Al caer la tarde, vino a ponerme una inyección. Me puse bocabajo trabajosamente; al bajarme el pantalón, me pasó brevemente por la cabeza el recuerdo de algunos adolescentes fornidos, y luego se deshizo, estaba demasiado cansado. Héléne titubeó, nunca había puesto una inyección, pero cuando me clavó la aguja fue con mano firme y segura. Tenía un trocito de algodón empapado en alcohol y me lo pasó por la nalga después de la inyección; me pareció enternecedor, debía de haber recordado que eso es lo que hacen las enfermeras. Me eché de lado y me metí el termómetro por el recto para tomarme la temperatura, sin preocuparme por Héléne, pero sin intentar provocarla en concreto tampoco. Debía de tener algo más de cuarenta grados. Luego comenzó la noche, la tercera de aquella eternidad de piedra, y yo seguí divagando por entre los matorrales y los barrancos desmoronados de mi pensamiento. En plena noche, empecé a sudar mucho, se me pegaba a la piel el pijama empapado y casi ni me daba cuenta; me acuerdo de la mano de Héléne en mi frente y en mi mejilla, apartando el pelo húmedo, rozándome la barba; me dijo más adelante que había empezado a hablar en voz alta y que por eso se había despertado y había acudido a mi lado; retazos de frases, más bien incoherentes, por lo que me aseguró, pero no quiso de ninguna forma decirme qué había entendido. No insistí; presentí que más valía dejarlo. A la mañana siguiente, la fiebre me había bajado por debajo de treinta y nueve. Cuando vino Piontek a ver cómo estaba, lo mandé a la oficina a buscar café de verdad, que tenía en reserva, para Héléne. Cuando vino el médico a verme, me dio la enhorabuena: «Me parece que ya ha pasado lo peor. Pero todavía no se ha acabado, y tiene que recuperar las fuerzas». Me sentía como un náufrago que, tras un combate encarnizado y agotador contra el mar, rueda al fin por la arena de una playa; bien pensado, resultaba que a lo mejor no iba a morir. Pero no es una comparación atinada, porque el náufrago nada y lucha por sobrevivir y yo no había hecho nada, me había dejado arrastrar, y lo único que pasaba era que la muerte no me había querido. Bebí con avidez el zumo de naranja que me trajo Héléne. A eso del mediodía, me incorporé un poco: Héléne estaba en el vano de la puerta, entre mi cuarto y el salón, apoyada en el marco, con un jersey de verano echado por los hombros, y me miraba distraídamente con una taza de café humeante en la mano. «Qué envidia le tengo por tomar café».. —«Ay, espere, que voy a ayudarlo».. —«No hace falta». Estaba más o menos sentado y había conseguido colocarme un almohadón detrás de la espalda. «Quiero pedirle que me perdone las cosas que dije ayer. Me porté de una forma aborrecible». Hizo un breve ademán con la cabeza, bebió un sorbo de café y desvió el rostro hacia la puerta vidriera del balcón. Al cabo de un momento, volvió a mirarme: «Lo que dijo... de los muertos... ¿era verdad?».. —«¿Está segura de que quiere saberlo?». —«Sí». Me escudriñaba con los hermosos ojos en donde me parecía ver un brillo de inquietud, pero seguía tranquila y dueña de sí. «Todo lo que dije es cierto».. —«¿Las mujeres y los niños también?». —«Sí». Desvió la cabeza, mordiéndose el labio de arriba; cuando volvió a mirarme, tenía los ojos llenos de lágrimas: «Es triste», dijo.. —«Sí, es espantosamente triste». Pensó un rato antes de hablar: «Ya sabe que pagaremos por eso».. —«Sí, si perdemos la guerra nuestros enemigos se vengarán sin compasión». —«No me refería a eso. Incluso si no perdemos la guerra, pagaremos. Habrá que pagar». Volvió a titubear. «Lo compadezco», dijo a modo de conclusión. No volvió a decir nada, siguió atendiéndome, incluso en las necesidades más humillantes. Pero sus gestos parecían tener ahora una calidad diferente; eran más fríos, más funcionales. En cuanto pude andar, le pedí que se volviera a su casa. Se hizo de rogar un poco, pero insistí: «Tiene que estar agotada. Vaya a descansar. Frau Zempke podrá ocuparse de lo que me haga falta». Accedió por fin y metió sus cosas en la maletita. Llamé a Piontek para que la llevara a casa. «La llamaré», le dije. Cuando llegó Piontek, la acompañé hasta la puerta del piso. «Gracias por haberme cuidado», le dije dándole la mano. Asintió con la cabeza, pero no contestó nada. «Hasta pronto», añadí con tono frío.
Me pasé durmiendo los días siguientes. Aún tenía fiebre, alrededor de treinta y ocho grados, treinta y nueve a veces; pero bebía zumo de naranja, tomaba caldo de carne, comía pan y un poco de pollo. Por la noche, había alertas con frecuencia, pero no les hacía caso (es posible que hubiera también alguna durante las tres noches en que estuve delirando, pero eso no lo sé). Eran incursiones pequeñas, un puñado de
mosquitos
que soltaban unas cuantas bombas al azar, sobre todo en el centro, en la zona de oficinas. Pero una noche Frau Zempke y su marido me obligaron a bajar al sótano, no sin ponerme antes el batín; el esfuerzo me dejó tan agotado que hubo que volver a subirme en brazos. Pocos días después de haberse ido Héléne, Frau Zempke irrumpió, a primera hora de la noche, roja, con los bigudíes puestos y en bata. «¡Herr Obersturmbannführer! ¡Herr Obersturmbannführer!» Me había despertado y me irritó: «¿Qué pasa, Frau Zempke?».. —«¡Han intentado matar al Führer!» Me contó con palabras entrecortadas lo que había oído por la radio: había habido un atentado en el cuartel general del Führer, en Prusia oriental; había salido ileso y había recibido a Mussolini por la tarde y ya había vuelto al trabajo. «¿Algo más?», pregunté.. —«Pero si es que es horrible».. —«Desde luego -repliqué muy seco-. Pero el Führer está vivo, según me dice usted; eso es lo esencial. Gracias». Me volví a la cama; esperó un momentito, un tanto desconcertada, y después se fue por donde había venido. Debo admitir que esa noticia ni siquiera me dio que pensar; ya no pensaba en nada. Unos días después vino Thomas a verme: «Tienes pinta de estar mejor».. —«Un poco», contesté. Por fin me había afeitado, debía de estar recuperando una apariencia más o menos humana, pero me costaba enhebrar las ideas; cuando me esforzaba en intentarlo, se desbarataban y sólo me quedaban fragmentos inconexos. Héléne, el Führer, mi trabajo, Mandelbrod, Clemens y Weser, un revoltijo inextricable. «¿Has oído la noticia?», dijo Thomas, que se había sentado a fumar junto a la ventana.. —«Sí. ¿Qué tal está el Führer?». —«El Führer está bien. Pero era algo más que un intento de asesinato. La Wehrmacht, o al menos parte de ella, quiso dar un golpe de Estado». Lancé un gruñido de sorpresa y Thomas me dio detalles del asunto. «Al principio, pensaron que no era sino un complot de oficiales. Pero de hecho tenía ramificaciones por todos lados: había grupos que intrigaban en el Abwehr, en el
Auswártiges Amt,
entre los antiguos aristócratas. Incluso Nebe, por lo visto, estaba metido. Desapareció ayer, después de haber intentado guardarse las espaldas deteniendo a algunos conspiradores. Igual que Fromm. Recapitulando: que hay un poco de lío. Han puesto al Reichsführer al frente del
Ersatzheer,
para sustituir a Fromm. Está claro que ahora las SS van a tener que desempeñar un papel crucial». Tenía la voz tensa, segura y decidida: «¿Qué pasó en el
Auswártiges Amt?»,
pregunté.. —«¿Estás pensando en tu amiga? Ya han detenido a bastante gente, incluidos algunos de sus superiores; seguramente detendrán a Von Trott zu Solz un día de éstos. Pero no creo que tengas que preocuparte por ella».. —«No estaba preocupado. Sólo preguntaba. ¿Todo esto lo llevas tú?» Thomas asintió: «Kaltenbrunner ha creado una comisión especial para que investigue acerca de las ramificaciones del asunto. Se lo han encargado a Huppenkothen y voy a ser adjunto suyo. En la Kripo, lo más seguro es que Panzinger sustituya a Nebe. De todas formas, ya habíamos empezado a reorganizarlo todo en la
Staatspolizei,
así que lo único que va a pasar es que irán más deprisa las cosas».. —«¿Y qué pretendían esos conspiradores tuyos?». —«No son mis conspiradores -dijo Thomas con voz sibilante-. Y hay de todo. La mayoría, por lo visto, pensaba que sin el Führer y sin el Reichsführer los occidentales aceptarían una paz separada. Querían desmantelar las SS. No parecían darse cuenta de que algo así era nada más que otro
Dolchstoss,
una puñalada por la espalda como en el año 18. Esos traidores pensarían que Alemania los iba a seguir. Me da la impresión de que muchos estaban un poco en la luna: algunos pensaban incluso que les iban a dejar quedarse con Alsacia y Lorena en cuanto se bajasen los pantalones. Y con los territorios incorporados, no faltaría más. Unos soñadores, vamos. Pero todo eso ya lo iremos viendo: eran tan idiotas, sobre todo los civiles, que casi todo lo ponían por escrito. Hemos encontrado montones de proyectos, listas de ministros para el nuevo gobierno. Hasta habían apuntado a tu amigo Speer en una de las listas. Te puedo asegurar que ahora mismo está bastante acojonado».. —«¿Y a quién iban a poner al frente de todo?». —«A Beck. Pero está muerto. Se ha suicidado. Y Fromm también mandó fusilar enseguida a un montón de individuos para intentar guardarse las espaldas». Me explicó los detalles del atentado y del golpe de Estado frustrado. «Nos hemos salvado por los pelos. Nunca había andado la cosa tan cerca. Tienes que ponerte bien porque vamos a tener mucho que hacer».
Pero a mí no me apetecía ponerme bien tan deprisa; me gustaba poder vegetar un poco. Volvía a oír música. Iba recuperando las fuerzas despacio, volvía a aprender algunos gestos. El médico SS me había dado un mes de baja para la convalecencia y pensaba disfrutarlo entero pasara lo que pasara. A principios de agosto, Héléne vino a verme. Todavía estaba débil, pero podía andar; la recibí en pijama y batín y le preparé un té. Hacía muchísimo calor, por las ventanas abiertas no entraba ni un soplo de aire. Héléne estaba muy pálida y tenía un aspecto desvalido que yo nunca le había visto. Me preguntó qué tal estaba, y entonces me di cuenta de que estaba llorando: «Es horrible -decía-, horrible». Me pareció muy embarazoso, no sabía qué decir. Habían detenido a varios de sus colegas, gente con quien llevaba años trabajando. «No es posible, tiene que ser una equivocación... He oído que su amigo Thomas lleva las investigaciones. ¿No podría decirle algo?». —«No serviría de nada -contesté con suavidad-. Thomas cumple con su deber. Pero no se preocupe demasiado por sus amigos. A lo mejor sólo quieren hacerles unas preguntas. Si son inocentes, los soltarán». Ya había dejado de llorar y se había secado las lágrimas, pero seguía con el rostro tenso: «Perdone -dijo-. Pero, de todas formas, hay que intentar ayudarlos, ¿no le parece?». Aunque estaba muy cansado, no perdí la paciencia: «Héléne, tiene que entender el ambiente que hay. Han intentado matar al Führer, esos hombres querían traicionar a Alemania. Si intenta intervenir, todo cuanto conseguirá será que sospechen de usted. No hay nada que pueda hacer. Está en las manos de Dios».. —«De la Gestapo, quiere decir», contestó en un arranque de ira. Recuperó el control: «Perdone, estoy... estoy..».. Le rocé la mano: «Ya verá como todo se arregla». Tomó un sorbo de té; yo la miraba. «¿Y usted? -preguntó ella- ¿Va a volver pronto a su... trabajo?» Miré por la ventana, las ruinas mudas, el cielo azul pálido, que enturbiaba el humo omnipresente. «No de inmediato. Tengo que recuperar las fuerzas». Ella tenía la taza en el aire y cogida con las dos manos. «¿Qué va a pasar?» Me encogí de hombros: «¿En general? Seguiremos peleando, la gente seguirá muriendo y, luego, un día, se acabará y los que todavía estén vivos intentarán olvidar todo esto». Héléne tenía la cabeza gacha: «Echo de menos los días en que íbamos a nadar a la piscina», susurró.. —«Si quiere -propuse-, volveremos a ir cuando esté mejor». Ahora fue ella quien miró por la ventana: «Ya no quedan piscinas en Berlín», dijo con tono tranquilo.
Al irse, se detuvo en el umbral y me volvió a mirar. Yo iba a hablar, pero me puso un dedo en los labios: «No diga nada». Y dejó el dedo un segundo de más. Luego se dio media vuelta y bajó las escaleras con paso rápido. Yo no entendía qué quería, era como si estuviera dando vueltas alrededor de algo sin atreverse ni a acercarse ni a alejarse. Aquella ambigüedad me desagradaba; habría querido que se declarase sin rodeos, y entonces yo habría podido escoger, decir que no o decir que sí, y el asunto habría quedado zanjado. Pero ni ella debía de saberlo. Y todo lo que le había dicho durante aquel ataque no debía de ponérselo más fácil, no había baño ni piscina que pudiera lavar aquellas palabras.
También había vuelto a empezar a leer. Pero habría sido totalmente incapaz de leer libros serios, literatura, volvía diez veces a la misma frase antes de darme cuenta de que no la había entendido. Y así fue como me encontré en las estanterías las aventuras marcianas de E. R. Burroughs, que me había traído del desván de la casa de Moreau y había colocado allí cuidadosamente sin abrirlas. Me leí los tres libros de un tirón, pero tuve el disgusto de no encontrar en ellos nada de aquella emoción que se apoderaba de mí cuando los leía en la adolescencia, cuando, encerrado en el retrete o hundido en la cama, me olvidaba durante horas del mundo exterior para perderme voluptuosamente por los meandros de aquel universo bárbaro de turbio erotismo, poblado de guerreros y princesas sin más atavío que las armas y las joyas y de todo un batiburrillo barroco de monstruos y de máquinas. Me topé, en cambio, con hallazgos sorprendentes que ni sospechó aquel muchacho deslumhrado que era yo entonces: algunas partes de esas novelas de ciencia ficción me hicieron descubrir, efectivamente, que aquel prosista norteamericano era uno de los precursores desconocidos de la ideología
volkisch.
Y, aprovechándose de mi ociosidad, sus ideas me dictaron otras: me acordé entonces de los consejos de Brandt, que hasta el momento había estado demasiado ocupado para atender; pedí que me trajeran una máquina de escribir y redacté una breve memoria para el Reichsführer, citando a Burroughs como modelo para
reformas sociales de mucho calado que las SS tendrán que plantearse en la posguerra.
Por ejemplo, para que creciera la natalidad después de la guerra y obligar a los hombres a casarse jóvenes, me fijaba en el ejemplo de los marcianos rojos, que reclutaban a sus trabajadores forzosos no sólo entre los criminales y los prisioneros de guerra sino también entre los
solteros de los que estuviera confirmado que eran demasiado pobres para pagar la elevada tasa por celibato que imponían todos los gobiernos marcianos rojos;
desarrollé extensamente esa tasa de celibato que, en el supuesto de que se estableciera alguna vez, gravaría onerosamente mis propias finanzas. Pero a la élite de las SS le tenía reservadas propuestas aún más radicales: debería tomar ejemplo de los marcianos verdes, esos monstruos de tres metros de alto que tenían cuatro brazos y colmillos de jabalí:
Todas las propiedades de los marcianos verdes pertenecen a la comunidad, salvo las armas personales, los adornos y las sedas y pieles del lecho de cada cual... Las mujeres y los niños que constituyen el séquito de un hombre pueden compararse a una unidad militar de la que es responsable para la formación, la disciplina y la subsistencia... Sus mujeres no son en modo alguno esposas... Las cópulas no son sino cuestiones de interés comunitario y apuntan sólo a la selección natural. El consejo de los jefes de todas y cada una de las comunidades llevan el control con el mismo tino que el dueño de un semental de carreras de Kentucky dirige la cría científica de su progenitura en pro de la mejora de toda la raza.
Me inspiré en lo anterior para sugerir progresivas reformas del
Lebensborn.
Aquello era en verdad como cavar mi propia tumba y había una parte de mí que casi se reía al escribirlo, pero también me parecía una consecuencia lógica de nuestra
Weltanschauung;
sabía además que le iba a gustar al Reichsführer; aquellos pasajes de Burroughs me recordaban remotamente la utopía profética que nos había expuesto en Kiev en 1941. Y, efectivamente, diez días después del envío de la memoria, recibí una respuesta firmada de puño y letra del Reichsführer (la mayoría de las veces sus instrucciones las firmaba Brandt, o incluso Grothmann):