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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (53 page)

BOOK: La tumba de Huma
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Mientras refunfuñaba contra el kender, Flint estudió, preocupado, al otro amigo. La expresión del caballero era grave y melancólica, algo que en Sturm no resultaba del todo inusual. Pero se reflejaba en su semblante algo nuevo, una calma que no era fruto de la serenidad sino del desaliento.

—Iremos juntos —prosiguió, tratando de olvidar el hambre—. Tanis, tú y yo. Supongo que también el kender, además de Caramon y Raistlin. Nunca creí que llegaría a añorar al enteco mago, pero un hechicero nos sería de gran utilidad en este apurado trance. Sin embargo, me alegro de que Caramon no esté aquí. ¿Te imaginas los improperios que podría ladrar con el estómago vacío?

Sturm esbozó una sonrisa ausente, perdido en sus cavilaciones. Cuando habló, el enano comprendió que no había escuchado sus palabras.

—Flint —susurró sin salir de su nostalgia —, sólo necesitamos un día soleado para abrir el camino. Si eso ocurre, prométeme que te llevarás a Tas y a Laurana de la torre.

—¡En mi opinión, todos deberíamos irnos! —le espetó el enano—. Lo más conveniente sería reagrupar a los caballeros en Palanthas. Podríamos guarnicionar la ciudad y resistir el ataque de los dragones. Sus edificios son de piedra maciza, no como este lugar. —Miró desdeñoso la mole, construida por los humanos—. No resultaría difícil defender Palanthas.

—Sus habitantes no lo permitirán —respondió Sturm—. Sólo les preocupa su hermosa urbe. Mientras piensen que puede salvarse, rehusarán luchar. No, debemos permanecer aquí.

—No tenéis ninguna posibilidad de sobrevivir —le razonó Flint.

—Te equivocas, aguantaremos si logramos que se establezca de nuevo el suministro. Contamos con hombres suficientes, por eso no nos han atacado los ejércitos de los dragones.

—Existe otra solución —declaró una voz.

Sturm y Flint se volvieron. La llama de la antorcha iluminaba a un rostro macilento, y los rasgos del caballero se endurecieron.

—¿Cuál es, Derek? —preguntó Sturm con forzada cortesía.

—Gunthar y tú creéis haberme derrotado —dijo el comandante Derek, ignorando a su interlocutor. El resentimiento quebró su voz cuando clavó en él sus ojos—. ¡Pero no es así! Bastará un acto heroico para que los caballeros coman en la palma de mi mano —añadió, a la vez que la extendía debidamente enguantada y su armadura aparecía destellante bajo la luz—, y ambos seréis destruidos. —Despacio, apretó el puño.

—Tenía la impresión de que guerreábamos contra los ejércitos de los Dragones —comentó Sturm.

—No me vengas con sermones farisaicos —le insultó Derek—. Disfruta de tu nueva condición de caballero, Brightblade. Sin duda has pagado generosamente para que se te otorgue. ¿Qué le prometiste a la mujer elfa a cambio de sus embustes? ¿Desposarla quizá, convertirla en una persona?.

—La Medida me prohíbe luchar contigo, pero nada me obliga a oírte mancillar el honor de una mujer tan bondadosa como valiente.

Girando sobre sus talones, Sturm hizo ademán de alejarse.

—¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! —le amenazó su oponente, aferrando el hombro del caballero.

Sturm se volvió encolerizado, apoyada la mano en la empuñadura de su espada. También Derek cerró los dedos en torno a su acero, y por un instante pareció que la Medida iba a ser ignorada. Pero Flint se apresuró a refrenar a su amigo, quien emitió un hondo suspiro y apartó la mano de su arma.

—¡Adelante, Derek, habla! —le apremió Sturm sin apenas controlar su ira.

—Estás acabado, Brightblade. Mañana conduciré a los caballeros al campo de batalla. No pienso languidecer en esta mísera prisión. ¡Dentro de veinticuatro horas mi nombre se habrá inscrito en la leyenda!

Flint consultó a Sturm con la mirada, y vio en su rostro la lividez de la muerte.

—Derek —le recriminó el recién investido caballero—, has perdido el juicio. Son millares de soldados, os despedazarán.

—Eso te gustaría, ¿verdad? —se mofó el otro—. Cuando despunte el alba tenlo todo dispuesto, Brightblade.

Aquella noche Tasslehoff, agobiado por el frío, el hambre y el aburrimiento, decidió que el mejor modo de olvidar las protestas de su estómago era explorar el recinto.

«Debe haber centenares de escondrijos donde ocultar objetos. Éste es uno de los edificios más extraños que he visto nunca», pensó el kender.

La torre del Sumo Sacerdote se asentaba sólidamente sobre el flanco occidental de paso de Westgate, el único cañón que atravesaba la cordillera Habbakuk, a su vez frontera natural entre la zona este de Solamnia y Palanthas. Como bien sabía la Señora del Dragón, cualquiera que intentase acceder a la ciudad sin utilizar esta ruta tenía que recorrer centenares de millas bordeando las montañas, o bien adentrarse en el desierto o en el mar. Y las naves que fondeaban en las Puertas de Paladine eran una diana perfecta para las catapultas de fuego de los gnomos.

La torre fue construida en la Era del Poder. Flint era un entendido en la arquitectura de este período, ya que fueron miembros de su raza quienes diseñaron la mayor parte de las edificaciones. Sin embargo, no habían intervenido en su realización. Flint se preguntaba cuál era la identidad de su artífice, al que tachaba de insensato y de borrachín.

Un muro exterior de piedra formaba la base octogonal del recinto, coronada en cada ángulo por una torreta. Varios pasillos almenados unían estos salientes mientras que otra pared, también octogonal, configuraba el diseño de una serie de torres y contrafuertes que se erguían gráciles hacia la torre central.

Se trataba de una estructura corriente, pero lo que desconcertaba al enano era la inexistencia de puntos internos de defensa. Tres enormes verjas de acero surcaban la muralla externa en lugar de una sola puerta, más razonable desde el punto de vista de la seguridad pues se precisaban nutridas guarniciones para custodiar tantos accesos. Cada una de estas cancelas se abría a un angosto patio , en cuyo extremo un rastrillo conducía a un inmenso vestíbulo. ¡Y los tres vestíbulos confluían en las entrañas de la torre!

—Es como invitar al enemigo a tomar el te en el salón —rezongó el enano—. Nunca me había tropezado con un esquema tan ridículo en una fortaleza.

Nadie entraba en la torre. Para los caballeros era inviolable. El único que podía internarse en ella era el Sumo Sacerdote mas, como no había ninguno, los caballeros estaban dispuestos a defender los muros a costa de su vida sin pisar jamás sus sagradas estancias.

En un principio la Torre sólo guardaba el paso, no lo bloqueaba. Pero los palanthianos construyeron un anexo a la estructura principal, que sellaba su acceso. Era en este edificio más moderno donde se alojaban los caballeros y sus soldados.

Nadie osaba penetrar en la torre... salvo Tasslehoff.

Guiado por su insaciable curiosidad y por la corrosiva hambre, el kender recorrió la parte superior de la muralla externa. Los caballeros que allí montaban guardia lo observaron recelosos, asiendo las espadas con una mano y las bolsas con la otra. Pero se relajaron en cuanto hubo pasado, de modo que Tas pudo deslizarse sin ser visto por la escalera en pos del patio central.

Sólo las sombras frecuentaban aquel lugar. No ardía ninguna antorcha, no había centinelas apostados. Unos anchos peldaños conducían al rastrillo. Tas los subió sigiloso y, llegado al arco donde se hallaba encajado, se asomó entre los barrotes. No vio nada alotro lado, y lanzó un suspiro. La oscuridad era tan impenetrable que se creyó en las puertas del abismo.

Frustrado, intentó izar la verja más por la fuerza de la costumbre que abrigando la esperanza de levantarla. Sólo Caramon o diez caballeros juntos poseían la energía necesaria para lograrlo.

¡Cual no sería la sorpresa del kender al comprobar que el rastrillo obedecía a su impulso! Comenzó a elevarse, con un chirrido ensordecedor que le obligó a detenerlo. Miró asustado hacia las almenas, convencido de que toda la guarnición estaba bajando para capturarle.. Pero al parecer los caballeros sólo eran capaces de escuchar los rugidos de sus vacíos estómagos.

Centró su atención en el rastrillo. Había un espacio abierto entre las afiladas puntas metálicas y el pétreo suelo, un espacio hecho a su medida. No perdió un instante en reflexionar sobre las consecuencias. Tendiéndose cuán largo era, reptó bajo las rejas.

Se encontró en una vasta sala, de casi cincuenta pies de anchura. Apenas veía su entorno inmediato, mas, pronto, descubrió unas antorchas apagadas en el muro. Unos ágiles saltos le bastaron para asir una y encenderla con la yesca de Flint, que por fortuna guardaba en su saquillo.

Ahora Tas pudo examinar el gigantesco salón donde se hallaba. Tenía forma alargada y se perdía en las entrañas de la torre. Unas extrañas columnas se alineaban a ambos lados, como ristras de dientes. Se encaramó a una de ellas, y detrás no vio sino un nicho.

La estancia estaba vacía. Decepcionado, Tasslehoff avanzó unos pasos con la esperanza de encontrar algo interesante. Llegó a otra reja, ésta ya izada. «Aquello que resulta fácil acaba causando más complicaciones de las que merece», rezaba un antiguo proverbio de su raza. Pese a su disgusto, no renunció a traspasar el rastrillo para introducirse en un salón, quizá un corredor, más angosto que el primero —medía sólo unos diez pies de anchura pero provisto de idénticas columnas dentadas.

¿Por qué construir una torre tan fácil de abordar? se preguntaba Tas. La muralla exterior era imponente, pero una vez traspasada cinco enanos ebrios podían ocupar la plaza. El kender alzó la mirada. ¿Y por qué tan alta? La sala principal sobrepasaba los treinta pies.

«Quizá los caballeros de la época eran verdaderos gigantes», especuló con interés mientras se deslizaba por el pasillo, espiando las puertas abiertas y agazapándose en las esquinas.

Pasado este segundo trecho se tropezó con un tercer rastrillo. Era diferente de los anteriores, y tan extraño como el resto de la torre. En efecto, se dividía en dos mitades que se unían en el centro. Lo más misterioso de todo, no obstante, era que un gran agujero se abría en medio de las rejas.

Atravesó el hueco sin dificultad y accedió así a una sala más pequeña. Frente a él se erguía una enorme puerta de acero de doble hoja. El kender la empujó distraído, llevándose un mayúsculo sobresalto al comprobar que estaba cerrada con llave. Ninguno de los rastrillos había supuesto un obstáculo. No había nada que proteger.

Lejos de desalentarse, Tas se dijo que al fin había dado con algo capaz de mantenerle ocupado y olvidar el ronroneo de su estómago. Trepó a un banco de piedra para ensartar la antorcha en un pedestal del muro, y revolvió en sus bolsas. No tardó en palpar las herramientas que habían de permitirle forzar la cerradura, y que eran inseparables de los kenders. «¿Por qué insultar el propósito de una puerta atrancándola?» era una de sus expresiones predilectas.

Eligió el artilugio adecuado y se puso manos a la obra. La cerradura era sencilla. Un leve chasquido le anunció que había tenido éxito en su tarea, de modo que guardó las herramientas en su bolsillo. La puerta se abrió hacia adentro con un ligero balanceo y el kender aguzó el oído. No detectó nada. Oteó el horizonte, sin percibir tampoco contornos susceptibles de orientarle. Se encaramó de nuevo al banco recogió la antorcha y cruzó sigiloso la puerta.

Al alzar la tea vislumbró una vasta sala circular. Estaba vacía salvo por un polvoriento objeto, similar a una fuente, que se erguía en su centro. Había llegado al final del recorrido pues, aunque se dibujaban otras dos puertas en la sala, resultaba obvio que sólo conducían a los otros pasillos de acceso. Estaba en las entrañas mismas de la torre, en un lugar sagrado. ¡Tanto enigma para nada!

Procedió a examinar el recinto, iluminando los rincones con su antorcha. Aunque se sintió desencantado, decidió inspeccionar también la fuente antes de partir.

Tas vio al acercarse que no se trataba en absoluto de una fuente, si bien la capa de polvo que cubría la estructura era tan gruesa que no acertaba a identificarla. Su altura era pareja a la del kender, de unos cuatro pies. En su parte superior, una especie de esfera se apoyaba en un fino pedestal de tres patas.

Escudriñó el objeto con creciente ansiedad, y al no verlo como deseaba contuvo el aliento y sopló enérgicamente. El polvo se introdujo en su nariz, haciéndole estornudar y casi soltar la antorcha. Quedó ciego unos instantes, hasta que el polvo volvió a posarse. Cuando el ingenio se reveló a sus ojos se le hizo un nudo en la garganta.

—¡Oh, no! —gimió. Tras hurgar en otro saquillo, extrajo un pañuelo y frotó la superficie circular. El polvo se desprendió, y ya no albergó la menor duda—. ¡Caramba! Tenía yo razón. ¿Qué voy a hacer?

A la mañana siguiente el sol asomó rojizo entre la neblina que producía el humo de las fogatas. En el patio de la torre del Sumo Sacerdote se inició la actividad antes de que se disiparan las sombras nocturnas. Un centenar de caballeros montaron a sus corceles, ajustaron las cinchas, reclamaron sus escudos y se abrocharon la armadura mientras los soldados de a pie corrían a su alrededor en busca de sus formaciones.

Sturm, Laurana y el comandante Alfred se hallaban en un umbrío portalón contemplando silenciosos cómo Derek, entre risas y chanzas dirigidas a sus hombres, supervisaba el ajetreo. El caballero resplandecía en su armadura, y la rosa de su peto se realzaba bajo los primeros rayos del sol. Los soldados desbordaban de júbilo, la perspectiva de la batalla les ayudaba a olvidar el hambre.

—Debes impedirlo, señor —dijo Sturm en voz baja.

—No puedo —se lamentó Alfred, ajustándose los guantes. La luz matutina ponía al descubierto su desencajado rostro. No había conciliado el sueño desde que Sturm le despertara, ya de madrugada—. La Medida le otorga el derecho a tomar esta decisión.

Vanos habían sido todos los argumentos de Alfred para convencer a Derek de que debía esperar unos días más. El viento comenzaba a agitarse, trayendo cálidas brisas del norte.

Derek se mostró inflexible. Estaba resuelto a abandonar la torre y cargar contra los ejércitos de los dragones. En cuanto a la superioridad numérica de éstos, no provocó sino su risa desdeñosa. ¿Desde cuándo podían equipararse los goblins con los Caballeros de Solamnia? Habían combatido en una proporción de cincuenta a uno favorable a tales criaturas, reforzadas, además, por los ogros, en la guerra que tuvo lugar un siglo atrás en el alcázar de Vingaard, y lograron ponerles en fuga.

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