El paseo resultó parcialmente útil. Mientras subían al coche, Fazio vio a un hombre que estaba levantando la persiana de una papelería.
—¿Me disculpa un momento,
dottore
?
—¿Qué tienes que hacer?
—Como esta noche mi mujer y yo vamos a casa de un amigo para celebrar el cuarto cumpleaños de su hijo, le compraré como regalo una caja de tizas de colores.
Al regresar, dejó la cajita en el salpicadero y se pusieron en marcha.
A la primera curva que tomó Fazio, la cajita resbaló y cayó hacia la parte de Montalbano. El comisario la recogió mientras se preguntaba si cuando él era pequeño ya había tizas de colores o eran todas blancas. Estaba a punto de volver a dejar la caja en su sitio cuando sus ojos se posaron en una línea de letras muy pequeñas en un lateral: «Fábrica de Pinturas Arena - Montelusa.»
No sabía que en Montelusa hubiera una fábrica de pinturas.
O sea, una fábrica de tizas de colores.
Una fábrica de pinturas que después las vendía al por menor.
Y las pinturas al por menor se vendían en las tiendas que vendían pinturas.
Le costaba razonar rápido con todo el vino que llevaba dentro. Los pensamientos estaban como retorcidos y resultaba casi imposible desenredarlos.
¿Dónde se había quedado? Ah, sí: en las pinturas que se vendían en las tiendas de pinturas. ¿Y qué? ¡Menudo descubrimiento! Felicidades,
dott…
¡Un momento! ¿Qué había oído la víspera en la televisión? «¡Haz un esfuerzo, Montalbà, que puede ser muy importante!» Batidas de búsqueda de un fugitivo de la justicia en la clandestinidad, detención de un concejal del Ayuntamiento… ¡Ahí lo tenía! Incendio probablemente provocado en una tienda de pinturas de Montelusa. ¡Ésa era la noticia que no le había permitido conciliar el sueño! ¿Dónde se puede encontrar purpurina en cierta cantidad? Donde la producen o donde la venden. No donde la compran, que ésos la compran en poca cantidad. Se había equivocado en todo.
—¡Cabrón! —gritó, dándose un manotazo en la frente.
El coche derrapó.
—¿Vamos a hacer la segunda de esta mañana? —preguntó Fazio.
—Perdóname.
—¿Con quién la tiene tomada?
—Conmigo, en primer lugar. Y después también un poco contigo y con Augello.
—¿Por qué?
—Porque no podíamos encontrar purpurina en cierta cantidad en las fábricas de muebles o en los talleres de restauración, sino en los sitios donde la producen o la venden. Anoche oí que en Montelusa habían quemado una tienda que vendía pinturas. Quiero acercarme allí ahora mismo. Llama a alguien de los nuestros en Montelusa y pídele que te dé el número de teléfono y el domicilio del propietario.
Todo se podía decir de Carlo Di Nardo, menos que fuera celoso de su trabajo.
Recibió a Montalbano con los brazos abiertos en su despacho de la Jefatura de Montelusa; por si fuera poco, ambos habían sido compañeros de curso y se tenían simpatía.
—¿A qué debo el placer?
Montalbano le explicó lo que quería.
—Aquí en Montelusa no tienes más que buscar en tres sitios: en la fábrica de pinturas Arena, que es proveedora de media isla, en la tienda de las hermanas Disberna y en la de Costantino Morabito, o por lo menos en lo que queda de ella. Por lo que me ha parecido comprender, tú piensas que la chica, al caer tras haber recibido el disparo, se manchó con purpurina. ¿Es así?
—Así es.
—Pues yo descarto que las hermanas Disberna hayan podido disparar contra cualquier ser vivo, ni siquiera contra una hormiga. Además, el negocio lo atienden ellas mismas, que tienen setenta y tantos años cada una, con la ayuda de una sobrina de cincuenta y pico. No creo que sea el caso. En cambio, la fábrica de pinturas es grande y tendrías que echarle un vistazo.
—¿No me dices nada de la tienda de Morabito?
—A ése lo he dejado para el final. En primer lugar, el incendio ha sido provocado, a ese respecto no cabe la menor duda. Sólo que se ha utilizado una técnica distinta.
—¿O sea?
—¿Tú sabes cómo se incendian las tiendas de los que no quieren pagar el
pizzo
? Raras veces los incendiarios entran en el local: se limitan a arrojar gasolina a través de una ventana abierta o a verterla por debajo de la persiana metálica o la puerta. En el noventa por ciento de los casos en que el incendiario entra en el local, resulta quemado más o menos gravemente.
—¿Aquí, en cambio, el fuego se prendió desde dentro?
—Exactamente. Y no se han registrado roturas de persianas metálicas, puertas o ventanas. Ésta es también la opinión del ingeniero Ragusano del cuerpo de bomberos.
—En definitiva, ¿tú te inclinarías más bien por una hipótesis que implicara al propio Morabito?
—¡Pero qué diplomático te has vuelto con la edad, Montalbà! Locascio, el del seguro, también cree que ha sido Morabito.
—¿Para cobrar el dinero de la póliza?
—Eso es lo que él cree.
—¿Y tú no?
—La posición económica de Morabito es muy desahogada. Si ha pegado fuego a su tienda, habrá sido por otro motivo. Ese hombre esconde algo. Tenía previsto intentar descubrirlo mañana, pero has aparecido tú. ¿Qué quieres hacer ahora?
—Quisiera echar un vistazo a la tienda.
—No hay problema. Te acompaño. ¿Vienes tú también, Fazio?
La tienda de pinturas no había sido una verdadera tienda de pinturas. Se llamaba Fantasía con muy poca fantasía y era una especie de supermercado donde se vendían toda suerte de artículos relacionados con el hogar, desde azulejos para el cuarto de baño a alfombras, desde ceniceros a arañas de cristal. Una importante sección, la que había sido incendiada y de la cual no quedaba prácticamente nada, estaba dedicada a las pinturas: quien tuviera el capricho de pintarse el dormitorio de amarillo paja con cuadraditos verdes, y el comedor rojo fuego, encontraba allí todo lo que necesitaba; pero el que se dedicaba a pintar cuadros podía elegir también entre miles de tubitos de colores al óleo, al temple o acrílicos. Desde aquella sección se podía acceder a través de una escalera interior al apartamento donde vivía el propietario, el señor Costantino Morabito. Como es natural, al apartamento también se accedía a través de una puerta que daba a la calle; la escalera interior sólo era una comodidad que le servía a Morabito para abrir o cerrar el establecimiento desde dentro.
Di Nardo contestó a todas las preguntas del comisario, que fueron muchas.
—Quisiera hablar con Morabito —dijo Montalbano mientras regresaban a Jefatura.
—No hay problema —repitió Di Nardo—. Se ha ido a vivir a casa de su hermana porque el apartamento podía amenazar ruina. Los bomberos quieren efectuar un control.
—Hablando de controles, ¿quién controla la zona? ¿A quién se paga el
pizzo
?
—A los hermanos Stellino. En mi opinión, deben de estar cabreadísimos porque les atribuirán este incendio a pesar de que tal vez no han tenido nada que ver.
—Ésa podría ser una buena excusa para poner nervioso a Morabito. ¿Dónde puedo hablar con él?
—En mi despacho; yo tengo que ir a hacer otra cosa. Pongo a tu disposición al inspector Sanfilippo, que lo sabe todo.
—Si Morabito no necesitaba dinero, ¿por qué tendría que incendiar la tienda? —preguntó Fazio cuando ambos se quedaron solos. Y añadió—: El
dottor
Di Nardo nos ha dicho que Morabito no está casado, no es aficionado al juego, no tiene mujeres, no gasta sin freno, pues más bien es tacaño, no tiene deudas… ¿Por qué descartar que se deba a un impago del
pizzo
?
—Una vez vi una película americana, una comedia —dijo Montalbano pensativo—, donde se contaba la historia de uno que se lleva a casa a una puta aprovechando que su esposa se ha ido a pasar el día con su madre. En el momento de irse, cuando faltan tres horas para el regreso de la mujer, la puta no encuentra las bragas. Busca que te busca, pero nada. La puta se va. El hombre, sabiendo que tarde o temprano su esposa descubrirá las malditas bragas, va y prende fuego a la casa. ¿No te parece una buena razón?
—¡Pero Morabito no está casado!
—Claro que no es lo mismo. Pero yo me preguntaba: ¿y si el incendio hubiera servido para esconder otra cosa?
—¿Y qué puede ser?
—Un casquillo, por ejemplo.
—¿Qué hacemos?
—Dile a Sanfilippo que vaya a buscar a Morabito. Y te lo advierto: dame cuerda porque voy a hacer mucha comedia.
Costantino Morabito era un cincuentón desaliñado, con la cara afeitada a la buena de Dios, el cabello despeinado y ojeras. Estaba extremadamente nervioso y se movía a sacudidas. Se sentó en el borde de la silla, sacó un pañuelo del bolsillo y lo mantuvo en la mano.
—Ha sido un golpe muy duro, ¿eh? —le dijo Montalbano tras haberse presentado.
—¡Todo se ha perdido! ¡Todo! El humo lo ha alcanzado todo, incluso lo que había en las otras secciones, ¡y lo ha estropeado todo! ¡Un daño inmenso! ¡Estoy destrozado!
—Pero en medio de la desgracia, usted ha tenido suerte.
—¿Qué suerte, perdone?
—La de no haber perdido la vida.
—¡Ah, sí! ¡San Gerlando me ayudó! ¡Ha sido un verdadero milagro, señor comisario! ¡Las llamas estuvieron a punto de alcanzar el piso de arriba, donde yo me encontraba, y de asarme a la parrilla!
—Oiga, ¿quién se dio cuenta del incendio?
—Yo. Noté un fuerte olor a quemado y…
—Yo también lo noto —lo interrumpió Montalbano.
—¿Ahora? —preguntó perplejo Morabito.
—Ahora.
—¿Y de dónde?
—Lo noto procedente de usted. ¡Qué raro!
Se levantó, rodeó el escritorio, se situó al lado de Morabito, le puso la nariz a cinco centímetros de distancia y empezó a olfatearlo desde el cabello al pecho.
—Ven a oler tú también.
Fazio se levantó, se situó al otro lado e imitó al comisario. Sorprendido, Morabito permaneció inmóvil.
—Algo se nota, ¿verdad?
—Sí —dijo Fazio.
—¡Pero yo me he lavado! —protestó Morabito.
—Se tarda tiempo en lograr que desaparezca, ¿sabe?
Regresaron a sus asientos.
—Siga, señor Morabito.
—Noté un fuerte olor, abrí la puerta que da a la sala y el humo me asfixió. Entonces llamé a los bomberos, que llegaron enseguida. ¿Usted sabe cómo arden las pinturas?
—¿Qué estaba haciendo usted?
—Estaba a punto de irme a dormir. Ya pasaba de la medianoche. Había estado viendo un poco la televisión…
—¿Qué daban?
—No me acuerdo.
—¿No recuerda ni siquiera el canal?
—No, pero…
—Diga, diga.
—Disculpe, comisario, yo ya se lo he contado todo a un compañero suyo, al jefe de bomberos, al del seguro… ¿Usted qué tiene que ver con esto?
—Mi compañero Fazio y yo formamos parte de una brigada especial creada por el señor jefe superior. Especialísima. Nos ocupamos de incendios provocados, atribuibles al impago del
pizzo
. —Se levantó repentinamente y se puso a dar voces—: ¡Así no se puede seguir! ¡Los honrados comerciantes como usted ya no tienen por qué someterse a las horcas caudinas que impone la mafia! ¡Hemos aguantado cuarenta años y ahora se acabó!
Se sentó y se felicitó a sí mismo, tanto por lo de las horcas caudinas como por la cita mussoliniana. Hasta Fazio lo contempló con admiración.
Costantino Morabito, impresionado primero por lo del olor y después por la fanfarronada, se tragó aquel embuste cual agua fresca y se puso muy nervioso.
—Hay que… descartarlo.
—¿A qué se refiere?
—Al impago…
—¿Usted paga el
pizzo
con regularidad?
—No… no se trata de pagar o no pagar. Estoy seguro de que la causa del incendio no es la que usted cree.
—¿No? ¿Y cuál es la que cree usted?
—Que no se trata de un incendio provocado.
—¿Pues qué ha sido?
—A lo mejor un cortocircuito.
—Antes de mandarlo llamar, he estado hablando con el ingeniero Ragusano. Él descarta un cortocircuito.
—¿Por qué?
—Porque se ha localizado el punto en que se inició el incendio. Y por allí no pasa nada que tenga que ver con la electricidad.
—Pues entonces ha sido autocombustión.
—Ragusano también la descarta por una cuestión de temperatura. Y se hace unas cuantas preguntas.
—A mí no me las ha hecho.
—Todavía no, pero ya se las hará.
Ahí quedaba bien una risita un tanto siniestra que le salió bordada. Se mereció otra mirada de admiración de Fazio y un vistazo desconcertado de Morabito.
—¡Se las hará, vaya si se las hará!
Otra risita mefistofélica.
—¿Quiere saber alguna?
—Oigámosla —dijo Morabito, secándose el sudor que le brillaba en la frente.
—El incendio se inició en un punto concreto, exactamente al pie de la escalera interior. Donde no tendría que haber material inflamable, cuyos restos, en cambio, han encontrado los bomberos precisamente allí. Ragusano me ha dicho que esos materiales habían sido amontonados formando una pequeña pira. ¿Quién los puso allí?
—Y yo qué sé. Cuando cerré la tienda, al pie de la escalera no había nada.
—¿No puede aventurar una suposición?
—¿Qué quiere que le diga? Debió de ponerlo el que prendió el fuego.
—Exactamente. Pero el problema sigue siendo el mismo: ¿cómo se las arregló el incendiario para llegar hasta allí?
—Y yo qué sé.
—Las dos persianas metálicas del establecimiento no fueron forzadas. Las ventanas estaban cerradas. ¿Por dónde entró?
El pañuelo que Morabito se pasaba por la frente ya estaba empapado.
—Pudo utilizar un mecanismo de relojería. Lo dejaría al pie de la escalera antes del cierre del local.
—¿Usted cerró la tienda por fuera?
—No. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? La cerré igual que siempre.
—¿O sea?
—Desde dentro.
—¿Y cómo hizo para acceder a su apartamento?
—¿Cómo tenía que hacerlo? Subí por la escalera interior.
—¿A oscuras?
A Morabito el sudor le había traspasado incluso la chaqueta: tenía dos manchas oscuras en los sobacos.
—¿Cómo a oscuras? Con la luz.
—¡Ni hablar! Con la luz habría reparado a la fuerza en la presencia del mecanismo de relojería. ¿No lo vio?
—¡Por supuesto que no!
—O sea, tengo que tomar nota de que usted admite…