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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (55 page)

BOOK: La tumba de Huma
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Tras varias horas de oscuridad y silencio llegaron hasta ellos, no los gritos victoriosos de sus compañeros ni los estridentes clamores del enemigo sino un tintineo de arneses, y el suave relinchar de algunos caballos que se acercaban a la fortaleza.

Apiñándose en las almenas, los caballeros estiraron las manos que sostenían las antorchas en un intento de traspasar la bruma. Las pisadas se detuvieron al pie de la torre.

—¿Quién cabalga hasta la torre de los Sumos Sacerdotes? —inquirió Sturm, apostado encima de la verja.

Una tea refulgió en la entrada. Laurana, que escudriñaba ansiosa la penumbra, sintió que le flaqueaban las rodillas y se apoyó en el muro de piedra para no desfallecer. Los caballeros emitieron gritos de horror.

El jinete que blandía la llameante antorcha vestía la inconfundible armadura de los oficiales de los ejércitos de los dragones. Era rubio y sus facciones, aunque atractivas, reflejaban crueldad. Sujetaba las riendas de otro caballo en cuya grupa yacían atravesados dos cuerpos, uno decapitado y ambos sangrantes, víctimas de horribles mutilaciones.

—He venido para devolveros a vuestros oficiales —dijo el hombre con voz siniestra—.Uno está muerto, como veis. El otro creo que aún vive, o por lo menos no había exhalado el último aliento cuando inicié el camino hacia aquí. Espero que aún le resten fuerzas para relataros lo ocurrido hoy en el campo de batalla. De todos modos, no sé si se puede llamar «batalla» a nuestro enfrentamiento.

Bañado por el resplandor de su tea, el individuo desmontó. Comenzó a desatar los cuerpos, utilizando una mano para desligar las cuerdas que los mantenían afianzados a la silla. Antes de concluir esta operación, alzó la cabeza y dijo:

—Podríais matarme ahora, soy una diana perfecta a pesar de la niebla. Pero no lo haréis. Sois Caballeros de Solamnia —el sarcasmo ribeteaba su voz—, valoráis el honor tanto como la vida. No atacaríais a un hombre desarmado que os restituye los cuerpos de vuestros jefes.

El oficial dio un tirón de las ligaduras, y el cadáver decapitado se deslizó hasta el suelo. Tras arrastrar el otro cuerpo fuera de la montura arrojó la antorcha a la nieve y, cuando ésta se hubo extinguido con un leve siseo, se dejó engullir por las tinieblas.

—En el campo de batalla encontraréis los resultados de vuestro arraigado sentido del honor —les anunció. Se oyó el crujido de sus botas de cuero, y resonó la armadura mientras montaba de nuevo a su caballo —. Os doy hasta mañana para rendiros. Cuando despunte el día, arriad el estandarte. El Señor del Dragón será generoso con vosotros.

De pronto alguien tensó un arco, y una flecha surcó sibilante el aire para clavarse en la carne del oficial. El individuo profirió una exclamación de sorpresa. Los caballeros, no menos sobresaltados que el herido, dieron media vuelta y contemplaron a la solitaria figura que se erguía junto al muro.

—Yo no soy un caballero —declaró Laurana, bajando el arco—. Soy Laurana, hija de la casa real de Qualinesti. Nosotros los elfos tenemos nuestro propio código del honor y, como sin duda sabes, puedo verte en la oscuridad. No te he matado porque no he querido hacerlo. Me basta con comprobar que durante mucho tiempo no podrás valerte de tu brazo. Lo cierto es que nunca más blandirás una espada.

—Esta es la respuesta que debes llevar a tu Señor del Dragón —coreó Sturm con tono áspero —. Sucumbiremos a la peor de las muertes antes que arriar nuestra bandera.

—Acabáis de decidir vuestro destino —les amenazó el oficial, apretados los dientes a causa del dolor. El resonar de los cascos de su caballo se perdió en la noche.

—Entrad los cuerpos —ordenó Sturm.

Con suma cautela, los caballeros abrieron las puertas. Salió una avanzadilla de guardias para cubrir a los encargados de alzar los cuerpos y transportarlos al interior. Los centinelas se retiraron entonces a la fortaleza y atrancaron los accesos.

Sturm se arrodilló en la nieve junto al cuerpo del caballero decapitado. Asiendo su mano, desprendió de su frío anular una sortija. La armadura del cadáver presentaba numerosas abolladuras y manchas de sangre. Tras depositar de nuevo la inerte mano en el suelo, susurró con voz anodina:

—El comandante Alfred.

—Señor —informó uno de los jóvenes oficiales—, el otro caballero es Derek. El repulsivo ser que lo ha traído estaba en lo cierto: sigue con vida.

Sturm se levantó y se dirigió al lugar donde Derek yacía sobre el empedrado. El rostro del dignatario estaba ceniciento, sus ojos centelleaban febriles. La sangre sellaba sus labios en una gruesa capa, tan viscosa como la piel. Uno de los caballeros que lo sostenía llevó un cuenco de agua a sus labios, mas Derek no pudo beber.

Desazonado ante tan dantesco espectáculo Sturm vio que Derek se apretaba la mano contra el vientre, por donde fluían las últimas gotas de su savia pero no con la suficiente rapidez para poner fin a su agonía. Esbozando una fantasmal sonrisa, el maltrecho oficial aferró el brazo de Sturm con su ensangrentada mano.

—¡Victoria! —acertó a exclamar—. Se dieron a la fuga al divisarnos, pero los perseguimos. ¡Ha sido un combate glorioso! ¡Me nombrarán Gran Maestre! —se ahogó su voz, yun hilo de sangre afluyó a las comisuras de sus labios en el momento en que se abandonaba en los brazos del joven caballero, quien miró a Sturm esperanzado.

—Quizá sea cierto, señor, y el enemigo ha empleado esta argucia para desorientamos—aventuró. Sin embargo, enmudeció al contemplar el desencajado rostro de Sturm—. Claro, que no se puede dar crédito a las palabras de un loco —apostilló, posando de nuevo sus ojos en Derek.

—Lo único que importa ahora es que se muere, y lo hace como un bravo caballero—susurró Sturm.

—¡Victoria! —repitió Derek, y sus ojos se fijaron vidriosos en la bruma.

—No, no debes romperlo —recomendó Laurana.

—Pero Fizban dijo... —intentó protestar Tas.

—Lo recuerdo bien —le atajó, impaciente, la muchacha—. No alberga el Bien, ni tampoco el Mal. No es nada pero lo es todo. ¡Muy propio de Fizban!

La elfa y el kender se hallaban frente al Orbe de los Dragones. Descansaba el objeto sobre su pedestal en el centro de la estancia circular, cubierta de polvo su superficie salvo donde la había limpiado Tas. La sala estaba oscura y sumida en un misterioso silencio, tan sobrenatural que los dos amigos no osaban levantar la voz.

Laurana contemplaba el Orbe, fruncido el ceño en actitud meditabunda. Tas observaba a la joven inquieto, temeroso de adivinar sus pensamientos.

—¡Estas esferas tienen que funcionar, Tas! —exclamó la princesa—. Fueron creadas por poderosos magos que, al igual que Raistlin, no toleraban el fracaso. Si supiera cómo utilizarlas.

—Yo sé hacerlo —confesó Tas en un susurro.

—¿Cómo? ¿Es eso verdad? No entiendo por qué...

—Ignoraba que lo sabía, por así decirlo —balbuceó el kender—. De pronto me di cuenta. Gnosh, el gnomo, me reveló que había descubierto en el interior del Orbe unas letras que se arremolinaban en la niebla. No pudo leerlas porque las palabras que formaban estaban escritas en una lengua extraña.

—El idioma de la magia.

—Sí, así lo afirmó él.

—¡Pero este hecho no nos proporciona ninguna ayuda! —protestó Laurana—. Ni tú ni yo podemos interpretar sus signos. Si Raistlin...

—No necesitamos a Raistlin —le atajó Tasslehoff—. No soy capaz de hablar esa lengua, pero sí de leerla. Tengo unos anteojos mágicos de «visión verdadera», según los definió el hechicero. Me permiten traducir cualquier símbolo, incluidos los que utilizan los maestros arcanos. Lo sé porque Raistlin me amenazó con convertirme en grillo y devorarme si me sorprendía leyendo sus pergaminos.

—¿Crees que podrás leer las palabras que se perfilan en el Orbe?

—Nada pierdo con probarlo —se ofreció el kender pero, Laurana, Sturm nos aseguró que no nos acechaba ningún dragón. ¿Por qué arriesgamos a utilizar el Orbe? Fizban declaró que sólo osan hacerlo los magos más poderosos.

—Escúchame, Tasslehoff Burrfoot —le susurró la elfa arrodillándose junto a él y clavando en su rostro una penetrante mirada—. Si nos ataca un solo reptil en estos parajes, todo habrá terminado. Y si nos han dado un plazo para rendirnos en lugar de arrasarnos es porque necesitan ganar tiempo hasta que lleguen los dragones. ¡No podemos desperdiciar semejante ocasión!

Un camino oscuro y una liviana senda.
Tasslehoff recordó las predicciones de Fizban y bajó la cabeza:
...puede que algunos de los que amamos pierdan la vida... pero tú tienes el coraje necesario para recorrer el camino oscuro...

Despacio, el kender embutió la mano en el bolsillo de su lanuda zamarra, extrajo los anteojos y acopló a sus puntiagudas orejas la montura de alambre

13

Sale el sol.

Desciende la tiniebla.

La bruma se disipó con la llegada del nuevo día. Despuntó una mañana despejada y clara, tanto que Sturm, al recorrer las almenas, vislumbró los prados ahora cubiertos de nieve de su lugar natal, próximo al alcázar de Vinegaard y ahora totalmente bajo el dominio de los ejércitos de los dragones. Los primeros rayos solares iluminaron el estandarte de los Caballeros de Solamnia, un martín pescador que, bajo un corona dorada, sostenía en sus garras una espada decorada con una rosa. El áureo emblema destellaba en la intensa luz. De pronto Sturm oyó unos estridentes clarines.

Provenían de las huestes enemigas que, poco después del alba, iniciaron la marcha hacia la torre.

Los jóvenes caballeros —el centenar que quedaban en la fortaleza— se congregaron en las almenas para contemplar en silencio cómo el numeroso ejército desfilaba por el llano, con la inexorable avidez de una marabunta.

Al principio Sturm no comprendía el sentido de las palabras del moribundo Derek: «Se dieron a la fuga al divisarnos». ¿Por qué habían huido los ejércitos de los dragones? Tras una breve reflexión, no obstante, se hizo la luz en su mente. Las tropas hostiles habían sabido sacar partido de la arrogancia de los caballeros al valerse de una táctica antigua, aunque eficaz: «Finge desmoronarte frente al enemigo, de un modo que no sea demasiado ostensible sino haciendo que la avanzadilla muestre el miedo suficiente para resultar verosímil. Ordena que tus hombres rompan filas como si les atenazara el pánico. El adversario se desplegará y se lanzará a la carga. Cuando esté cerca, tus soldados podrán cerrarse sobre el mismo, rodearlo y despedazarlo sin remedio.»

No precisaba Sturm ver los cadáveres que yacían en la nieve ensangrentada para constatar que estaba en lo cierto. Se hallaban todos en el lugar donde habían tratado de reagruparse a fin de resistir el embate. En cualquier caso, poco importaba cómo habían muerto. Se preguntó quién contemplaría su inerte cuerpo cuando todo hubiese concluido.

Flint se asomó por una grieta del muro.

—Al menos sucumbiré en terreno seco —declaró.

Sturm esbozó una sonrisa, mientras se atusaba el bigote. Al reflexionar sobre la muerte no pudo por menos que otear la región donde naciera, un hogar que apenas había conocido, un padre que casi no recordaba y un país, en suma, que había condenado a su familia al exilio. Estaba a punto de sacrificar su vida para defender este país. ¿Por qué? ¿No sería acaso más lógico abandonarlo y regresar a Palanthas?

Durante toda su existencia había respetado el Código y la Medida de la Orden.
Est Sularis oth Mithas,
Mi Honor es mi Vida: esta divisa era todo cuanto le quedaba. La Medida se había esfumado, había demostrado ser un completo error. Rígida e inflexible, sus dictados agarrotaron a los caballeros solámnicos en una funda de acero más pesada que sus armaduras. Al verse aislados, luchando para sobrevivir, sus compañeros se habían aferrado a ella en un acto desesperado, sin comprender que era un ancla que los hundía en lugar de sacarlos a flote.

«¿Por qué adopté yo una actitud diferente?», se preguntó. Pero adivinó la respuesta al oír rezongar a Flint. Fue a causa del enano, del kender, del mago, del semielfo... Ellos le habían enseñado a ver el mundo a través de otros ojos, almendrados unos, redondos y saltones los otros, incluso pupilas con forma de relojes de arena. Los caballeros como Derek sólo admitían el blanco y el negro, mientras que él había observado su entorno en su radiante colorido, en los incontables matices del gris.

—Ha llegado la hora —le anunció a Flint, y ambos descendieron del elevado punto de mira en cuanto las primeras flechas enemigas, con sus envenenadas puntas, trazaron su circular trayectoria sobre los muros.

Entre gritos y amenazas, clamores de trompetas, estruendo de escudos y espadas, los ejércitos de los dragones atacaron la torre del Sumo Sacerdote en el instante en que la luz del sol inundaba el cielo.

Al anochecer, el estandarte ondeaba aún en su mástil. La torre estaba incólume, pero la mitad de sus defensores habían muerto.

Durante el día los vivos no tuvieron tiempo de cerrar sus párpados ni de recomponer sus miembros, retorcidos en agónicas posturas. Debían concentrar sus esfuerzos en conservar su propia integridad. Llegó la paz con la penumbra, cuando los ejércitos se retiraron para descansar y esperar un nuevo amanecer.

Sturm caminaba de un lado a otro de las almenas, dolorido su cuerpo tras la agotadora jornada. Pero cada vez que intentaba relajarse sufría violentos calambres, sentía su cerebro a punto de estallar. Reanudaba entonces su deambular con paso lento y mesurado, sin saber que su aparente firmeza borraba de las mentes de los jóvenes caballeros los terribles recuerdos del día. Aquéllos que, en el patio, trasladaban los cadáveres de amigos y compañeros pensando que quizá mañana alguien haría lo mismo con ellos, oían las pisadas de su Comandante y veían aliviarse sus temores.

Lo cierto era que las sonoras pisadas del caballero reconfortaban a todos salvo a él mismo. Sus cavilaciones lo sumían en un auténtico tormento. Presagiaba la derrota y se decía que moriría de una forma innoble, sin honor; recordaba como una tortura el sueño en el que se le apareciera su cuerpo mutilado por las siniestras criaturas que ahora se hallaban acampadas a escasa distancia.

«¿Se hará realidad la pesadilla? ¿Desfallecería al final, incapaz de controlar su miedo? ¿Le decepcionaría el Código como lo había hecho la Medida?», se preguntaba con un estremecimiento.

Un paso, otro, otro más... «¡Ya es suficiente! —se ordenó enfurecido—. No tardarás en volverte loco como el pobre Derek.»

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