Reinholz envió dos Orpo para que hicieran venir a Shabaev y le sirvió un té a Weseloh; yo llamé por teléfono a la Ortskommandantur para ponerme de acuerdo con Voss, pero había salido; me prometieron que me llamaría cuando volviera. Reinholz, quien, como todo el mundo, había oído hablar de la llegada de Jünger, le estaba preguntando a Weseloh por las convicciones nacionalsocialistas del escritor; estaba claro que Weseloh no tenía ni idea, pero le parecía haber oído que no era miembro del Partido. Algo después, se presentó Shabaev: «Markel Avgadulovich», se presentó. Lucía un atuendo montañés tradicional y una barba imponente, y su porte era firme y seguro de sí. Hablaba ruso con marcado acento, pero al
Dolmetscher
no parecía plantearle la traducción problema alguno. Weseloh le pidió que se sentara y entabló con él una charla en una lengua que no entendía ninguno de los presentes. «Sé dialectos más o menos cercanos al tat -manifestó-. Voy a hacer que hable en alguno de ellos y después se lo explico a ustedes». Los dejé solos y fui a tomarme un té con Reinholz en otra habitación. Me contó la situación local: los éxitos soviéticos en la periferia de Stalingrado habían traído consigo grandes revuelos entre los kabardinos y los balkarios y la actividad de los partisanos en las montañas se recrudecía. En los planes del OKHG entraba proclamar pronto el distrito autónomo, y contaba con la supresión de los koljoses y de los sovjoses en la comarca montañesa (los de las llanuras del Baksan y del Terek, que se consideraban rusos, no iban a disolverse) y con el reparto de las tierras a los autóctonos para calmar los ánimos. Al cabo de hora y media, apareció Weseloh: «El viejo quiere enseñarnos su casa y su barrio. ¿Vienen?».. —«Con mucho gusto. ¿Y usted?», dije, dirigiéndome a Reinholz.. —«Ya he estado. Pero siempre se come bien». Tomó una escolta de tres Orpo y nos llevó en coche a casa de Shabaev. Era un edificio de ladrillo con un patio interior ancho y constaba de habitaciones grandes y desnudas, sin pasillos. Tras habernos pedido que nos quitásemos las botas, nos invitaron a todos a sentarnos en unos almohadones muy pobres y dos mujeres nos pusieron delante, en el suelo, un hule grande. Varios niños se habían colado en la habitación y estaban acurrucados en un rincón, mirándonos con los ojos muy abiertos y cuchicheando y riendo entre sí. Shabaev se sentó en un almohadón, enfrente de nosotros mientras una mujer de su edad, con un pañuelo de vivos colores en la cabeza, nos servía té. Hacía frío en la habitación y no me quité el abrigo. Shabaev dijo unas cuantas palabras en su lengua: «Se disculpa por recibirnos tan mal -tradujo Weseloh-, pero no nos esperaban. Su mujer va a prepararnos el té. Ha invitado también a unos cuantos vecinos, para que podamos hablar».. —«Lo del té -especificó Reinholz-, quiere decir comer hasta reventar. Espero que tengan ustedes hambre». Entró un chiquillo y le soltó unas cuantas frases veloces a Shabaev antes de volver a salir a la carrera. «Eso no lo he entendido», dijo Weseloh irritada. Cruzó unas cuantas palabras con Shabaev. «Dice que es el hijo de un vecino y estaban hablando en kabardino». Una joven muy bonita con túnica y pañuelo trajo de la cocina varios panes grandes, redondos y planos y los colocó encima del mantel. Luego, la mujer de Shabaev y ella trajeron cuencos con queso blanco, frutos secos y caramelos envueltos en papel de plata. Shabaev partió con la mano uno de los panes y nos repartió los pedazos: estaba aún caliente, crujiente, delicioso. Otro anciano con
papaj
y botinas flexibles entró y se sentó junto a Shabaev; luego llegó otro. Shabaev hizo las presentaciones. «Dice que el que está a su izquierda es un tat musulmán -explicó Weseloh-. Desde el principio está intentando decirme que sólo algunos tats son de religión judía. Voy a hacerle preguntas». Se enzarzó en una prolongada charla con el segundo anciano. Un tanto aburrido, me puse a picar y a examinar la habitación. Las paredes, sin adorno alguno, parecían recién encaladas. Los niños escuchaban y nos inspeccionaban en silencio. La mujer de Shabaev y la joven nos trajeron fuentes de carne cocida, con salsa de ajo y bolitas de harina hervidas. Empecé a comer; Weseloh seguía conversando. Sirvieron, después,
sbashliks
de trocitos de pollo, que amontonaron encima de uno de los panes; Shabaev partió los otros y repartió las rebanadas a modo de platos; luego con un largo cuchillo caucásico, un
kinyal,
nos sirvió a todos albóndigas que cortaba del propio espetón. Trajeron también hojas de parra rellenas de arroz y carne. Me gustaban más que la carne cocida y empecé a comer muy animado; Reinholz hacía otro tanto, mientras Shabaev parecía estar increpando a Weseloh, quien no comía nada. La mujer de Shabaev vino a sentarse también con nosotros para censurar con vehementes ademanes la falta de apetito de Weseloh. «Fräulein Doktor -le dije entre dos bocados-, ¿puede preguntarles dónde duermen?» Weseloh habló con la mujer de Shabaev: «Según ella -acabó por responderme-, aquí mismo, en el suelo, en la tarima».. —«En mi opinión -dijo Reinholz-, miente».. —«Dice que antes tenían colchones, pero que los bolcheviques se lo quitaron todo antes de emprender la retirada».. —«A lo mejor es verdad», le dije a Reinholz; se estaba comiendo un
shashlik
y se limitó a encogerse de hombros. La joven nos iba sirviendo más té caliente según bebíamos, con un sistema curioso: primero echaba un puré negro en una tetera pequeña y, luego, le añadía agua caliente. Cuando acabamos de comer, las mujeres se llevaron los restos y recogieron el mantel; luego Shabaev salió y volvió con unos cuantos hombres que llevaban instrumentos y a quienes hizo sentar pegados a la pared, enfrente de la esquina de los niños. «Dice que ahora vamos a oír música tradicional tat y a ver sus danzas, para que comprobemos que son iguales que las de los demás pueblos montañeses», explicó Weseloh. Entre los instrumentos había algo así como unos banjos de mástil muy largo, que se llamaban
tar,
unas flautas largas, que se llamaban
saz
-una palabra turca, especificó Weseloh por conciencia profesional-, un cacharro de barro en el que se soplaba con una caña y unos tambores que se tocaban con la mano. Interpretaron varias piezas y la joven que nos había servido bailó sin pretensiones, pero tenía mucho encanto y era muy flexible. Los hombres que no tocaban llevaban el compás con los percusionistas. Entraban más personas y se sentaban, o se quedaban de pie contra la pared: mujeres de faldas largas con niños agarrados a las piernas, hombres con atuendo montañés, trajes viejos y tazados o también blusones y gorras de trabajador soviético. Una de las mujeres que estaban sentadas daba de mamar a su bebé sin hacer intención de taparse. Un joven se quitó la chaqueta y se sumó al baile. Era guapo, distinguido, elegante, altanero. La música y las danzas se parecían desde luego a las de los karachais que yo había visto en Kislovodsk; la mayoría de las piezas, de ritmo sincopado que a mí me sonaba muy curioso, eran animadas y eufóricas. Uno de los músicos viejos cantó una larga melopea sin más acompañamiento que un banjo de dos cuerdas, que pulsaba con un plectro. La comida y el té me habían sumido en un estado apacible, casi soñoliento; cedía a la música, toda aquella escena me parecía pintoresca y aquella gente, muy cordial y muy simpática. Cuando acabó la música, Shabaev pronunció algo así como un discurso que Weseloh no tradujo; luego, nos trajeron regalos: para Weseloh, una alfombra oriental grande y tejida a mano, que dos hombres extendieron ante nosotros antes de volverla a enrollar; y unos preciosos
kinyali
labrados, en estuches de madera negra y de plata, para Reinholz y para mí. A Weseloh le regaló también unos pendientes de plata y una pulsera la mujer de Shabaev. El gentío nos escoltó hasta la calle y Shabaev nos estrechó la mano con solemnidad: «Nos agradece que le hayamos dado la oportunidad de poder mostrarnos la hospitalidad tat -tradujo, muy seca, Weseloh-. Se disculpa por lo modesto de la acogida, pero dice que hay que reprochárselo a los bolcheviques, que se lo robaron todo».
«¡Vaya circo!», exclamó Weseloh en el coche.. —«Esto no es nada para lo que le organizaron a la comisión de la Wehrmacht», comentó Reinholz.. —«¡Y estos regalos! -siguió Weseloh-. ¿Qué se imaginan? ¿Que van a poder comprar a unos oficiales de las SS? ¡Esa sí que es una táctica de judíos!» Yo no decía nada: Weseloh me irritaba; daba la impresión de que partía de una idea preconcebida y a mí no me parecía que ése fuera el procedimiento adecuado. En las oficinas del Sonderkommando, nos explicó que el anciano con quien había charlado conocía bien el Corán, las oraciones y los usos musulmanes, pero que, según ella, eso no quería decir nada. Un ordenanza entró y se dirigió a Reinholz: «Hay una llamada telefónica de la Ortskommandantur. Dicen que alguien preguntaba por un tal Leutnant Voss».. —«Ah, es para mí», dije. Me fui detrás del ordenanza a la sala de comunicaciones y cogí el auricular. Me habló una voz desconocida: «¿Es usted quien dejó un recado para el Leutnant Voss?».. —«Sí», respondí, perplejo.. —«Lamento mucho decirle que lo han herido y que no va a poder llamarle», dijo el hombre. Noté la garganta oprimida de repente: «¿Es grave?».. —«Pues sí, bastante».. —«¿Dónde está?». —«Aquí. En el centro médico».. —«Voy para allá». Colgué y pasé por la habitación en donde estaban Weseloh y Reinholz. «Tengo que ir a la Ortskommandantur», dije, cogiendo el abrigo.. —«¿Qué pasa?», preguntó Reinholz. Debía de estar pálido; desvié la cara rápidamente. «Vuelvo dentro de un rato», dije según salía.
Fuera, caía la tarde y hacía mucho frío. Iba a pie y, con las prisas, me había dejado la chapka. Empecé a tiritar enseguida. Caminaba deprisa y estuve a punto de resbalar en una placa de hielo; conseguí agarrarme a un poste, pero me hice daño en el brazo. El frío me atenazaba la cabeza descubierta; se me estaban entumeciendo los dedos dentro de los bolsillos. Notaba cómo me recorrían el cuerpo intensos escalofríos. Había subestimado la distancia hasta la Ortskommandantur; cuando llegué, era noche cerrada y tiritaba como una hoja. Dije que quería ver a un oficial de operaciones. «¿Es con usted con quien he hablado?», me preguntó éste cuando llegó al vestíbulo, en donde yo estaba intentado en vano entrar en calor.. —«Sí. ¿Qué ha pasado?». —«Todavía no lo tenemos muy claro. Lo han traído unos montañeses en un carro de bueyes. Estaba en un
aul
kabardino, al sur. Según los testigos, entraba en las casas y hacía preguntas a la gente acerca de su lengua. Uno de los vecinos cree que se quedó a solas con una chica y que el padre los sorprendió. Oyeron tiros: cuando llegaron, se encontraron con el Leutnant herido y con la chica muerta. El padre había desaparecido. Así que lo trajeron aquí. Claro que eso es lo que cuentan ellos. Habrá que abrir una investigación».. —«¿Cómo está?». —«Me temo que mal. Le soltaron un tiro en el vientre».. —«¿Puedo verlo?» El oficial titubeó; me escudriñaba la cara sin disimular la curiosidad. «No es un asunto que tenga que ver con las SS», dijo por fin.. —«Es un amigo». Dudó aún un momento y, luego, dijo de pronto: «En ese caso, venga. Pero le advierto que está hecho una pena».
Me condujo por los pasillos recién pintados de gris y verde claro hasta una sala grande en donde unos cuantos enfermos y heridos leves yacían en una hilera de camas. No veía a Voss. Un médico, que llevaba una bata blanca algo sucia encima del uniforme, se nos acercó. «¿Sí?». —«Querría ver al Leutnant Voss -explicó el oficial de operaciones, señalándome-. Aquí lo dejo -me comentó-. Tengo que hacer».. —«Venga -dijo el médico-. Lo hemos puesto solo». Me llevó hacia una puerta que estaba al fondo de la sala. «¿Puedo hablar con él?», pregunté.. —«No lo oirá», contestó el médico. Abrió la puerta y me cedió el paso. Voss yacía bajo una sábana, con el rostro sudoroso y algo verde. Tenía los ojos cerrados y se quejaba bajito. Me acerqué: «Voss», dije. No reaccionó. Sólo aquellos sonidos seguían saliéndole de la boca; no eran en realidad quejidos, sino más bien sonidos inarticulados, pero incomprensibles, como el parloteo de un niño, la traducción a una lengua privada y misteriosa de lo que le estaba pasando por dentro. Me volví hacia el médico: «¿Se salvará?». El médico negó con la cabeza. «Ni siquiera entiendo cómo ha aguantado hasta ahora. No hemos podido operar. No valdría de nada». Me volví hacia Voss. Seguían los sonidos, ininterrumpidamente, una descripción de su agonía más acá de la lengua. Me dejaba aterido, me costaba trabajo respirar, como en esos sueños en los que alguien habla y no lo entendemos. Pero aquí no había nada que entender. Le aparté una mecha que le caía sobre el párpado. Abrió los ojos y me miró pero tenía los ojos vacíos de cualquier reconocimiento. Estaba ya en ese lugar privado, cerrado, del que nunca se vuelve a subir a la superficie, pero en el que tampoco se había hundido aún. El cuerpo luchaba, como lucha un animal, contra lo que le sucedía, y también eran eso los sonidos, sonidos de un animal. De vez en cuando se interrumpían esos sonidos para que Voss pudiera jadear aspirando el aire entre los dientes con un ruido casi líquido. Luego volvían. Miré al médico: «Está sufriendo. ¿Puede ponerle morfina?». El médico parecía apurado: «Ya le hemos puesto».. —«Sí, pero hay que ponerle más». Yo lo miraba fijamente a los ojos; titubeaba y se daba golpecitos con una uña en los dientes. «Ya casi no me queda -dijo por fin-. Hemos tenido que mandar todas las reservas a Millerovo para el 6º Ejército. Tengo que quedarme con el resto para los casos que puedan operarse. De todas formas, no va a tardar en morirse». Seguí mirándolo fijamente. «Usted no puede darme órdenes», añadió.. —«No le estoy dando una orden; le estoy pidiendo algo», dije fríamente. Palideció. «Bien, Hauptsturmführer. Tiene razón... le pondré más». No me moví ni sonreí. «Vamos a hacerlo ahora. Miraré cómo lo hace». Un breve tic le deformó los labios al médico. Salió. Miré a Voss: los sonidos extraños, atemorizadores, como autodeformados, le seguían brotando de la boca, que laboraba convulsivamente. Una voz antigua, venida de tiempos remotos, pero que, aunque era un lenguaje, no decía nada y sólo expresaba su propia desaparición. Volvió el médico con una jeringuilla, le destapó el brazo a Voss, dio unos golpecitos para cogerle la vena y le inyectó el contenido. Poco a poco se fueron espaciando los sonidos y se calmó la respiración. Los ojos se habían cerrado. De vez en cuando subía aún un bloque de sonidos, como una boya postrera arrojada por la borda. El médico se había vuelto a marchar. Le rocé suavemente la mejilla a Voss con el dorso de los dedos y salí yo también. El médico andaba atareado, con expresión de apuro y resentimiento a la vez. Le di las gracias muy seco y luego pegué un taconazo y alcé el brazo. El médico no me devolvió el saludo y salí sin decir palabra.