La yegua blanca (63 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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El primer crepúsculo llegó cuando estaban solos. Conaire y Caitlin, tranquilizados por la recuperación de Eremon, se habían ido y Rori había pedido a Eithne que dieran un paseo ahora que la nieve se había fundido y los días eran cada vez más claros.

Eremon estaba lo suficientemente bien por primera vez para sentarse junto al fuego en una silla con respaldo de juncos que Didio había hecho para Rhiann. Cuando Rhiann colocó unos cojines detrás de él para aliviar el dolor de sus costillas, Eremon dijo:

—Me he enterado de lo que hiciste en el fuerte romano.

Ella se dio la vuelta para ajustar la cadena del caldero, bajándolo más cerca del fuego, sin saber qué responder.

Eremon alzó la voz.

—Debes haber saboreado la oportunidad de probarte frente a ellos.

Rhiann le devolvió la mirada. En la sonrisa de Eremon había un punto de aquella habitual amargura, y sus ojos, rodeados por cardenales que se iban desvaneciendo, estaban en guardia. La joven recordó la última vez que lo había visto en el establo y cómo esa amargura había arremetido contra ella. ¡Y mira adónde les había conducido!

Al momento, creció hasta el límite toda la ira reprimida mientras actuaba como sanadora. Primero se llevó un susto de muerte a las afueras del fuerte y luego se había pasado días sin dormir, helada y fatigada… ¡Y todo por él! ¡Y ahora esos ojos verdes suyos la estaban pinchando de nuevo, y su voz conservaba ese mismo afilado sarcasmo! Algo se quebró en su interior.

—A diferencia de ti, ¡no me preocupo
de probarme
a mí misma! Deberías estar avergonzado por haberme obligado a pasar por todo esto.

—Lamento haberte importunado.

—Eremon, no seas estúpido, ¡y deja de compadecerte! Cabalgaste sin pensar en nadie más y dejaste que te apresaran y te hicieran pedazos. Y se suponía que yo tenía que volver a unirlos. Y después de eso, ¡te atreves a mirarme
de esa forma
!

El rostro de Eremon se endureció y se puso lívido.

—No pensaba sólo en mí mismo… ¡En absoluto!

—¿De veras? —Rhiann puso los brazos en jarra—. En ese caso, supongo que cuando pusiste en juego las vidas de Conaire y los demás, era sólo para beneficiarlos. ¿Y qué hay de mí? Nunca he tenido tanto miedo en mi vida… ¡Y todo ese miedo era por ti hombre estúpido!

Hubo un silencio fruto del sobresalto.

—Me lo figuro —dijo Eremon con un hilo de voz.

—¡Estoy más sorprendida que tú, créeme! —replicó mientras avivaba el fuego con furia, luego se dejó caer sobre en el banco que había delante del fuego—. No sé qué hacer ni qué pensar.

Esta vez Rhiann lo escuchó inspirar con fuerza y lo miró antes de comprender repentinamente lo que había dicho.

Lisa y sencillamente, Eremon se inclinó hacia delante y con su mano buena tomó la de Rhiann con una confianza que no admitía rechazo. Y todas las palabras, todo lo acaecido, fueron de repente redundantes con ese solo gesto.

La joven aguardó el estremecimiento inconsciente de su cuerpo, pero sintió el roce de los dedos de Eremon de forma tan… natural. Entrelazaron los dedos de sus manos igual que si los hubieran forjado como eslabones de una cadena.

Helada, miró fijamente al fuego mientras la casa contenía el aliento a su alrededor.

—Rhiann —musitó Eremon después de lo que pareció una eternidad.

La aludida alzó la vista y retrocedió al ver qué había, allí, desnudo, en los ojos de Eremon, pero éste se acercó aún más y Rhiann se descubrió, envuelta por el olor a almizcle de Eremon y con el corazón palpitante, mirando la curvatura de su boca.

No puede ser que me desee. Le decepcionaré. No quiero decepcionarlo.

Cuando su rostro estuvo cerca, cuando se miraron el uno al otro hasta llegar a la fibra más honda de Rhiann… ella apartó la mirada, se echó hacia atrás y le soltó la mano.

—Eremon, no puedo.

No se atrevió a mirarlo de nuevo, ya que el rostro le ardía y brillaba de vergüenza. Era mejor que él no se encariñara con ella, mejor para ambos.

Se quedó inmóvil tras aquellas palabras y despacio volvió a sentarse en el asiento de junco.

—Ya veo.

—No cambiemos lo que tenemos —imploró la joven con voz baja.

Eremon no dijo nada durante un buen rato, y entonces le preguntó de repente:

—Seguramente ya estoy lo bastante bien como para sentarme con Conaire y los demás, ¿no?

Rhiann asintió. Él se levantó y se echó por encima la capa con una mano mientras mantenía el otro brazo cerca del pecho herido. Cuando se hubo ido, la joven se aovilló en la silla de juncos, apoyando la mejilla sobre un brazo. ¿Por qué no podía quedarse todo como estaba?

Se llevó los dedos a los labios y olisqueó los restos del aroma de Eremon; entonces recordó las palabras que ella misma le había dicho a Linnet sólo hacía una luna.
Un día va a volver a su hogar.

Si la idea de perderlo en el Otro Mundo le había provocado semejante dolor, sabía qué sucedería cuando izase velas rumbo a Erín de nuevo. No, debía guardar bien su corazón.

Eremon era su jefe de guerra, su compañero y amigo. Y así debía quedar.

Capítulo 60

Al día siguiente era Imbolc y la ofrenda de leche de oveja al río supuso el regreso del Sol, aún débil, y la aparición de un rubor verde en los árboles pelados. Pero el buen tiempo trajo consigo algo más que los brotes, las aves migratorias sureñas regresaron a los marjales en nubes de un batir de alas.

Aunque se le había ordenado que no manejara la honda, Eremon podía caminar; y un día de caza de aves les concedía a él y Conaire una excusa para hacer algo de ejercicio al aire libre. Sin embargo, tuvieron pocas posibilidades de efectuar una captura, ya que Cù anduvo chapoteando en los lavajos y olfateando entre las cañas, siguiendo una pista para luego abandonarla y dirigirse en la dirección opuesta.

Sabe cómo me siento,
meditó Eremon al observar la indecisión del sabueso. Sus pensamientos enfrentados volvieron a clamar. No debería haber intentado besarla, pero, por los dioses, sus ojos habían relampagueado con ese extraño fuego y la luz incidía en su pelo…

Contuvo el aliento y tropezó con una mata de juncia.

—Quieto —musitó Conaire mientras examinaba los cañaverales.

Eremon se acuclilló junto a él, pero no podía concentrar su mente en la caza.

Al principio, Rhiann había temido por él… ¡y le había dejado tomarle la mano! Aun así, luego se había apartado. ¿Significaba eso que no le importaba lo suficiente? Eso producía una nota de dolor, y pese a todo juraría haber visto algo en lo más profundo de sus ojos, una llama que reflejaba el fuego de su corazón…

Entonces, ¿había algo más? ¿Algo acerca de su pasado? Eremon miró fijamente por encima de los pantanos con la mirada perdida.

Sólo sabía una cosa: le había llevado tanto tiempo ganarse la confianza de Rhiann, convertir el odio y el temor en amistad, que no haría nada…, nada que pusiera en riesgo el conservar al menos eso. Con que la joven se interesara un poco más… Si le dejara estar cerca de ella, entonces obtendría más de lo que había pensado conseguir, más de lo que había querido de nadie.

Por ello, no la volvería asustar, ni permitiría que esa amarga ira creciera en él una vez más. Aparte de ahuyentarla, había cometido una estupidez que había provocado la muerte de varios hombres. Sería más fuerte por los leales Angus y Diarmuid.

El corazón de Eremon sintió cierto alivio. Rhiann le había dado algún resquicio de esperanza, después de todo, por lo que era más fácil mantener a raya la amargura. Aquel pequeño destello de confianza podría crecer con el tiempo.

Como si le leyera los pensamientos, Conaire habló más alto:

—Deberías haber visto a Rhiann cuando supo lo de tu captura, hermano. Nunca he visto a nadie tan trastornado.

Conaire jugueteaba atentamente con la honda. Eremon sonrió.

—Lo sé. Ella me lo dijo.

—¿De verdad? —Conaire alzó el rostro y esbozó una amplia sonrisa—. ¡Bien! —Golpeó suavemente el brazo de Eremon con el hombro—. Quizás haya visto algo más que tu feo rostro, al fin.

Eremon empujó con la suficiente fuerza para desequilibrar a Conaire, que cayó sobre la cadera. Cù, que venía inmediatamente detrás, ladró sorprendido y se precipitó sobre Conaire con gran excitación.

—¡Baja de ahí, perro!

La pareja desapareció en un gran revoltijo de pelambre gris y brazos que giraban como aspas de molino.

Cuando Conaire, con dificultad, se lo pudo quitar de encima, Eremon se había adelantado bastante, caminando con despreocupación por la senda pisoteada.

—Date prisa —le llamó Eremon sin volverse—. Tengo el antojo de un buen pato asado y tienes que disparar por los dos.

Cuando la tierra despertó de su letargo, Rhiann comenzó a bendecir las bandadas de pájaros y las manadas de caballos antes que los soltaran en los pastos más altos. Y después de las noches largas y benignas de la anterior estación del sol, las mujeres del castro comenzaron a llevar otro tipo de fruto: iban a estar muy atareadas dando a luz a sus bebés…, una tarea que aliviaba a cualquier corazón.

Tras los ciclos de la siembra y la plantación, los ritos para la pesca, el nacimiento de los corderos y el alumbramiento de los niños, se aproximó Beltane, y con él los preparativos para el viaje al Norte, al Concilio de tribus convocado por Calgaco.

Lejos, en el valle de los antepasados, tras rebasar las sinuosas rocas eternas, Rhiann buscó a Linnet en su bosquecillo favorito de avellanos y robles, un lugar donde abundaban la acedera y otras hierbas que salían en la época de echar hojas.

—Solías decir que tenía los ojos del color de los jacintos silvestres —dijo Rhiann al acercarse por detrás de Linnet a una hondonada de flores con cálices dorados por la luz del alba.

Su tía se irguió, con la hoz reluciendo en la mano, levantando vaho al respirar.

—No han cambiado. Aún veo cómo te sentabas aquí con tus manitas regordetas aplastando flores azules contra la nariz.

Rhiann se rió.

—¡Tía!

Linnet guardó la acedera cortada en la bolsa que pendía de su hombro.

—¿Ya ha llegado el momento de que te vayas? Hoy te iba a visitar.

—Partimos mañana, pero necesitaba un poco de paz, lejos de los preparativos. Parece que acabo de regresar y desempaquetar y nos volvemos a marchar otra vez.

Linnet sonrió.

—Una cosa está clara sobre tu príncipe: no permanece el tiempo suficiente en un lugar para anquilosarse. Aquí, siéntate a mi lado. Dercca me calentó el hidromiel.

Sentada bajo las ramas del avellano, Rhiann tomó un sorbo y le devolvió el frasco a Linnet.

—Rhiann, la noche pasada permanecí bajo el ciclo con una piedra de luna
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bajo la lengua. —La sobrina alzó la vista ante el tono de la voz de Linnet—. Tuve una visión… sobre tu viaje.

—¿Y?

Linnet sacudió la cabeza.

—Las visiones no tienen sentido. Después cavilé mucho sobre lo que había visto, y la conclusión a la que llegué fue que… puede haber visiones que no sean claras. Los destinos se mueven en un flujo más cambiante que nunca. Como si todos nuestros destinos estuvieran en suspenso…

—Eso es poco para continuar.

Linnet se encogió de hombros.

—Lo sé, pero las ramas del flujo no proceden de la Fuente, ni de la Diosa. Algo… alguna elección… Es necesario que se haga una elección antes de que los senderos vuelvan a ser claros.

—¿Una elección… de quién?

—De nuevo lo ignoro, pero hay algo más. La única cosa que pude discernir en las visiones fue la oscuridad, un hilo de oscuridad.

Rhiann entrevió el Sol entre las hojas del avellano.

—Bueno, los romanos son nuestra oscuridad.

—No, no. Aquello no eran los romanos.

Rhiann la miró fijamente.

—¿Deseas que no vaya?

Perpleja, Linnet negó con la cabeza.

—No, debes ir, pues intuyo que la elección, sea cual sea, se va a efectuar durante el viaje. Delante aparecerá un camino. Aun así, al mismo tiempo hay peligro y debes tener mucho cuidado.

Rhiann tomó la mano de Linnet.

—Tía, todo lo que nos rodea es peligroso. Estamos en peligro si nos sentamos aquí y no hacemos nada, y también lo estamos si nos movemos.

—Lo sé.

—Te preocupas por mí, pero he descubierto que ser Ban Cré no se limita a las bendiciones, también se refiere a la protección. Se nos ha empujado al cambio, y aún no sé cuál va a ser mi papel. Pero tengo que averiguarlo.

Linnet esbozó una sonrisa forzada.

—Entonces, puede que este viaje te lo muestre-dijo mientras acariciaba el pelo de Rhiann—. Ojalá pudieras quedarte aquí, en este bosque de jacintos silvestres, mi pequeña mofletuda.

—He deseado lo mismo muchas veces.

—¿Y ahora? ¿Te van mejor las cosas?

Rhiann desvió la mirada, volviéndose tímida de repente. El calor de la mano de Eremon regresó de forma extremadamente vivida ante tales preguntas.

—Sí… mejor. —Se mordió el labio—. Parece que Caitlin y Conaire pronto tendrán descendencia. Van a ser fértiles, lo sé, y nosotros… Eremon aún respeta mis deseos.

Bajó la vista, abochornada, ya que ésa era sólo la segunda vez que había hablado con Linnet del verdadero estado de su lecho conyugal.

La mano de Linnet reposó sobre el hombro de su sobrina.

—Me alegro. Sólo deseo que mis niñas sean felices…, incluso aunque sus caminos sean diferentes.

Linnet permaneció bajo el avellano durante mucho rato después de que Rhiann se hubiera marchado, buscando con los ojos cerrados el consuelo de la fuente del árbol de la vida, ya que no le había dicho a su sobrina que la elección se centraría en ella sola y que debía proceder de sus más íntimos deseos.

Cualquier otra influencia, de Linnet o de otra persona, únicamente distorsionaría y pervertiría el poder.

La oscuridad era un asunto diferente. Hubiera debido saber de dónde procedía, a quién iba a golpear. Pero Rhiann estaba en lo cierto. La oscuridad les rodeaba a todos con muchos disfraces. ¿Quién podría decir qué significaba esa intuición?

Recordó las visiones que le sobrevinieron durante la niñez de Rhiann. El hombre del barco había sido real, la sangre sobre la arena… indiscutiblemente real. Pero ¿y el mar que se cernía sobre su cabeza y el gran campo de batalla plagado de cadáveres? Dado que lo primero se había cumplido, ¿se cumpliría también el resto?

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