—¿Recibió o hizo llamadas a menudo?
—Tenía su móvil.
—¿Y sonaba con frecuencia?
—De día, como mínimo diez veces. De noche, no sabría decirle.
—De hombre a hombre, señor Graceffa, ¿jamás se le ocurrió levantarse de noche e ir a escuchar detrás de la puerta de la chica?
—Bueno, sí. Algunas veces.
—¿La oyó hablar?
—Sí, en voz demasiado baja para que pudiera comprender algo. No obstante…
—Dígame.
—Una vez que tenía el móvil sin batería, me pidió permiso para hacer una llamada. La oí, pero no entendí nada porque hablaba en ruso. Pero debía de estar hablando con una mujer porque la llamaba Sonia.
—Se lo agradezco, señor Graceffa. Si recuerda el nombre del pueblo, tenga la bondad de llamarme.
La hora de comer ya había pasado hacía un buen rato y Catarella aún no había regresado.
Montalbano decidió ir a almorzar a la
trattoria
de Enzo. Seguía lloviendo.
Esperó fumando un cigarrillo a que el agua del cielo amainara un poco y después pegó una carrerilla, subió a su automóvil y se fue. Por suerte, encontró sitio para aparcar junto a la entrada.
—
Dottore
, le advierto que el mar está muy agitado —le dijo Enzo a modo de saludo.
—¿Y eso a mí qué carajo me importa? No tengo que salir en barca.
—Se equivoca. ¡Tiene que importarle y mucho!
—Explícate.
—
Dottore
, si el mar está agitado, las embarcaciones de pesca no salen a faenar, y por consiguiente mañana, en lugar de pescado fresco, usía se encontrará en el plato o bien pescado congelado o bien una preciosa chuleta a la milanesa.
Montalbano se horrorizó ante la idea de la chuleta.
—Pero ¿hoy tenemos pescado?
—Sí, señor. Y muy fresco.
—Pues entonces, ¿por qué me das un susto de antemano?
Pensando que tal vez al día siguiente no habría pescado fresco, pidió una ración doble de salmonetes.
Cuando salió de la
trattoria
llovía a cántaros. El paseo hasta el muelle quedaba descartado; lo único que podía hacer era regresar a la comisaría.
Galluzzo seguía a cargo de la centralita.
—¿Alguna noticia de Catarella?
—Ninguna.
—¿Ha llamado alguien para mí?
—El periodista Zito. Dice que lo llame.
—Muy bien, llámalo y pásamelo.
No había terminado de secarse la cabeza cuando sonó el teléfono.
—¿Salvo? Soy Nicolò. ¿Has visto?
—No. ¿Qué hay?
—He vuelto a pasar las fotografías del tatuaje en el telediario de las diez de esta mañana y en el de la una.
—Te lo agradezco. Yo he hablado con las dos personas que te llamaron.
—¿Te han dicho algo útil?
—Uno, el llamado Graceffa, puede que sí. Tendrías que…
—¿Volver a pasarlas? Comprendo. Serás servido.
Finalmente, cuando ya faltaba muy poco para las cuatro, se presentó Catarella, glorioso y triunfante.
—¡Listo,
dottori
! Cicco De Cicco ha tardado mucho rato, ¡pero ha hecho una obra de arte! —Sacó cuatro fotografías de un sobre y las depositó encima del escritorio del comisario—. ¡Mire el original y mire en las tres copias cómo ha cambiado el hombre que usía quería que cambiara!
En efecto, Di Noto, con bigote, gafas y algunas hebras de plata en el cabello, parecía otra persona.
—Gracias, Catarè. Felicita de mi parte a De Cicco. Cuando lleguen el
dottor
Augello y Fazio, envíamelos.
Catarella se retiró haciendo la rueda como un pavo real. Montalbano se quedó un rato pensando y después decidió guardar el original y las tres copias en un cajón.
Fazio y Augello llegaron casi al mismo tiempo, sobre las cuatro y cuarto.
—Catarella nos ha dicho que querías vernos —dijo Mimì.
—Sí. Sentaos y prestad atención.
Y les contó lo que había averiguado a través del doctor Pasquano y lo que le había dicho Graceffa.
—¿Qué pensáis?
—Yo me pregunto —dijo Mimì— si hay algún significado en el hecho de que dos jóvenes rusas de más o menos la misma edad tengan el mismo tatuaje en el mismo lugar.
—¡Pero, Mimì, si tú mismo me has dicho que las chicas de hoy en día lucen tatuajes en cualquier sitio!
—¿De la misma mariposa?
—¿Y quién te asegura que es la misma?
—Te lo ha dicho Graceffa.
—Pero ten en cuenta que Graceffa pasa de los setenta, que miraba a la chica a través de un agujero y desde cierta distancia; imagínate si, viéndola desnuda, iba a quedarse estudiando el omóplato izquierdo. Además, ¡dime qué crédito se puede dar a semejante testimonio!
—A lo mejor, la contemplación de toda aquella belleza le agudizó la vista —replicó Augello.
—Pues yo, en cambio, pienso en la purpurina —terció Fazio.
—Y haces muy bien —contestó Montalbano.
—¿Dónde se trabaja con purpurina? —se preguntó Fazio. Él mismo se dio la respuesta—: En alguna fábrica de muebles.
—¿Se hacen todavía muebles dorados? —preguntó Montalbano.
—¡Cómo no! —dijo Augello—. El otro día estuve en la boda de un pariente lejano de Beba. Pues bien, todos los muebles estaban…
—En algún restaurador.
—No —replicó Augello perplejo—. ¿Por qué lo dices? Los muebles no estaban en el taller del restaurador, sino en la casa.
—Mimì, lo que yo quería decir es que la purpurina también se puede encontrar en el taller de alguien que restaure muebles antiguos.
—Mañana por la mañana voy a echar un vistazo por ahí —dijo Fazio.
—Sí, pero no puedes limitarte a Vigàta. Tienes que mirar también en Montelusa y en algún pueblo de por aquí cerca. El vertedero del Salsetto lo utilizan los de Vigàta, los de Montelusa, los de Giardina, los de Gallotta…
—Y algunas veces también los de Borgina —terció Augello.
—¡Ojalá Dios nos permitiera descubrir que el homicidio se cometió en Borgina! —exclamó Montalbano.
—¿Por qué?
—¿Has olvidado que Borgina depende de la comisaría de Licata? En ese caso, la investigación les correspondería a ellos.
—Yo estaba pensando en la purpurina —dijo Fazio.
—Pero ¿es que todavía no habías pensado?
—
Dottore
, me estaba preguntando por qué la purpurina estaba debajo de las uñas y no también en los dedos.
—Eso también me lo he preguntado yo.
—Pero yo vi a la muerta y usía no. Tuve la impresión…
—¿Cuál…?
—De que la habían lavado después de matarla y desnudarla —respondió Mimì—. Yo también pensé lo mismo que Fazio.
—La lavaron cuidadosamente, pero olvidaron limpiarle las uñas.
—Perdonad, pero ¿por qué pensáis que la lavaron?
—Porque en el cuello no había ni rastro de sangre —dijo Mimì.
—Ni una gota —confirmó Fazio.
—Lo cual significa que, si no la hubieran lavado, nosotros habríamos podido descubrir dónde la mataron —aventuró Montalbano.
—Probablemente sí —contestaron ambos a coro.
Sonó el teléfono. Fazio y Augello hicieron ademán de levantarse y abandonar la estancia.
—Esperad, que todavía tengo que deciros una cosa.
—
Dottori
, al tilífono hay una mujer que no comprendo cómo si llama.
—Prueba a decirme lo que has comprendido.
—Cirrinciò,
dottori
.
—Pues lo has comprendido muy bien, Catarè. Pásamela.
Se preocupó. ¡A ver si ahora Adelina le decía que no podía ir a hacer la limpieza y prepararle la comida!
—¿Qué hay, Adelì?
—
Dutturi
, perdone, pero tengo que decirle que esta mañana he ido a ver a mi hijo Pasquale a la cárcel y me ha dicho que quiere hablar con usía.
—¿No le han concedido todavía el arresto domiciliario?
—Todavía no,
dutturi
.
—¿Mañana vienes?
—Pues claro,
dutturi
.
—Prepárame la comida y recuerda que mañana no encontrarás pescado fresco en el mercado.
—Déjeme hacer a mí.
Una vez desaparecida la pesadilla de la chuleta a la milanesa, Montalbano se sintió rebosante de alegría.
Se apoyó en el respaldo del asiento y, en su afán de divertirse haciendo un poco de comedia, miró a Mimì y Fazio con cara muy seria.
Tan seria que Augello se preocupó.
—¿Qué pasa?
—Pasa que ha habido una importante novedad en la cuestión del secuestro de Picarella.
—¿Una novedad? —preguntó Fazio asombrado.
Mimì, en cambio, adoptó un tono de guasa.
—¡No me digas que han pedido un rescate!
—¿Y eso te parece de risa?
—¡Pues claro, porque ni muerto me creo que lo hayan secuestrado!
—Y tú, Fazio, si te dijera que han llamado a la señora Ciccina pidiendo un rescate, ¿te lo crees o no te lo crees?
—Podría creerlo si…
Mimì se enfureció y lo interrumpió:
—¡Pero si tú y yo llegamos a la misma conclusión! ¿Cómo es que ahora cambias de idea?
—Déjeme hablar,
dottor
Augello. Podría creerlo pensando que a Picarella se le ha terminado el dinero que sacó de la caja fuerte y ha hecho que llamara su cómplice para obtener más.
—¡En tal caso, me lo creo!
—¿O sea que vosotros seguís pensando que el secuestro era un montaje?
—Sí —contestaron al unísono Augello y Fazio.
—¿Incluso aunque yo tenga la prueba de que estáis equivocados?
—Sí —repitieron los dos.
Montalbano abrió el cajón, sacó una copia de la fotografía y se la entregó a Mimì.
Fazio se levantó y se colocó detrás de Augello para mirar también.
—¡Coño! —exclamó Augello.
—¡Es él! —dijo Fazio.
—¿Cuándo se hizo? —preguntó Mimì.
—¿Cómo la ha conseguido? —apremió Fazio.
—Calma. La fotografía no tiene más de tres o cuatro días.
—¿Donde se sacó? —inquirió Mimì.
—En La Habana, en un local nocturno. ¿Veis como os habíais equivocado? Picarella no estaba en las Maldivas ni en las Bahamas, sino en Cuba.
—¡El muy cabrón! —exclamó Mimì.
—Me la ha dado el señor de los bigotes y las gafas, que es de Vigàta.
—No lo conozco —dijo Fazio.
—Pues yo creo que sí —repuso Montalbano pasándole la fotografía original.
—¡Pero si es Di Noto, el que exporta pescado!
—Bravo. He mandado que le modificaran los rasgos para no meterlo en un lío.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Mimì.
—Muy fácil. Mañana por la mañana, mientras Fazio busca fabricantes de muebles y restauradores, tú mandas llamar a la señora Ciccina Picarella y le explicas el cómo y el cuándo.
—¡Y ésa, con lo celosa que es, igual la toma conmigo!
—Mimì, gajes del oficio.
—Pero ¿cómo tengo que hacerlo?
—Has de tratarla con mucho tacto, Mimì. Empieza diciéndole, por ejemplo, que estás seguro de que su marido, allí donde se encuentra, está muy bien. Mejor dicho, está estupendamente. Mejor dicho todavía: no puede estar mejor. Y en ese preciso instante, mientras la señora lanza un suspiro de alivio, le enseñas la fotografía.
—¿Y si me pregunta cómo la hemos conseguido?
—Le dices que nos la han enviado con carácter anónimo.
—¿Sabes qué voy a hacer? La llamo ahora y le digo que venga aquí. Así me quito de encima la molestia. Y si es necesario, te llamo a ti.
—¡¿A mí?! Yo en este caso no pinto nada, Mimì, y tampoco quiero pintar. El mérito de haberlo resuelto os corresponde a ti y Fazio. Por eso, ni se te ocurra.
Se quedó en la comisaría media hora más. Después, temiendo que Mimì se sintiera perdido con la señora Ciccina y lo llamara, decidió irse.
—¿Se va a Marinella,
dottori
?
—Sí, Catarè. Nos vemos mañana por la mañana.
La lluvia había hecho una pequeña pausa. Pero amenazaba con seguir con más fuerza que antes. Nada más salir, Montalbano comprendió que no le apetecía demasiado regresar a casa, pues con tanta agua no podría sentarse en la galería. Tendría que comer en la cocina o delante del televisor. En resumen, él solo entre cuatro paredes rumiando su situación con Livia. ¡Menuda diversión! ¿Qué hacer? ¿Ir a Enzo o probar una
trattoria
nueva? ¿Y si volvía a diluviar?
Puesto que, perdido entre estas dudas, circulaba despacio, alguien tocó el claxon a su espalda. Se desvió hacia un lado. Pero el vehículo que circulaba tras él no sólo no lo adelantó sino que volvió a darle ruidosamente al claxon.
¿Es que tenía ganas de tocarle los cojones?
Se había puesto otra vez a llover, y por eso, a través del espejo retrovisor, distinguía apenas que el automóvil de gran cilindrada que lo seguía era verde. Entonces bajó el cristal de la ventanilla, sacó el brazo y le hizo señas de que pasara. La respuesta fue otro estridente bocinazo.
¿Buscaban camorra? Pues la tendrían.
Se desvió hasta el bordillo y se detuvo. El otro coche hizo lo mismo. Entonces el comisario perdió la paciencia. A pesar del agua, abrió la puerta y bajó. Vio que el del otro coche abría la portezuela del copiloto.
Corrió hacia el coche verde, dispuesto a soltar el primer tortazo, pero se vio rodeado por los brazos de Ingrid, muerta de risa.
—Te he hecho enfadar, ¿eh, Salvo?
¡Ingrid Sjostrom! ¡Su amiga, confidente y cómplice! Llevaba por lo menos medio año sin verla.
—¡Que alegría, Ingrid! ¿Adónde ibas?
—A reunirme con un amigo para cenar. ¿Y tú?
—A Marinella.
—¿Estás solo? ¿Tienes algún compromiso?
—Estoy completamente libre.
—Espera. —Cogió el móvil que descansaba en el salpicadero y marcó un número—. ¿Manlio? Soy Ingrid. Oye, tengo que decirte que, por desgracia, mientras me estaba vistiendo para ir a tu casa me ha entrado una jaqueca terrible. ¿Podemos dejarlo para mañana? ¿Sí? Eres un ángel. —Devolvió el móvil a su sitio—. Jamás en mi vida he sufrido una jaqueca —dijo.
—¿Adónde vamos? —preguntó el comisario.
—A tu casa; si Adelina te ha dejado algo de comer, nos lo repartimos.
—De acuerdo.
Con Ingrid, la perspectiva de la velada en Marinella ya era otra cosa.
—Yo voy delante y tú me sigues.
—No, Salvo, mi coche no puede seguirte; el motor se resiente. Dame las llaves de la casa y yo voy delante.
* * *
Cuando Montalbano llegó, Ingrid estaba en el dormitorio, rebuscando en el interior de su bolso de bandolera.