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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (12 page)

BOOK: Las crisálidas
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—Que te diga ¿qué? —contesté de manera estúpida.

—Lo que te hace parecer enfermo desde hace un día o dos —me explicó—. ¿Qué te pasa? ¿Es que lo ha descubierto alguien?

—No —respondí.

—Entonces, ¿qué es?

Le conté lo de tía Harriet y la niña. Terminé de referírselo en medio de un gran llanto, por el consuelo que representaba poder compartirlo con alguien.

—Fue la cara que puso cuando se marchó —observé—. Nunca antes había visto nada parecido. Y sigo viéndola en el agua.

Al acabar le miré a los ojos. Su rostro era tan ceñudo como siempre, con las comisuras de los labios descendidas.

—Así que era eso… —manifestó, asintiendo una o dos veces con la cabeza.

—Y todo porque la niña era diferente —repetí—. Luego, también estaba el caso de Sophie… Yo antes no lo entendía adecuadamente… Estoy…, estoy asustado, tío Axel.

¿Qué harán cuando descubran que soy distinto?

Al poner su mano sobre mi hombro, me volvió a asegurar:

—Nadie va a saberlo nunca. Nadie, excepto yo…, y yo soy de confianza.

Sin embargo, sus palabras no fueron para mí tan alentadoras como la primera vez que me las dijo.

—Pero está el que se paró —le recordé—. Quizás le hayan descubierto…

—Creo que puedes estar tranquilo por ese lado, Davie —me indicó, moviendo la cabeza—. Descubrí que por el tiempo que dijiste había muerto un muchacho. Se llamaba Walter Brent, y tenía unos nueve años de edad. Se puso a tontear cuando estaban talando árboles, y uno de ellos le cayó encima al pobre chico.

—¿Dónde? —pregunté.

—A unos catorce o quince kilómetros de aquí, en una granja de los alrededores de Chipping.

Retrocedí en el pensamiento. Sin duda que la dirección de Chipping era conforme, y que el tipo de accidente podía corresponder a aquel repentino e inexplicable paro… Sin albergar ninguna mala voluntad hacia el desconocido Walter, yo confiaba y pensaba en que esa fuera la explicación.

Tío Axel resumió un poco la situación:

—No hay ninguna razón por la que puedan descubrirlo. No hay nada que exteriorizar: sólo lo sabrán si vosotros queréis. Aprended a vigilaros, Davie, y nunca lo descubrirán.

—¿Qué le hicieron a Sophie? —pregunté una vez más.

Pero, como en las otras veces, se negó a darme explicaciones. Por su parte continuó:

—Recuerda lo que te he dicho en otras ocasiones. Ellos creen que son la verdadera imagen…, pero no pueden estar seguros. Y aunque el Viejo Pueblo hubiera sido de la misma especie que soy yo y que son ellos, ¿qué importa eso? Ya, ya sé que la gente cuenta historias sobre lo maravillosos que eran, y lo fantástico que era su mundo, y cómo algún día nosotros volveremos a tener todo cuanto ellos tenían. Hay un montón de necedades en lo que se dice acerca del Viejo Pueblo, pero aun admitiendo que exista mucha verdad también, ¿de qué sirve el tratar con tanto ahínco de seguir sus pasos?

¿Dónde están ahora ellos y su maravilloso mundo?

—«Dios envió la tribulación sobre ellos» —cité.

—Claro, claro. Sin duda que te conoces al dedillo las palabras de los clérigos, ¿verdad?

Pero aunque eso es muy fácil de decir, no lo es tanto de entender, sobre todo cuando uno ha visto un poco del mundo y lo que significa. La tribulación no consistió únicamente en tempestades, huracanes, diluvios y fuegos como los que se mencionan en la Biblia. Fue algo parecido a todo eso junto… y también bastante peor. De ella provienen las Costas Negras, las ruinas que relucen por la noche y las Malas Tierras. Quizás exista un precedente en la historia de Sodoma y Gomorra, sólo que el caso de la tribulación fue de mayores proporciones; ahora bien, lo que no comprendo son las cosas raras que ocasiono en las demás regiones.

—Excepto en Labrador —intervine.

—No digas excepto en Labrador —me corrigió—, sino que fue menos en Labrador y en Newf que en otros lugares. ¿Qué pudo ser ese terrible suceso? ¿Y por qué? Casi puedo entender que Dios, al estar encolerizado, destruya todo cuanto vive y hasta el mismo mundo; pero lo que no me entra en la cabeza es esta indeterminación, esta mezcla de aberraciones; no tiene sentido.

Yo no apreciaba ninguna dificultad real. Después de todo Dios, como era omnipotente, podía dar origen a lo que quisiera. Al tratar de explicárselo así a tío Axel, meneó la cabeza.

—Tenemos que creer que Dios está cuerdo, Davie. Estaríamos de verdad perdidos si no aceptáramos eso.

Y señalando con la mano extendida hacia el horizonte, añadió a renglón seguido:

—Pero lo que aconteció allí no es una cosa de cuerdos, de ninguna manera. Fue algo enorme, algo por debajo de la sabiduría de Dios. ¿Qué fue? ¿Qué pudo ser?

—Pero la tribulación… —empecé a decir.

—No es más que una palabra —cortó impaciente tío Axel—, un espejo trasnochado que no refleja nada. Sería mejor que los predicadores se aplicaran más, y si no entienden ciertas cosas que empiecen a pensar. Que comiencen a preguntarse: «¿Qué estamos haciendo? ¿Qué estamos predicando? ¿Cómo era en realidad el Viejo Pueblo? ¿Qué hicieron para que este espantoso desastre cayera sobre nosotros y sobre el mundo?». Y al cabo del rato que empiecen a decir: «¿Estamos en lo cierto? La tribulación ha transformado el mundo en un lugar diferente; ¿podemos confiar entonces en volver a construir un mundo como el que perdió el Viejo Pueblo? ¿Deberíamos intentarlo? ¿Qué ganaríamos con volverlo a construir tan exactamente que terminara con otra tribulación?».

Porque es evidente, muchacho que, a pesar de lo maravilloso que fue el Viejo Pueblo, no lo fue tanto como para no cometer errores, y no se sabe, ni probablemente se sabrá nunca, en qué acertaron y en qué se equivocaron.

Mucho de lo que decía recibía mi aprobación mental; no obstante, creí haber dado con el meollo del asunto.

—Pero, tío —le indiqué—, si no tratamos de ser como el Viejo Pueblo y de reconstruir las cosas que se perdieron, ¿qué podemos hacer?

—Bueno, podríamos tratar de ser nosotros mismos —sugirió—, y de edificar el mundo más apropiado en vez del que ha desaparecido.

—Me parece que no te entiendo —observé—. ¿Quieres decir que no hay que preocuparse de la verdadera estirpe o de la verdadera imagen? ¿Quieres decir que no hay que inquietarse por las aberraciones?

—No exactamente —replicó, al tiempo que me miraba de reojo—. Oíste decir algunas herejías a tu tía; bien, pues aquí tienes otras pocas de parte de tu tío. ¿Qué es para ti lo que hace que un hombre sea hombre?

Comencé a recitar la Definición. Al cabo de las cinco palabras me cortó exclamando:

—¡No! Una figura de cera puede tener todo eso y seguir siendo una figura de cera, ¿no es cierto?

—Supongo que sí —convine.

—Bien, entonces lo que hace que un hombre sea hombre es algo que hay dentro de él.

—¿El alma? —sugerí.

—No —contestó—. Las almas son sólo números que suman las iglesias como si fueran fichas de un mismo valor. No, lo que hace que un hombre sea hombre es la mente; no se trata de una cosa, sino de una cualidad, y las mentes no valen todas por un igual; son mejores o peores, y cuanto mejor sean más significan. ¿Ves adónde quiero llegar?

—No —admití.

—Escucha, Davie. Yo reconozco que la gente de la iglesia estás más o menos en lo cierto respecto a la mayoría de las aberraciones…, sólo que no estoy de acuerdo con las razones que aducen. Están en lo cierto porque la mayor parte de las aberraciones no sirven para nada. Un ejemplo. Digamos que se permite a una aberración que viva como nosotros, ¿qué beneficio reportaría? Una docena de brazos y piernas, o un par de cabezas, o el tener ojos como telescopios, ¿le proporcionaría alguna cualidad más de las que le hacen ser hombre? Antes de que el ser humano supiera incluso que era hombre, ya había recibido su forma física, eso a lo que llaman verdadera imagen. Era lo que sucedía dentro de él, pues, lo que le hacía humano. Descubrió que contaba con lo que ninguna otra cosa tenía: la mente. Eso le situó a un nivel distinto. Al igual que un gran número de animales, en lo físico era casi tan adecuado como necesitaba ser; pero contaba con esta nueva cualidad, la mente, que se hallaba sólo en sus estadios primitivos y que él desarrolló. Esa era la única cosa que él podía desarrollar con provecho; y en la actualidad es el único camino que tiene abierto ante sí: el desarrollo de nuevas cualidades mentales.

El tío Axel hizo una pausa para reflexionar. Luego continuó:

—En mi segundo barco había un médico que hablaba de esa manera, y cuanto más tiempo me pasaba considerándolo, más cuenta me daba de que era la manera que tenía sentido. Por tanto, según lo veo yo, de un modo u otro tú, Rosalind y los demás habéis conseguido una nueva cualidad mental. Me parece un error rezar a Dios para que os la quite; es como pedirle que os dejara ciegos o sordos. Ya sé que se os hace cuesta arriba aceptarlo, Davie, pero el miedo no es el mejor modo de hacerle frente. No existe ningún modo fácil de hacerle frente. Tenéis que aceptarlo así, afrontar la situación y, puesto que las cosas son de ese modo para vosotros, decidir cómo podéis utilizarlo mejor sin correr ningún riesgo.

Como es lógico, la primera vez no me parecieron muy claros sus argumentos. Algunos se me quedaron en la cabeza, otros tuve que reconstruirlos a base de medio memorizar distintas charlas que sostuvimos. Posteriormente empecé a comprenderlo mejor, sobre todo después de que Michael se marchara a la escuela.

Aquella noche hablé a los demás de Walter. Aunque todos lamentamos su accidente, nos alivió conocer que había sido simplemente eso, un accidente. Por otro lado yo descubrí una cosa rara, y es que él era casi con seguridad un pariente lejano mío; mi abuela se había llamado Brent de apellido.

Después de aquello, y para prevenir cualquier tipo de incertidumbre semejante, nos pareció más sensato comunicarnos nuestros nombres.

En total éramos ocho; bueno, quiero decir que éramos ocho los que entonces podíamos hablar con el pensamiento; porque existían otros que a veces enviaban señales, pero tan débiles y tan limitadas que en realidad no merecían la pena. Eran como aquel que no es totalmente ciego, pero que con escasez ve lo suficiente para distinguir si es de día o es de noche. Los ocasionales conceptos de pensamiento que recibíamos de ellos eran involuntarios y demasiado confusos y apagados como para que tuvieran sentido.

Los otros seis eran: Michael, que vivía a unos seis kilómetros hacia el norte; Sally y Katherine, cuyos hogares se hallaban en granjas vecinas a tres kilómetros más allá, junto al límite del siguiente distrito; Mark, a casi quince kilómetros en dirección noroeste; y Anne y Raquel, hermanas que habitaban en una gran hacienda situada a sólo dos kilómetros y medio hacia el oeste. Anne, que entonces tendría unos trece años, era la mayor. Walter Brent había sido el más joven por seis meses de diferencia.

El conocimiento de quiénes éramos supuso la segunda fase en nuestra adquisición de confianza. De alguna forma aumentó un sentimiento confortador de apoyo mutuo.

Progresivamente descubrí que los textos y advertencias contra las mutaciones que había colgados en las paredes me causaban menos sobresalto. Sus significados se fueron apagando poco a poco y sumergiéndose de nuevo en el marco general. Y no es que se hubieran disipado los recuerdos de tía Harriet y de Sophie; lo que pasaba era que ya no violentaban tan espantosa y frecuentemente mi memoria.

Por otro lado, también me ayudó el tener que pensar en una gran cantidad de cosas nuevas.

Como ya he dicho, nuestra escuela era muy simple. Aparte de un poco de aritmética elemental y de muchos ejercicios de escritura, leíamos mayormente unos cuantos libros sencillos y la Biblia y el Repentances, que de ninguna manera eran fáciles de entender.

No era por tanto mucha preparación. Y como sin duda estaba muy lejos de satisfacer a los padres de Michael, éstos decidieron enviarle a la escuela que había en Kentak. Allí fue donde comenzó a aprender muchísimas cosas que a nuestras viejas damas jamás se les había pasado por la cabeza. También era natural que él deseara comunicárnoslas a nosotros. Al principio sus ideas no estaban muy claras y teníamos dificultades con la distancia por ser muy superior a la que estábamos acostumbrados. No obstante, después de unas cuantas semanas de práctica empezamos a captar sus ideas con más exactitud y mejor, y pudo transmitirnos a los demás casi todo lo que le enseñaban. Cuando ni siquiera él comprendía algunas de las materias, entre todos las aclarábamos, y de esta forma hasta podíamos ayudar a nuestro amigo un poco. Asimismo nos agradaba saber que él estaba casi siempre de los primeros de la clase.

Además de que era una gran satisfacción el aprender y saber más, esos conocimientos contribuían a mi tranquilidad sobre un montón de cuestiones desconcertantes, y empecé a comprender mucho mejor varias de las cosas que me había dicho tío Axel. No obstante, también nos procuraron una serie de complicaciones, de las que nunca volveríamos a estar libres. En seguida se nos hizo difícil estar siempre pendientes de recordar cuánto se suponía que nosotros sabíamos. Necesitábamos hacer un gran esfuerzo para, por ejemplo, permanecer callados ante la manifestación de sencillos errores, escuchar pacientemente argumentos estúpidos y basados en conceptos falsos, realizar una tarea en la forma acostumbrada cuando uno conocía un modo mejor…

Desde luego que pasamos por momentos malos; por ejemplo, en casos como la observación descuidada que provocaba la elevación de algunas cejas, o la nota de impaciencia ante aquellos que había que respetar, o la sugerencia incauta. Con todo, los resbalones fueron pocos, ya que entonces teníamos muy exacerbado el sentido de peligro. Así, pues, con cautela, suerte y rápidos remedios nos las arreglamos para escapar de la sospecha directa y vivir nuestras dos vidas distintas durante los seis años siguientes, y ello sin que se agravaran los riesgos.

Y de ese modo llegamos al día en que descubrimos que en lugar de ocho, éramos ya nueve.

Lo de mi hermana Petra fue muy divertido. Parecía tan normal. Nunca lo hubiéramos sospechado, ninguno de nosotros. Era una niña feliz, graciosa, de bucles dorados. Aún la veo como una cosita pulcramente vestida, sin parar ni un momento, siempre corriendo de modo vertiginoso, abrazada a una horrorosa muñeca bizca a la que amaba con pasión increíble. Ella misma era un juguete, propensa como cualquier otro niño a los porrazos, las lágrimas, las risas, los momentos solemnes y la confianza inocentona. Yo la quería muchísimo; todo el mundo, mi padre inclusive, conspirábamos contra ella para no caer en la red de su hechizo, aunque naturalmente con una encantadora falta de éxito. En consecuencia, jamás había pasado por mi mente un vagabundo pensamiento siquiera de que era distinta; hasta que sucedió bruscamente aquello…

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