Pese a la respuesta que me dio, mi último comentario debía de haber molestado a Schenke; durante el resto de la visita se limitó a explicaciones secas y breves. Hice que me enseñara el KL anejo a la fábrica, un rectángulo rodeado de alambradas situado al sur del complejo, en unos campos en barbecho y en el lugar que ocupaba anteriormente el pueblo arrasado. Me pareció que las condiciones de vida eran deplorables; al Lagerführer, por lo visto, le parecían normales. «De todas formas, a los que no quiere la IG los volvemos a mandar a Birkenau y nos envían otros de repuesto». Al regresar al
Stammlager,
me llamó la atención en una pared de la ciudad esta sorprendente inscripción: KATYN = AUSCHWITZ. Desde marzo, efectivamente, la prensa de Goebbels no paraba de darle vueltas al hallazgo en Bielorrusia de cadáveres polacos, miles de oficiales que habían asesinado los bolcheviques después de 1939. Pero ¿quién había podido escribir aquí algo así? Ya no había polacos en Auschwitz y hacía mucho que no quedaba ni un judío. La ciudad propiamente dicha me pareció gris, taciturna, acomodada, como todas las antiguas ciudades alemanas del Este, con su plaza mayor cuadrada, su iglesia de dominicos de tejado en pendiente y, justo al entrar, dominando el puente del Sola, el viejo castillo del duque de la comarca. Durante varios años, el Reichsführer propició los proyectos de ampliar la ciudad y convertirla más adelante en un municipio modelo del Este alemán; con el endurecimiento de la guerra, se dieron de lado aquellas intenciones ambiciosas y seguía siendo un poblacho triste y desabrido, casi olvidado entre el campo y la fábrica, un apéndice superfluo.
La vida del campo, por su parte, resultaba prolija en fenómenos singulares. Piontek me dejó delante de la Kommandantur e iba marcha atrás para aparcar el Opel; yo me disponía a subir cuando me llamó la atención un ruido en el jardín de la casa de los Höss. Encendí un cigarrillo y me acerqué discretamente: por entre los barrotes de la verja vi a unos niños jugando a los
Haftlinge.
El mayor, que estaba de espaldas a mí, llevaba un brazalete en el que ponía KAPO y gritaba con voz estridente órdenes formularias:
«Achtung! Mützen... aufl Mützen...ab! Zu fünfl».
Los otros cuatro, tres niñas, una de ellas muy pequeña, y un chico, estaban en fila, de cara a mí, y se esforzaban torpemente por cumplirlas; llevaban todos, cosido en el pecho, un triángulo, cada uno de un color diferente: verde, rojo, negro, morado. Sonó la voz de Höss detrás de mí: «¿Qué tal, Sturmbannführer? ¿Qué mira?». Me di la vuelta. Höss se me acercaba, tendiéndome la mano; junto a la barrera, un ordenanza tenía cogido al caballo por las riendas. Lo saludé, le di la mano y, sin decir palabra, le indiqué el jardín. Höss se puso acaloradísimo, cruzó la puerta de la verja y se abalanzó hacia los niños. Sin decir nada, sin darles un cachete, les quitó de un tirón los triángulos y el brazalete y los mandó para casa. Luego volvió hacia mí, aún arrebolado, con los trozos de tela en la mano. Me miró, miró los distintivos, me volvió a mirar y, siempre callado, pasó junto a mí y entró en la Kommandantur, arrojando los distintivos a una papelera metálica que había junto a la puerta. Recogí el cigarrillo, que había tirado para saludarlo y humeaba aún. Un preso jardinero, con un uniforme a rayas limpio y planchado y un rastrillo en la mano, pasó por mi lado quitándose el gorro y fue a buscar la papelera para vaciarla en el cesto que llevaba; luego, se volvió al jardín.
Durante el día, me notaba en excelente forma; en la
Haus
comía bien y, al caer la tarde, me acordaba con satisfacción de mi cama con sábanas limpias; pero por la noche, desde el día de mi llegada, acudían los sueños a ráfagas, algunos breves y escuetos, que no tardaba en olvidar; y otros como un gusano largo que se me desenroscaba en la cabeza. Había, sobre todo, una secuencia que se repetía todas las noches e iba a más, un sueño oscuro y difícil de describir, sin hilo narrativo, pero que se desarrollaba a tenor de una lógica en el espacio. En aquel sueño, recorría, como si anduviera por el aire a diversas alturas, y más bien como una mirada en estado puro, o incluso más como una cámara que como un ser vivo, una ciudad gigantesca, cuyos límites no se divisaban, y de topografía monótona y reiterada, dividida en sectores geométricos y en donde bullía una circulación densa. Miles de seres iban y venían, entraban y salían de edificios idénticos, caminaban por largas avenidas rectilíneas, se metían bajo tierra por unas bocas de metro para salir en otros lugares, de forma incesante y sin motivo aparente. Si descendía, o más bien si bajaba aquella mirada en que me había convertido, a las avenidas, para mirarlas con más detalle y de cerca, comprobaba que no había ningún rasgo particular que diferenciase entre sí a aquellos hombres y mujeres: todos eran de piel blanca, de pelo claro, de ojos azules, pálidos, de mirada perdida, los ojos de Höss, los ojos de mi ex ordenanza Hanika también, cuando lo mataron en Jarkov, ojos de color cielo. Unas vías recorrían la ciudad y circulaban unos trenes pequeños con paradas a intervalos regulares en las que vomitaban hasta donde abarcaba la vista oleadas de pasajeros cuyo lugar ocupaban otros de inmediato. Durante las noches siguientes, entré en algunos de los edificios: personas en fila se encaminaban a largas mesas colectivas y a unas letrinas, comían y defecaban en hilera, como ristras de cebollas; otras fornicaban en literas, y nacían niños, que jugaban entre esas literas y, cuando eran ya lo bastante mayores, salían para ocupar el lugar que les correspondía entre las oleadas humanas de aquella ciudad totalmente dichosa. Poco a poco, a fuerza de mirar aquel hormigueo, aparentemente arbitrario, desde distintas perspectivas, acababa por revelarse una tendencia: de forma imperceptible, determinado número de personas acababa siempre por ponerse del mismo lado y entrar, finalmente, en unos edificios sin ventanas en donde se tendían para morir sin una palabra. Llegaban unos especialistas y les quitaban lo que aún podía contribuir a la economía de la ciudad; luego, quemaban sus cuerpos en unos hornos que servían, al tiempo, para calentar el agua que recorría, por unas cañerías, los sectores de la ciudad; los huesos los trituraban; el humo que echaban las chimeneas iba a unirse, como si de afluentes se tratara, al humo de las chimeneas próximas para formar un río largo, apacible y solemne. Y, cuando el punto de vista que tenía del suelo se remontaba, podía darme cuenta de que en todo aquello había un equilibrio: la cantidad de nacimientos en los dormitorios colectivos equivalía a la cantidad de fallecimientos, y aquella sociedad se reproducía a sí misma en perfecto equilibrio, siempre en movimiento, sin producir excedente alguno y sin padecer mermas. Al despertar, me parecía evidente que aquellos sueños serenos y carentes de cualquier angustia representaban el campo, pero, en cualquier caso, un campo perfecto, que hubiera alcanzado una imposible estasis, sin violencia, autorregulado, con un funcionamiento perfecto y perfectamente inútil, también, puesto que, pese a todo, de aquel movimiento no surgía nada. Pero, si pensaba más en el asunto, como intentaba hacerlo mientras me tomaba el sucedáneo de café en la sala de la
Haus der Waffen-SS,
¿no era acaso una representación del conjunto de la vida social? La vida humana, despojada de sus oropeles y su vana agitación, se quedaba en poco más que eso: tras reproducirnos, ya está cumplida la finalidad de la especie; y, en cuanto a esa finalidad propiamente dicha, no es sino una ilusión engañosa, un estímulo que nos da ánimos para levantarnos por la mañana; pero si se examinaba la cuestión objetivamente, como pensaba yo que estaba en condiciones de hacerlo, tan patente era la inutilidad de todos aquellos esfuerzos como lo era la reproducción en sí, puesto que sólo valía para generar nuevas cosas inútiles. Y, en vista de eso, acababa yo por pensar: ¿el propio campo, con toda aquella organización rígida, aquella violencia absurda, aquella jerarquía meticulosa, no sería acaso sino una metáfora, una
reductio ad absurdum
de la vida cotidiana?
Pero no había venido a Auschwitz para dedicarme a filosofar. Pasé revista a unos cuantos
Nebenlager:
la instalación agrícola experimental de Rajsko, que tan cara le era al Reichsführer y en donde el doctor Caesar me explicó cómo seguían intentando resolver el problema del cultivo a gran escala de la planta
kok-sagyz
que, como recordaréis, se descubrió cerca de Maikop y vale para producir caucho; y también la fábrica de cemento de Golleschau, la acerería de Eintrachthütte y las minas de Jawizowitz y de Neu-Dachs. Dejando aparte Rajsko, un caso un tanto particular, las condiciones de aquellos lugares parecían aún peores, si cabe, que en Buna: al carecer por completo de medidas de seguridad había incontables accidentes; la falta de higiene era una continua agresión a los sentidos; la violencia de los kapos y los contramaestres civiles saltaba al menor pretexto, salvaje y asesina. Bajé hasta el final de los pozos de las minas en ascensores de jaula, temblequeantes. En todos los niveles horadaba la oscuridad la perspectiva de galerías que unas lámparas amarillentas iluminaban débilmente; el preso que bajaba aquí debía perder toda esperanza de volver a ver nunca la luz del día. En el fondo, el agua chorreaba por las paredes; ruidos metálicos y gritos retumbaban por las galerías bajas y pestilentes. Bidones de petróleo cortados por la mitad y con un tablón cruzado hacían las veces de letrinas: algunos
Haftlinge
estaban tan débiles que se caían dentro. Otros, esqueléticos y con las piernas hinchadas de edemas, se deslomaban empujando unas vagonetas sobrecargadas por unos raíles mal ajustados o golpeando la pared con picos o con martillos picadores con los que apenas podían. A la salida, trabajadores agotados, que sostenían a compañeros medio desmayados y llevaban a sus muertos en angarillas improvisadas, hacían cola para subir a la superficie y volver a Birkenau. Ellos, al menos, iban a volver a ver el cielo, aunque fuera por pocas horas. No me sorprendía enterarme de que casi en todos los sitios el trabajo cundía menos de lo que tenían previsto los ingenieros: normalmente, se censuraba
la mala calidad de la mercancía que proporcionaba el campo.
Un ingeniero joven de la Hermann-Góring Werke había intentado, afirmó con expresión resignada, conseguir una ración más para los presos de Jawizowitz, pero la dirección no aceptó el aumento del coste. En cuanto a dar menos palizas, incluso aquel hombre de ideas progresistas reconocía con tristeza que era difícil: con golpes, los presos iban despacio; pero sin golpes no hacían nada.
Tuve una charla interesante con el doctor Wirths, referida precisamente a aquella cuestión de la violencia física, pues me recordaba problemas con los que ya me había topado en los Einsatzgruppen. Wirths coincidía conmigo en que incluso los hombres que, al principio, pegaban por obligación acababan por cogerle gusto. «En vez de enmendar a los criminales curtidos -afirmaba con vehemencia-, los reafirmamos en su perversidad concediéndoles plenos poderes sobre los demás prisioneros. E incluso creamos criminales nuevos entre nuestros SS. Estos campos, con los actuales métodos, son un semillero de enfermedades mentales y desviaciones sádicas; después de la guerra, cuando estos hombres vuelvan a la vida civil, nos encontraremos con que tenemos encima un problema considerable». Le expliqué que, por lo que se decía, la decisión de trasladar el exterminio a los campos venía, en parte, de los problemas psicológicos que acarreaba en el seno de las tropas a quienes se encomendaban ejecuciones masivas. «Desde luego -contestó Wirths-, pero con eso sólo se cambia de sitio el problema, sobre todo cuando se mezclan el cometido de exterminar con los cometidos correctivos y económicos de los campos normales. La mentalidad que nace del exterminio va más allá de todo lo demás e influye en lo demás. Incluso aquí, en mis Reviere, he descubierto que había médicos que asesinaban a pacientes saltándose lo que disponían las instrucciones. Me costó mucho acabar con esas prácticas. En cuanto a las derivaciones sádicas, son muy frecuentes, sobre todo en los guardias, y tienen que ver con frecuencia con perturbaciones sexuales».. —«¿Tiene ejemplos concretos?». —«No suelen venir a consultarme. Pero a veces ocurre. Hace un mes, traté a un guardia que lleva aquí un año. Un hombre de Breslau, de treinta y siete años, casado, con tres hijos. Me confesó que daba palizas a los presos hasta que eyaculaba sin tener siquiera que masturbarse. No mantenía ya ninguna relación sexual normal; cuando le daban un permiso no iba a su casa, de pura vergüenza. Pero me aseguró que, antes de venir a Auschwitz, era completamente normal».. —«¿Y qué hizo usted por él?». —«En condiciones así no puedo hacer gran cosa. Necesitaría un tratamiento psiquiátrico prolongado. Estoy intentando que lo trasladen, que lo saquen del circuito de los campos, pero es difícil; no puedo contarlo todo, porque lo detendrían. Pero es un enfermo y necesita atenciones médicas».. —«¿Y cómo cree usted que se desarrolla ese sadismo? -pregunté-. Quiero decir en hombres normales y sin predisposición alguna que esas condiciones no harían sino sacar a la luz». Wirths, pensativo, estaba mirando por la ventana. Tardó un buen rato antes de contestar: «Es una cuestión en la que he pensado mucho y a la que no es fácil contestar. Una solución cómoda sería echarle la culpa a nuestra propaganda, tal y como, por ejemplo, enseña aquí a las tropas el Oberscharführer Knittel, que dirige la
Kulturabteilung:
el
Háftling
es un hombre inferior, ni siquiera es humano y, por lo tanto, pegarle es completamente legítimo. Pero las cosas no son del todo así: bien pensado, los animales tampoco son humanos, pero ninguno de nuestros guardias trataría a un animal como trata a los
Haftlinge.
La propaganda influye en parte, desde luego, pero de forma más compleja. He llegado a la conclusión de que un guardia SS no se vuelve violento o sádico porque opine que el preso no es un ser humano; al contrario, la rabia que siente es cada vez mayor y se convierte en sadismo cuando se da cuenta de que el preso no sólo es un hombre inferior, como le han dicho, sino, precisamente y a fin de cuentas, un hombre como él, en el fondo, y, mire, lo que al guardia le parece insoportable es esa resistencia, esa persistencia callada del otro, y, en consecuencia, el guardia le da una paliza para intentar que desaparezca esa humanidad común. Por supuesto, no funciona: cuanto más pega el guardia, más se da cuenta de que el preso se niega a considerarse a sí mismo como no humano. Al final, no le queda ya más solución que matarlo, lo cual es admitir el fracaso de forma definitiva». Wirths dejó de hablar. Seguía mirando por la ventana. Rompí el silencio: «¿Puedo hacerle una pregunta personal, doctor?». Wirths respondió sin mirarme y tabaleando en la mesa con aquellos dedos largos y delgados: «Puede hacerla».. —«¿Es usted creyente?» Tardó un rato en contestar. Seguía mirando hacia fuera, hacia la calle y el crematorio. «Lo fui, sí», dijo por fin.