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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (70 page)

BOOK: La yegua blanca
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Eremon le miró y se percató por primera vez de las profundas arrugas que iban de la nariz de halcón a la boca, marcada con un indudable rictus de amargura. Tanto el Concilio como la traición de su hijo habían dejado honda huella en el rey; Eremon recordó de repente que ya no era un hombre joven.

—Pero hay otros reyes, señor —murmuró—. El respeto de aquellos que… aquellos que velan por ti. Orgullo, admiración… —Puso los ojos en sus propias manos, aferradas a la empalizada—. Aquellos que son limpios de corazón y de mente te seguirán allá adonde les guíes. Créeme. Alba te necesita.

La mano del rey se posó en el hombro de Eremon.

—Una vez dije que eras poeta, príncipe. De la misma forma que llevas a los hombres a la guerra con tus palabras, también puedes insuflar esperanzas a la mente. No prestes atención a mis desvaríos de anciano; tu juventud y tu fuego nos guiarán ahora, como en tiempos lo hicieron los míos. —Eremon alzó la vista para descubrir que toda acritud había desaparecido del rostro del rey—. Mi tío, un gran rey, me dijo una vez algo que siempre recordaré: sé siempre sincero contigo mismo y tu camino será tan recto como una lanza nueva, no importa cuan tortuoso y acuciado por problemas les parezca a los demás.

Eremon sonrió.

—Eso suena a consejo.

—Lo es. Y también he aprendido que el camino como rey hay que recorrerlo a solas. De joven solía parecerme una elección ardua, pero sólo puedes escuchar la música profunda de tu corazón en soledad, y entonces te guiará con mayor certeza.

Eremon se lo pensó durante un momento.

—Entonces, algo que veo como una carga es también una fuente de fortaleza.

—Sí, es como se forja un gran rey. —Calgaco esbozó una amplia sonrisa—. Y ahora es tiempo de hidromiel y de cuentos. ¡No lo olvides jamás, Eremon! El amor de tu hermano y de tus hombres… y el de tu esposa… estará siempre aguardándote cuando vuelvas. —Algo centelleó muy hondo en los ojos del rey al mencionar a Rhiann y, pese a la solemnidad de las palabras, Eremon se sintió enrojecer.

La mañana de su partida, Calgaco quiso dar la venia a Eremon y Rhiann en privado, en su salón. El rey estaba sentado en su trono cuando entraron; lucía el aro dorado sobre las sienes y la espada enjoyada descansaba sobre las rodillas.

Eremon echó una mirada a sus sencillas túnicas y pantalones.

—Me temo que no estamos vestidos para una venia formal, señor.

Calgaco sonrió al tiempo que se alzaba para besar a Rhiann.

—Estoy ataviado como un rey porque hay un asunto real que debo solventar.

Hizo una señal a dos criados que permanecían junto a los muros y éstos se acercaron. Uno sostenía una gran copa enjoyada de hidromiel, que circulaba en las fiestas oficiales para hermanar a los huéspedes a los que se honraba. El otro sujetaba una caja de intricadas tallas, hecha de cedro, una madera fragante y costosa del otro lado del mar Medio, en las tierras desérticas.

Eremon y Rhiann intercambiaron sendas miradas.

Una tercera sirvienta, una joven, se adelantó con un jarro de hidromiel y llenó la enjoyada copa cuando el rey la tomó con las dos manos. Calgaco fijó en ambos sus ojos dorados.

—Quiero ofrecerte la alianza formal de los caledonios.

Eremon escuchó jadear a Rhiann. ¡Una alianza formal! Hasta ese momento, Calgaco sólo había hablado de apoyo a nivel personal. Aquello era algo totalmente distinto.

—En adelante, uno mi pueblo con el tuyo, como hermanos y hermanas, contra nuestro enemigo común, Roma. Compartiremos fuerzas, inteligencia e ideas. ¡Y puede que nuestra sangre! —Calgaco miró a los ojos de Eremon al decir eso—. ¿Cuál es tu respuesta?

Eremon carraspeó.

—No puedo aceptar por los epídeos hasta que se celebre un Consejo, pero puedo y acepto con placer en nombre de mis hombres y de mi propio pueblo. Seremos como hermanos, unidos por lazos inquebrantables.

Calgaco sonrió.

—Entonces promete conmigo que lucharemos juntos, y que echaremos de Alba a esos invasores. Dondequiera que podamos encontrarnos, en cualquier campo de batalla. —Alzó la copa y bebió, antes de tendérsela a Eremon.

—Comprometo tanto mis fuerzas como mi persona, así como, los dioses mediante, a aquellos epídeos que quieran luchar a nuestro lado, allá donde sea menester.

Eremon bebió y pasó la copa a Rhiann.

—Y yo prometo apoyar tanto a los epídeos como a los caledonios en mi calidad de Ban Cré —añadió Rhiann con suavidad— en defensa de mi tierra.

Bebió un sorbo de hidromiel dorado y los criados tomaron la copa de manos de la epídea. Entonces Calgaco recogió la caja de cedro y alzó la tapa. Eremon contuvo la respiración, esperando ver el centelleo del oro o del bronce, el brillo de las gemas, pero, en vez de eso, allí, sobre un cojín de finos bordados de oro, descansaba un disco de granito pulido y oscuro del tamaño de una manzana, aunque plano; estaba perforado por un agujero a través del que pasaba una correa teñida de ocre.

Calgaco levantó la piedra mediante la correa, por lo que ésta giró a la luz, dando vueltas y más vueltas. Podían verse las tallas en ambas caras.

—He hecho que realice esto para ti mi mejor tallador; mi mejor tallador en estos momentos —precisó el monarca caledonio y, por un momento, su boca se tensó—. No es de hierro ni bronce, ya que se oxidan. No es de oro, ya que el oro es blando. Es de piedra: dura, inflexible, veraz e inmutable. No se picará ni perderá el lustre. —Miró directamente a Eremon—. Es la representación del lazo que me une a ti, para que sea eterno y nunca flaquee.

Eremon sintió que la garganta se le cerraba y tuvo que tragar saliva.

—Míralo con detenimiento —le invitó Calgaco. Una cara del disco mostraba la talla familiar del águila, la cabeza noble, el ojo atento. Y en la otra estaba la más primorosa talla de un jabalí que Eremon hubiese visto nunca. Habían captado a la perfección la fiereza de su cresta, y sus músculos poderosos fluían como un canto.

Por los bordes corrían líneas de símbolos sagrados, a la manera druídica.

—Mi tótem personal y el tuyo unidos, juntos en una piedra mensajera —explicó Calgaco—. Esto indica a cualquiera que la vea que somos aliados de corazón, por siempre.

La voz le salió a Eremon como un graznido.

—¿Qué reza la leyenda?

Calgaco se volvió hacia Rhiann y ella se aclaró la voz antes de hablar.

—Dice: «Calgaco de los caledonios, hijo de Lierna, jura alianza de hermandad a Eremon, hijo de Ferdiad, de Dalriada».

Calgaco sonrió.

—Nadie puede inscribir una mentira en esa forma, por lo que ningún hombre será capaz de poner en duda que hablas en mi nombre.

Eremon tomó la piedra de manos de Calgaco y, de forma lenta y reverente, se pasó el cordón de cuero por el cuello.

—Gracias, señor. No tengo ningún regalo para devolver, pero he aquí mi propio juramento —Eremon estrechó el brazo del rey, muñeca a muñeca, y miró los ojos de reflejos dorados—. Y ahora te digo así: es tan eterno como esta piedra.

Calgaco proporcionó a Eremon y Rhiann un gran
curragh,
ya que iban a estar próximos a aguas interiores y las naves de piel eran más versátiles, aptas para navegar tanto ríos como rías, así como por mar abierto.

Aun así, sólo pudo reunir a veinte hombres, ya que ella y Eremon decidieron mandar a Eithne y el aún mustio Didio de vuelta a Dunadd con Declan, Rori, Aedan y los caballos. Los guerreros epídeos serían su escolta.

Rhiann insistió, no obstante, en que les acompañasen en el viaje Dala y su guardaespaldas, Rawden, pues no quería perder de vista a la frágil joven aun sabiendo que Maelchon se había marchado.

Aunque sólo el grupo de epídeos sabía con antelación de su partida, el muelle hervía de gente el día que zarparon. Rhiann estaba plantada en la proa, entornando los ojos contra el cegador reflejo del mar mientras observaba cómo la tripulación cargaba barriles de agua y comida, y los estibaban entre las cuadernas del ancho casco.

El capitán, un hombre nervudo y manchado de sal, recorría alterado el muelle arriba y abajo, debido a que uno de sus hombres se había puesto de repente enfermo. Pero uno de los que cargaba en los almacenes se ofreció con suma rapidez a sustituirlo, y tras valorar su pesó, el capitán lo tomó inmediatamente a su cargo, aliviado ante tan fácil solución.

Los remos se alzaron y hundieron cuando todos estuvieron a bordo, y el bote se apartó de las aguas, auténticos espejos que capturaban el cielo claro en sus redes suaves. Rhiann lanzó tan sólo una mirada hacia atrás, llena de alivio, pues esperaba verse libre de las perturbadoras emanaciones del castro, que habían enervado sus sentidos durante días.

Pero entonces… su mirada se vio prendida y atada por unos ojos ardientes y amarillos, enmarcados en una pelambrera revuelta. Gelert permanecía solo en el declive del muelle, entre las algas. A través de la franja de agua que mediaba entre bote y tierra, sintió el débil y postrer roce de su voluntad. Pero, aunque la distancia se ampliaba a cada momento, la boca del druida se torcía de esa forma que ella tan bien conocía; había en ella cálculo y un atisbo de… ¿triunfo?

Un miedo gélido se apoderó del estómago de Rhiann, que se volvió en busca de Eremon, situado cerca.

—Rhiann —dijo él, mordiéndose los labios—. Con tanta prisa olvidé decirte que estaba aún ahí, al cuidado de los druidas. Lo siento.

Eremon debió reconocer en su rostro la fuerza del miedo que sentía la joven, ya que le cogió la mano para frotarle los dedos.

—No, Rhiann, aquí ya no puede hacernos daño. Nos vamos y él se queda atrás. ¡Mira!

—Su poder no conoce distancias —respondió ella, con voz alta y tensa.

Eremon sonrió con confianza y se movió para bloquearle la visión del muelle mientras le hablaba de cosas tranquilizadoras hasta que le reclamó el capitán.

Pero, aunque el día siguió siendo bueno, Rhiann tuvo que arrebujarse más y más en su abrigo contra el frío que la invadía, hasta que el Castro de las Olas quedó lejos y se perdió en las orillas.

Navegaron con buen tiempo. Un viento rugiente del Sur les empujaba a lo largo de la costa de Alba. El capitán fue bogando ceñido a los altos riscos, sin apartarse nunca de tierra; al tercer día varó la nave en una de las franjas de playa rodeada de rocas para subir y bajar barriles a lo largo de la escarpada faz del acantilado.

El impetuoso viento se encalmó, retrasando su avance, cuando doblaron el primer cabo y comenzaron a aproar hacia el Oeste. Rhiann permanecía casi todo el tiempo con Dala y Caitlin en la proa, allí donde la tripulación había levantado un pequeño cobijo contra el sol. Durante unos pocos días, el agua fue tan calmosa y verde como un cristal romano y se vieron forzados a avanzar a golpe de remo, con la vela recogida y trincada.

Pero a pesar de la calma, impropia de la estación, el desasosiego de Rhiann crecía en vez de desvanecerse.

Dala también comenzó a mostrarse inquieta tan pronto como llegaron al estrecho que separaba las islas Orcadas de tierra firme. Se encerró en sí misma, con la cabeza hundida bajo la capucha de la capa y sin responder a las gentiles atenciones de Rhiann. Sólo levantaba la cabeza cuando Rawden se le acercaba, y únicamente para abrazarse a él y sollozar.

Plantada junto al mástil, Rhiann observó a Eremon y se percató de que, como era habitual, sabía cómo ganarse el ascendiente del puñado de marineros que Calgaco le había suministrado. Su ancha espalda se tensaba al remar mientras animaba a los otros a igualar su velocidad, y Rhiann vio el creciente respeto de los rostros veteados de sal en las miradas de reojo que recibía el príncipe. El respeto de todos…

… excepto el de un hombre alto y de pelo negro, con un rostro marcado por la viruela, el hombre que el capitán había tomado al zarpar. Nunca sonreía ni hablaba, sino que encorvaba su liviana osamenta sobre los remos, rehuyendo las miradas de los demás.

Rhiann se volvió hacia Eremon, apartando de su pensamiento a aquel hombre adusto. Éste no parecía compartir su desasosiego. De hecho, aunque en un principio se mostraba alicaído por el fracaso de la alianza, cuanto más se alejaban navegando del Castro de las Olas más aliviado parecía.

¿Tiene eso algo que ver conmigo?
La joven sofocó la idea tan pronto como surgió. Desde luego, ella no podía aportar nada a la felicidad de Eremon e, incluso si lo hiciese, ¿qué relación guardaba la felicidad con estar junto a alguien si era el deber y el peligro lo que los mantenía juntos?

Eremon la vio y se unió a ella junto al mástil. Se había quitado la túnica para remar y Rhiann se dio cuenta de que el sol empezaba a quemarle los hombros.

—Tengo que poner un bálsamo de saúco sobre esto. —Rozó la carne enrojecida.

Él sonrió, los ojos aún centelleantes de excitación después de la competición de remo.

—Y a mí me encantará que lo hagas —murmuró, mirándola desde debajo de sus pestañas.

Aunque Eremon bromease, a Rhiann la luz de sus ojos le provocó un nudo en la garganta y lo apartó juguetona.

—¡Debieras haber sido marino! Te comportas como un niño en su primer viaje por la bahía.

—¡Oh, no! Sólo me gusta cuando el tiempo está en calma. Aún recuerdo nuestra llegada…, creo que los albanos tienen que estar locos para viajar en estos botes.

—¿Y ahora nos llamas locos?

Él ladeó la cabeza.

—¡Desde luego! Pero esa poción que me diste me ha ayudado de veras. No me he sentido mal ni por un momento.

Rhiann sonrió; luego arrancó una astilla del mástil, distraída. ¿Qué podía decirle ella, que tenía una premonición? No era mucho para empezar, pero él le había asegurado que confiaba en su intuición.

—Me he estado sintiendo muy extraña, Eremon. No sé el qué, pero algo va mal a nuestro alrededor.

La alegría desapareció de los ojos de Eremon.

—¿Mal? —miró hacia el cielo, azul y despejado de horizonte a horizonte, y luego al capitán, que se limpiaba los dientes de los restos del desayuno.

—Capitán —le llamó Eremon—, ¿seguirá el buen tiempo?

El hombre encogió un hombro, aunque frunció el ceño.

—Esta calma no presagia nada bueno, tal como está ahora, príncipe. La ausencia de viento y este calor insólito sólo significan una cosa: mar adentro se está fraguando una tormenta. —Apuntó hacia mar abierto, al Oeste—. Pero la veremos llegar con tiempo para refugiarnos en la orilla.

—¡Ves! —Eremon sonrió a Rhiann—. Estás sintiendo una tormenta, eso es todo. Aunque se me revuelva un poco el estómago, podemos llegar a tierra. Estaremos a salvo.

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