—¿Qué número le habéis puesto?
—Le hemos puesto los dos,
dottori
. Tris mil siticientos cincuenta y seis.
Seguramente jamás podría localizarse ese expediente, ni siquiera después de cien años de búsqueda.
—Oye, Catarè, echa un vistazo en el ordenador a la lista de personas desaparecidas y comprueba si figura la denuncia de la desaparición de una chica de unos veinte años con una mariposa tatuada cerca del omóplato izquierdo.
—¿Qué mariposa?
—¿Y yo qué coño sé, Catarè? Una mariposa.
—Voy y vengo,
dottori
.
Llegó Fazio. Entró y se sentó.
—¿Qué me cuentas?
—El
dottor
Pasquano ha llegado al convencimiento de que la chica…
—… fue asesinada en otro lugar. Ya lo sé; me lo ha dicho Augello. ¿Y tú qué piensas?
—Estoy de acuerdo. Además, en mi opinión la desnudaron después de haberla matado.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—Porque si la hubieran matado estando desnuda, la sangre le habría manchado el tórax, los hombros, el pecho. Y sin embargo estaba limpia. Y tenga en cuenta que hace una semana que no llueve.
—Comprendo. La sangre fue a parar a la ropa que llevaba puesta y no a la piel.
—Exacto,
dottore
. Además, el cuerpo presentaba roces, desgarros y heridas debido a que lo arrojaron desnudo desde la explanada. Si hubiera estado vestida, habría sufrido menos daños. Además, la habían mordido.
Montalbano pegó un brinco en la silla. Experimentó de repente una sacudida en la boca del estómago.
—¿Cómo, mordida? ¿Dónde?
—Tenía tres mordeduras en el muslo derecho. Pero el
dottor
Pasquano no ha querido hablarme de ellas; quiere estudiarlas a fondo, pues no sabe si se trata de mordeduras de hombre o animal.
—Esperemos que sean de animal. —¡Sólo faltaba que el asesino fuera un lobo feroz! ¡Un hombre lobo!—. ¿Te ha dicho cuándo practicará la autopsia?
—Mañana por la mañana a primera hora.
Apareció Catarella respirando afanosamente con una hoja en la mano.
—Una sobre los veinte años que he encontrado en la lista. He imprimido la fotografía. Pero en la denuncia no se habla de mariposas.
—Dásela a Fazio.
Fazio tomó la hoja, le echó un vistazo y se la devolvió a Catarella.
—No es la muerta.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó el comisario.
—Porque ésta es morena y la otra era rubia.
—¿La muerta no podía haberse teñido?
—No se haga de rogar,
dottore
.
Catarella se retiró, decepcionado.
—No sé por qué, pero no me parece que esta chica trabajara de puta —dijo Fazio.
—Entre otras cosas, porque hoy en día es muy difícil decir quién es una puta —replicó Montalbano.
Fazio lo miró perplejo.
—
Dottore
, no hoy en día, sino siempre, una puta es una mujer que vende su cuerpo por dinero.
—Demasiado fácil, Fazio.
—Explíquese mejor.
—Te voy a dar un ejemplo. Piensa en una chica de veinte años muy guapa y perteneciente a una familia pobre: le ofrecen la oportunidad de dedicarse al cine, pero ella se niega porque es honrada y teme que ese ambiente la corrompa. En determinado momento conoce a un empresario de unos cincuenta y tantos años, más bien feúcho pero muy rico, que quiere casarse con ella. La chica acepta. No quiere a ese hombre, no le gusta y la diferencia de edad es excesiva, pero piensa que, con el tiempo, llegará a quererlo. Se casan, y ella, como esposa, se comportará siempre de manera impecable. Y ahora, en tu opinión, cuando la chica decidió darle el sí al empresario, ¿no vendió el cuerpo por dinero? Por supuesto que sí. Pero ¿te atreverías a calificarla de puta?
—¡Madre mía,
dottore
! ¡Yo he planteado una cuestión y usted ha escrito una novela!
—Bueno, dejémoslo correr. ¿Por qué piensas que no se dedicaba a ese oficio?
—Pues no sé. No llevaba carmín ni maquillaje. Iba arreglada y limpia, claro, pero no de manera excesiva. En fin. Qué quiere que le diga, me ha dado esa impresión. Y ahora hágame el favor de no inventarse otra novela a partir de ella.
—Oye, ¿cuándo nos mandará la Científica las fotografías?
—Esta misma tarde.
—Pues entonces ya puedo irme. Nos vemos luego.
Cuando Montalbano llegó a la
trattoria
, la persiana metálica estaba bajada hasta la mitad. Se agachó y entró. Las mesitas estaban todas puestas, pero vacías. Desde la cocina no llegaba ningún aroma. Enzo, el propietario-camarero, estaba sentado mirando la televisión.
—¿Cómo es posible que no haya nadie?
—
Dottore
, en primer lugar hoy estamos a lunes, nuestro día de cierre. Pero usía lo ha olvidado. Y en segundo, sería todavía muy pronto porque no son ni siquiera las doce y media.
—Pues entonces me voy.
—¡Pero qué dice! ¡Siéntese!
Si no eran ni siquiera las doce y media, ¿por qué tenía tanto apetito? Después el comisario recordó que la víspera no había comido.
Por culpa de una larga y belicosa conversación telefónica con Livia —la cual se había empeñado en hacer un balance por quiebra de su existencia en común, salpicado de acusaciones y excusas por ambas partes—, se había olvidado por completo de la sartén que tenía al fuego para calentar lo que Adelina le había preparado. Y después, debido a los nervios que le había provocado la llamada, se le pasaron las ganas de aderezarlo todo con los tomates y las aceitunas que habría sin duda en el frigorífico.
—
Dottore
, me han traído unas langostas que son una preciosidad.
—¿Grandes o pequeñas?
—Como usted las quiera.
—Tráeme una grande. Simplemente hervida, sin nada más. Y de primero, si no es mucha molestia, un buen plato de espaguetis con almejas, pero sin salsa.
De esa manera, sin conservar en la boca el gusto de la salsa, podría saborear mejor la langosta aliñada tan sólo con aceite y limón.
Y fue precisamente mientras estaba a punto de abalanzarse sobre la langosta cuando aparecieron en el televisor las imágenes del vertedero. Desde lo alto de la explanada, el cámara enfocó un cuerpo cubierto con una sábana blanca.
«Un delito atroz…», empezó una voz en
off
.
—¡Apaga eso ahora mismo! —gritó el comisario.
Enzo apagó el televisor y lo miró extrañado.
—¿Qué pasa,
dottore
?
—Perdóname. Pero es que…
¡Qué pronto había aprendido la gente a volverse caníbal!
Desde que la televisión entró en las casas, todos se habían acostumbrado a comer pan con cadáveres. Desde las doce a la una del mediodía y desde las siete a las ocho y media de la tarde, es decir, cuando la gente estaba en la mesa, no había ninguna cadena de televisión que no retransmitiera imágenes de cuerpos destrozados, maltratados, quemados, martirizados, de hombres, mujeres, ancianos y niños, asesinados imaginativa e ingeniosamente en algún lugar del mundo.
Porque no pasaba ni un solo día sin que en algún lugar del mundo hubiera una guerra que mostrar a la urbe y al orbe. Y tú veías a personas muertas de hambre que no tenían ni un céntimo para comprarse una barra de pan, disparando contra otras personas, igualmente muertas de hambre, con bazukas, Kaláshnikovs, misiles, bombas, armas todas ellas ultramodernas que costaban mucho más de lo que costaría comprar medicamentos y comida para todos.
Se imaginó un diálogo entre un marido que se sienta a la mesa y su mujer.
—¿Qué me has preparado, Catarì?
—De primero, pasta aliñada con niño destripado por bomba.
—Muy bueno. ¿Y de segundo?
—Carne de ternera aliñada con kamikaze que salta por los aires en un mercado.
—¡Ya me estoy chupando los dedos, Catarì!
Tratando de conservar el mayor tiempo posible el sabor de la langosta entre la lengua y el paladar, Montalbano dio comienzo a su acostumbrado paseo hasta el extremo del muelle.
A medio camino se tropezó con el habitual pescador con su sedal. Se saludaron, y el pescador le advirtió:
—
Dutturi
, ya verá como mañana llueve a cántaros y refresca. Y hará lo mismo toda una semana.
Aquel hombre jamás había fallado una previsión.
El negro mal humor de Montalbano, que la langosta había conseguido dejar en niveles de tolerancia, volvió a ser tan oscuro como antes.
Pero ¿sería posible que hasta el tiempo se hubiera vuelto loco? ¿Que una semana te murieras de calor en el ecuador y a la siguiente te murieras de frío en el polo norte? ¿O sequía o aguaceros? ¿Ya no había un sensato término medio?
Se sentó en la roca aplanada de costumbre, encendió un cigarrillo y se puso a pensar.
¿Por qué el asesino había ido a arrojar el cadáver de la chica al vertedero? Seguro que no para esconderlo y evitar que lo encontraran. El asesino sabía con toda certeza que pocas horas después lo descubrirían. Tanto es así que había hecho todo lo necesario para que la identificación de la chica se produjera lo más tarde posible. La llevó al vertedero sólo para deshacerse de ella. Pero si podía haberla tenido un día entero donde la había matado sin que nadie la descubriera, ¿por qué no la había dejado allí?
Tal vez porque no era un lugar seguro.
¿Cómo que no era seguro?
Pero si el asesino había podido matar a la chica y conservar un montón de tiempo el cadáver en aquel lugar sin que nadie se diera cuenta de nada, ¿por qué hacer aquel traslado tan peligroso? La razón sólo podía ser una: la necesidad. Era necesario cambiar de sitio a la muerta. Pero ¿por qué?
La respuesta se la dio la langosta.
O, más concretamente, un regusto de la langosta que le llegó de manera repentina desde el fondo de la lengua. Había encontrado cerrada la
trattoria
de Enzo porque era lunes. Y puesto que estaban a lunes, eso significaba que a la chica la habían matado el sábado, la habían conservado en el mismo sitio todo el domingo y después la habían llevado al vertedero durante la noche entre el domingo y el lunes. O mejor: en las primerísimas horas de la mañana del lunes, cuando en la explanada ya no había coches de putas o de clientes de putas.
¿Qué significaba todo eso?
Significaba, se dijo con orgullo, que a la chica la mataron en un sitio que cerraba el sábado por la tarde y todo el domingo y que volvía a abrir al público el lunes por la mañana.
El repentino entusiasmo ante la conclusión a la que había llegado le duró poco al pensar en la cantidad de lugares que cerraban el sábado por la tarde y todo el domingo: las escuelas, las oficinas públicas, los despachos privados, los médicos, las fábricas, los notarios, los talleres, los comercios de venta al por mayor y al por menor, los dentistas, los depósitos, los establecimientos de reventa, los estancos… Algo así como decir toda Vigàta. Es más, pensándolo bien, había cosas peores. Porque el homicidio podría haberlo cometido, en cualquier domicilio particular, un marido que hubiese enviado a su mujer y sus hijos a pasar el fin de semana al campo. En resumen, una hora de razonamientos en vano.
Cuando regresó a la comisaría, encontró en su mesa el sobre de la Científica con dos copias de las fotografías. Arquà le caía mal, el solo hecho de verlo le atacaba los nervios, pero Montalbano debía reconocer que hacía muy bien su trabajo.
Las fotografías iban acompañadas de una nota. Sin «querido amigo» y sin saludos. Él también habría hecho lo mismo:
Montalbano, la chica fue asesinada con toda seguridad con un arma de gran calibre. De momento, es irrelevante que se utilizara un revólver o una pistola. El disparo se efectuó desde una distancia de aproximadamente cinco o seis metros, y por ese motivo tuvo efectos devastadores. El proyectil entró por la mandíbula izquierda y salió un poco por encima de la sien derecha con una trayectoria de abajo arriba, haciendo que los rasgos del rostro quedaran irreconocibles. Creo que podrán serte muy útiles las conclusiones a que llegue el
dottor
Pasquano. Arquà.
En vida, la chica debía de haber sido una auténtica belleza; no hacía falta ser un experto como Mimì Augello para comprenderlo.
A ojo de buen cubero, mediría casi un metro ochenta de estatura. El cabello rubio, que en el momento de ser asesinada llevaba con toda seguridad recogido en una especie de moño, se le había soltado parcialmente y le cubría la cara que ya no existía. Tenía unas piernas infinitamente largas, de bailarina o atleta.
Montalbano echó otro vistazo a las fotografías de cuerpo entero y después dedicó su atención a las del tatuaje. Una era una aceptable ampliación del dibujo de la mariposa.
Se la guardó en el bolsillo junto con otra de los hombros de la chica en que se veía con toda claridad el omóplato tatuado.
—Vuelvo dentro de unas dos horas —le dijo a Catarella al pasar ante él.
Aparcó delante de la cadena de televisión Retelibera, pero antes de entrar en los estudios encendió un cigarrillo. Dentro estaba prohibido fumar. Y él obedecía siempre, aunque fuera soltando maldiciones, en cuanto veía un letrerito de prohibición.
Pero por otra parte, a estas alturas, ¿dónde se le permitía fumar a un pobre desgraciado? Ni siquiera en los retretes se podía; el que entraba después de ti aspiraba el pestazo del humo y te miraba con mala cara. Porque en un abrir y cerrar de ojos se habían formado legiones de fanáticos enemigos de los fumadores. Una vez que pasaba por un jardincito con el cigarrillo en la boca, intervino para separar a dos distinguidos octogenarios que se estaban golpeando mutuamente la cabeza con los bastones vete tú a saber por qué. Y como no conseguía separarlos de tan furibundos que estaban, tuvo que identificarse. Entonces los dos ancianos se aliaron inmediatamente contra él.
—¡Vergüenza tendría que darle!
—¡Usted está fumando!
—¡Y dice que es comisario!
—¡Y en cambio es fumador!
Montalbano se fue, dejando que los dos viejos reanudaran su tarea de romperse los cuernos a bastonazos.
—Buenos días,
dottor
Montalbano —lo saludó la chica de la entrada en cuanto lo vio.
—Buenos días. ¿Está mi amigo?
En Retelibera se sentía como en su casa.
—Sí. Está en su despacho.
Recorrió todo el pasillo, llegó a la última puerta y llamó con los nudillos.
—Adelante.