Según salía, le pedí a Reuter un Feldgendarme; me remitió al jefe de su compañía, que escogió a un Rottwachtmeister: «¡Hanning! Vete con el Hauptsturmführer y haz lo que te mande». Hanning estaba cogiendo el casco y echándose el fusil al hombro; debía de rondar los cuarenta años; la gran media luna de metal le saltaba sobre el pecho delgado. «Necesitaríamos también una pala», añadí. Una vez fuera, me volví hacia el viejo: «¿Por dónde?». Alzó el dedo hacia el Mashuk cuya cima, metida entre unas cuantas nubes, parecía estar escupiendo humo. «Por allí». Con Hanning pisándonos los talones, fuimos por las calles, cuesta arriba, hasta llegar a la última, la que se ciñe al monte. Allí, el viejo señaló hacia la derecha, en dirección al Proval. Unos pinos bordeaban la carretera y, en un determinado lugar, un caminito se internaba entre los árboles. «Es por ahí», dijo el viejo.. —«¿Estás seguro de que nunca has estado aquí?», le pregunté. Se encogió de hombros. El camino subía, serpenteando, y la cuesta era empinada. El viejo caminaba delante, con paso ágil y seguro; detrás, con la pala al hombro, Hanning resollaba como un buey. Cuando salimos de los árboles, vi que el viento había despejado las nubes de la cumbre. Un poco más allá, me volví. El Cáucaso cerraba el horizonte. Había llovido durante la noche y la lluvia había barrido por fin la omnipresente nube del verano, desvelando las montañas, nítidas y majestuosas. «Déjate de andar soñando», me espetó el viejo. Eché a andar otra vez. Seguimos subiendo alrededor de otra media hora. El corazón me latía rabiosamente. A Hanning también, pero el viejo parecía tan lozano como un árbol joven. Por fin llegamos a algo así como una terraza herbosa, cuando apenas si faltaban cien metros para la cima. El viejo se adelantó y contempló el paisaje. Era la primera vez que yo veía el Cáucaso de verdad. La cadena, soberana, se extendía, como una gigantesca muralla inclinada, hasta el más remoto horizonte; uno podía pensar que, si guiñaba los ojos, vería cómo los últimos montes se sumergían en el mar Negro, allá en lontananza, a la derecha, y, a mano izquierda, en el Caspio. Las laderas eran azules y las dominaban crestas de tonos amarillo pálido o blanquecinos; el Elbrus, blanco como un tazón de leche puesto del revés, remataba los picachos; algo más allá, el Kazbek se erguía por encima de Osetia. Era hermoso como una frase de Bach. Yo miraba y no decía nada. El viejo extendió la mano hacia el este: «Allí, pasado el Kazbek, ya estamos en Chechenia, y, después, allá, está Daguestán».. —«¿Y tu tumba dónde está?» Recorrió con la vista la terraza plana y dio unos pasos: «Aquí», dijo por fin dando una patada en el suelo. Volví a mirar las montañas: «Es un sitio hermoso para que lo entierren a uno, ¿no te parece?». El viejo sonreía con una sonrisa inmensa y arrobada: «¿Verdad que sí?». Empezaba a preguntarme si no me habría tomado el pelo. «¿Lo habías visto antes de verdad?». —«¡Pues claro!», dijo indignado. Pero a mí me daba la impresión de que se reía de barbas para adentro. «Pues cava», dije.. —«¿Cómo que cave? ¿No te da vergüenza,
meirakiske?
¿Tú sabes qué edad tengo? ¡Podría ser el abuelo de tu abuelo! Antes que cavar, sería capaz de maldecirte». Me encogí de hombros y me volví hacia Hanning, que seguía esperando con la pala a cuestas. «Hanning, cave».. —«¿Que cave, Herr Hauptsturmführer? ¿Que cave qué?». —«Una tumba, Rottwachtmeister. Aquí». Movió la cabeza: «¿Y el viejo? ¿Es que no puede cavar él?».. —«No. Venga, empiece». Hanning dejó el fusil y el casco en la hierba y se dirigió al lugar indicado. Se escupió en las manos y empezó a cavar. El viejo miraba las montañas. Yo escuchaba el susurro del viento, el vago rumor de la ciudad a nuestros pies; oía también el ruido de la pala golpeando en la tierra, la caída de los terrones que salían disparados, la ruidosa respiración de Hanning. Miré al viejo; estaba de cara a las montañas y al sol y susurraba algo. Volví a mirar las montañas. Las sutiles e infinitas variaciones del azul que teñía las laderas podían leerse con toda seguridad como una larga línea de música que ritmaban las crestas. Hanning, que se había quitado la placa del cuello y la guerrera, cavaba de forma bastante metódica y estaba ya metido en el hoyo hasta las rodillas. El viejo se volvió hacia mí con expresión risueña: «¿Cómo va la cosa?». Hanning había dejado de cavar y recuperaba el resuello apoyado en la pala. «¿No es ya bastante, Herr Hauptsturmführer?», preguntó. El hoyo parecía tener ahora la longitud adecuada, pero sólo medio metro de profundidad. Me volví hacia el viejo: «¿Te basta así?».. —«¿Estás de guasa? ¡No pensarás hacerme una tumba de pobre, a mí, a Nahum ben Ibrahim! Vamos, que no eres un
népios»
.. —«Lo siento, Hanning. Hay que seguir cavando».. —«Oiga, Herr Hauptsturmführer -me preguntó antes de seguir trabajando-, ¿en qué lengua le habla? Eso no es ruso».. —«No, es griego».. —«¿Es un griego? Yo creía que era judío».. —«Venga, cave». Volvió a ponerse manos a la obra, soltando un taco. Al cabo de veinte minutos, se detuvo de nuevo, resoplando con fuerza. «Mire, Herr Hauptsturmführer, normalmente estas cosas se hacen entre dos. Yo no soy ya ningún jovencito».. —«Déme la pala y salga de ahí». Yo también me quité el gorro y la guerrera y ocupé el lugar de Hanning en la fosa. No puede decirse que tuviera mucha experiencia en cavar. Necesité varios minutos para dar con un ritmo. El viejo se había inclinado hacia mí: «Te das muy mala maña. Ya se ve que te has pasado la vida metido en los libros. Entre nosotros hasta los rabinos saben construir una casa. Pero eres un buen chico. He atinado al dirigirme a ti». Seguí cavando, ahora había que lanzar la tierra a bastante altura y buena parte de ella volvía a caer al agujero. «¿Vale ya así?», pregunté por fin.. —«Un poco más. Quiero que mi tumba sea tan cómoda como el vientre de mi madre».. —«Hanning -llamé-, venga a relevarme». La fosa me llegaba ya al pecho y tuvo que ayudarme a salir. Volví a ponerme la guerrera y fumé mientras Hanning seguía cavando. Miré otra vez las montañas, no me cansaba de contemplarlas. El viejo las miraba también. «¿Sabes? Me decepcionaba que no me enterrasen en mi valle, cerca del río Samur -dijo-. Pero ahora me doy cuenta de que el ángel es sabio. Este es un sitio hermoso».. —«Sí», dije. Miré de reojo: el fusil de Hanning estaba tirado en la hierba, junto al casco, como abandonado. Cuando a Hanning le asomaba apenas la cabeza del suelo, el viejo dijo que ya le parecía bien. Ayudé a salir a Hanning. «¿Y ahora qué?», pregunté.. —«Ahora tienes que meterme dentro, claro. ¿No creerás que Dios me va a mandar un rayo?» Me volví hacia Hanning: «Rottwachtmeister, vuelva a ponerse el uniforme y fusile a este hombre». Hanning se puso encarnado, escupió y dijo una palabrota. «¿Qué pasa?». —«Con su permiso, Herr Hauptsturmführer, para las tareas especiales necesito una orden de mi superior».. —«El Leutnant Reuter lo ha puesto a mi disposición». Titubeó: «Bueno, de acuerdo», dijo por fin. Volvió a ponerse la guerrera, la gran placa y el casco tras sacudirse el pantalón y agarró el fusil. El viejo se había colocado al borde de la tumba, de cara a las montañas, y seguía sonriendo. Hanning se echó el fusil al hombro y le apuntó al viejo a la nuca. De repente noté que me invadía la angustia. «¡Espere!» Hanning bajó el fusil y el viejo volvió la cabeza en mi dirección. «¿Y mi tumba? ¿La has visto también?», pregunté. Sonrió: «Sí». Me silbaba la respiración, debía de estar lívido y me embargaba una vana angustia: «¿Y dónde está?». El viejo seguía sonriendo: «Eso no te lo diré».. —«¡Fuego!», le grité a Hanning. Éste alzó el fusil y disparó. El viejo cayó como una marioneta a la que de repente le cortan los hilos. Me acerqué a la fosa y me incliné. Yacía en el fondo, como un saco, y seguía sonriendo levemente entre la barba salpicada de sangre; y los ojos abiertos, que miraban la pared de tierra, reían también. «Cierre eso», le ordené muy seco a Hanning.
Al pie del Mashuk, envié a Hanning de vuelta al cuartel general y me fui, pasando por la galería Académica, a los baños Pushkin que la Wehrmacht había vuelto a abrir en parte para sus convalecientes. Me desnudé y me sumergí en el agua ardiente, parduzca y sulfurosa. Me quedé así mucho rato y luego me enjuagué con una ducha fría. Aquel tratamiento me devolvió el vigor de cuerpo y alma: tenía la piel jaspeada de rojo y blanco y me sentía alerta, casi liviano. Volví al acuartelamiento y me eché una hora, con los pies cruzados encima del sofá y de cara a la puerta acristalada, abierta. Luego me cambié y bajé al AOK para recoger el coche que había pedido por la mañana. Por el camino, fumé y miré los volcanes y las suaves y azules montañas del Cáucaso. Caía ya la tarde, estábamos en otoño. A la entrada de Kislovodsk, la carretera cruzaba el Podkumok; abajo, carretas de campesinos pasaban el río por el vado; de la última, un tablón colocado sobre unas ruedas, tiraba un camello de pelo largo y cuello grueso. Hohenegg me esperaba en el casino: «Tiene usted pinta de estar en plena forma», me dijo al verme.. —«Estoy reviviendo. Pero he tenido un día peculiar».. —«Ahora me lo cuenta». Dos botellas de vino blanco del Palatinado esperaban junto a la mesa en unos cubos de hielo: «Le pedí a mi mujer que me las mandase».. —«Doctor, es usted el demonio». Descorchó la primera: el vino estaba fresco y mordía la lengua, dejando tras de sí la caricia del fruto. «¿Qué tal su conferencia?». —«Muy bien. Hemos pasado revista al cólera, al tifus y a la disentería y estamos llegando a la dolorosa cuestión de los sabañones».. —«Todavía no tocan».. —«Pero ya no tardarán. ¿Y usted, qué tal?» Le conté la historia del
Bergjude
anciano. «Un sabio, ese Nahum ben Ibrahim -comentó, cuando hube acabado-. Es envidiable».. —«Es muy probable que tenga usted razón». Nuestra mesa estaba arrimada a un tabique detrás del cual había un reservado del que salían risas y voces indistintas. Bebí un poco más de vino. «No obstante -añadí-, debo admitir que me cuesta entenderlo».. —«A mí, no -afirmó Hohenegg-. Mire, desde mi punto de vista hay tres comportamientos posibles ante esta vida absurda. Primero, el de las masas,
boi polloi,
que, sencillamente, se niegan a ver que la vida es una guasa. No se burlan de ella, sino que trabajan, acopian, mastican, defecan, fornican, se reproducen, envejecen y mueren como bueyes uncidos al arado, de la misma forma necia en que vivieron. Así es la inmensa mayoría. Luego están los que son como yo, que saben que la vida es una guasa y tienen valor para burlarse de ella, igual que los taoístas y que ese judío suyo. Y, luego, están, y si mi diagnóstico es correcto, ése es el caso de usted, los que saben que la vida es una guasa, pero sufren. E igual le pasa a su Lermontov, a quien por fin he leído:
I jizn takaía pustaia i glupaia shutka,
escribe». Yo sabía ya bastante ruso como para entenderlo y completar: «Habría debido añadir:
i grubaia,
"una guasa vacía, necia y sucia"».— «Seguramente lo pensó. Pero le habría estropeado la escansión».— «Aunque quienes se comportan así, saben, no obstante que existe el segundo comportamiento», dije.. —«Sí, pero no consiguen asumirlo». Las voces del otro lado del tabique eran ahora más claras: una camarera se había dejado abierta la cortina del reservado al salir. Reconocí la entonación zafia de Turek y de su comparsa, Pfeiffer. «¡En las SS debería estar prohibido que hubiera mujeres así!», chillaba Turek.. —«Y lo está. A ése deberían tenerlo metido dentro de un campo de concentración, y no dentro de un uniforme», respondió Pfeiffer.. —«Sí -dijo otra voz-, pero se necesitan pruebas».. —«Los vimos -dijo Turek-. El otro día, detrás del Mashuk; se salieron de la carretera para irse al bosque a hacer sus cosas».. —«¿Está seguro?». —«Le doy mi palabra de oficial».. —«¿Y de verdad que lo reconoció?». —«¿A Aue? Estaba tan cerca de mí como lo está usted ahora». Los hombres callaron de repente. Turek se volvió despacio y me vio de pie en la entrada del reservado. Se le vació de sangre el rostro encendido. Pfeiffer, al final de la mesa, se estaba poniendo amarillo. «Es de lo más lamentable que utilice con tanta ligereza su palabra de oficial, Hauptsturmführer -dije con claridad y sin que se me alterase la voz-. Porque es algo que la invalida. Sin embargo, está usted aún a tiempo de retirar esas palabras infames. Le aviso de que si no lo hace nos batiremos». Turek se había levantado, echando hacia atrás la silla de forma brutal. Un tic absurdo le deformaba los labios y le daba un aspecto aún más flojo y desvalido que de costumbre. Buscaba la mirada de Pfeiffer: éste le hizo una seña con la cabeza para alentarlo. «No tengo nada que retirar», chirrió con voz átona. Aún vacilaba en llegar hasta el final. A mí me embargaba una gran exaltación, pero seguía teniendo la voz tranquila y terminante. «¿Está completamente seguro?» Quería azuzarlo, acalorarlo y cerrarle todas las puertas a la espalda. «Puede tener la seguridad de que no resultaré tan cómodo como un judío desarmado». Aquellas palabras causaron un tumulto. «¡Están insultando a las SS!», vociferaba Pfeiffer. Turek estaba lívido y me miraba como un toro rabioso, sin decir nada. «Muy bien -dije-. Pues entonces le enviaré a alguien dentro de un rato a las oficinas del Teilkommando». Di media vuelta y salí del restaurante. Hohenegg me alcanzó en la escalera: «¡Pero qué bobada! Definitivamente, Lermontov se le ha subido a la cabeza». Me encogí de hombros. «Doctor, lo tengo por hombre de honor. ¿Me apadrina?» Ahora le tocó a él encogerse de hombros. «Si así lo quiere. Pero es una necedad». Le di una palmada amistosa en el hombro. «No se preocupe. Todo irá bien. Pero no se deje el vino, que lo vamos a necesitar». Me llevó a su habitación y nos acabamos la primera botella. Le hablé un poco de mi vida y de mi amistad con Voss. «Lo aprecio mucho. Es un individuo pasmoso. Pero no tiene nada que ver con lo que se imaginan esos cerdos». Lo mandé después a las oficinas del Teilkommando y empecé la segunda botella mientras lo esperaba fumando y mirando cómo el sol poniente espejeaba en el ancho parque y en las laderas del Maloe Sedlo. Volvió de esa gestión al cabo de una hora. «Le advierto de que están tramando alguna mala faena», me dijo sin más rodeos.. —«¿Cómo es eso?». —«Entré en el Kommando y los oí bramar. Me había perdido el principio de la conversación, pero oí lo más gordo: "Y así no corremos riesgos. De todas formas, eso es lo que se merece". Luego, su adversario, el que tiene pinta de judío, ¿es ése, no?, contestó: "¿Y su testigo?". El otro voceaba: "Pues que se fastidie él también". Después entré y se callaron. Me parece que se disponen a liquidarnos sin más. ¡Fíjese qué sentido del honor tan SS!». —«No se preocupe, doctor. Tomaré mis precauciones. ¿Se han puesto de acuerdo en los detalles?». —«Sí. Nos reuniremos con ellos mañana por la tarde, a las seis, a la salida de Jeleznovodsk y buscaremos una
balka
aislada. El muerto se lo cargaremos a los partisanos que rondan por la zona».. —«Sí, la banda de Pustov. Es una buena idea. ¿Y si fuéramos a comer algo?»