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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

Las amenazas de nuestro mundo (43 page)

BOOK: Las amenazas de nuestro mundo
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Sin embargo, a veces, los seres humanos más susceptibles a la enfermedad mueren, y los que la resisten relativamente, sobreviven, de manera que la virulencia de las enfermedades disminuye. En tal caso, ¿es permanente la victoria humana sobre los microorganismos patogénicos? ¿No podrían producirse nuevos tipos de gérmenes? Así podría suceder, y así sucede. Periódicamente, en intervalos de pocos años, se producen nuevos brotes de gripe importantes. Sin embargo, es posible preparar vacunas contra ese nuevo tipo después que ha hecho su aparición. Cuando un solo caso de «gripe porcina» surgió en 1976, se puso en marcha una vacunación en masa a gran escala. Finalmente resultó que no era necesario, pero quedó demostrado que podía realizarse.

Como es natural, la evolución también trabaja en sentido contrario. El uso indiscriminado de antibióticos tiende a eliminar microorganismos útiles, dejando escapar, en cambio, otros relativamente resistentes que se multiplican creando un nuevo tipo de microorganismos resistentes a los antibióticos. De este modo podemos estar creando nuevas enfermedades, por así decirlo, mientras intentamos hacer frente a las antiguas. Sin embargo, en este caso, los seres humanos pueden contraatacar utilizando dosis mayores de los viejos antibióticos o con el uso de nuevos tipos.

Por lo menos, parece que podemos seguir manteniéndonos, lo que significa que hemos ganado mucho terreno si consideramos la situación tal como estaba hace tan sólo doscientos años. Sin embargo, ¿existe la posibilidad de que los seres humanos sean atacados de repente por una enfermedad tan fatal contra la que no haya defensa posible y nos elimine por completo? En especial, ¿existe la posibilidad de que nos llegue una «plaga del espacio» según se narraba en la popular novela de Michael Crichton
La amenaza de Andrómeda?

Una NASA prudente lo tiene en cuenta. Por ello, esterilizan cuidadosamente los objetos que envían a otros planetas para reducir al mínimo la posibilidad de propagar microorganismos terrestres en suelo extraño, confundiendo de este modo el estudio de los microorganismos nativos del planeta. También los astronautas permanecen en cuarentena cuando regresan de la Luna hasta que hay la seguridad de que no han sido contaminados con ninguna infección lunar.

Esta precaución parece ser innecesaria. En realidad, son muy reducidas las posibilidades de que existan microorganismos en alguna otra parte del Sistema Solar, y cada nueva investigación de los cuerpos planetarios confirma más la imposibilidad. Pero, ¿qué podríamos decir de la vida en el exterior del Sistema Solar? Surge aquí otro tipo de invasión del espacio interestelar que todavía no hemos discutido: la llegada de formas extrañas de vida microscópica.

El primero que tuvo en cuenta esta posibilidad con detalle científico fue el químico sueco, Svante August Arrhenius (1859-1927). Estaba interesado en el problema del origen de la vida. Arrhenius creía que la vida podía estar esparcida en el Universo y que podía diseminarse por infección, para explicarlo de algún modo.

En 1908, señaló que las esporas bacterianas podían haber sido transportadas a la atmósfera superior por vientos errantes, y que algunos incluso podían escapar por entero de la Tierra, de modo que la Tierra (y, evidentemente, cualquier otro planeta portador de vida) dejaría a su paso una estela de esporas portadoras de vida. Esta hipótesis es conocida como «panspermia».

Las esporas, señaló Arrhenius podían soportar el frío y la falta de aire del espacio durante largos períodos de tiempo. Serían alejadas del Sol y llevadas más allá del Sistema Solar por la presión de la radiación (hoy día, diríamos por el viento solar). Y es posible que llegaran a otro planeta. Arrhenius sugería que unas esporas semejantes pudieron llegar a la Tierra en un tiempo en que todavía no se había formado la vida, y que la vida en la Tierra era el resultado de la llegada de tales esporas y que todos nosotros descendíamos de ellas
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.

Si esto es cierto, ¿no sería posible que la panspermia fuese activa todavía? ¿No podrían estar llegando esporas todavía, quizá en este mismo momento? ¿Tendría alguna de ellas la facultad de producir enfermedades? ¿Serían unas esporas extrañas las que produjeron la muerte negra por casualidad? ¿Podrían el día de mañana producir otra muerte negra mucho peor que la anterior?

Una falla importante en esta línea de argumentación, falla que no se vio en 1908, es que aunque las esporas son insensibles al frío y al vacío, lo son en alto grado a la radiación energética como, por ejemplo, la luz ultravioleta. Probablemente serían destruidas por la radiación de su propia estrella si procedieran de algún planeta lejano, y si de alguna manera consiguieran sobrevivir, quedarían destruidas por los rayos ultravioleta de nuestro propio astro solar, mucho antes de que se acercaran lo suficiente para entrar en la atmósfera terrestre.

Sin embargo, ¿no podría suceder que algunas esporas sean relativamente resistentes a los rayos ultravioleta, o tengan la suerte de escapar? En este caso, no deberíamos suponer que esas esporas proceden necesariamente de planetas distantes en los que creemos existe la vida (cuya existencia no ha sido confirmada con pruebas, aunque las probabilidades a favor son numerosas). ¿No podrían proceder también de las nebulosas de polvo y gas que existen en el espacio interestelar y que ahora pueden ser estudiadas con minucioso detalle?

En la década de 1930, quedó confirmado que el espacio interestelar contenía una aspersión de átomos individuales, predominantemente hidrógeno, y que las nebulosas interestelares de polvo y gas deben tener una aspersión más densa. Sin embargo, los astrónomos estaban convencidos, de que incluso en su forma más densa esas aspersiones consistían de átomos simples. Para producir combinaciones de átomos, dos de ellos hubieran debido chocar, hecho que no parecía probable.

Además, si se formasen combinaciones de átomos, para ser descubiertos deberían hallarse entre nosotros y alguna estrella brillante que absorbiera luz de esa estrella en una onda característica cuya pérdida nosotros hubiéramos detectado, y estar presentes en cierta cantidad determinada, suficiente para ser descubierta por la absorción. También eso resulta improbable.

Sin embargo, en 1937, se descubrieron una combinación de carbono-nitrógeno (CN o «radical cianógeno») y otra de carbono-hidrógeno (CH, o «radical metileno») que encajaban en aquellos requisitos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, se desarrolló la radioastronomía, que se convirtió en una poderosa herramienta nueva para aquel propósito. En el nivel visible de luz, podían detectarse determinadas combinaciones de átomos sólo por medio de su absorción característica de luz estelar. Sin embargo, los átomos individuales de esas combinaciones giran, se retuercen y vibran, y esos movimientos emiten ondas de radio que ahora podían ser descubiertas con gran delicadeza.

Cada combinación distinta de átomos emitía ondas de radio en longitudes de onda características, según se sabía por los experimentos realizados en el laboratorio, y se pudo identificar sin ninguna duda cualquier combinación determinada de átomos. En 1963, se descubrieron más de cuatro longitudes de ondas de radio, todas ellas características de la combinación oxígeno-hidrógeno (OH, o «radical hidroxilo»).

Hasta 1968, únicamente se habían detectado esas tres combinaciones de dos átomos CH, CN y OH, lo que ya resultaba bastante sorprendente, pues nadie esperaba que existieran combinaciones de tres átomos. Sería demasiada casualidad que después del choque y la unión de dos átomos un tercero viniera a unírseles.

Sin embargo, en 1968 se descubrieron una molécula de agua de tres átomos (H
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O), en nubes interestelares y por su característica radiación de onda, y una molécula de amoníaco de cuatro átomos (NH
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). Desde ese momento, ha aumentado rápidamente la lista de los productos químicos descubiertos y se han descubierto combinaciones de hasta siete átomos. Y lo que es más, las combinaciones más complejas incluyen siempre al átomo de carbono, de modo que es posible sospechar que incluso moléculas tan complicadas como los bloques de aminoácidos constructores de proteínas pueden existir en el espacio, pero posiblemente en cantidades demasiado pequeñas para ser descubiertas.

Llegados a este punto, ¿será posible que en estas nubes interestelares se desarrollen esas formas de vida tan simples? En ese caso, no hay por qué preocuparse de la luz ultravioleta, porque las estrellas pueden estar muy lejanas y el polvo de las nubes puede actuar como una sombrilla protectora.

En ese caso, ¿es posible también que la Tierra, al cruzar esas nubes, recoja, alguno de esos microorganismos (los cuales estarán protegidos incluso contra las radiaciones ultravioleta de nuestro Sol por las partículas de polvo que los rodean), capaz de producir alguna enfermedad totalmente extraña para nosotros contra la que no dispongamos de defensas, y nos cause a todos la muerte?

El astrónomo Fred Hoyle se ha acercado más a la meta respecto a esta cuestión. Hoyle estudia los cometas, los cuales se sabe tienen combinaciones de átomos muy parecidos a los de las nubes interestelares y que, cuando se aproximan al Sol, desprenden una enorme nube de polvo y gas y que el viento solar esparce en forma de una larga cabellera o cola.

Los cometas se hallan mucho más cerca de la Tierra que las nubes interestelares, y es mucho más probable que la Tierra cruce la cola de un cometa que una nube interestelar. En 1910, como ya he mencionado anteriormente en este libro, la Tierra cruzó la cabellera del cometa Halley.

La cola de un cometa es tan fina y tan parecida al vacío, que no puede perjudicarnos mucho en lo que se refiere a interferir en el movimiento de la Tierra o en la contaminación de su atmósfera; sin embargo, ¿hubiésemos podido recoger algunos microorganismos extraños, que, después de multiplicarse, y pasando quizá por mutaciones en su nuevo ambiente, nos atacaran con un efecto mortal?

¿Nacería la gripe española de 1918 a raíz del paso por la cola del cometa Halley, por ejemplo? ¿Se produjeron otras grandes epidemias por causas semejantes? Si así fuese, ¿podría un nuevo paso futuro producir una nueva enfermedad, más perjudicial que las anteriores? ¿Existe posibilidad de que tengamos que enfrentarnos con la catástrofe, imprevisiblemente, por un acontecimiento parecido?

En estos momentos, todo parece sumamente improbable. Aunque en las nubes interestelares o en los cometas se formen combinaciones tan complejas para la vida, ¿por qué habrían de tener precisamente aquellas características necesarias para atacar a los seres humanos o cualquier otro organismo terrestre?

Recordemos que únicamente una pequeñísima fracción de los microorganismos son patogénicos y causan enfermedades. Y entre los primeros, la mayor parte producirán enfermedad sólo en un organismo determinado o un pequeño grupo de organismos siendo innocuos para el resto. (Por ejemplo, ningún ser humano ha de temer la enfermedad del olmo holandés, y tampoco puede dañar a un roble. Y, paralelamente, un olmo o un roble nunca estarán expuestos al peligro de un resfriado.)

De todas maneras, un microorganismo ha de adaptarse profunda e intrínsecamente a su labor, para conseguir enfermar un determinado cuerpo. Parece quedar fuera de toda duda, que sería muy casual que un organismo extraño, formado por casualidad en las profundidades del espacio interestelar o en un cometa, poseyera las características químicas y fisiológicas adecuadas para adaptarse como parásito en un ser humano.

A pesar de ello, el peligro de que surja algún tipo nuevo e inesperado de enfermedad infecciosa no desaparece totalmente. Tendremos ocasión de referirnos de nuevo a este tema, más adelante, considerándolo desde un ángulo totalmente distinto.

XIII. EL CONFLICTO DE LA INTELIGENCIA
Inteligencia no humana

En el capítulo anterior nos hemos referido a los peligros que pueden amenazar a la Humanidad originados en otras formas de vida, habiendo llegado a la conclusión de que el
status
humano, en competencia con esas formas de vida, puede variar desde la victoria en su situación más favorable, hasta un empate en su peor situación. Y aunque ese empate exista, la tecnología en desarrollo podría proporcionar la victoria. Ciertamente, no es probable que la Humanidad sea derrotada por especies no humanas mientras la tecnología siga en pie y la civilización no se debilite por otros factores.

Sin embargo, esas formas de vida que hemos presentado sin posibilidad real de eliminar totalmente la Humanidad, tienen algo en común: no están al mismo nivel de inteligencia del
Homo sapiens.

Aunque una vida no humana consiga una victoria parcial, del mismo modo que una columna de hormigas soldado pueden dominar a una persona que encuentren en su camino, o una plaga de bacilos multiplicándose rápidamente pueda eliminar millones de seres humanos, el peligro es el resultado de un comportamiento más o menos automático e inflexible por parte de los atacantes victoriosos temporalmente. Los seres humanos, considerados como especie, cuando disponen de un respiro, pueden organizar una estrategia de contraataque, y, por lo menos hasta este momento, los resultados de semejantes contraataques han variado desde la aniquilación del enemigo hasta, en el peor de los casos, su detención. Probablemente, la situación no empeorará en el futuro, hasta donde nosotros podemos prever.

Sin embargo, ¿qué sucedería si los organismos con los que hemos de enfrentarnos fuesen tan inteligentes, o quizá más inteligentes, que nosotros mismos? En ese caso, ¿no correríamos el riesgo de ser destruidos? Efectivamente, pero, en toda la Tierra, ¿dónde podemos encontrar a ese ser con la misma inteligencia que nosotros?

Los animales más inteligentes, aparte de los seres humanos, elefantes, osos, perros, hasta chimpancés y gorilas, no están a nuestra altura. Ninguno de ellos puede hacernos frente, ni por un instante, si la Humanidad utiliza despiadadamente sus recursos tecnológicos. Si consideramos el celebro como el medidor físico de la inteligencia, comprobamos que el cerebro humano, con su masa que llega a un peso medio de 1,45 kilogramos (3,2 libras), en el mayor de los dos sexos, es casi el más considerable que haya podido existir, ya sea en el tiempo presente o en el pasado. Únicamente los mamíferos gigantes, los elefantes y las ballenas, nos superan al respecto.

El cerebro del mayor elefante puede alcanzar hasta 6 kilogramos de peso (13 libras), algo más de cuatro veces el de un ser humano, mientras que el cerebro de una ballena supera todas las marcas de masa con unos 9 kilogramos (20 libras), o sea, una seis veces el peso de un cerebro humano.

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