Seguía esperando a que me convocase el Reichsführer cuando los ingleses volvieron a bombardear masivamente Berlín, y con considerable ímpetu. Fue el 23 de agosto, un lunes, lo recuerdo, ya muy avanzada la noche: estaba en casa y en la cama, pero seguramente no me había dormido aún, cuando empezaron a sonar las sirenas. Habría intentado no levantarme, pero ya estaba oscilando la puerta de mi cuarto con los puñetazos de Frau Gutknecht. Voceaba tanto que casi no se oían las sirenas: «¡Herr Offizier! ¡Herr Offizier!... ¡Doktor Aue, levántese! Los
Luftmórderl
¡Socorro!». Cogí unos pantalones y corrí el pestillo de la puerta: «Pues sí, Frau Gutknecht. Es la RAF. ¿Qué quiere que haga yo?». Le temblaban las mejillas flaccidas, le verdeaban las ojeras y se santiguaba: «Jesús, José y María, Jesús, José y María. ¿Qué vamos a hacer?».. —«Vamos a bajar al refugio como todo el mundo». Volví a cerrar la puerta, me vestí y luego bajé con calma, cerrando mi cuarto con llave por los saqueadores. Se oía como tronaba la Flak, sobre todo hacia el sur y el Tiergarten. Habían acondicionado el sótano del edificio para refugio antiaéreo: nunca habría resistido una bomba que diera en el blanco, pero era mejor que nada. Me deslicé entre las maletas y las piernas y me acomodé en un rincón, lo más alejado posible de Frau Gutknecht, que compartía temores con unas cuantas vecinas. Había niños que lloraban de angustia, y otros que corrían entre las personas, unas con traje de calle y otras en bata. Sólo dos velas iluminaban el sótano, unas llamitas vacilantes, temblorosas, que registraban como sismógrafos las explosiones cercanas. La alerta duró varias horas; por desgracia, en los refugios estaba prohibido fumar. Debí de quedarme amodorrado, creo que no cayó ninguna bomba en el barrio. Cuando todo acabó, me volví a la cama sin asomarme siquiera a la calle. A la mañana siguiente, en vez de coger el metro, llamé por teléfono a la SS-Haus y dije que me mandasen a Piontek. Me contó que los bombarderos venían del sur, de Sicilia seguramente, y que eran sobre todo Steglitz, Lichterfelde y Marienfelde las que se habían llevado lo peor, aunque algunos edificios hubieran quedado destruidos en Tempelhof e incluso en el zoo. «Los nuestros han usado una táctica nueva,
Wilde Sau
han dicho por la radio que se llamaba, pero no han explicado gran cosa de cómo era, Herr Sturmbannführer. Por lo visto funciona y les hemos derribado más de sesenta aparatos a los muy cabrones. Pobre Herr Jeschonnek, debería haberse esperado un poco». El general Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe, acababa de suicidarse por los reiterados fracasos de su servicio para impedir los ataques aéreos angloamericanos. Y, efectivamente, antes incluso de haber cruzado el Spree, Piontek tuvo que dar un rodeo para evitar una calle que obstruían los cascotes y los escombros de un edificio al que le había dado de lleno un bombardero, creo que un Lancaster: la cola se erguía entre las ruinas con el desconsuelo de la popa de un barco en el momento del naufragio. Un humo negro y denso tapaba el sol. Le ordené a Piontek que me llevase al sur de la ciudad: cuanto más avanzábamos, con más edificios que aún ardían nos encontrábamos y con más calles por las que impedían el paso las ruinas. Había gente que intentaba sacar los muebles de los edificios despanzurrados para amontonarlos en el centro de calles que habían inundado las mangueras de incendios; en unas cocinas de campaña se servía sopa a supervivientes que hacían cola conmocionados, exhaustos, tiznados de hollín; cerca de los camiones de bomberos, había bultos en fila en la acera, a veces descalzos o a veces con un único zapato, irrisorio, que asomaba de una sábana sucia. Tranvías que había tumbado de costado el viento de las detonaciones, o ennegrecidos por el fuego, cortaban el paso en algunas calles; los cables eléctricos andaban tirados por los adoquines; los árboles estaban caídos y destrozados o aún en pie, pero pelados, despojados de todas sus hojas. Por los barrios más afectados no había quien pasara; le dije a Piontek que diera media vuelta y fuimos a la SS-Haus. El edificio estaba intacto, pero unos impactos próximos habían dejado sin cristales las ventanas y, al pisarlos, los vidrios rotos chirriaron. Ya dentro, me crucé en el vestíbulo con Brandt, que parecía nerviosísimo; se movía a impulsos de una alegría bastante sorprendente en vista de las circunstancias. «¿Qué sucede?» Se detuvo un instante: «Ah, Sturmbannführer, todavía no está enterado de la noticia. Una gran noticia! Han nombrado al Reichsführer ministro del Interior». Así que ésos eran los cambios a los que se refería Thomas, pensé mientras Brandt se metía precipitadamente en el ascensor. Subí por la escalera: Fräulein Praxa estaba en su puesto, maquillada y fresca como una rosa: «¿Ha dormido bien?».. —«Ay, ¿sabe, Herr Sturmbannführer?, vivo en Weissensee y no me he enterado de nada».. —«Mejor para usted». La ventana de mi despacho estaba intacta: había tomado la costumbre de dejarla abierta por la noche. Pensé en el alcance de la noticia que me había dado Brandt, pero me faltaban elementos para analizarla a fondo. Me parecía que, a priori, las cosas no cambiaban mucho para nosotros: aunque Himmler, como jefe de la policía alemana, estuviera de hecho subordinado a un ministro del Interior, en realidad llevaba siendo autónomo al menos desde 1936; ni Frick, el ministro saliente, ni su Staatsekretár Stuckart habían tenido nunca influencia alguna en la RSHA ni, tan siquiera, en el Hauptamt Orpo. Lo único que habían podido seguir controlando era la administración civil, los funcionarios; ahora esto le correspondería también al Reichsführer; pero yo no podía creer que fuera una baza de gran enjundia. Estaba claro que ser ministro no podía sino dar más poder al Reichsführer frente a sus rivales, pero no estaba lo bastante enterado de sus enfrentamientos en la cúpula del Estado para valorar aquel dato en su justa medida.
Supuse que aquel nombramiento retrasaría sine díe la presentación de mi informe: eso era no conocer al Reichsführer. Me convocó en su despacho dos días después. La noche anterior habían vuelto los ingleses, con menos fuerza que la primera vez, pero, sin embargo, había dormido poco. Me lavé la cara con agua fría antes de bajar, para intentar recobrar un rostro de color humano. Brandt, mirándome fijamente con su expresión de buho, me hizo, como solía, unos cuantos comentarios preliminares: «El Reichsführer, ya puede suponer, está ocupadísimo en este momento. Sin embargo, tiene mucho empeño en recibirle porque se trata de un asunto que no quiere que se quede parado. Su informe le ha parecido excelente, demasiado directo hasta cierto punto, quizá, pero concluyente. El Reichsführer va a pedirle, seguramente que se lo exponga. Sea conciso porque anda muy mal de tiempo». Esta vez el Reichsführer me recibió con una acento casi cordial: «¡Mi querido Sturmbannführer Aue! Discúlpeme por haberlo tenido esperando estos últimos días». Movió la mano menuda, fofa y de venas aparentes para indicar un sillón: «Siéntese». Brandt le había entregado, igual que la primera vez, un expediente, y lo consultó. «¿Estuvo usted con el buenazo de Globus, verdad? ¿Qué tal le va?». —«El Gruppenführer Globocnik parecía estar en una forma excelente, mi Reichsführer. Muy entusiasta».— «¿Y qué opina usted del modo en que gestiona los productos de la Einsatz? Puede hablarme con franqueza». Le relucían los ojillos fríos detrás de los lentes de pinza. Me acordé de pronto de lo primero que me había dicho Globocnik; seguramente él conocía al Reichsführer mucho mejor que yo. Escogí con cuidado las palabras: «El Gruppenführer es un devoto nacionalsocialista, mi Reichsführer, de eso no cabe la menor duda. Pero tantas riquezas pueden engendrar tentaciones tremendas entre quienes lo rodean. Me dio la impresión de que el Gruppenführer podría haber sido más estricto en ese terreno, que quizá se ha fiado en exceso de algunos de sus subordinados».. —«En su informe habla usted mucho de corrupción. ¿Opina que es un problema real?. —«Estoy convencido de ello, mi Reichsführer. Y cuando sobrepasa determinadas proporciones, afecta al trabajo de los campos y también al de la
Arbeitseinsatz.
Un SS que roba es un SS a quien el preso puede comprar». Himmler se quitó los lentes de pinza, se sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a frotar los cristales: «Hágame un resumen de sus conclusiones. Sea breve». Saqué de la cartera una hoja con notas y me lancé: «En el sistema de los KL, tal y como funciona ahora mismo, mi Reichsführer, veo tres obstáculos que impiden un aprovechamiento máximo y racional de la mano de obra disponible. Del primer obstáculo acabamos de hablar: la corrupción de los SS de los campos. No se trata sólo de una cuestión de ética, plantea problemas prácticos en numerosos niveles. Pero para eso existe ya un remedio, y es la comisión especial a la que usted ha dado mandato para ello y que debería trabajar más y mejor. Segundo obstáculo: una incoherencia burocrática persistente que los esfuerzos del Obergruppenführer Pohl no han conseguido resolver aún. Permítame, mi Reichsführer, que le ponga un ejemplo de entre los que cito en el informe: la orden del. Brigadeführer Glücks del 28 de diciembre de 1942, dirigida a todos los médicos jefes de los KL y que, entre otras cosas, delegaba en ellos la responsabilidad de mejorar la alimentación de los
Haftlinge
para reducir así la mortalidad. Ahora bien, en los campos, la cocina depende del departamento administrativo, subordinado al departamento D IV de la WVHA; en cuanto a las raciones, las establece de forma centralizada el D IV 2 de acuerdo con el SS-Hauptamt. Ni los médicos in situ ni el departamento D 111 tienen competencia alguna en ese proceso. Por lo tanto, ese apartado de la orden, sencillamente, no tuvo efecto alguno: las raciones siguen siendo idénticas a las del año anterior». Hice una pausa; Himmler, que me miraba con expresión amable, asintió con la cabeza: «Y, no obstante, me parece que la mortalidad ha bajado».. —«Desde luego, mi Reichsführer, pero por razones diferentes. Hemos progresado en los ámbitos de la atención médica y de la higiene, que está bajo el control directo de los médicos. Pero podría bajar más aún. En el actual estado de cosas, si me permite el comentario, mi Reichsführer, todo
Háftling
que muere de forma prematura supone una pérdida neta para la producción de guerra del Reich».. —«Lo sé mejor que usted, Sturmbannführer -dijo Himmler con el tono sibilante y descontento de un maestro de escuela pedante-. Siga».. —«Bien, mi Reichsführer. Tercer obstáculo: la mentalidad de los oficiales veteranos de la IKL. Estas observaciones no van en detrimento de sus considerables méritos como hombres, oficiales SS y nacionalsocialistas. Pero es un hecho que la mayoría se formó en una época en que el cometido de los campos era diferente por completo, y según las directrices del difunto Obergruppenführer Eicke».. —«¿Conoció usted a Eicke?», me cortó Himmler.. —«No, mi Reichsführer. No tuve ese honor».. —«Una lástima. Era un gran hombre. Lo echamos mucho de menos. Pero discúlpeme, lo he interrumpido. Siga».. —«Gracias, mi Reichsführer. Lo que quería decir es que esos oficiales adquirieron así un punto de vista orientado hacia la función política y policíaca de los campos, tal y como prevalecía en aquellos años. Pese a toda la experiencia con que contaban en aquel ámbito, muchos fueron incapaces de evolucionar y de adaptarse al nuevo cometido económico de los campos. Es un problema, a la vez, de disposición mental y de formación: pocos tienen una mínima experiencia de gestión comercial y les cuesta trabajar con los administradores de las empresas de la WVHA. Insisto en que se trata de un problema global, de un problema generacional, si se me permite decirlo así, y no se debe a personalidades individuales, incluso aunque haya citado algunos nombres a título de ejemplo». Himmler había juntado ambas manos, formando una pirámide bajo la barbilla huidiza. «Bien, Sturmbannführer. Difundiremos su informe en la WVHA y creo que le proporcionará municiones a mi amigo Pohl. Pero, para no ofender a nadie, tendrá que corregir antes unas cuantas cosas. Brandt le dará la lista. Ante todo, no citará a nadie de forma explícita. ¿Entiende por qué?». —«Desde luego, mi Reichsführer». —«En cambio, lo autorizo, a título confidencial, a hacerle llegar una copia sin corregir de su informe al doctor Mandelbrod».—
«Zu Befehl,
mi Reichsführer». Himmler tosió, titubeó, sacó un pañuelo y volvió a toser tapándose la boca. «Disculpe -dijo, guardando el pañuelo-. Tengo otra tarea para usted, Sturmbannführer. La cuestión de la alimentación en los campos que ha mencionado es un problema recurrente. Me parece que es una cuestión que usted empieza a conocer bien».. —«Mi Reichsführer..». Hizo un ademán con la mano: «Sí, sí. Me acuerdo de su informe de Stalingrado. Esto es lo que quiero: el departamento D 111 abarca todos los problemas médicos y sanitarios, pero, como lo ha subrayado usted, no tenemos un organismo centralizado para la alimentación de los presos. Así que he decidido crear un grupo de trabajo entre departamentos para resolver el problema. Usted lo coordinará. Tiene usted que implicar a todos los departamentos de la IKL que tengan competencias en esto; Pohl le enviará también a un representante de las empresas SS para que aporte el punto de vista de éstas. Quiero además que la RSHA tenga también arte y parte. Y, finalmente, querría que consultara a los demás ministerios afectados, sobre todo al de Speer, que se pasa la vida mandándonos chaparrones de quejas de las empresas privadas. Pohl pondrá a su disposición los expertos necesarios. Quiero una solución consensuada, Sturmbannführer. Cuando tenga preparadas propuestas concretas, me consulta; si son válidas y realistas, las adoptaremos. Brandt le echará una mano para que cuente con los medios necesarios. ¿Alguna pregunta?». Me incorporé: «Mi Reichsführer, su confianza me honra y se la agradezco. Querría tener seguridad en un punto».. —«¿En cuál?». —«En que el aumento de la producción sigue siendo el objetivo principal». Himmler se había recostado en el asiento, dejando las manos flojas en los brazos del sillón; el rostro había recuperado la expresión maliciosa: «En tanto en cuanto no vulnere los demás intereses de las SS y no interfiera con los programas en curso, la respuesta es sí». Hizo una pausa. «Los desiderata de los demás ministerios tienen su importancia, pero ya sabe que hay exigencias que no controlan. Tenga también eso en cuenta. Si tiene dudas, hable con Pohl. Sabe lo que quiero. Que pase un buen día, Sturmbannführer».
Tengo que admitir que, al salir del despacho de Himmler, iba andando por las nubes. ¡Por fin me encargaban algo de responsabilidad, de auténtica responsabilidad! Así que se habían dado cuenta de lo que valía. Y además era una tarea positiva, una forma de conseguir que las cosas progresaran en la dirección adecuada, una forma de contribuir al esfuerzo de guerra y a la victoria de Alemania de forma diferente que con el asesinato y la destrucción. Incluso antes de hablar del tema con Rudolf Brandt, acaricié, como un adolescente, quimeras gloriosas y ridiculas: los departamentos, convencidos por mis solidísimos argumentos, se adherían a ellos; caían los ineptos y los criminales, y los mandaban a su madriguera; en pocos meses, conseguíamos progresos considerables; los presos recuperaban las fuerzas y la salud; a muchos de ellos les robaba el corazón la fuerza del nacionalsocialismo libre de trabas y acababan por trabajar gozosos para ayudar a Alemania en su lucha; la producción crecía todos los meses; me daban un puesto más importante, una influencia real me permitía mejorar las cosas según los principios de la auténtica
Weltanschauung
y el propio Reichsführer escuchaba mis consejos, los de uno de los mejores nacionalsocialistas. Era grotesco y pueril, bien lo sé, pero embriagador. Por supuesto nada sucedió del todo así. Pero, al principio, me sentía de verdad rebosante de entusiasmo. Incluso Thomas parecía impresionado: «Ya ves los resultados cuando sigues mis consejos en vez de hacer sólo lo que se te pone entre ceja y ceja», me soltó con su sonrisa sardónica. Pero, bien pensado, no me había comportado de forma tan diferente a la de nuestra común misión de 1939; una vez más, había escrito la estricta verdad sin pensar demasiado en las consecuencias, y resultaba que había tenido más suerte y que, en esta ocasión, la verdad coincidía con lo que los demás querían oír.