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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (61 page)

BOOK: La yegua blanca
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Desde su posición, sólo podía distinguir el foso lleno de nieve que lo rodeaba reproduciendo la larga línea de la empalizada de madera y la puerta de la torre tras la que se acurrucaban dos grandes edificios con techumbre de paja.

—No tiene más de treinta pasos de largo por cada lado. —Conaire estaba junto a ella. Detrás, Caitlin, apenas visible envuelta en su capa blanca de piel de lobo, avanzaba dificultosamente hacia ellos—. Lo más seguro es que sólo haya ochenta soldados. Debemos atacarlo ahora… ¡quién sabe lo que pueden estar haciéndole a Eremon!

La voz de Conaire volvió a quebrarse y Rhiann alzó la vista, y le puso una mano en el hombro al advertir sus pronunciadas ojeras.

—Quizás la fuerza bruta no sea la forma, Conaire. No pongamos en peligro la vida de Eremon con actos imprudentes.

La ira congestionó el rostro de Conaire. Era la primera vez que éste la miraba de esa forma. Estaba sufriendo de verdad.

—Si te refieres a emplear más artimañas, bueno, ésta es la ocasión. El propio Eremon ha seguido ese camino… ¿Acaso crees que no lo sé? ¡Pero él no está aquí!

El rostro de Conaire se crispó. Caitlin, con la mano en su otro brazo, lo interrumpió con suavidad.

—No puedo usar flechas incendiarias porque él está dentro, pero las posibilidades están a nuestro favor si contamos con el factor sorpresa.

Rhiann asintió al tiempo que señalaba al cielo.

—Y pudiera ser que la tierra misma nos ayudase.

Al sur las nubes estaban tan bajas y eran tan oscuras que los picos habían desaparecido. Ráfagas de nieve se ondulaban a lo largo de sus flancos como caballos al galope. La tormenta avanzaba hacia ellos… y hacia el fuerte.

Conaire se volvió hacia Rhiann.

—Sé que lo podemos conseguir, aunque el foso y el baluarte nos ponen en situación de desventaja. Pero podemos acercarnos sin ser vistos en medio de la tormenta y, si Manannán nos bendice, los romanos estarán todos junto al fuego… Contando con que nadie más salga con este tiempo, ¡podemos hacerlo!

—Pero vas a necesitar una distracción —dijo Rhiann—. Puedo proporcionártela.

Conaire frunció el ceño ante esas palabras.

—¿Qué significa eso? Eremon me despellejaría vivo si supiera que te he puesto en peligro.

—No eres tú quien me pone en peligro… ¡Soy
yo
! Lo más seguro es que pueda emplear alguna de mis artimañas, como tú las llamas, para algo bueno.

Sumida en sus pensamientos, la Ban Cré miró fijamente al fuerte.

—Rhiann tiene derecho a luchar a su manera —intervino Caitlin.

Conaire suspiró.

—¡Por las pelotas de Hawen! No puedo luchar contra vosotras dos.

Entonces a Rhiann se le ocurrió una idea tan atrevida que un frío miedo le subió hasta la garganta. Se giró para encararse con ambos.

—¿Qué tal si consigo que se
abra
la puerta?

En la torre de la puerta, un joven soldado se encogía bajo su capa, tiritando. ¡Maldita y desolada tierra bárbara!

Siempre estaba lloviendo, y nevaba en cuanto dejaba de llover. ¡Nevaba! Procedía de las tierras bajas de Hispania y la nieve le resultaba desconocida.

Resonó débilmente un estallido de risas procedente de uno de los dos barracones de debajo. Todos estaban calientes, jugando, comiendo y bebiendo, pero el centurión siempre le asignaba las peores guardias al ser el más joven. Que Marte le protegiera si el comandante averiguaba alguna vez que habían dejado a un solo hombre de vigilancia.

Escudriñó la masa de nieve que se arremolinaba. De todos modos, ¿qué sentido tenía permanecer alerta en un día como ése? No veía nada a pocos metros de la puerta. En cualquier caso, durante las últimas lunas habían patrullado hacia el Norte y no habían visto a ningún nativo.

Era como había dicho Agrícola. Los bárbaros habían escapado, aterrados por el poderío del ejército romano.

Sacudió los pies. La única excepción era el errabundo que habían atrapado pocos días atrás. Llevaba unas ropas bastas y, aunque no lucía ninguno de los anillos de oro de esos bárbaros, llevaba uno excelente entre sus cosas. Y su caballo también era magnífico. El centurión resolvió que debía de ser un ladrón en fuga y el hombre lo había confirmado con la escasa información que le habían logrado arrancar. Un ladrón podría ser un bandido, y un bandido se convertiría en un traidor con facilidad.

El centurión creía que una captura tan insólita podría aportar alguna información de calidad, por lo que al día siguiente le iban a enviar al Sur, siguiendo la estela del ejército, de vuelta a los espléndidos y cómodos cuarteles de invierno que les habían asignado a todos
los demás.
Tal vez les darían una ración suplementaria de cerveza si el comandante quedaba satisfecho después de aquello… y unos calcetines de tela que abrigaran más.

De repente, el soldado parpadeó y se tensó, alerta al momento. A sus pies, una figura avanzaba a trompicones en la nieve.

—¿Quién va? —gritó en su propio idioma.

Un débil grito le contestó. Una voz aguda y clara.

Una voz de mujer.

Capítulo 58

El viento empujaba la nieve punzante bajo la capucha de Rhiann; el suelo parecía de acero y el frío que rezumaba se filtraba a través de sus botas. Delante apareció la oscura torre de la puerta y a duras penas distinguía la silueta del soldado que permanecía de pie en la misma. De repente, cuando identificó el contorno de su lanza, se sintió desesperadamente sola y vulnerable. ¿Atacaría?

A cada paso que daba se ponía más tensa, esperando escuchar el agudo silbido y sentir el impacto en su pecho. Las palmas de sus manos le resbalaban sudorosas dentro de los mitones de badana y los latidos de su corazón casi ahogaban el fragor de la propia tormenta, pero quizás no podía apuntar a un blanco seguro con aquella nieve…, sí, lo más seguro. Y en algún lugar detrás de ella, no muy lejos, se arrastraban los hombres con sus espadas; y en otra posición se acurrucaba Caitlin con una flecha en la cuerda de su arco.

Lo único que hacía que los pies de Rhiann se siguieran moviendo era saber que Eremon estaba ahí dentro, herido y desesperado. Debía hacer eso por él.

Aquel pensamiento le insufló coraje; conjuró el miedo y escondió en lo más hondo de su ser esos pensamientos dispersos, calmándolos por pura fuerza de voluntad, mientras concentraba su poder en el centro del pecho. Más allá del frío y la ululante ventisca de nieve, intentó sentir el latido de la tierra.

Estaba ahí, en alguna parte debajo de ella. No le había dicho a Conaire que
no sabía
si podría hacerlo, si podría alcanzar la Fuente. Si no lo conseguía, era la única que estaba en peligro inminente. Pero sólo tenía que implorar; aunque no fuera por ella, la Madre lo haría por Eremon.

Respira… Respira… Ahí… Siente la Fuente. ¡Espérala… ahí!
El latido vino una, dos, tres veces.

La atrajo muy despacio hasta sus piernas, esperando con frenesí no perder el hilo, dejándolo palpitar en oleadas de calor.

Tú eres el árbol,
la voz de Linnet le vino a la mente.
Tus raíces alcanzan la Fuente. La Fuente es luz. Hazla subir a través de las raíces, tus piernas, y consérvala ahí… en tu corazón. Primero, deja que llene tu pecho como si éste fuera un estanque de luz, y la Fuente, el manantial. Llévala más arriba cuando el estanque esté lleno. Luego, deja que llene el centro de tu garganta y al final deja que emerja hacia el ojo del espíritu de tu frente. Ahora sientes utilizando la Fuente, hablas usando la Fuente, ves empleando la Fuente.

Dentro del hielo granulado y el viento blanco, Rhiann ardía.

El hombre volvió a darle el alto y ella caminó hacia delante. La Fuente la envolvía con su calor.

Estoy helada, cansada y me tambaleo,
proyectó Rhiann hacia él. No escucharía las palabras, ya que irían directas a su corazón. Sólo las sentiría.

El hombre no alzó su lanza para arrojarla.

Rhiann se echó la capucha hacia atrás a pesar de la nieve, por lo que su pelo cayó suelto.
Soy joven. Soy hermosa. La cosa más hermosa que hayas visto con diferencia. Soy una diosa, vengo para calentarte en este frío sin fín.

El hombre permaneció inmóvil, pero no dio la voz de alarma a sus camaradas.

Rhiann cerró los ojos para ver con el ojo del espíritu y se dio cuenta de que era joven, muy joven. Estaba petrificado. Un aura de luz reluciente lo rodeaba, como a todo el mundo. En ella, las emociones del soldado giraban en bandas rojas, azules y violetas. Rhiann no tenía el poder suficiente para penetrar en el aura, pero la podía sentir.

La joven rozó el borde del cuerpo luminoso del legionario con su mente. Algo se extendió hacia ella con urgencia.

Deseo.

—¡Ayúdame! —chilló mientras alzaba una mano. Hablaba un latín vacilante; tal vez la creyera miembro de sus tribus aliadas, pero su corazón emitía algo más.
También tú estás cansado. Estás solo y frustrado. Ha pasado mucho tiempo desde que tocaste la piel de una mujer. Aquí, éste es el sabor, el tacto, el olor… recuerda…

Él se había acercado y se sujetaba al borde de la empalizada.

—¿Por qué estás ahí fuera sola?

La joven se había acercado lo suficiente para verlo y supo que la luz que se debilitaba se abalanzaría sobre su rostro vuelto hacia arriba. La joven apenas sentía los copos de nieve en la piel. Sus otros sentidos se apercibieron de que contenía la respiración y luego ésta se aceleraba.

Rhiann podía urdir su propia red de luz alrededor de él y atraparlo ahora que estaba más cerca, bombardear su corazón desde todas las direcciones con una avalancha de sensaciones: labios de miel, pecho níveo, cabellos perfumados, dedos de fuego, respiración susurrante…

Se parecía a la magia que experimentó en el castro de Samana, pero Rhiann era más fuerte en aquel momento, ya que la alimentaba esa adoración que profesaban por Eremon aquellos hombres que la rodeaban. Aunque jamás lo supieran, el amor que los hombres de Eremon sentían por su príncipe nutría la Fuente mientras ésta fluía a través de ella.

—Ayúdame, por favor —suplicó—. Los hombres del Norte atacaron a mi familia y yo me escapé. Me he perdido y estoy congelada.

Soy inofensiva. Estoy sola. Soy una mujer.

Su cuerpo luminoso flameó con un último estallido de rebeldía.

—Deberías buscar a tu propia gente, chica. Éste no es lugar para ti.

—Moriré en la tormenta si me voy. Por favor.

Podrás oler el aroma de mi piel si estoy cerca. Soy una mujer bárbara. Mi fogosidad es grande.

Lo vio mirar nerviosamente por encima del hombro.

Nunca lo sabrán. Te han dejado aquí, solo y congelado. Ya se lo demostrarás. Eres un hombre y yo necesito a un hombre que me salve. Seré agradecida.

Por suerte, era joven e inexperto, y no se había acostado con una mujer desde hacía muchas lunas. La magia no podía cambiar la mente de nadie, sólo permitía apelar a los instintos ya latentes, avivando los rescoldos hasta convertirlos en un fuego. Aprovechaba las debilidades.

Rhiann contuvo la respiración al ver oscilar la energía del soldado. Cuando lo hizo, ella se esforzó al máximo para convertir a la Fuerza en una última fuente de cálida luz blanca y envolverle en la misma. La débil resistencia se resquebrajó y la joven estuvo a punto de gritar cuando el torrente de energía fluyó a través de su cuerpo.

Él juró en voz baja y desapareció. Luego se oyó el crujido de las trancas en la puerta.

Se abrió un resquicio negro. La madera raspó las piedras heladas del suelo.

—En ese caso, vamos, chica —murmuró el joven—. Date prisa.

Rhiann tuvo que ladearse para entrar, ya que no iba a abrir más la puerta. Al hacerlo atrapó los ojos del joven con los suyos y mantuvo la mirada, embelesada, sonriendo con todas las promesas que logró imaginar…

… el tiempo suficiente para arrojar todo su peso contra la puerta hasta arrancársela de las manos. Antes de que el legionario despertara lo suficiente para saltar sobre ella, una línea de espectros se alzó en el foso lleno de nieve, donde antes no había ningún hombre, y se precipitó hacia él avanzando sobre sus pies acolchados.

Sintió cómo surgían las pesadillas de gigantes y monstruos albanos y paralizaban la voz del joven. Un momento después, mientras Rhiann se agachaba, algo pasó silbando junto a su oreja. El cuerpo del muchacho cayó a plomo, con una flecha de plumas blancas sobresaliendo de su garganta. Sin interrumpir sus grandes zancadas, Conaire pasó por encima del cadáver y entró mientras el resto de los hombres le seguían, en silencio pero con rapidez.

Rhiann se dejó caer contra la puerta y observó el charco de sangre del joven sobre el suelo helado mientras los copos de nieve caían sobre sus mejillas, que estaban boca arriba.

Madre.
La energía había cesado muy deprisa, dejándola temblorosa.
Madre, perdóname.
Ella había traído la muerte, ella, una hija de la Diosa, que reverenciaba la vida. Aun así, cuando se unió a esa lucha, debía compartir tanto sus amarguras como sus triunfos. Eremon le diría que no tenía alternativa. Pero lo menos que podía hacer por el muchacho era aceptar que tenía una elección y que eligió, y que no podía maldecir a nadie más que a sí misma por las consecuencias.

Se agachó y cerró los ojos sin vida del legionario. Alejó el dedo con que acariciaba sus labios cuando oyó a sus espaldas los pasos ligeros de Caitlin sobre la nieve.

—Los familiares se despiden de ti. La tribu se despide ti. El mundo se despide ti. Ve en paz.

Eremon, sumido en el dolor que se localizaba alrededor del pecho, donde la paliza había sido más dura, yacía en la oscuridad. Cada vez que respiraba, cada estiramiento de las costillas era una agonía. Al menos había dejado de sentir los dedos rotos. Hacía frío allí, en ese rincón del barracón, y las ligaduras que le maniataban las manos a la espalda le cortaban la circulación.

Acurrucado en una esquina, cerró los ojos hinchados e intentó borrar las imágenes de su mente: el brillo de sus cascos contra la nieve, los rostros burlones, el odio de aquellos oscuros ojos extranjeros.

No se parecía a una batalla, donde clavaba los ojos en un oponente, consumido por el estremecimiento de medir sus fuerzas con un igual. Durante un instante fuera del tiempo, sólo existían ellos dos, él y su rival, compartiendo el latido del corazón, compartiendo la respiración, compartiendo la sangre.

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