a permitirles que se quedaran allí más de tres días; llevaban más de un mes de camino, y en realidad se encontraban a muy poca distancia de Tigranocerta, hacia el norte.

La montaña que les quedaba a la derecha cuando empezaron a avanzar por aquella espantosa tierra virgen era un gigante de dieciséis mil pies, y ellos estaban a diez mil pies de altura en la ladera de la misma; jadeaban bajo el peso de los petates, se preguntaban por qué les dolía la cabeza, por qué daba la impresión de que no conseguirían nunca llegar a llenar el pecho de aquel precioso aire. La única salida era un nuevo y pequeño torrente, y las paredes de la montaña se alzaban a ambos lados del mismo tan abruptas que ni la nieve podía encontrar allí asidero alguno. A veces les costaba un día entero sortear sólo una milla escasa, gateando a duras penas sobre las rocas, agarrándose al borde de la hirviente catarata que iban siguiendo, tratando con desesperación de no precipitarse al vacío y golpearse hasta quedar convertidos en picadillo.

Nadie veía la belleza; la marcha era demasiado espantosa. Y no parecía hacerse menos espantosa a medida que los días transcurrían con lentitud y la catarata parecía no calmarse nunca, sólo se ensanchaba y se hacía más profunda. Por la noche. hacía un frío glacial, aunque ya estaban en pleno verano, y durante el día, los enormes muros de montaña que los cercaban no les permitían sentir el sol. No podía haber nada peor.

Hasta que vieron la nieve manchada de sangre, justo cuando el desfiladero que habían ido recorriendo empezaba a ensancharse ligeramente y los caballos lograban mordisquear un poco de hierba. Ahora menos verticales, aunque casi igual de altas, las montañas contenían sabanas y ríos de nieve en sus hendiduras. Nieve que tenía exactamente el mismo color rosa parduzco producido por la sangre que la nieve de un campo de batalla después de terminar la matanza.

Clodio se precipitó hacia el lugar donde se hallaba Cornificio, cuya legión precedía a la de veteranos que mandaba Silio.

—¿Qué significa eso? —le preguntó Clodio aterrado.

—Significa que vamos hacia una muerte cierta —le contestó Cornificio.

—¿Lo habías visto alguna vez antes?

—¿Cómo iba a haberlo visto antes si está aquí como un mal presagio para todos nosotros?

—¡Tenemos que dar la vuelta! —dijo Clodio estremeciéndose.

—Ya es demasiado tarde —le indicó Cornificio.

De manera que continuaron con gran esfuerzo, aunque ahora con un poco más de facilidad porque el río había logrado excavar dos márgenes y la altura iba disminuyendo. Pero Lúculo anunció que se encontraban demasiado al este, así que el ejército, todavía mirando fijamente la nieve manchada de sangre que los rodeaba en las cimas, empezó a escalar una vez más. En ninguna parte habían hallado signos de vida, aunque todos tenían órdenes de capturar a cualquier nómada que se pudieran encontrar. ¿Cómo podría nadie vivir mirando la nieve ensangrentada?

Dos veces escalaron hasta diez y once mil pies, dos veces cayeron dando traspiés, pero el segundo desfiladero resultó más acogedor, porque la nieve manchada de sangre desapareció y se convirtió en una hermosa y corriente nieve blanca, y en lo alto del segundo desfiladero miraron a lo lejos y vieron el lago Thospitis soñando exquisitamente azul al sol.

Con las rodillas débiles, el ejército descendió hasta lo que parecían los Campos Elíseos, aunque la altitud continuaba siendo de cinco mil pies y no había el menor rastro de cosechas, porque nadie quería arar un suelo que permanecía helado hasta el verano y volvía a helarse con el primer soplo del viento otoñal. Tampoco había árboles, pero crecía la hierba; los caballos engordaron, aunque no los hombres, y por lo menos volvía a encontrarse espárragos silvestres.

Lúculo aceleró el avance, pues era consciente de que en dos meses no había logrado avanzar más de sesenta millas hacia el norte de Tigranocerta. Sin embargo, lo peor había pasado; ahora podían marchar con más rapidez. Al bordear el lago halló un pequeño poblado de nómadas que habían sembrado grano, y cogió hasta la última espiga para aumentar las mermadas provisiones. Unas cuantas millas más adelante encontró más grano, y lo cogió también junto con todas las ovejas que el ejército pudo encontrar. Ahora el aire ya no parecía tan tenue; no porque no lo fuera, sino porque todos se habían acostumbrado a la altura. El río que corría al salir de entre otras elevadas cumbres del norte y desembocaba en el lago era bastante ancho y plácido, además seguía la misma dirección que Lúculo tenía pensado tomar. Los aldeanos, que hablaban un meda distorsionado, le habían dicho por medio del intérprete, un cautivo medo, que sólo quedaba una cordillera más de montañas entre el lugar en que se hallaban y el valle del río Araxes. ¡El valle donde se extendía la ciudad de Artaxata! ¿Eran unas montañas malas?, había preguntado Lúculo. No tan malas como aquellas de donde había surgido aquel extraño ejército, había sido la respuesta.

Luego, cuando los fimbrianos abandonaban el valle del río para subir hacia tierras altas bastante onduladas, mucho más contentos a causa del terreno que ahora pisaban, una tropa de
cataphracti
avanzó hacia ellos. Como los fimbrianos tenían ganas de una buena pelea, arrollaron a aquellos macizos hombres y caballos cubiertos de malla y sembraron la confusión sin necesidad de la ayuda de los galacios. Después les tocó el turno a los galacios, que se las vieron hábilmente con una segunda tropa de
cataphracti
. Y se quedaron vigilando a la espera de que llegasen más.

Pero no llegaron más. Y después de un día de marcha comprendieron por qué. El terreno era completamente llano, pero hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones, en realidad lo que veían era un nuevo obstáculo, algo tan raro y horroroso que se preguntaron a qué dioses habrían ofendido para que los maldijeran con semejante pesadilla. Y de nuevo aparecieron las manchas de sangre, aunque esta vez no se encontraban solamente sobre la nieve, sino que embadurnaban todo el paisaje.

Lo que veían eran rocas con bordes afilados como navajas de afeitar de diez a cincuenta pies de altura, volcadas inexorablemente sin interrupción unas encima de otras, unas contra otras, inclinadas hacia todas partes sin razón, lógica ni pauta alguna en la distribución.

Silio y Cornificio solicitaron una entrevista con el general.

—No podemos atravesar esas rocas —dijo Silio llanamente.

—Este ejército puede atravesar lo que sea, eso ya está demostrado —respondió Lúculo, muy enojado por la protesta.

—No hay ningún sendero —apuntó Silio.

—Entonces haremos uno —dijo Lúculo.

—No, no podremos hacerlo en esas rocas —intervino Cornifieio—. Lo sé porque he hecho que unos cuantos hombres lo intenten. No sé de qué están hechas esas rocas, pero sin duda se trata de algo más duro que nuestras
dolabrae
.

—Entonces nos limitaremos a trepar por ellas —dijo Lúculo.

No estaba dispuesto a ceder. El tercer mes iba tocando a su fin; tenía que llegar a Artaxata. Así que el pequeño ejército entró en el campo de lava fracturada por un mar interior en alguna remota época del pasado. Y se estremecieron de miedo porque «aquellas rocas» estaban manchadas de liquen color rojo sangre. Era un trabajo dolorosamente lento, parecían hormigas que cruzaran penosamente una llanura de pucheros rotos. Sólo que los hombres no eran hormigas; «aquellas rocas» cortaban, magullaban y castigaban con crueldad. Y tampoco había ningún camino alrededor, porque en cualquier dirección lo único que se alzaba en el horizonte eran más montañas nevadas, a veces más cerca, otras veces más lejos, siempre acorralándolos en aquel terrible afán.

Other books

Made You Up by Francesca Zappia
The Quiet Game by Greg Iles
Marriage Behind the Fa?ade by Lynn Raye Harris
La Ciudad de la Alegría by Dominique Lapierre
El retorno de los Dragones by Margaret Weis & Tracy Hickman
Gerda Malaperis by Claude Piron