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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (15 page)

BOOK: Las crisálidas
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Al pronunciar las últimas palabras, hizo una pausa y se quedó pensativo; al cabo del rato agregó:

—Es demasiado peligroso, Davie. Remordimiento… abnegación… auto-sacrificio… deseo de purificación… todo ello presionando sobre ella. El sentido de opresión, la necesidad de ayuda, de alguien que comparta la carga… Temo que más pronto o más tarde, Davie… Más pronto o más tarde…

Yo opinaba lo mismo.

—¿Pero qué podemos hacer? —insistí lastimosamente.

Se puso tenso, me echó una mirada grave y dijo:

—¿Qué justificación tenéis para obrar? Uno de vosotros sigue un camino que va a poner en peligro la vida de los ocho. Y aunque quizás no sea con plena conciencia, la amenaza continúa siendo igual de seria. Aun teniendo la intención de ser leal con vosotros, para obtener lo que pretende va a arriesgar deliberadamente las vidas de los ocho… bastará con que pronuncie unas cuantas palabras mientras duerme. ¿Tiene ella el derecho moral a crear una constante amenaza sobre vuestras cabezas, sólo porque desea vivir con ese hombre?

—Bueno —dudé—, si lo planteas así…

—Lo planteo así. ¿Tiene ese derecho?

—Hemos hecho todo lo posible por disuadirla —me evadí inadecuadamente.

—Y habéis fracasado. Entonces ahora qué. ¿Vais a quedaros tan tranquilos, esperando el día de su desplome y de vuestra perdición?

—No lo sé —fue todo cuanto pude decirle.

—Escucha —me pidió tío Axel—. Conocí una vez a un hombre que formaba parte de un grupo que iba en un bote a merced de las olas después de haberse incendiado su nave.

No tenían mucha comida, y apenas contaban con agua. Uno de ellos bebió agua del mar y se volvió loco. Trató de hacer zozobrar el bote para ahogarse todos juntos. Como era una amenaza para el grupo, al final tuvieron que tirarle por la borda… con el resultado de que los otros tres tuvieron además suficiente comida y agua para sobrevivir hasta avistar tierra. Si no hubieran hecho aquello, el otro hombre habría muerto igual… y probablemente también los demás.

—No —repliqué con decisión y moviendo la cabeza—. Nosotros no podríamos hacer eso.

—Este no es un mundo agradable para nadie —comentó mirándome todavía tensamente—, y menos para aquellos que son distintos. De todos modos, quizás no seáis vosotros el tipo de personas que deba sobrevivir.

—No es así como lo vemos nosotros —expliqué—. Si se tratara de Alan, si sirviera de algo arrojarle a él por la borda, lo tiraríamos. Pero estamos hablando de Anne, y no podemos hacerlo… y no porque sea una chica… pensaríamos lo mismo en el caso de tratarse de algún otro del grupo; simplemente, no podríamos hacerlo. Estamos demasiado unidos. Yo me siento mucho más ligado a ella y a los otros que a mis propias hermanas.

Es difícil de exponer…

Me detuve con la intención de pensar en el modo de probarle lo que significábamos el uno para el otro. Por lo visto no encontré ninguna forma clara de expresarlo en palabras.

Sin mucho efecto, me limité a decirle:

—No sería solamente un crimen, tío Axel. Sería algo peor; como la violación de parte de nosotros para siempre… No podríamos hacerlo…

—La otra opción es una espada pendiente sobre vuestras cabezas —observó.

—Ya lo sé —convine tristemente—. Pero esa no es la solución. Sería peor llevar una espada dentro de nosotros.

Ni siquiera pude discutir aquella alternativa con los otros por miedo a que Anne captara nuestros pensamientos; pero conocía con exactitud el veredicto que habrían emitido. Por su parte, tío Axel había propuesto la única solución práctica; sin embargo, yo sabía que nada podía hacerse en ese sentido.

Aunque Anne no se comunicaba ahora con nosotros ni podíamos seguirla el rastro, continuábamos con la duda de si tenía la fuerza de voluntad suficiente para no recibir nuestras indicaciones. Su hermana Rachel nos informó de que sólo quería oír palabras y de que estaba haciendo todo lo posible por dar la impresión de que era una persona normal; pero así y todo, no teníamos bastante confianza para intercambiar nuestros pensamientos con libertad.

Durante las semanas siguientes Anne se mantuvo en sus trece, de modo que casi llegamos a creer que había tenido éxito en su intento de renunciar a su diferencia y se había convertido en una persona normal. El día de su boda llegó sin que nada lo impidiera, y ella y Alan se trasladaron a la casa que les había regalado el padre de Anne en el límite de su propia tierra. Aquí y allá se oían insinuaciones en el sentido de que quizá fuera aquel un matrimonio insensato, pero de todas maneras la gente lo comentó poco.

En el transcurso de los meses posteriores apenas oímos nada acerca de Anne. Casi prohibió a su hermana que la visitara, como si estuviera ansiosa por cortar hasta el último vínculo con nosotros. Nuestra única esperanza entonces consistía en que lograra más éxito y fuese más feliz de lo que nosotros habíamos temido.

En cuanto a Rosalind y a mí, una de las consecuencias de aquella boda fue una mayor consideración de nuestras dificultades. Ninguno de nosotros era capaz de recordar la fecha en que habíamos descubierto que nos íbamos a casar. Se trataba de una de esas cosas que parecían estar tan ordenadas de acuerdo con la ley de la naturaleza y de nuestros propios deseos, que teníamos la sensación de que siempre lo habíamos sabido.

Aun antes de vivirlo, el futuro daba color a nuestros pensamientos. Para mí era como si nunca hubiera podido pensar en otra posibilidad, ya que cuando dos personas han crecido pensando juntas y tan estrechamente como nosotros, y cuando la hostilidad que les rodea ha aproximado todavía más sus vidas respectivas, esas dos personas pueden sentirse necesitadas mutuamente incluso antes de que sepan que están enamoradas.

Pero en cuanto se dan cuenta de que están enamoradas, saben también que hay cosas en las que no difieren en absoluto de los individuos normales… Se enfrentan asimismo a obstáculos semejantes a los de éstos…

La contienda entre nuestras familias que por primera vez había salido a la luz a causa de los caballos gigantes, llevaba desde entonces sin remitir. Mi padre y mi medio tío Angus, o sea, el padre de Rosalind, habían normalizado una situación de beligerancia. En sus esfuerzos por anotarse triunfos contra el otro, cada uno de ellos mantenía una vigilancia de halcón sobre los dominios del contrincante a fin de detectar la menor aberración u ofensa, y se sabía que ambos recompensaban a cualquier informador que les trajera noticias acerca de irregularidades cometidas en la tierra del rival.

Mi padre, decidido a mantener una rectitud más elevada que Angus, realizó considerables sacrificios personales. Por ejemplo, a pesar de que le gustaban muchísimo los tomates, dejó de cultivar la inestable familia de las solonaceas; ahora comprábamos los tomates y las patatas. Asimismo se puso en la lista negra a otras especies por considerarlas de poca confianza y caras, y aunque aquella situación producía altos porcentajes de normalidad en ambas haciendas, no servía en absoluto para establecer una buena vecindad entre ellas.

Estaba perfectamente claro que los dos bandos se opondrían hasta la muerte a una unión de las familias.

Para nosotros además las cosas parecían empeorar. La madre de Rosalind ya había empezado a hacer de casamentera; y yo había visto que mi madre había examinado también a una o dos chicas con ojo calculador, si bien hasta entonces con resultados insatisfactorios.

Sin embargo teníamos la seguridad de que, por el momento, ninguna de las dos familias sabía de la existencia de algo entre nosotros. Los Strorms y los Mortons no se comunicaban más que acremente, y el único lugar en el que era posible encontrarles debajo del mismo techo era la iglesia. En consecuencia Rosalind y yo nos veíamos poco y muy discretamente.

Por aquellas fechas la situación no tenía salida y nos dábamos cuenta de que a menos que actuáramos para forzarla, seguiría así por tiempo indefinido. Había una solución posible, y si hubiéramos estado seguros de que la cólera de Angus le empujaba a forzar una boda rápida, lo hubiéramos intentado; pero de ninguna forma teníamos esa certeza.

Su oposición a todos los Strorms era tanta, que consideramos como muy verosímil la posibilidad de que lanzara su cólera en otra dirección. Además estábamos seguros de que si bien el honor podía quedar incólume por la fuerza, nuestras respectivas familias nos rechazarían luego a ambos.

A pesar de que discutimos y examinamos largamente el problema, tratando de encontrarle una solución pacífica, lo cierto es que al cabo de los seis meses de la boda de Anne aún no habíamos dado con una salida factible.

En cuanto al grupo, descubrimos que en el curso de ese medio año la primera alarma había perdido su fuerza. Eso no significa que tuviéramos tranquilidad mental, pues no habíamos disfrutado de sosiego real desde que nos revelamos como conjunto; pero al tener que vivir acostumbrados a un cierto grado de amenaza, cuando pasó la crisis por el asunto de Anne fue necesario habituarnos a una situación de peligro ligeramente aumentada.

Hasta que al oscurecer de un domingo, en el camino que conducía a su casa, Alan fue encontrado muerto con una flecha clavada en su cuello.

La primera que nos dio la noticia fue Rachel, y todos nos pusimos a escuchar ansiosamente mientras ella trataba de establecer contacto con su hermana. Aunque empleó toda la concentración de que era capaz, resultó inútil. La mente de Anne permanecía tan completamente cerrada a nosotros como había estado a lo largo de los últimos ocho meses. Y ni siquiera en el dolor nos transmitía nada.

—Voy a ir a verla —nos dijo Rachel—. Debe tener alguien a su lado.

Aguardamos con expectación durante una hora o más. Luego Rachel, muy inquieta, volvió a ponerse en contacto con nosotros.

—No ha querido verme. Ni siquiera me ha dejado entrar en la casa. Ha preferido la compañía de una vecina a la mía. Y me ha dado voces para que me marchara.

—Piensa por lo visto que lo ha hecho uno de nosotros —intervino Michael—. ¿Ha sido alguien del grupo… o sabéis quién lo ha hecho?

Nuestras respuestas negativas, una tras otra, se produjeron enfáticamente.

—Entonces hay que quitarla esa idea de la cabeza —decidió Michael—. No debemos dejar que siga creyendo eso. Tratad de comunicaros con ella.

Lo intentamos todos, pero no obtuvimos contestación.

—No sirve —admitió Michael—. Rachel, haz que de algún modo le llegue una nota.

Redáctala con cuidado para que ella comprenda que nosotros no tenemos nada que ver en este asunto, pero procura que no tenga ningún significado para los demás.

—De acuerdo —convino Rachel indecisa—. Lo intentaré.

Transcurrió otra hora antes de que volviera a ponerse en comunicación con nosotros.

—Tampoco ha resultado. Entregué la nota a la mujer que está con ella y esperé.

Cuando regresó me dijo que Anne había roto el sobre sin abrirlo. Mi madre está ahora allí, intentando persuadirla para que venga a nuestra casa.

Michael tardó en intervenir de nuevo. Al hacerlo, advirtió:

—Mejor será que nos preparemos. Disponedlo todo para echar a correr si es necesario…, pero no levantéis sospechas. Rachel, mantente alerta para captar lo que puedas, y comunícanos en seguida lo que ocurra.

Yo no sabía qué hacer. Petra se había acostado ya y era imposible sacarla de la cama sin que alguien se diera cuenta. Desde luego que ni siquiera Anne sospecharía que ella hubiera participado en la muerte de Alan. Por otro lado, al ser Petra una de nosotros sólo en potencia, no hice sino esbozar levemente un plan en mi mente y confiar en que tuviéramos el tiempo suficiente para huir.

Cuando todos se hubieron retirado a descansar, volvimos a tener noticias de Rachel.

—Mi madre y yo regresamos a nuestra casa —nos dijo—. Anne ha indicado a sus visitantes que se marcharan y se ha quedado sola. Mi madre ha querido quedarse, pero Anne está fuera de sí e histérica. Ha hecho que se marcharan todos. Estos han temido que ella empeorara si insistían en quedarse. Anne le ha dicho a mi madre que conocía al responsable de la muerte de Alan, pero no ha citado nombres.

—¿Crees que se refiere a nosotros? —preguntó Michael—. Al fin y al cabo, es posible que Alan tuviera desde hace tiempo una pendencia con alguien y nosotros lo ignoremos.

—Si hubiera sido así —replicó con cierta firmeza Rachel—, me habría dejado entrar. No me habría echado a voces de su casa. No obstante, iré por la mañana temprano otra vez y veré si ha cambiado de parecer.

Por el momento tuvimos que contentarnos con aquella explicación. Al menos pudimos descansar durante unas horas.

Rachel nos comunicó después lo que había sucedido la mañana siguiente.

Se levantó una hora más tarde del amanecer y se dirigió a través de los campos a la casa de Anne. Al llegar vaciló un poco, ya que se resistía a enfrentarse a la posibilidad de sufrir los mismos gritos de repulsa que había padecido el día anterior. Sin embargo, como era absurdo permanecer allí de pie, mirando a la casa, se armó de valor y utilizó la aldaba. El eco de ésta sonó en el interior, y Rachel esperó. No hubo respuesta.

Volvió a llamar otra vez, ahora con más determinación. Pero continuó sin haber réplica.

Rachel se alarmó. Golpeó fuertemente con la aldaba y aplicó el oído a la puerta. Luego, con lentitud y aprensión retiró la mano de la aldaba y se dirigió hacia la casa de la vecina que había acompañado a su hermana el día anterior.

Cogieron uno de los leños que había en una pila de maderos, golpearon con él una ventana y saltaron adentro. Descubrieron a Anne en el piso superior, colgada de una viga de su alcoba.

La bajaron entre las dos y la tendieron en la cama. Habían pasado ya varias horas desde el momento de su muerte. La vecina la cubrió con una sábana Para Rachel aquello era irreal. Estaba ofuscada. La vecina la tomó de la mano para llevarla fuera. Al salir se dio cuenta de que encima de la mesa había una hoja de papel plegada. La cogió y se la entregó a Rachel al tiempo que decía:

—Esto debe ser para ti o para tus padres.

Rachel, confundida, miró el papel y leyó la inscripción que había en la primera cara mientras empezaba a manifestar automáticamente:

—Pero si no…

Al momento se recobró e hizo ademán de acercárselo más a los ojos para leerlo mejor, apartándolo a la vez de la vista de la mujer.

—¡Ah, sí!… —observó—. Ya se lo daré a mis padres.

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