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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (73 page)

BOOK: La yegua blanca
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El fuego central calentaba los muros exteriores, pero había también un anillo interior de columnas que sostenían un techo plano y con ménsulas. En el centro, donde acababa el techo de piedra, había una abertura cubierta por el techo de juncos que vieran desde el exterior. Resultaba difícil de creer que una casa como ésa resultase invisible desde fuera y aun así estuviese resguardada de los salvajes vientos y lluvia del mar Occidental.

Eremon volvió los ojos, lleno de respeto, hacia Nectan, que le observaba a su vez con un brillo de diversión en los suyos.

—Hijo de Gede, ésta es una casa magnífica en extremo. No he visto nada tan habilidoso, ni siquiera en mi propia tierra.

Nectan sonrió y palmeó a Eremon en la espalda, invitándole a él y sus hombres a sentarse en torno al fuego, y llevó a Rhiann hasta su esposa, que se inclinó y le besó la mano con fervor para luego aposentarlas a ella y Caitlin en cojines bordados, cerca del fuego.

Ricos aromas a capón y algas cocidas aún emergían del caldero de hierro, pero, como la familia ya había comido, no había bastante para alimentar a esos huéspedes inesperados. La esposa de Nectan envió a sus numerosos hijos corriendo a otras casas y pronto volvieron cargados de puerros y pan y queso fresco, en cantidad suficiente para devolverles las fuerzas.

Se lanzaron hambrientos sobre la comida. Nectan se fue hasta un barril en una alacena y volvió con una jarra de madera llena de cerveza, que consumieron con gran rapidez.

Mientras comían y bebían, Eremon vio al hombrecillo observar su torques de oro; aquella mirada alerta y oscura le hizo sentirse incómodo. Rhiann comía con más lentitud, hablando en murmullos todo el tiempo con la esposa de Nectan, y luego con éste mismo, que había ido a sentarse junto a ellas. Pronto Rhiann agitó la cabeza y alzó la voz como si estuviera tratando de explicar algo. Luego Nectan frunció el ceño con un rictus obstinado en los labios. Caitlin parecía preocupada y no dejaba de mirar alternativamente a uno y a otro.

Rhiann lanzó una mirada a Eremon.

—Le he dicho por qué hemos venido. Que se avecina la guerra con los romanos.

—¿Que ha respondido?

—Que la Diosa nos sonríe. Todos los jefes cerenios y carnonaces están viajando hacia la Isla Sagrada, mar adentro. —Una sombra de dolor le cruzó el rostro—. Falta menos de una semana para Beltane, un Beltane más sagrado para la gente de la isla, ya que en el ciclo lunar sólo se produce cada dieciocho años.

—¡Entonces es una oportunidad propicia por los dioses!

—Sí. —Rhiann le miró, sin verle.

—Prima —Caitlin puso una mano pequeña sobre el brazo de Rhiann—. ¿Qué es lo que va mal?

Pero la interpelada no respondió y Eremon vio cómo se debatía contra alguna emoción muy intensa.

—Quisiera hablar ahora con la Ban Cré —dijo el príncipe. Nectan agachó la cabeza mientras indicaba mediante señas a su esposa que trajera capas de badana para los dos.

Fuera, caminaron en silencio por lo alto de las dunas, donde la Luna menguante convertía la arena en bronce.

—Llegar ante esos reyes con sólo la capa sobre los hombros no es la forma más propicia de presentarme. —Eremon corrió los dedos a través de su cabello veteado de sal—. ¡Pero aun así, por el Jabalí, es una oportunidad demasiado buena para perderla!

Rhiann no respondió nada mientras contemplaba el resplandor de la luz sobre el mar. Entonces, Eremon la tomó por el codo y sintió el estremecimiento que le sacudía.

—Sientes desasosiego —dijo—. Se debe a que hemos de regresar a la isla que fue tu hogar, ¿no es así? La que asaltaron los incursores.

—No puedo volver. ¡No puedo!

—Rhiann, sé que los recuerdos son profundos, pero parece que es lo que hemos de hacer. —Se acercó más—. Allí te mantendré a salvo cuando lleguen los sueños.

Aunque el viento no era helado, la sacudió otro estremecimiento.

—¡No lo entiendes! ¡Le dije a la Hermana Mayor, Nerida, que nunca volvería, que nunca vería esos rostros de nuevo! Si voy, no podré ocultarme…, de
ellas
—dijo, y sacudió la cabeza—. No lo entiendes.

Una trenza nudosa cayó sobre el rostro de la joven y él la pasó por detrás de su oreja.

—¿Qué quieres hacer entonces? Podemos dirigirnos al Sur, aunque será duro. Pero mis hombres y yo lo haremos si así lo deseas.

Ella suspiró y levantó el rostro.

—No, no puedes hacer eso, Eremon. Calgaco nos ha honrado con su confianza y en una sola visita serás capaz de ganar a millares de hombres para vuestra causa. Sería una locura estúpida no acudir…, aunque yo tenga que quedarme en los botes y ocultar el rostro.

Esa noche durmieron en una alcoba de la casa de Nectan, en una cama de musgo y helechos secos, cubiertos con pieles de foca.

Hundido en sueños sobre una costa solitaria, Eremon escuchó un grito quejumbroso, el de una gaviota que giraba en el aire sobre él. Pero el grito disminuyó hasta convertirse en un gemido y comprendió que algo iba mal; una gaviota no gritaba de ese modo.

Se despertó de repente y, cuando escuchó el gemido de nuevo, comprendió que se trataba de Rhiann, enroscada y con el rostro vuelto contra la pared. Puso con gentileza una mano sobre su hombro.

—¿Rhiann?

Ella lanzó un suspiro grande y estremecedor, y luego él sintió que su cuerpo se tensaba al despertarse del todo.

—Calma —le dijo al oído—, soy yo. ¿Es esto el sueño?

Ella asintió mientras intentaba respirar, y Eremon estrechó el cuerpo rígido contra el suyo.

—Eso ocurrió hace mucho, Rhiann. Ahora estás a salvo.

Como si esas palabras suaves liberasen algo dentro de ella, su cuerpo se vio sacudido por espasmos, y hundió el rostro en los brazos de Eremon, que murmuraba palabras sin sentido entretanto la sujetaba, palabras para calmarla y apaciguarla.

Y bajo su dolor y desasosiego, él no pudo reprimir una culpable punzada de júbilo.
¡Ella nunca me había abrazado así!

Rhiann estaba demasiado exhausta para contener las lágrimas. El naufragio tan cerca de la Isla Sagrada, descubrir de repente que podía volver a pisar de nuevo el suelo familiar…, todo junto había abierto una brecha en su corazón a través de la que fluía el dolor.

Y comprendió al fin, con la claridad que otorga la completa desesperación, que el despegarse de las hermanas había sido el más agudo de todos esos dolores que sufriera en la vida. Lo había ocultado bien, pero ahora la llamaban. La reclamaban en casa.

La angustia se alzó, retorció la boca mientras trataba de tragar; su cuerpo se estremecía de pies a cabeza. De forma débil, era consciente de la suave voz de Eremon y, pese a no saber qué le decía, de alguna forma, los significados de seguridad, amor y pertenencia llegaban hasta ella. Y el dolor fue comprender que eso era precisamente lo que había perdido en esos últimos años.

Por último, cuando las lágrimas ya no fueron más que surcos salados en las mejillas de la joven, Eremon habló.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la Isla Sagrada, Rhiann?

—Trece años —susurró ella.

—Háblame de esos años entonces. Debieron ser tiempos felices.

Rhiann suspiró.
Madre, he hecho las paces contigo. ¿Por qué me has traído de vuelta? ¿No he sufrido bastante?

—Sentí una honda pena por la muerte de mi madre —murmuró Eremon en su oído—, pero recuerdo sus ojos y su olor como a miel y leche. La sensación de su mano al tocar mi cabeza. Se supone que los chicos deben olvidar tales cosas, pero ella fue lo único bueno en mi vida. Nunca lo he olvidado.

Sorprendida, Rhiann pensó en Drust y en cómo había amado sus relatos, su refinamiento, tanto como había odiado siempre a los guerreros, a los tipos rudos con sus espadas.

—Estás a salvo —susurró de nuevo Eremon—. Cuéntame lo que recuerdas.

Y con esas palabras ella se vio volando sobre los mares alborotados bajo la luz de la Luna, hacia una isla baja de roca y césped, una vez tan amada por su corazón. La costa azotada por el viento, los fiordos quebrados, las rocas húmedas de lluvia, todo pasó por su cabeza.

Era ella la que necesitaba recordar, no Eremon el que necesitaba conocer. Era como el mar batiendo contra las arenas, enviándola de forma incansable hacia un lugar en el que guardaba cosas preciosas: el recuerdo de pertenecer a algo, un recuerdo de la luz de la Diosa, las hermanas.

Le apetecía rendirse a eso, sólo por una noche. Podía ser como volver a un tiempo anterior al dolor.

—Te contaré algo entonces —le dijo por fin, con los ojos abiertos en la oscuridad—. Te hablaré del día en que me convertí en mujer.

Capítulo 71

Eremon iba a recordar toda su vida esa conversación, ya que se adentró en la misma con las palabras de Rhiann y lo vio y lo sintió todo conforme ésta se lo exponía. La de esa historia era otra Rhiann, una que otrora se creyese invulnerable, una Rhiann suave que reía, lloraba y amaba.

Fue un regalo que nunca olvidaría, un recuerdo que siempre le devolvería a esa noche, en una época en la que no sabía si estaría vivo al cabo de un año. Vivo o libre.

Cerró los ojos, aspiró el aroma marino de su cabello y escuchó, tal y como había escuchado a los cuentistas durante las largas noches de Erín…

—La primera sangre lunar de una chica representa un momento poderoso —le dijo Rhiann—, ya que es apta para engendrar vida, que es el don más sagrado. Comienza a ser regulada por las mareas de la Madre: es su conexión profunda a la Diosa en Su forma terrena». Tenía doce años cuando me vino por primera vez. Las hermanas rehogaron carbones ardientes con agua y tomillo silvestre en la choza de las doncellas y, mientras el sudor comenzaba a cubrirme la piel, me arrebataron mi vida infantil. Luego, en una copa tallada en serbal, me ofrecieron las hierbas del sueño, el
saor,
que me haría fundirme en una con la Madre y despertaría los profundos recuerdos de mi nacimiento en Su útero.

»En mitad de la oscuridad, dos de mis hermanas vinieron a llevarme a los bosques, pero no pude ver sus rostros. Caminé aturdida, y me guiaron hasta un claro desconocido; sólo entonces se volvieron hacia mí. En ese momento las vi.

»Dentro de las capuchas había dos máscaras de madera pintadas de blanco. Una mostraba la luna llena en la frente, adornada en los bordes con espigas de cebada. Ésa era la Madre. La otra tenía una luna menguante y en la máscara lucía desnudas ramitas invernales y bayas escarlatas de espino. Ésa era la Anciana. Así que yo era la Doncella y mis otros dos aspectos, que algún día yo portaría, era quienes me habían guiado.

»—Hermana —indicó la Anciana—, debes quedarte aquí hasta el alba. Deja que la Madre te bañe con Su Luz y reposa en Su Seno. Deja que tu sangre fluya con libertad en la tierra.

»Me instaron a despojarme de la túnica y a quedarme parada en mitad del claro, en una zona de hojas blandas. Luego me abandonaron, con el aroma de las flores silvestres rodeándome. Miré hacia el cielo y las estrellas comenzaron a girar mientras las hierbas hacían efecto hasta que al fin escuché un latido.

»E1 latido creció hasta que, sin saber cómo, me encontré dentro del mismo, y batía en mi piel yendo y viniendo. Yací así durante largo tiempo, durante horas, mientras mi sangre goteaba por mis piernas hasta el suelo, ligándonos, marcándola a Ella con mi periplo.

»Abrí los ojos tras lo que me pareció una era entera. Fue entonces cuando vi al Venado.

»Su corona de cuernos rozaba las ramas de los árboles cuando se acercó, abriéndose paso entre la hojarasca del pasado año. Cintas púrpuras colgaban de las puntas de su cornamenta, de forma que me rozaron cuando se inclinó sobre mí y me arrojó su aliento, un dulce aroma de bayas.

»Luego me miró al rostro y pude ver unos ojos que tenían algo del bosque, del venado, y algo del hombre que había en su interior. Me miró lleno de deseo, aunque entonces no llegué a reconocerlo del todo.

»Cerré los ojos cuando volvió a respirar sobre mí, y cuando los abrí de nuevo tenía entre los brazos a un hombre, pero sobre mi cabeza pude ver la cornamenta perfilada contra la Luna. Recuerdo una oleada de gran felicidad, y luego, nada…

«Trascurrió tal vez otra era. Comencé a sentirme diferente…, como si todo mi cuerpo se hinchase y pulsase al compás del latido de la tierra, volviéndome redonda y plena como la Luna creciente. Me parecía aumentar de tamaño, hasta que pude ver por encima de las copas de los árboles, y luego crecí aún más, hasta que pude arrojar mi mirada sobre muchas tierras, y más allá de los mares que las separaban, hasta que al fin sólo tuve sobre mi cabeza el arco de cielos estrellados y, cuando bajé la mirada a mi vientre, inmenso debido a la preñez, vi que estaba revestido de bosques y mares.

»La sangre aún brotaba entre mis piernas, pero ya no era sangre. Ahora era toda agua de la tierra, que surgía de mí para formar ríos, fuentes y lagos profundos. Y, después de que cesasen de manar las aguas, llegaron los dolores, desgarrándome por dentro, haciéndome empujar, aunque no tenía miedo pese a que el dolor fuera más de lo que podía soportar.

»Y de mi interior nació un torrente de animales: pájaros que volaban, peces que saltaban y otras criaturas terrestres, retorciéndose y saltando, reptando y deslizándose, corriendo, avanzando y brincando. Vi personas también, y corrían con la multitud de criaturas del bosque, pero no tardaron en perderse entre el torrente de vida que surgía de mi interior.

»Ese torrente era éxtasis, era alegría y plenitud también, ya que yo era la Madre y había dado a luz al Amor.

»Tras el último de los partos, me tumbé de nuevo y fui menguando de tamaño hasta que de nuevo no fui más que Rhiann, en el claro del bosque. Me quedé dormida, sabiendo que estaba a salvo, ya que ella era la Madre de Todo. Y yo era Ella.

»Cuando desperté de nuevo, y nunca antes o después desperté tan fresca como entonces, la luz del Sol se filtraba por entre las hojas, bañándome mientras yacía acurrucada como una niña en la matriz. No me moví durante largo rato, preguntándome si la noche habría sido real o lo habría soñado todo. Luego abrí la mano.

»En mi palma había una pieza de púrpura, la de los cuernos del Venado.

Eremon se sobresaltó, sin saber cuánto tiempo había transcurrido desde que Rhiann había dejado de hablar. Su voz le había sumido en un trance y había flotado entre los mundos, al igual que ella lo hiciese aquella noche mágica.

El se estiró, ella suspiró. Así pues, no estaba dormida.

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