La venganza de la valquiria (35 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Bromeas.

—Para nada. Y muchos más están en el límite. Todos conocemos a alguien totalmente ególatra: el marido que planta después de veinte años a su esposa y también a sus hijos sin pensárselo dos veces; el ejecutivo que despide a empleados leales sin ningún remordimiento… Muchos de los que consideramos gilipollas egocéntricos tienen un perfil psicopático. Les falta una pieza esencial en su personalidad. La mayoría de los psicópatas consiguen adaptarse a la sociedad y no se ven implicados en actividades criminales ni en conductas abiertamente antisociales. —Susanne dio un sorbo de café—. ¿Recuerdas que estuvimos hablando de Irma Grese, la Perra de Belsen? Pues ese es quizás el ejemplo perfecto de una persona que podría haber llevado una existencia normal toda su vida. Ahí está el peligro, Jan, que cuando aparece alguien como Hitler puede aprovecharse de ese uno por ciento de la población. Si tienes a un grupo de personas incapaces de sentir culpa o remordimientos, totalmente desprovistas de piedad, de compasión o empatía hacia los demás, puedes convencerlas para que hagan prácticamente cualquier cosa.

—¿Y Margarethe es una de esas personas?

—No exactamente. Margarethe no es un caso limíte, al contrario. Köpke dice que es una auténtica sociópata; y lo más insólito es que sufre un trastorno de personalidad disocial, no un trastorno de personalidad antisocial.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Fabel.

—Básicamente que puede funcionar, o parecerlo, de un modo más normal. Los sociópatas disociales no se meten en líos en la misma medida (delincuencia, conducta criminal, etc.) que los sociópatas antisociales. Y se las arreglan mejor para disimular su comportamiento. Ella no buscará actuar de modo antisocial, pero se comportará despiadadamente para conseguir lo que quiera. Lo esencial es que no siente la menor empatía por los demás seres humanos. Es sencillamente incapaz de ponerse en el lugar del otro, de imaginarse que los demás tienen sentimientos o una conciencia como la suya.

—Ideal para una asesina profesional —dijo Fabel.

—No creas. Como tú mismo has experimentado, el típico individuo con trastorno de personalidad disocial completo tiene un umbral de violencia extraordinariamente bajo. Lo mismo que un antisocial, si vamos a eso. Si lo que ella ha contado sobre su entrenamiento en la Stasi es cierto (y ten presente que todos los sociópatas son muy inventivos, mentirosos compulsivos), sus instructores sin duda debieron de detectar su inestabilidad y la eliminaron del programa. Otro rasgo del trastorno, por desgracia para Drescher, es la tendencia a descargar en los demás las culpas por los propios fracasos. Combinas eso con su tendencia a la obsesión y tienes a la acosadora más infernal que quepa imaginar. Köpke cree que en el caso de Margarethe la sociopatía coexiste con otro trastorno de personalidad, incluso con una patología esquizoide… O tal vez tenga que ver con el daño neurológico que sufrió en su infancia. Es algo que la vuelve aún más obsesiva y persistente. La convicción de que su hermana existe, y el hecho de que esta hable y actúe a través de ella, no es psicopático, es psicótico. Delirante. En Margarethe hay un elemento extra añadido al cóctel: es una sociopatía con un sesgo particular.

Fabel miró por la ventana, más allá de las copas de los árboles. El cielo estaba cargado y gris.

—¿Tú crees que las otras Valquirias serán parecidas? ¿Sociópatas?

Susanne se encogió de hombros.

—Quitarle la vida a la gente por dinero no demuestra una gran empatía por los demás. Pero los sociópatas son ególatras, narcisistas, extremadamente impulsivos. En cambio, yo me imagino que esas mujeres que fueron adiestradas como asesinas profesionales poseían un alto grado de autodisciplina y estaban dispuestas a subordinar su voluntad a la de sus mandos. Lo cual no las hace menos peligrosas. Al contrario, de hecho.

—No quiero que entres en la sala de interrogatorios, Susanne —dijo Fabel—. Puedes mirar desde la habitación contigua a través del circuito cerrado.

—No me parece bien, Jan. Deseo poder observarla de cerca. Y quiero contar con la posibilidad de hacerle preguntas. Supongo que esta vez la tendrás reducida, ¿no?

—Está bien… pero si vuelve a las andadas abandonas la sala de inmediato. Haré que entren más agentes con nosotros.

La perfecta sonrisa de Susanne adquirió esta vez un tinte malicioso.

—No sé, Jan… Tendrás que aprender a dominar tu temor a las mujeres, o me acabaré convirtiendo en tu carabina permanente.

Fabel, Susanne y Anna Wolff ya estaban sentados en la sala de interrogatorios antes de que apareciese Margarethe Paulus. Karin Vestergaard, Werner y otros miembros de la brigada de homicidios se encontraban en la habitación de al lado, con los ojos fijos en el monitor del circuito cerrado.

Dos agentes uniformados trajeron a Margarethe. Llevaba esposas rígidas en las muñecas, y su rostro firme y atractivo parecía tan impasible como la otra vez.

—Siéntese, Margarethe —dijo Fabel, indicándole la silla atornillada al suelo. Un agente le quitó una esposa para enganchar la mano derecha al asa metálica de seguridad de la mesa. Al lado de Margarethe tomó asiento una mujer alta de unos cuarenta años. Era Lina Mueller, la abogada de oficio.

—Esta es Frau doctor Eckhardt —dijo Fabel, señalando a Susanne—, del Instituto de Medicina Legal. Es psicóloga criminal y ha hablado con el doctor Köpke, a quien usted sin duda conoce. Frau doctor Eckhardt le hará algunas preguntas. Usted ya habrá hablado con Frau Mueller, que está aquí para defender sus intereses.

—No necesito un abogado —dijo Margarethe. Una vez más, una simple afirmación formulada sin ira ni rencor.

—Nosotros consideramos que tiene que haber uno presente —le dijo Anna—. Es un derecho suyo.

Margarethe no reaccionó; ni siquiera cambió de expresión.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Fabel.

—Margarethe Paulus.

—Pero usted le dijo a Herr Fabel anteriormente que era Ute Paulus —dijo Anna.

—Me confunde con mi hermana —dijo Margarethe—. Es mi hermana quien se llama Ute.

—¿Dónde está ahora su hermana? —preguntó Susanne.

Margarethe miró la ventanita, que tenía cristal reforzado.

—Mi hermana está descansando. Esperándome.

—¿Dónde la espera? —dijo Susanne.

Margarethe se quedó callada. Como inanimada.

—Margarethe —dijo Fabel, cambiando de tercio—. Hay una serie de asesinatos que se han producido en Hamburgo desde que usted se fugó del sanatorio. Me gustaría preguntarle qué sabe de ellos. ¿Me comprende?

—Tengo un coeficiente intelectual de ciento cuarenta —le dijo Margarethe—. El doctor Köpke se lo habrá dicho seguramente. Es difícil formularme ninguna pregunta que no sea capaz de comprender.

—Muy bien, Margarethe. Confieso que me siento impresionado, si eso es importante para usted. Empecemos con el asesinato más reciente. Robert Gerdes.

—Usted ya sabe a estas alturas que su verdadero nombre no era Robert Gerdes, sino Georg Drescher. Y no fue un asesinato; fue una ejecución. Ya se lo dije a sus compañeros cuando llamé para informar de que lo había ejecutado.

—Así que fue usted quien lo torturó y mató. ¿No fue su hermana? —preguntó Susanne.

—Lo hicimos las dos. Ute le siguió la pista y lo localizó. Cumplió su promesa. Me había prometido que lo arreglaría todo y así lo hizo. Pero para matarlo actuamos juntas. Como una sola.

—¿Y por qué la tortura? —dijo Susanne—. ¿Por qué todo ese terrible dolor? ¿Qué le hizo él para merecerlo?

Margarethe permaneció en silencio. Fabel repitió la pregunta, pero era como si no lo oyese. Él tenía años de experiencia en los silencios de los interrogatorios; había aprendido a leerlos, a interpretarlos. A veces la negativa a hablar de un sospechoso decía más que sus respuestas. Pero esto era distinto. No era un silencio; era un cerrarse por completo a cualquier respuesta, y Fabel comprendió con toda claridad que Margarethe solo respondería a las preguntas que le convinieran. Esperaba únicamente sacarle lo suficiente como para empezar a situar lo sucedido en un contexto inteligible.

—Hace una semana —continuó Fabel, rompiendo el silencio—, un joven llamado Armin Lensch fue asesinado en el Kiez de Hamburgo. Le abrieron el vientre con una hoja afilada. ¿Qué puede decirme al respecto?

—No puedo decirle nada. No tuvo nada que ver conmigo. Yo no lo maté. —Su expresión vacía, de un vacío espeluznante, estaba desprovista de astucia. De emoción. De cualquier cosa.

Fabel puso en la mesa el
srbosjek
, todavía metido en la bolsa de pruebas transparente, aunque manteniéndolo sujeto y fuera de su alcance.

—¿Utilizó esto con Armin Lensch? ¿Le abrió el vientre con este instrumento?

—Nunca lo había visto —dijo Margarethe, mirando el arma sin interés—. Y no lo usaría para abrirle a alguien las tripas. Eso es para cortar gargantas.

—Si no lo había visto nunca —dijo Fabel, echándose hacia delante—, ¿cómo sabe para qué se utiliza?

—Yo nunca he visto su coche, pero si lo viera sabría cómo se conduce. Y sé que esto es un cuchillo
graviso
. O un
srbosjek
. Lo usaban los
Ustae
croatas. Es sencillo y altamente eficaz, pero no un arma particularmente apropiada para un asesino. Es para matar a grandes cantidades de personas. Aunque debo añadir que, usada con destreza, podría servir para silenciar y matar eficazmente a un encuentro.

—¿Un encuentro? —preguntó Susanne.

—Así es como lo llamamos —dijo Margarethe—. Un encuentro es cuando el agente y el objetivo entran en contacto y se ejecuta la misión. Lo llamamos encuentro porque no debe producirse ninguna relación con el objetivo antes de la ejecución, de manera que ese momento sea el primer y último encuentro. Por eso nosotras también llamamos encuentro al objetivo.

Fabel colocó una segunda bolsa de pruebas en la mesa, con la pistola automática que habían encontrado Dirk y Henk.

—¿Es suya? —preguntó.

—Nunca la había visto.

—La encontraron en su apartamento. De nuevo hay una conexión croata.

—Lo sé. Es una PHP MV-9 automática croata. Tiene unos dieciocho años de antigüedad. Fue un modelo desarrollado a toda prisa para utilizarlo en la guerra de independencia.

—Muy bien —dijo Fabel—. Una vez más me deja impresionado con su erudición sobre armas y técnicas de asesinato. Pero el hecho de que conozca esta arma podría explicarse sencillamente porque es suya. Porque la tenía lista por si las drogas que le administró a Drescher no funcionaban según lo previsto.

Aquella expresión vacía otra vez. Margarethe era atractiva, pensó Fabel. Tenía unos rasgos perfectamente proporcionados. Pero había algo en su manera de mirarlo que le recordaba las fotos que había visto de Irma Grese. El mismo aire vacuo en sus ojos, en su expresión. No podía saber si Margarethe le estaba mintiendo. Después de casi veinte años investigando asesinatos y dirigiendo interrogatorios como aquel, se encontraba perdido en un terreno extraño, completamente desprovisto de referencias conocidas.

—¿Quiénes son «nosotras»? —preguntó Susanne, rompiendo el silencio—. Usted ha dicho: «Nosotras llamamos encuentro al objetivo».

—Mis hermanas y yo. Las Valquirias.

—¿Cuántas Valquirias había? —preguntó Anna Wolff. Margarethe la miró un instante, aún inexpresiva, antes de responder.

—Solo tres de nosotras fuimos escogidas para el entrenamiento definitivo.

—Pero usted no lo terminó —dijo Fabel—, ¿verdad?

—Yo fui escogida con las otras dos. De entre docenas de chicas que eran, a su vez, las mejores de entre las mejores. Solo nos eligieron a tres para convertirnos en Valquirias. Fue Drescher quien me apartó del programa.

—¿Por eso lo mató? ¿Por eso lo mantuvo vivo para que sufriera primero?

Margarethe esbozó una leve sonrisa. Era la primera vez que Fabel la veía sonreír, aunque la sonrisa no llegó a sus ojos gélidos e impasibles. Luego sacudió la cabeza.

—No lo maté porque me hubiera descartado. Lo maté porque me escogió… porque me seleccionó en principio para ese tipo de vida. Mi cabeza… —Hizo una mueca, como si la atormentara una terrible migraña—. Las cosas en mi cabeza. Él las puso allí. Y no puedo sacármelas.

—¿Qué cosas? —preguntó Susanne.

—Ya se las he mostrado. Estaban allí bien a la vista, en el apartamento. No creo haber actuado con ambigüedad. —Hubo un leve atisbo de impaciencia en su expresión. Habría pasado desapercibido en otra persona, pero resaltaba en el lienzo vacío de su rostro—. Él me enseñó a matar. Eso por encima de todo. Él y los demás me enseñaron todas las maneras de matar. Cómo aplastarle a alguien la nariz e incrustarle los fragmentos de hueso en el cerebro. Cómo cortar el riego sanguíneo al cerebro con un abrazo y matar sin que el encuentro se dé cuenta siquiera de lo que sucede. Cómo seducir a un hombre, o a una mujer, y follar con ellos de tal modo que queden totalmente obsesionados contigo. Cómo desconectarte de tu propio cuerpo, de manera que puedas hacer cualquier cosa con cualquiera. Cómo seguir a alguien sin que se dé cuenta; cómo darle caza, acorralarlo y matarlo en un instante. Nos dijeron que podíamos aprender de cualquier cosa; que, por espantoso que fuera, podíamos beneficiarnos de ello. Cada guerra, cada crimen encerraba una lección que aprender. —Hizo un gesto hacia la parte de la mesa donde Fabel había expuesto antes la bolsa con el cuchillo—. Ahí fue donde aprendí todo lo que sé del
srbosjek
. Y más cosas. Muchas más. Y lo malo… lo más demencial era que pretendían enseñarte que podías desconectar de todo y llevar una vida normal entre un encuentro y otro.

Fabel se arrellanó en la silla y permaneció un momento callado, como haciendo un punto y aparte.

—Debo decir que me tiene impresionado por encima de todo con sus dotes organizativas. Planearlo todo, alquilar un apartamento debajo del de Drescher… Impresionante. Pero es imposible, totalmente imposible, que pudiera organizarlo todo en el tiempo del que dispuso desde su fuga de Mecklemburgo. ¿Quién la ha ayudado, Margarethe?

Otra mirada vacía, otro silencio.

—De acuerdo —suspiró Fabel—. Jens Jespersen. Politiinspektør Jens Jespersen de la policía nacional danesa. Una mujer se lo ligó en un restaurante, en el Hanseviertel, y lo convenció para encontrarse con ella más tarde. Luego, cuando estaban juntos en la cama, lo mató con una inyección de cloruro de suxametamonio. Exactamente el mismo sistema que utilizó usted para inmovilizar a Georg Drescher. Acaba de describirnos cómo la adiestraron el comandante Drescher y sus colegas de la Stasi en técnicas de ocultación, de disimulo y seducción. A mí me parecen exactamente las mismas técnicas que empleó usted para colocar a Jespersen en una posición vulnerable y matarlo. Supongo que va a decirme que no sabe nada de eso.

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