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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (30 page)

BOOK: La yegua blanca
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Al separarse, Eremon se estremeció con la fuerza del deseo, aunque tuvo la presencia de ánimo suficiente para alejarse hacia la mesa. Se maldijo mientras se servía cerveza. No era un niño recién desvirgado, ¿por qué reaccionaba así? Sacudió la cabeza. Cada fibra de su cuerpo ardía de lujuria, pero estaba embotado. Se tomó la cerveza de un trago y se sirvió otra más antes de darse la vuelta y mirar a Samana.

La votadina le miraba con franca admiración, lo cual, había que admitirlo, suponía todo un cambio con respecto a la frialdad de Rhiann. Quizá por eso al príncipe le traicionaba su cuerpo tan lastimosamente.

Samana le ofreció queso y pan de una bandeja.

—¿Por qué me has separado de mis hombres? ¿Y por qué lo has hecho con tanta sutileza?

Samana sonrió de oreja a oreja.

—Ah, y también tienes cerebro. Porque quería hablar contigo a solas, naturalmente.

—Pudiste hablar conmigo anoche. —En cuanto lo dijo, Eremon se sonrojó.
Ahora sí que estoy actuando como un niño recién desvirgado.

—Me parece que anoche ambos teníamos cosas más urgentes que hacer —repuso Samana, y tomó una loncha de queso que mordió con delicadeza.

—Estoy aquí para saber más acerca de los romanos. Tengo que estar con mis hombres para ver lo mismo que ellos.

—Oh, no creo que vean gran cosa. —Samana hizo un gesto displicente—. Obtendrás más información si te quedas aquí, confía en mí.

—Eres muy enigmática, señora. Habla con claridad.

Samana dejó el queso en la bandeja y se limpió las manos.

—¿Sabes? Estoy cansada de las interminables conversaciones en esta habitación. Hace un día espléndido. Vamos a dar un paseo por la muralla.

El viento agitaba los cabellos de Eremon y hacía gualdrapear el estandarte de la tribu contra el mástil que lo sostenía. En la distancia, el mar era un cuenco de oro que destellaba bajo el Sol.

—¿Me estás proponiendo que vayamos a un campamento romano y entremos en él por nuestro propio pie? —preguntó Eremon con perplejidad, apoyando la espalda en los maderos de la empalizada.

—No habrá ningún problema, te lo garantizo. —Samana le cogió del brazo. A causa de la fuerza del viento, las faldas se le pegaban al cuerpo, silueteando sus hermosas piernas—. Tengo un contacto en la administración romana. He de ir a hablar con él sobre los nuevos impuestos que pretenden imponernos. Puedes hacerte pasar por mi escolta.

—¿Un contacto?

La votadina sonrió débilmente.

—«Conoce a tu enemigo», es un principio básico de estrategia, ¿no? —Puso la mano en la parte interna del codo de Eremon y se apretó al príncipe con todo el cuerpo—. Eremon, como sabes, los romanos han conquistado la mayor parte de Britania y no van a marcharse, te lo puedo asegurar. Tú no los has visto, pero yo sí. Son unos soldados increíbles y ningún pueblo nativo ha conseguido echarlos de las tierras que han ocupado. Y lo mismo sucederá aquí, nadie les echará de nuestras tierras.

—Podemos detener su avance.

—¿Para qué? ¿Para pasarnos la vida en guerra? Porque, y no cometas el error de pensar lo contrario, se van a quedar aquí para siempre dijo Samana.

Eremon la apartó de su lado y la miró inquisitivamente. Los ojos negros de la votadina adquirían un brillo dorado a la luz del Sol. Un pañuelo de seda del color del fuego realzaba el atractivo de sus labios pintados.

—¿Me estás diciendo que debemos rendirnos como hizo tu rey, es eso lo que me estás diciendo?

—¡No! Yo nunca diría eso. Lo que digo es esto: hazte amigo de los romanos, como he hecho yo. Tienes alguna influencia y puedes convencer a las tribus norteñas para que firmen un tratado con ellos.

—¡Un tratado! ¡No he venido aquí para convertirme en un peón de los romanos!

—¡No lo comprendes! Alba es distinta al resto de Britania. Es montañosa y difícil de dominar. Lo único que debemos hacer es ceder temporalmente. Agrícola no acantonará aquí a muchos hombres, se limitará a declarar que domina toda la isla para complacer a su rey-dios de Roma…, y se olvidará de nosotros.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Mi amigo me lo ha dicho.

—Samana, sé lo suficiente para comprender que cuando los romanos toman una tierra…, se acabó la libertad. No quiero formar parte de un imperio extraño, ningún hombre de Erín lo querría.

—Las amenazas extraordinarias requieren decisiones extraordinarias, Eremon. —Samana negó con la cabeza—. ¡Hombres! Sólo piensan en el honor, nunca en lo que es práctico. Sólo tenemos que
aparentar
que cedemos. Los romanos no quieren construir ninguna de sus calzadas en Alba, ni tampoco grandes ciudades: odian esta tierra. Así que lo mejor es tolerar su presencia llevarse bien con ellos, hasta que dejen de reparar en nosotros.

Y en ese momento…, recuperamos Alba —concluyó, con una sonrisa triunfante.

Eremon le apartó la mano del brazo. Con el olor de su cuerpo y la presión de sus pechos casi no podía pensar. Samana ejercía sobre él un poder extraño e inesperado.

—Es una apuesta muy arriesgada.

—¡Eres demasiado cauteloso! —le reprochó Samana y, tras acercarse a la empalizada, dio media vuelta y le dirigió una mirada de súplica—. Has venido aquí buscando información y yo te ofrezco la oportunidad de que la obtengas directamente de labios de los romanos. ¿Qué otra persona podría ayudarte a conseguirlo? Haciéndote pasar por mi acompañante, tu seguridad está garantizada. Lo juro. Si lo que ves te convence para firmar un tratado como el que hemos firmado nosotros, estupendo. En caso contrario, no sólo no habrás perdido nada, si no que habrás ganado mucho.

Eremon la miró largamente en un intento de averiguar si le mentía, esforzándose por recuperar su instinto, por lo normal tan agudo, y liberarlo del poderoso influjo del cuerpo de Samana.

—Es una misión audaz —insistió Samana— que te reportaría fama, renombre.

El erinés se sintió como si la mujer le hubiera leído el pensamiento. ¿Cómo podía saber qué era lo que más ansiaba, con mayor intensidad incluso de lo que deseaba poseerla a ella?
Renombre.

Sopesó la idea del tratado. No pensaba dialogar con los romanos en un campamento romano, por supuesto que no, pero los guerreros epídeos todavía no estaban listos para hacer frente a los invasores en el campo de batalla. Una especie de falso tratado podría salvar Dunadd hasta que él pudiera contar con un ejército fuerte. Negó con la cabeza. No, era una locura. De momento, lo único que quería era información.

—No comprendo para qué tengo que acompañarte, Samana. Soy un extranjero. Si tanto deseas un tratado, habla con uno de los príncipes albanos norteños —dijo, cruzándose de brazos. Una ráfaga de viento hizo ondear su manto.

Samana resopló.

—¡Nuestros príncipes no son verdaderos jefes! Se enorgullecen de sus toros y de sus campos y, en esta cuestión, piensan con el corazón antes que con la cabeza. Por el contrario, tú… —dijo, acariciándole la mejilla—, tú eres distinto, piensas como un rey. Y hay otra cosa.

—¿El qué?

Samana retiró la mano.

—No te equivoques, si luchásemos, los romanos vencerían.

Y entonces, ¿por cuánto tiempo seguiría siendo libre tu propia tierra, Eremon? Volverían sus codiciosos ojos sobre Erín, y Erín estaría sola.

Eremon miró hacia el Oeste y soltó un largo suspiro.

—Si los epídeos averiguan que me he reunido con los romanos, me matarán por traidor.

—Nadie sabrá nada hasta después y, entonces, lo que tendrás que contarles les complacerá tanto, que admirarán tu valentía.

—¿Y qué hay de Rhiann?

—Dile lo que intentas y por qué —dijo Samana, displicente—. Al fin y al cabo, eres su marido. ¿O es que el gran príncipe necesita el permiso de su esposa?

—No, claro que no —gruñó Eremon, e hizo una pausa, mordiéndose el labio. Conaire le había dicho muchas veces que era demasiado prudente y quizá tuviera razón. Tal vez las vivencias salvajes que había experimentado en el lecho de Samana le hubieran relajado a ese respecto, porque, de pronto, se vio diciendo—: Iré, seré tu escolta, pero sólo para reunir información. En lo tocante al tratado, no prometo nada… Y no te separarás de mí en ningún momento.

—¿No te fías de mí?

—No me fío de ellos.

Después de volver de la playa, Rhiann se sentó en la cama y, mientras desprendía de su manto los restos secos de sal, escuchó a Eremon en silencio. Dejó que se explayara en explicaciones y excusas, pero advertía la magia de Samana impregnada en el fondo de sus palabras.

Y también la peste a sudor rancio y a semilla de hombre que había llevado a la cama de su prima la noche anterior.

De modo, se dijo, que era así como tenía que suceder.

Habló por fin, con un nudo de asco y de indignación en la garganta.

—¿Por qué has de ir solo? Es muy arriesgado.

—Porque tengo que hacerme pasar por su escolta, y un hombre solo no despertará ninguna sospecha. Y hay algo más.

—¿Ah, sí? —Rhiann se quitó el paño de lana que llevaba anudado al cuello.

Sé muy bien qué piensas de esta misión, pero, teniendo en cuenta lo que podemos conseguir, considero que merece la pena arriesgarse.
Arriesgarme.
Con mis decisiones, arriesgo la vida de mis hombres continuamente. No puedes imaginar lo que eso supone para mí. Pues bien, en esta ocasión, por una vez, puedo hacer algo en lo que nadie salvo yo corre ningún riesgo.

—No vas a cambiar de opinión, ¿verdad? ¿Aunque te necesitemos en Dunadd y arriesgues la seguridad de los epídeos con una acción tan temeraria? —
Una acción inspirada por la lujuria, ¡no por la razón!,
lamentó Rhiann en silencio, sabiendo que no podía decir esto en voz alta. Si lo hacía, Eremon pensaría que estaba celosa.

El príncipe la miró, dando golpecitos con el dedo en el respaldo de una silla de madera tallada.

—Si hago esto, es por los epídeos.

—Eso no es verdad —replicó Rhiann, desafiante—. Lo haces por ti mismo, ¡y no te engañes al respecto!

El sentimiento de culpa cruzó por un instante el rostro de Eremon, que consiguió dominarlo.

—Te digo una cosa, no pienso echarme atrás, por mucho que tú o Conaire insistáis en ello.

Rhiann se encogió de hombros y se volvió hacia la pared. Había tomado la decisión de no discutir, por mucho que le quemara el pecho.

—Entonces no insistiré, pero creo que estás cometiendo un error.

—En todo caso, el error sería mío.

Eremon no esperaba que Rhiann se despidiera de él, pero cuando, subido ya a su caballo, le dio la mano a Conaire, fueron sus ojos los que, por propia iniciativa, la buscaron.

Admitía que la expedición podría parecer imprudente y, en realidad, ni siquiera estaba del todo seguro de lo que podía conseguir. Y esto resultaba inquietante, porque, por lo general, Eremon siempre estaba bastante seguro de sí mismo, pero todo parecía distinto y más confuso desde su llegada al Castro del Árbol. Rhiann estaba más distante todavía y era Samana quien saciaba sus apetitos. La combinación resultaba excitante y perturbadora.

Los sentimientos de Eremon habían sido absolutos durante toda su vida, su vida planeada de antemano…, hasta que su tío se había vuelto contra él, y había cambiado para siempre el curso de su destino. Así que, ¿por qué no dejarse llevar por los acontecimientos cambiantes de aquel país desconocido, extraño y salvaje?

Miró a Samana. Estaba ya sobre su caballo, bajo el luminoso sol de la mañana, resplandeciente, con un manto verde que destacaba la belleza de su cabello. No tenía aspecto de estar emprendiendo una peligrosa incursión en territorio enemigo. Por un momento, Eremon desconfió.

Pero los romanos no son sus enemigos.

Conaire lo miraba con ojos tristes.

—Por última vez, ten mucho cuidado. No consigo que me abandone el temor.

El caballo de Eremon se impacientaba. El príncipe tiró de las tiendas para contenerlo y esbozó una sonrisa forzada.

—¿Dudas de mi habilidad con la espada?

—Eso nunca —dijo Conaire—. Pero hemos pasado por todo juntos. Sólo yo conozco tus puntos flacos y cómo cubrirlos.

—Amigo mío, vamos a un campamento donde hay cinco mil soldados romanos. Si hay lucha, ni siquiera tú podrías salvarme. Pero no te preocupes, tendré cuidado, mantendré la calma y pondré cara de estúpido. —En los dos últimos días, aquella misma conversación se había repetido varias veces y, aunque su semblante se ensombreció, Conaire no añadió nada más. Eremon le puso la mano en el hombro—. He accedido a tu petición de que nuestros hombres nos sigan hasta el campamento. Ahora necesito que tú accedas a la mía: quiero que te quedes y cuides de Rhiann. En lo que respecta a su protección, sólo confío en ti. Si fuera necesario, llévatela a Dunadd.

—Daré la vida si hace falta. Yo confío en Rhiann, Eremon —dijo Conaire y, al mismo tiempo, miró a Samana.

Eremon reprimió un súbito ataque de ira. Era cierto que Conaire recelaba de la mujer que él había elegido, pero tenía derecho a hacerlo. Como hermano adoptivo, ése era su privilegio. Pero, por ser como era, su matrimonio no le ataba a Rhiann.

El caballo, inquieto, giró en redondo. —Nos vemos dentro de una semana —se despidió. —¡Cuídate, hermano!

Mientras se alejaban del castro, Eremon sentía los ojos de Conaire, más calientes que el sol de la mañana, clavados en él. Cuando llegaron a la primera curva del camino y se perdieron de vista entre los campos, advirtió la ruptura.

Y no volvió a mirar atrás.

Capítulo 27

El campamento romano estaba a tres días a caballo hacia el Noroeste, donde el río Forth vertía su caudal en un gran estuario. Durante la mayor parte del camino, Eremon y Samana avanzaron sobre un terreno llano y cubierto de campos cultivados. Al erinés le incomodaba viajar tan al descubierto y casi deseaba que cayera una tormenta que apagase el color de sus mantos y les ocultase bajo una densa cortina de agua. Pero no llovió. Aquel año, la primavera había llegado temprano y los granjeros se apresuraban a iniciar la siembra bajo un sol débil y nubes altas y veloces.

Se cruzaron con dos patrullas romanas pero, tras advertir la presencia de Samana, los soldados no les molestaron. A Eremon, esto le pareció más inquietante aún que los ojos negros que le escudriñaban de pies a cabeza, pero era demasiado tarde para echarse atrás.

—Hay algo que me intriga —le dijo a Samana el segundo día de viaje, mientras pasaban junto a un campo.

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