Las exequias tuvieron lugar un jueves a las once, en la iglesia de Marnäs. Los niños no asistieron: Joakim los había llevado como de costumbre a la guardería a las ocho, sin decirles nada. Para ellos se trataba de un día cualquiera, pero él regresó a casa, se puso el traje negro y se tumbó de nuevo en la cama de matrimonio.
En el pasillo, el reloj de pared marcaba los segundos y Joakim recordó que su mujer era quien le daba cuerda. Ahora que ella ya no estaba no debería funcionar, pero lo hacía.
Clavó la vista en el techo y reflexionó sobre todas las cosas de Katrine que había en la casa. En su mente podía oír cómo lo llamaba.
Una hora después, Joakim, incómodo, estaba sentado en un banco de madera, con la vista fija en un gran mural. Mostraba a un hombre de su misma edad clavado en un instrumento de tortura romano. una cruz.
La iglesia de Marnäs era un edificio alto y lleno de ecos. El sonido de llantos ahogados reverberaba en la bóveda de piedra.
Joakim se encontraba en la primera fila de bancos, junto a su madre, que llevaba velo negro y lloraba con la cabeza inclinada, emitiendo quedos sollozos. Él sabía que no lloraría, como tampoco había derramado ni una sola lágrima en el entierro de Ethel, hacía un año. Las lágrimas llegaban siempre más tarde, después, por la noche.
Eran las once menos dos minutos cuando la puerta de la iglesia se abrió y entró una mujer alta y de anchas espaldas dando largas zancadas. Vestía un abrigo negro, lo mismo que el velo que ocultaba sus ojos, pero llevaba los labios pintados de un rojo brillante. Sus tacones resonaron sobre el suelo de piedra y muchos de los presentes volvieron la cabeza. La mujer avanzó y se sentó en el primer banco de la derecha, junto a las cuatro hermanastras de Katrine.
Se trataba de Mirja Rambe, la madre de las cinco. La suegra de Joakim, artista y cantante. No había vuelto a verla desde después de su boda con Katrine, hacía siete años. A diferencia de aquel día, ahora parecía sobria.
Justo cuando Mirja se sentó, las campanas comenzaron a sonar en lo alto de la torre de la iglesia.
Todo había terminado en menos de cuarenta y cinco minutos, y en realidad Joakim no recordaba nada de lo que el reverendo Högström había dicho ni qué salmos se habían cantado. Su mente había estado llena solo de imágenes y sonidos de agua corriendo y del romper de las olas.
Más tarde, cuando tras cruzar el cementerio helado se reunieron en la vicaría, multitud de personas se acercaron para hablar con él.
–Lo siento muchísimo, Joakim –dijo un hombre barbudo, y le acarició el hombro–. La apreciábamos mucho.
Él lo miró y lo reconoció al instante: era su tío de Estocolmo.
–Gracias…, muchas gracias.
No había mucho más que decir.
Varios de los asistentes al entierro le pasaban la mano por la espalda o le daban un abrazo contenido. Los dejó hacer, se convirtió en el peluche de todos.
–Es terrible… hablé con ella hace solo unos días –le dijo a Joakim un chica llorosa de unos veinticinco años.
La reconoció tras el pañuelo con el que se secaba los ojos, era la hermana pequeña de Katrine. Recordó que la llamaban Solros, «Girasol». Mirja les había puesto extraños apodos a todas sus hijas; a Katrine la llamaba Månstråle, «Rayo de luna», un nombre que ella odiaba.
–Y últimamente se la veía mucho más alegre –continuó Solros.
–Lo sé…, estaba contenta de que nos hubiéramos mudado aquí.
–Sí, y también de haber recibido noticias de su padre.
–¿Su padre? –replicó–. Katrine nunca tuvo contacto con él.
–Lo sé –dijo Solros–. Pero mamá escribió un libro donde revelaba quién era.
Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de lágrimas, lo abrazó y se dirigió hacia donde estaban sus hermanas.
Joakim se quedó donde estaba, y vio a Albin y Victoria Malm, amigos de Estocolmo, sentados a la mesa junto a la familia Hesslin, vecinos de Bromma.
También vio a su madre, sentada sola a otra mesa, con una taza de café, pero no se acercó a ella.
Al darse la vuelta vio de pie, al otro extremo de la sala, al reverendo Högström hablando con una mujer de baja estatura y pelo cano. Se encaminó hacia ellos.
Högström le dirigió una cálida mirada.
–Joakim –dijo–, ¿cómo se encuentra?
Él asintió varias veces. Era una respuesta apropiada, podía significar cualquier cosa. La mujer esbozó una sonrisa tensa y también asintió, pero parecía no saber qué añadir. Así que retrocedió un par de pasos y se marchó.
«Es lo que ocurre con las personas que están de duelo –pensó Joakim–, huelen a muerto y es mejor evitarlos.»
–He estado pensando una cosa –le dijo con expresión seria a Högström.
–¿Sí?
–¿Qué significa oír a alguien que pide ayuda en la isla, mientras uno se encuentra en el continente, a cientos de kilómetros de distancia?
El pastor lo observó desconcertado.
–A cientos de kilómetros de distancia… ¿Cómo podría oírlo?
Joakim negó con la cabeza.
–No lo sé. Pero fue lo que pasó –dijo–. Oí a mi mujer… a Katrine cuando murió. Me encontraba en Estocolmo, pero la oí mientras se ahogaba. Me llamó.
El pastor posó la vista en la taza de café.
–¿Quizá oyó a otra persona?
Había bajado la voz, como si hablaran de cosas prohibidas.
–No –replicó Joakim–. Era la voz de Katrine.
–Entiendo.
–
Sé
que oí su voz –insistió Joakim–. ¿Qué significa eso?
–Quién sabe, quién sabe –contestó Högström lacónico, y le dio una palmada en el hombro–. Descanse, Joakim. Podemos hablar dentro de unos días.
Luego se fue.
Joakim se quedó solo y clavó la vista en un anuncio colgado en la pared, sobre una campaña parroquial a favor de los afectados de Chernobyl. Se cumplían diez años de la catástrofe.
«El pan nuestro de cada día para las víctimas de la radiación», rezaba el cartel.
«Nuestro Chernobyl de cada día», pensó Joakim.
Por fin llegó la noche y se encontraba de vuelta en Åludden. El largo día tocaba a su fin.
En el interior de la casa, la abuela acostaba a Livia y a Gabriel. Lisa y Michael Hesslin estaban en el jardín, junto al coche. Era tarde y les esperaba un largo viaje hasta Estocolmo, pero aun así lo habían acompañado hasta allí.
–Gracias por venir –les dijo.
–¡Faltaría más! –contestó Michael, y colocó la funda de plástico con su traje negro en el asiento trasero del coche.
Se hizo el silencio, un silencio tenso.
–No tardes en pasar por Estocolmo –dijo Lisa–. O, si lo prefieres, podrías ir a vernos a Gotland, con los niños.
–Ya veremos.
–Hasta luego, Joakim –se despidió Michael.
Él asintió. Gotland sonaba mejor que Estocolmo. No quería volver nunca más por allí.
Lisa y Michael entraron en el coche, y Joakim dio un paso atrás sobre la gravilla y los vio partir.
Una vez que giraron por el camino y las luces traseras desaparecieron, se dio la vuelta y observó los faros.
A lo lejos, en su pequeño islote, la torre sur iluminaba el mar con una luz roja parpadeante. Pero el faro del norte, el de Katrine, apenas era una columna negra en la oscuridad. Solo lo había visto alumbrar una vez.
Después de algunos intentos, encontró el sendero que bajaba a la playa y tomó el mismo camino que había recorrido varias veces con Katrine y los niños durante el otoño.
Oyó el mar en la oscuridad, sintió el frío helador. Se acercó al agua con cuidado, pasó entre las matas de hierba y la franja de arena de la playa, y llegó a los grandes bloques de piedra que protegían los faros de las olas.
Joakim pensó que esa noche el rumor de las olas parecía una lenta respiración. Como Katrine. Cuando hacían el amor, tiraba de él hacia la cama, lo abrazaba con fuerza y respiraba en su oído.
Ella había sido más fuerte que él. Fue quien tomó la decisión de mudarse allí.
Joakim recordó la belleza de la costa la primera vez que la vieron. Era un claro y soleado día de primavera de principios de mayo, y la casa se alzaba como un castillo de madera sobre el agua resplandeciente.
Después de ver la casa por dentro, Katrine y él bajaron a la playa, recorrieron de la mano un estrecho sendero entre anémonas en flor.
Bajo el alto cielo de la costa, los planos islotes del norte flotaban en el mar como islas mágicas cubiertas de hierba fresca. Había pájaros por todas partes: bandadas de papamoscas, urracas y gorjeantes alondras. Pequeños grupos de patos moñudos blanquinegros se deslizaban entre los faros, y más próximos a la playa nadaban ánades y somorgujos.
Joakim recordó el rostro de Katrine a la intensa luz del sol.
«¡Oh! Me gustaría quedarme aquí», había dicho ella.
Sintió un escalofrío. A continuación, subió con cuidado al bloque de piedra más lejano del rompeolas y miró el agua negra.
Allí había estado Katrine.
Sus huellas en la arena demostraron que había ido sola. Después cayó o se tiró al mar, y en un instante desapareció bajo la superficie.
¿Por qué?
No tenía respuesta. Lo único que sabía era que al mismo tiempo que Katrine se ahogaba, él se encontraba en un sótano de Estocolmo y que la había oído entrar por la puerta.
Había oído cómo lo llamaba. Estaba seguro de ello, y eso significaba que el mundo era mucho más incomprensible de lo que pensaba.
Regresó a casa después de pasar media hora fuera, en el frío.
Ingrid, su madre, era el único familiar que se había quedado tras el entierro. Cuando él entró, estaba sentada a la mesa de la cocina y volvió sobresaltada la cabeza, con una arruga de preocupación en la frente. Con los años, la arruga se había vuelto más profunda, primero durante la enfermedad de su marido y después con cada nueva crisis con la que Ethel volvía a casa.
–Ahora ya se han ido todos –anunció Joakim–. ¿Los niños están dormidos?
–Sí, eso creo. Gabriel se ha tomado el biberón y se ha dormido al momento. Pero Livia estaba preocupada…, ha levantado la cabeza y me ha llamado cuando me he ido la primera vez.
Joakim asintió y se acercó a la encimera para preparar té.
–A veces se hace la dormida para ponernos a prueba.
–Ha hablado de Katrine.
–¿Ah, sí? ¿Quieres un té?
–No, gracias. ¿Suele hacerlo, Joakim?
–No cuando se va a dormir.
–¿Qué le has contado?
–¿Sobre Katrine? –preguntó él–. No mucho. Les he dicho… que mamá se ha ido.
–¿Se ha ido?
–Que se ha ido de viaje por un tiempo…, igual que cuando yo estaba en Estocolmo y Katrine y los niños se quedaban aquí. Ahora no tengo fuerzas para explicarles nada más. –Miró a Ingrid y sintió una angustia repentina–. Y tú, ¿qué le has dicho esta noche?
–Nada. Eso tendrás que hacerlo tú.
–Lo haré –dijo–. Cuando te hayas ido…, cuando esté solo con los niños.
Mamá está muerta, Livia. Se ha ahogado
.
¿Cuándo estaría preparado? Resultaba tan difícil como darle una bofetada a Livia.
–¿Ahora os mudaréis de nuevo? –preguntó Ingrid.
Joakim clavó la vista en ella. Sabía que quería que él abandonara aquello, pero no obstante fingió sorprenderse.
–¿Regresar a Estocolmo? ¿Te refieres a eso?
«¿Abandonar a Katrine?», pensó.
–Sí…, quiero decir que, después de todo, yo estoy allí –apuntó Ingrid.
–En Estocolmo no tengo nada –replicó él.
–Puedes volver a comprar la casa de Bromma, ¿no?
–No puedo comprar nada –contestó–. Aunque quisiera, no tengo dinero, mamá. Lo invertimos todo en esto.
–Pero puedes venderla…
Ingrid guardó silencio y miró alrededor de la cocina.
–¿Vender Åludden? –repitió Joakim–. ¿Quién querría comprarla ahora? Primero hay que reformarla…, lo íbamos a hacer Katrine y yo.
Su madre guardó silencio y miró por la ventana con aire ausente. Luego preguntó:
–Esa mujer del entierro, la que ha llegado tarde… ¿Era la madre de Katrine? ¿La artista?
Joakim asintió.
–Era Mirja Rambe.
–Me ha parecido reconocerla de la boda.
–No sabía que vendría.
–¿Cómo no iba a venir? –replicó Ingrid–. Era su hija.
–Pero apenas tenían contacto. Yo no la había visto ni una sola vez después de la boda.
–¿Estaban enemistadas?
–No…, aunque tampoco creo que fueran amigas. Se llamaban por teléfono de vez en cuando, pero Katrine casi nunca hablaba de Mirja.
–¿Vive aquí?
–No. Creo que vive en Kalmar.
–¿No te vas a poner en contacto con ella? –preguntó Ingrid–. Deberías hacerlo.
–No creo –respondió Joakim–. Pero quizá nos encontremos alguna vez. La isla es pequeña.
Miró por la ventana hacia el patio en penumbra. No quería ver a nadie. Deseaba encerrarse allí en Åludden, y no salir nunca más. No tenía ganas de buscar un nuevo trabajo como profesor, ni tampoco de seguir trabajando en la casa.
Solo quería dormir el resto de su vida, junto a Katrine.
Esa noche de noviembre no llovía, pero hacía frío y el cielo estaba nublado y oscuro. La única luz del firmamento procedía de una pálida media luna oculta tras velos de nubes finas como la seda.
El tiempo ideal para cometer un atraco.
La casa se encontraba en la costa rocosa del noroeste de la isla, en lo alto del cantil, y era de construcción reciente, tenía apenas un par de años. Era de diseño, con mucha madera y cristal. Debía de haber sido un veraneante con mucho dinero quien la había encargado y construido, pensó Henrik. Recordó que su abuelo llamaba «estocolmenses» a los ricos del continente, sin importarle su procedencia.
–Hubba bubba –dijo Tommy, y se rascó el cuello–. Vámonos.
Freddy y Henrik lo siguieron hasta la pendiente de grava, al pie de la casa. Los tres vestían pantalones vaqueros y chaquetas oscuras, Tommy y Henrik llevaban mochilas negras.
Antes de conducir hacia el norte de Borgholm, los hermanos Serelius habían organizado otra sesión de güija en la cocina de Henrik. Encendieron tres velas hora y media antes de la medianoche y Tommy colocó el tablero sobre la mesa de la cocina con el vaso en el centro.
Guardaron silencio, el ambiente se volvió tenso.
–¿Hay alguien ahí? –preguntó Tommy con el dedo sobre el vaso.
La pregunta quedó en el aire un instante, luego el vaso se agitó desplazándose hacia un lado y se detuvo sobre la palabra «
SÍ
».