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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (68 page)

BOOK: La yegua blanca
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Caitlin puso los ojos en blanco, y descabalgó también.

—Si lo que haces tiene algo que ver con el Otro Mundo, prima, me mantendré lejos. ¡No obstante, vigilaré con una flecha en el arco!

Rhiann caminó sobre un manto de musgo y hojas resbaladizas de color pardo, tal y como le habían enseñado a hacerlo las hermanas, con los ojos cerrados y en completo silencio mientras las plantas de los pies encontraban el camino. El surtidor de la fuente saltaba entre las rocas a su latió, pero una nota más profunda resonaba bajo su chapoteo aleare.
Ven, hermana,
parecía decir.
¡Sé bienvenida!

Cuando la cañada comenzó a estrecharse y empinarse, abrió los ojos y allí estaba el estanque, formado en una concavidad en la roca, flanqueado por árboles festoneados de copas votivas. Pero ella no estaba sola, como tampoco lo estaba la esposa de Maelchon.

La chica estaba en pie y los brazos de su guardia envolvían su cuerpo liviano, la cabeza de la joven descansaba en el pecho de aquél y temblaba al sollozar; mientras Rhiann observaba, el hombre le apartó el cabello con ternura y murmuró a su oído.

En ese preciso momento el hombre vio a Rhiann y se envaró; la chica alzó la cabeza al sentir el movimiento. Rhiann había visto ese rostro torturado transfigurarse de odio, ahora lo hizo de terror.

—¡Tú! —barbotó.

Rhiann alzó una mano por instinto, como para precaverse de un golpe.

—Lo siento. No sabía que hubiera nadie aquí.

Pero la chica corrió al lado de Rhiann y la agarró por un brazo, con el rostro surcado de lágrimas. A la luz del claro, Rhiann comprendió que no debía tener más de catorce años.

—¡No le digas lo que has visto! ¡Por favor, no se lo digas! —lloriqueó.

—¿A tu marido? ¿Por qué habría de contarle nada?

Aun así, el miedo no abandonó el rostro de la reina y Rhiann se sintió embargada por la compasión. Tocó los dedos que aferraban su vestido.

—Te aseguro que no le contaré nada —repitió.

La muchacha se liberó de parte de la tensión y se apartó unos pasos de Rhiann; abrazó su propio cuerpo delgado mientras las lágrimas caían una vez más.

Rhiann se sintió indefensa ante tanto dolor.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó mientras la tomaba de la mano—. ¿Puedo ayudarte? ¿Qué puedo hacer?

—¡Nada! —La chica se encogió de miedo—. ¡Ya has hecho bastante! Nadie puede ayudarme excepto Rawden, aquí presente, y sólo cuando podemos escabullirnos. Cuando él no está.

Rhiann reconoció el miedo y la aversión en su voz, y lo intentó por otra vía.

—¿Cómo os llamáis, señora?

La chica sollozó, tomando aliento.

—Dala.

—Yo soy Rhiann.

—Sé quien eres. —Las palabras sonaron afiladas.

—¿Por qué me odias? —le preguntó Rhiann sin saber qué decir—. Nunca nos hemos encontrado, pero créeme, haré lo que pueda para ayudarte.

—Hablará de nosotros si no se lo cuentas —medió el guardia, con la voz lúgubre.

Dala hundió el rostro entre las manos.

—Tu pelo es de veras del color que él describe. —Su voz era apagada—. Y tu rostro… Tan hermoso, decía, una y otra vez. No como el mío…

Rhiann agitó la cabeza. ¿La habían confundido con alguna otra?

—¡Pero si yo no conozco al rey!

—¡Sí lo conoces! —Dala alzó el rostro—. Te vio en la Isla Sagrada hace tres años, cuando buscaba una esposa. Pidió tu mano a tu familia y le rechazaron de manera contundente. ¡Aún le tortura eso!

Rhiann frunció el ceño. Mucha gente acudía al
broch
de Kell en la isla. Recordó con vaguedad a un extranjero del lejano Norte que se albergó en casa de su padre adoptivo durante varios días. El hombre había pasado a caballo a su lado mientras paseaba con Talen y Marda por las colinas, pero, dado que en aquel entonces vivía con las hermanas, no habían comido juntos ni una vez, ni se había fijado en su nombre ni en sus facciones. Se fue de forma abrupta, eso sí lo recordaba. Y también que Kell habló mal de él después de que se fuera, pero nadie le había dicho que la había pretendido, o que había sido rechazado.

¡Por la Diosa! ¿Cómo podía importar algo así a nadie tantos años después? ¿Y por qué se veía tan atormentada a Dala? No era por celos, desde luego, ya que no cabía duda de que odiaba al personaje.

—Sí, sí, le rechazaste —balbuceó la muchacha—. ¡Y me tomó a mí en tu lugar!

Estalló en nuevos sollozos.

A esta chica la han vuelto loca,
pensó Rhiann. Podía notar su escasa cordura, un cascarón flotando a la deriva en una tormenta de sufrimiento.

Cuando se hubieron apaciguado los terribles sollozos, Rhiann tocó el hombro de Dala.

—Tienes que confiar en mí. No entiendo qué te he hecho; yo era joven y nunca me presentaron a tu esposo. Pero… ¿te ha hecho daño?

—De todas las formas que puedas imaginar. —La voz de Dala era desesperada—. ¡Al rechazarle, me condenaste a una vida de terrible dolor, pero no acaba ahí todo! Aún ahora le inflama tu imagen y él…, él me usa de una forma terrible, imaginando que eres tú. —Apretó las manos, hundiendo las uñas en las palmas.

La repulsión asomó aguda a la lengua de Rhiann.

—La ley dice que tu esposo no puede tratarte así. ¿Dónde está tu familia, tu clan?

Dala agitó la cabeza en silencio mientras las lágrimas le caían sobre el deslustrado broche que sujetaba su abrigo.

—Pertenezco a los cerenios. Mi padre ha muerto y los demás… temen demasiado a mi esposo como para protestar. Les dieron una buena recompensa por entregarme a él.

—¿Pero por qué nadie en las Orcadas te ayuda? —Ahora la voz de Rhiann temblaba de rabia. La chica levantó los ojos ante aquel tono furioso—. ¿Qué pasa con los druidas, Dala? ¿El Consejo? ¿Las sacerdotisas? ¿Sus nobles? Alguien tiene que plantarle cara. ¡Un rey no puede gobernar a su antojo!

—Lo hace —susurró la chica—. Lo controla todo. Desterró a todas las sacerdotisas y druidas, excepto uno, Kelturan, que ya ha muerto. Sus nobles han sido apartados o muertos, uno a uno. Gobierna en solitario, con sus secuaces para respaldar sus violencias. Y ellos han sido entrenados en la lealtad desde jóvenes; ha edificado su poder a lo largo de muchos años.

Rhiann apretó el hombro de Dala y la soltó, luego se irguió.

—Ha sido para bien que nos hayamos encontrado, ya que no permitiré que traten así a una mujer, sobre todo alguien de cuyo dolor soy la causante involuntaria.

Un relámpago de esperanza cruzó la desconfianza pintada en las facciones de la chica.

—Soy la Ban Cré de los epídeos y haré cuanto esté en mi mano para ayudarte. Desde hoy estás bajo mi protección. Sólo te pediré una cosa. Has de permanecer con él y actuar como si nada hubiera ocurrido hasta el final del Concilio. Son sólo uno o dos días más. Luego…, confía en mí.

Dala, con las mejillas ardientes surcadas de lágrimas secas, miró a Rhiann durante largo tiempo.

—No sé por qué, pero confío en ti —dijo por último—. Te he odiado largo tiempo por ser la causa de mi dolor, pero puede que me salves también. Quizá éste sea el camino.

Rhiann sonrió.

—Eres más sabia de lo que corresponde a tu edad. Es equilibrio, un signo de que la mano de la Madre está en esto. —Señaló al oscuro estanque de agua—. Y nos ha atraído a Su manantial, ¿no lo ves? Hagamos las ofrendas y después vuélvete. Espera a que yo actúe.

Rhiann buscó a Eremon en cuanto volvió, ya que estaba en su pabellón, lavándose en una bacina de bronce. Le contó con rapidez lo que había ocurrido.

—Es una historia extraña —apuntó mientras apartaba el cuchillo y se limpiaba los restos del afeitado del rostro.

Luego se incorporó, la salpicó de agua y ella frunció el ceño y le tendió una toalla de hilo.

—Es una historia terrible. —Aún seguía furiosa.

—Ese Maelchon ha guardado silencio de momento, pero Calgaco afirma que es muy poderoso. —La voz de Eremon se vio amortiguada mientras se frotaba el cabello con la toalla—. He oído que gobierna territorios en la costa Norte.

—Sé que es poderoso —espetó Rhiann—. ¡Pero no pienso permitir que siga torturando a esa niña!

Eremon comenzó a frotarse los brazos y el pecho desnudos, y Rhiann enrojeció y fijó los ojos en la colgadura de la puerta. Estaba bordada con un águila dorada en pleno vuelo.

—Rhiann, estoy de acuerdo en que la historia es triste y muy perturbadora en lo que a ti concierne. Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor. Pero Maelchon puede ser un aliado formidable. Y el proyecto de alianza con el resto de los reyes, por lo que estoy escuchando, no va nada bien.

—¡Sabía que dirías eso! —Rhiann estaba furiosa—. ¡No importa que la viole y la hiera, ni que mate gente! Tiene el poder y eso es todo lo que importa, ¿no?

—No, no es así. —Miró más de cerca a Rhiann—. Tan sólo digo que no hay que sobrepasarse. Está claro que no es buena gente… es un sujeto inquietante. Pero aún puede ser un aliado estimable. No querrías poner en peligro eso, ¿verdad?

Rhiann alzó la barbilla.

—Lo que le está haciendo a esa chica está mal, según nuestras leyes. Dada mi posición, tengo la obligación de hacer algo al respecto. Pero esperaré hasta el final del Concilio.

Eremon frunció el ceño hasta que las cejas fueron una única línea, pero ella mantuvo desafiante la mirada. Por último, suspiró al tiempo que apartaba la toalla para coger una túnica limpia.

—Entonces, eso es lo más que puedo pedir.

En la fiesta de esa noche en el campo, Rhiann se estremeció envuelta en su pelliza y los ojos puestos en dos hombres que forcejeaban junto al hogar. A su alrededor, la gente reía, lanzaba gritos de ánimo o insultos, lamentaba las apuestas perdidas. El aroma del jabalí asado y la turba quemada colmaban el aire y se descubrió a sí misma arrastrada junto a la multitud, hasta donde se alzaban los bosques, que exudaban humedad desde sus aledaños.

Y cuando sintió la presión de unos ojos en su espalda, supo qué iba a encontrarse al volverse. Podría ignorar a Maelchon, pero estaba demasiado furiosa como para hacerlo. Podía avasallar a todos los que le rodeaban, pero ella no se iba a acobardar.

Dio la vuelta en redondo, buscando los ojos y los hombros rectos del monarca. El aura que le rodeaba era ahora como una nube de tormenta hirviente. Le contempló sin miedo y de repente él sonrió, alzando su copa de hidromiel en su honor. Sus dientes resplandecieron.

A su lado estaba Dala, que observó a Rhiann, se estremeció y bajó los ojos antes de seguir a su esposo y desaparecer entre el gentío.

Capítulo 66

Las deliberaciones prosiguieron un día más, pero ya estaba claro que los monarcas se habían dividido en dos facciones. La más pequeña, formada por Calgaco y los reyes de los texalios y los vacomagos, así como el propio Eremon, seguían apostando por la cooperación.

Las discusiones se sucedieron durante horas y justo cuando unos pocos jefes dudaban al cabo, inseguros, el rey de las Orcadas se levantó por fin.

Eremon le había observado en las dos fiestas y había visto su cabeza de negros cabellos siempre próxima a los enemigos más bulliciosos de la alianza, entre los que se encontraba el rey de los creones, el que había espetado a Eremon que mantuviese su nariz fuera de sus asuntos.

—He escuchado con detenimiento. —Maelchon se acarició la barba y mantuvo la mano sobre la espada—. Resulta patente que el peligro para el Norte es pequeño. El peligro
romano,
claro está. —Se detuvo para pasear la mirada por sus vecinos norteños—. Mucho más peligrosa es la ambición de estos sureños que nos quieren gobernar a todos.

No miró a Calgaco cuando dijo eso, pero Eremon, sentado al lado del rey caledonio, sintió cómo se le tensaba el brazo.

Garnat, el rey texalio, se puso en pie de un salto.

—¡Eso es un insulto!

El rey de los creones también se incorporó.

—¿De veras lo es? ¡Es obvio que estáis ansiosos por designar un caudillo que controle a nuestros hombres! ¿Y qué hará con ese control? ¡Volverlos contra nosotros, eso es lo que hará!

—¡Mentiroso! —gritó uno de los capitanes de Garnat.

Eremon se interpuso en la trifulca en un intento desesperado de calmar a los hombres, a sabiendas de que podía abrirse una brecha imposible de cerrar luego.

Fue en ese instante cuando le llegó el olor, el hedor de las pieles sin curtir y un cuerpo sin lavar. El aire del salón se vio colmado por el golpeteo de un bastón sobre el suelo y los reyes dejaron de discutir para guardar silencio. Las cabezas se volvieron hacia la puerta y las coronas de los asistentes retrocedieron.

Lo primero que vio Eremon fue una mata de pelo blanco y enmarañado, y luego unos ardientes ojos amarillos. Era Gelert, con sus ropajes sucios y rasgados, cubierto por una piel de lobo sin curtir. Sus brazos eran delgados, la piel del rostro se tensaba sobre los huesos y tenía las piernas rasguñadas por los arbustos. En torno al extremo de su cayado con cabeza de búho había atado varios cráneos pequeños que resonaban mientras arrastraba los pies en dirección a Eremon.

Se detuvo y apuntó al príncipe con el cayado.

—¡Por fin encuentro al diablo, aún contando mentiras en mitad de los nuestros!

Declan, que había estado escuchando el Concilio junto a los demás druidas, se adelantó presuroso.

—¿Maestro? —susurró incrédulo—. ¿Dónde has estado?

Gelert se volvió hacia él.

—En las estrellas, hermano. He estado en las entrañas de la tierra. He atravesado las puertas del Otro Mundo. ¡Me he quemado en el fuego!

Los reyes comenzaron a lanzarse miradas unos a otros, con el miedo asomando a sus rostros.

—¿Y sabes qué me dijeron? Que él —bramó Gelert mientras volvía a señalar a Eremon— es el enviado de los señores del inframundo para engañarnos y seducirnos, para debilitarnos, para contarnos mentiras. Busca nuestra sangre y nuestro final, y nos enviará a los invasores…

—¡Eso es ridículo! —rugió Eremon.

El gran druida de Calgaco, aquel hombre alto y encorvado, se adelantó.

—Hermano, resulta evidente que estás fatigado después de tanto viaje. Acompáñame ahora y hablemos de lo que has visto.

El cayado golpeó de nuevo contra el suelo.

—Retorcerá vuestros pensamientos para sus propios fines si le permitís que se introduzca en vuestra cabeza —gritó Gelert—. Sólo busca su propia gloria, no nuestra seguridad; no inclina la cabeza ante nadie que no sea su dios extranjero. ¡Debéis apartarle ahora, antes de que sucumbáis!

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