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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (27 page)

BOOK: La yegua blanca
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El romano parecía relajado. Se echó hacia atrás, colocó la espada sobre ambas piernas y miró a Rhiann con impaciencia.

—¡Silencio, niña! Ahórrate las exigencias y esa lengua tan larga para tus gentes. Ya te darás cuenta de que, durante tu ausencia, algunas cosas han cambiado. Yo, en tu lugar, me metería en mi choza y allí me quedaría.

La primera sombra azul de crepúsculo se proyectaba ahora sobre el camino. El oficial se fijó en ella. Sin duda, no quería entretenerse, sino alcanzar cuanto antes la seguridad del campamento. Ella, se dijo Rhiann, tenía que ayudarle a tomar la decisión.

Apartando a Eremon, taloneó a su caballo para hacerle avanzar hasta el romano.

—¿Cómo te llamas, soldado? ¡Hablaré con mi padre y él hablará con tu comandante! Como sabrás, somos aliados muy valiosos. Me pregunto qué dirá él al saber que me retienes en medio de ninguna parte cuando está a punto de caer la noche, por no mencionar tu rudeza y…

—¡Ya basta! —espetó el oficial—. Por Júpiter, sigue tu camino, mujer, y buena suerte a tu padre de mi parte. —Levantó el brazo y dio una orden en latín. Sus hombres se volvieron como si fueran uno solo y prosiguieron la marcha. El jinete hizo dar media vuelta a su caballo con habilidad y se alejó.

El Sol se había ocultado tras las rocas y los erineses estaban ahora bajo una sombra púrpura. Todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Eremon miró a Rhiann. Su semblante reflejaba la tensión del momento. También ella podía sentir el alivio en sus venas, cómo su corazón recuperaba, poco a poco, su ritmo normal. Pero sus rodillas, que apretaba contra el lomo del caballo, empezaron a temblar.

—Lo has hecho muy bien —asintió Eremon—. Creía que conocía tu lado más furioso, pero, según parece, me equivocaba.

Antes de que Rhiann pudiera responder, Conaire se acercó a ellos.

—¡Qué interpretación, señora! —dijo, con una amplia sonrisa—. ¡Me alegro de que hayas venido con nosotros!

La epídea le devolvió una sonrisa un poco tonta, abrumada por la sensación cálida de la gran tensión liberada.

—¿Os habéis fijado en sus protecciones? —Rori miraba hacia donde se habían marchado los romanos—. Eran como… las escamas de un pez.

—Yo me he fijado adónde apuntaban sus lanzas, muchacho… dijo Colum—. ¡Directamente a nosotros!

Sus voces se perdieron en un alboroto confuso. Rhiann estaba en medio de todos ellos como en medio de la bruma. Sentía una extraña euforia próxima al aturdimiento. Lo había conseguido… Había sido
ella
quien los había salvado. ¡Era tan fuerte como cualquier hombre! ¡Que alguien se atreviera a verla como una carga!

Y entonces, sintió que todo le daba vueltas y que le zumbaban los oídos y se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, se inclinaba hacia un lado, y lo último que oyó fue un grito, de Eremon:

—¡Cuidado, señora!

Y se desmayó.

Capítulo 24

Rhiann volvió en sí en un claro del bosque y lo primero que vio fue el rostro de Eremon; el perfil de su cabeza se recortaba algo borroso por delante de unas ramas de avellano. Sobre la frente sintió el paño húmedo que él sujetaba.

—Me alegro de que estés despierta. Me he tomado la libertad de traerte a un lugar más seguro y alejado del camino.

La joven trató de sentarse. Eremon la ayudó a apoyar la espalda en el árbol.

—Toma. —Le entregó una vasija de agua—. Bebe.

Rhiann obedeció. A continuación, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el árbol. Había tenido un nuevo amago de desmayo. Le dolía la parte posterior de la cabeza.

—¿Me he caído al suelo?

—No, yo te cogí. —Eremon parecía de muy buen humor—. Pero tu peso hizo que yo también me cayera del caballo y te golpeaste contra mi barbilla, lo siento.

Rhiann alejó de su mente una imagen desagradable, la de verse en el suelo junto a Eremon, con la falda por las rodillas y hechos los dos un ovillo de brazos y piernas.

—Nunca me había desmayado.

—Nunca habías tenido que enfrentarte a unos romanos.

—Me he enfrentado a cosas peores.

Eremon guardó silencio, antes de añadir, con sequedad:

—Pero has tenido suerte. Ha sido mi hombro lo que primero ha golpeado contra el suelo, ¿sabes?

Rhiann se sonrojo de vergüenza. Nunca había tenido un comportamiento tan femenino, nunca había sido tan débil como para desmayarse.

—En ese caso, gracias. Pronto podré volver a montar.

—¿Estás segura?

—Soy
yo
la sanadora, ¿recuerdas?

Rhiann mantuvo los ojos cerrados hasta que oyó un crujir de ramas. Eremon se alejaba.

Estaban todavía a medio día de camino del Castro del Árbol cuando alcanzaron el primero de los asentamientos pertenecientes a su territorio.

Las casas estaban encaladas y tenían los tejados en perfecto estado. La tierra, rica y negra, estaba recién arada y había cercados en los que pastaban cabezas de ganado de buen peso y magnífico aspecto a las que todavía no habían llevado a los pastos de la estación del sol. Los cercados se hacían cada vez más numerosos a medida que la expedición se acercaba a su destino. Por fin, Eremon señaló:

—Los votadinos prosperan.

Divisaron el espléndido castro mucho antes de oler el fuego de los hogares. Estaba en la cima de una loma que se erigía en solitario sobre la llanura como una foca que tomase el sol en una playa. El castro estaba rodeado de taludes ya antiguos y tenía una empalizada de madera y dos torres, una orientada hacia el Oeste, a los fértiles campos, y otra hacia el Este, al mar.

El camino se ensanchaba y ascendía en espiral por la ladera norte del collado, hasta terminar al pie de dos poderosas torres de vigilancia. No obstante, la puerta de la ciudad estaba abierta y los guardias se apoyaban en sus lanzas tranquilamente. En el sendero que rodeaba la empalizada había muy pocos vigías. Evidentemente, aquella tribu se sentía segura tras las líneas romanas.

Rhiann envió un mensaje a su prima a través de los guardias. Entretanto, esperó junto a Eremon al borde del camino que descendía hacia la llanura. En aquel lugar, el viento provenía del mar y, después de varias lunas de frío, se hacía todavía más cortante.

—El emplazamiento es magnífico —señaló Eremon, acariciando a su caballo—. Desde el otro lado deben de divisar varias leguas a la redonda.

—Siempre ha sido una tribu rica, pero ahora prospera todavía más.

—No veo ninguna señal de resistencia, de que los romanos tuvieran que someterlos por la fuerza.

—No —admitió Rhiann, pensativa—. Debemos ser cautelosos.

—Es ya un poco tarde para eso —repuso Eremon con una sonrisa a la que Rhiann respondió con otra casi sin darse cuenta.

—Señora. —Un hombre delgado y oficioso se acercó a ellos—. Me llamo Carnach. Mi señora, Samana, está encantada con la inesperada visita de su querida prima. Me ha pedido que os acompañe hasta su casa.

En el camino hacia la parte alta, advirtieron más pruebas de la prosperidad de la ciudad. En todas partes se veía el esqueleto de edificios en construcción, graneros en su mayoría, pero también almacenes de diversos tamaños. Evidentemente, los votadinos estaban ampliando sus redes comerciales.

Rhiann se llevó un gran chasco al llegar a la cima de la loma. Había viajado al Castro del Árbol en una ocasión, con su padre, para ver a su familia, y, por aquel entonces, el corazón de la ciudad era la Casa del Rey, mayor que la de Dunadd. Junto a ésta había un roble viejo y retorcido, plantado hacía generaciones, el árbol que daba su nombre al lugar.

Ahora, aunque el roble seguía allí, la edificación ya no existía y su lugar lo ocupaba una construcción rectangular y a medio terminar compuesta por varias estancias. Rhiann se quedó boquiabierta. Aunque construida con los mismos materiales que las chozas redondas albanas, sus ojos no podían acostumbrarse a las paredes rectas y a las esquinas y aún menos a las tejas rojas que remataban su tejado inclinado.

Carnach les condujo a una gran sala cuadrada pintada de vistosos colores y suelos enyesados, y amueblada con elegantes mesas y sillas de roble. No había asadores, ni escudos, ni lanzas en las paredes, ni pieles, ni un caldero en el fuego del hogar. La sala era diáfana y el aire y la luz entraban a través de unos agujeros cuadrados hechos en los muros, cubiertos por una tela transparente que Rhiann no supo identificar —más tarde supo que era piel, la más delgada que había visto nunca, piel enaceitada—. Estaba viendo su primera ventana.

Sumida en su asombro, no pudo evitar un sobresalto al oír un leve roce de ropa a su espalda, proveniente de una puerta interior.

Se dio la vuelta…, y allí estaba su prima Samana, a quien no veía desde hacía cuatro años.

Se percató al instante de que aquella niña de singular atractivo Se había convertido en una mujer de arrebatadora belleza. Su pelo, que llevaba cogido en la cabeza, era una brillante corona, negra como una pluma de cuervo. Los ojos eran negros también, como el azabache, y parecían ligeramente entornados hacia el exterior. En la Isla Sagrada, esta caída de ojos le confería un aire malhumorado y petulante. Ahora, incluso ella era capaz de darse cuenta del efecto que aquel rasgo tenía en su rostro de mujer, especialmente si iba combinado con un vestido de color azafrán, que confería a su piel el tono cálido de la miel, y unos labios manchados de grosella. Rhiann percibió que la temperatura se elevaba entre los hombres.

—¡Prima! —Samana cruzó la estancia para coger la mano de Rhiann y besarla en ambas mejillas. La epídea se vio envuelta en la fragancia dulce e intensa de las manzanas cortadas—. Sentaos, por favor, sentaos.

La anfitriona les acomodó a todos en las extrañas sillas de roble y con una palmada, pidió a Carnach que les sacase algo de beber.

—Ah, prima, cuántos años. Y ahora, te presentas así, de forma tan inesperada y con un magnífico grupo de hombres jóvenes como regalo…, hombres de Erín, según decía tu mensaje —dijo, y miró a todos los presentes uno por uno, deteniéndose algo más al llegar a Eremon.

Rhiann la miró fijamente.

Mi mensaje no decía nada de eso, Samana. Veo que has sacado buen provecho de tu aprendizaje en la Isla Sagrada.

—Los dones de la Madre son poderosos y no se olvidan con facilidad, prima.

Carnach llegó al poco con una bandeja llena de copas de bronce, que Samana le pidió que entregase a sus invitados, y una jarra de plata que colocó sobre una mesita de roble de tres patas. Cuando salió, Samana siguió hablando:

Pero, te lo ruego, preséntame a tus compañeros, me gusta saber el nombre de las personas que recibo en mi casa.

Mientras hablaba, se levantó y fue llenando las copas. El sol que entraba en la sala reflejaba destellos en sus anillos y en la pulsera de oro que llevaba en uno de sus delgados brazos.

Son los miembros de mi guardia-dijo Rhiann—, porque hemos oído que los hombres pintados ya no son bienvenidos entre nuestros hermanos del Sur. Al parecer, tu pueblo prefiere otros invitados.

—¿Te refieres a los romanos?

—Evidentemente.

Samana estaba delante de Eremon y le sonreía.

—¡Tan seria como siempre, prima! Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora mismo, repito, no puedo dar de beber a alguien cuyo nombre desconozco.

Rhiann cedió de mala gana.

—Al otro lado de estas paredes es el capitán de mi guardia, pero aquí dentro es mi marido: Eremon de Dalriada, hijo de Ferdiad.

—¡Tu marido! ¡Qué maravilla! —Samana sirvió hidromiel a Eremon. Desde su sitio, Rhiann se dio cuenta de que los dos se miraron con intriga—. En ese caso, ¡somos parientes! —Samana se inclinó para darle a Eremon un beso de bienvenida a la familia. Un beso que duró un poco más de lo que dictaba la cortesía.

Mientras Samana llenaba la copa de Conaire y la de los demás, Rhiann se dio cuenta de que Eremon y su hermano adoptivo intercambiaban una sonrisa cómplice. Se sintió incómoda y se removió en su asiento.

En cuanto la votadina volvió a sentarse, Rhiann dejó su copa en la mesita y se inclinó hacia delante.

—Prima, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué vives en esta casa? ¿Dónde están el rey y el Consejo?

Samana frunció el ceño, pero su voz no perdió frivolidad.

—¡Cuántas preguntas!… Eso no es buena educación, Rhiann. Yo también podría preguntarte por qué has venido.

—Señora —intervino Eremon, con cordialidad—, perdona nuestra intromisión. El viaje ha sido largo y hemos sufrido un percance en el camino. Tal vez sea mejor que respondamos a las preguntas que sin duda tenemos unos y otros cuando hayamos descansado un poco.

Tanto Rhiann como Samana se quedaron mirando a Eremon fijamente. Rhiann con rabia creciente y Samana con mayor intriga y, desde luego, de un modo mucho más cálido.

—¡Mejor! —dijo Samana, recuperando la sonrisa de antes, y también la mirada de sus ojos entornados—. Tu marido nos saca los colores con su exquisita cortesía, Rhiann. Podéis ocupar las estancias para invitados. Carnach os indicará dónde están. Cuando os hayáis refrescado y después de que descanséis un poco, comeremos algo. Y entonces podremos hablar con tranquilidad.

Alojaron a Rhiann y a Eremon en una pequeña choza situada junto a la casa de Samana y al resto de los hombres en otro lugar.

Eremon se excusó y fue a reunirse con Conaire en cuanto deshizo su bolsa, de modo que Rhiann disfrutó a solas de la acostumbrada ablución de los pies. Tenía también a su disposición vino muy aguado, que no probó, y unas extrañas lámparas de aceite romanas que inundaban la choza de luz. Tras sacar de su hato las pocas figurillas de la Diosa que había llevado consigo y colocarlas cerca de la cama, se sintió mucho mejor.

Se fijó en la mujer que le lavaba los pies.

—Dime, ¿dónde están el rey y el Consejo? ¿Lo sabes?

El semblante de la mujer era inescrutable.

—Señora, los romanos vinieron y los derrocaron. Ahora la señora Samana es la reina.

—¿Es ella la que gobierna?

La criada bajó la mirada y se concentró en su tarea.

—Sí, señora.

Rhiann deseaba hacer más preguntas, pero era evidente que la mujer continuaría respondiendo que no sabía nada, de modo que lo dejó estar. Mejor oír el relato de lo ocurrido de labios de su prima.

Cuando el crepúsculo dejó paso a la noche, el grupo siguió un camino de antorchas hasta la casa de Samana. Esta vez los condujeron a otra estancia, que, bajo la luz de las lámparas de aceite que iluminaban sus paredes pintadas, adquiría matices dorados. Samana había colocado bancos bajos para sus invitados, al modo tribal, pero la comida estaba puesta en mesitas de tres patas.

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