La tormenta de nieve (17 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

BOOK: La tormenta de nieve
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–¿No le parece el paraíso? –preguntó Marianne.

Joakim alzó la vista hacia ella.

–Yo creía que el paraíso era esta casa –respondió–. No ahora, antes.

La mujer lo miró desconcertada durante unos segundos. Luego sonrió de nuevo.

–Jesucristo murió por todos nosotros –dijo–. Murió para que pudiéramos alcanzar ese bienestar.

Joakim miró el dibujo de nuevo y asintió.

–Muy bonito. –Señaló la imponente montaña que había al fondo del dibujo–. Una montaña muy bonita.

–Es el paraíso celestial –explicó Marianne.

–Seguimos viviendo después de muertos, Joakim –intervino Filip, y se inclinó sobre la mesa como si fuera a revelarle un gran secreto–. Vida eterna… ¿No es fantástico?

Él asintió. No podía dejar de mirar el dibujo. No era la primera vez que veía aquellos folletos, pero nunca había advertido la belleza de las imágenes del paraíso representadas en ellos.

–Me gustaría vivir en esa montaña –dijo.

Fresco aire de montaña. Podría vivir allí con Katrine. Pero la isla a la que se habían mudado era completamente llana, allí no había montañas. Ni ninguna Katrine…

De repente, le costó respirar. Se inclinó hacia delante y sintió que las lágrimas anegaban sus ojos.

–¿No se encuentra bien? –preguntó Marianne.

Él negó con la cabeza, se inclinó sobre la mesa y rompió a llorar. No, no se encontraba bien. No estaba bien, tenía la carne machacada.

¡Oh, Katrine… y Ethel!

Lloró y sollozó sin parar durante varios minutos, ajeno a lo que le rodeaba. Oyó voces susurrantes y sillas que se movían con cuidado, pero no podía detener el llanto. Sintió una mano cálida que se posaba sobre su hombro, donde permaneció unos segundos antes de retirarse. Después, la puerta de la cocina se cerró quedamente.

Cuando al fin pudo dejar de llorar, vio que estaba solo. El motor de un coche arrancaba en el jardín.

El folleto con la pareja y los animales en la pradera seguía sobre la mesa. Cuando desapareció el sonido del motor, Joakim se sorbió la nariz en silencio y miró el dibujo.

Tenía que hacer algo. Lo que fuera.

Suspiró con cansancio, se levantó y tiró el folleto a la basura, que estaba debajo del fregadero.

En la casa reinaba un profundo silencio. Salió al pasillo del salón vacío y observó durante un buen rato los botes, botellas y trapos que había ordenados en el suelo. Al parecer, la semana anterior Katrine había empezado a limpiar los marcos de las ventanas con natrón.

Al tener las ideas más claras que él respecto a la decoración su mujer había elegido los colores de las habitaciones, el papel de las paredes y decidido los detalles. Ya habían comprado el material, que se encontraba en el suelo, junto a las paredes, esperando ser usado.

Joakim suspiró de nuevo.

Después abrió una botella de natrón y cogió un trapo. Comenzó a trabajar concentrándose en los marcos de las ventanas.

El roce del trapo sobre la madera producía un ruido desolador en medio del silencio.

«No aprietes mucho, Kim», oyó que decía la voz de Katrine en su cabeza.

Llegó el fin de semana. Los niños no tenían guardería y jugaban en la habitación de Livia.

Joakim había acabado con las ventanas del salón, y el sábado comenzaría a empapelar la habitación esquinera del sudoeste. Tras el desayuno, preparó una mesa y un cubo con pegamento.

Se trataba de un pequeño dormitorio que, al igual que muchos otros, tenía una centenaria chimenea en un rincón. El papel de flores que cubría la mayoría de las habitaciones parecía de comienzos del siglo
XX
, pero desgraciadamente, estaba en tan mal estado que no se había podido salvar. Tenía innumerables manchas de humedad y en algunas zonas colgaba a tiras. Katrine lo había arrancado durante el otoño y después había lijado las paredes y aplicado masilla, dejándolo todo listo para el nuevo empapelado.

A Katrine le gustaba aquella habitación en particular.

Pero Joakim no iba a rememorar más cosas de ella. No debía pensar, sino empapelar.

Cogió los rollos de papel blanco de zinc: un grueso papel inglés hecho a mano, del mismo tipo que el que habían puesto en Äppelvillan. Después, sacó un cuchillo y la larga regla y empezó a cortar.

Katrine y él siempre habían empapelado juntos.

Suspiró, pero se puso manos a la obra. Las prisas no eran buenas cuando se realizaba aquel trabajo, por lo que la tarea se convirtió casi en meditación. Él era un monje, la casa su monasterio.

Cuando hubo colocado las cuatro primeras tiras en una de las paredes cortas de la habitación y las estaba alisando con un cepillo, de repente oyó unos golpes sordos. Se bajó de la escalera y aguzó el oído. El ruido era rítmico, con unos segundos de intervalo, y procedía de fuera de la casa.

Se acercó a la ventana que daba a la parte trasera y la abrió. Penetró un frío helador.

Debajo de la ventana había un niño sobre la hierba, uno o dos años mayor que Livia. A sus pies, había una pelota de fútbol de plástico. Tenía el pelo castaño rizado, que le sobresalía por debajo del gorro de lana, y llevaba un anorak mal abrochado. Observaba a Joakim con ojos curiosos.

–Hola –saludó este.

–Hola –dijo el niño.

–No es buena idea que juegues a la pelota justo aquí –prosiguió Joakim–. Si fallas, puedes romper un cristal.

–Apunto a la pared –contestó el niño–. Siempre acierto.

–Bien. ¿Cómo te llamas?

–Andreas.

Este se restregó con la palma de la mano la nariz roja a causa del frío.

–¿Dónde vives?

–Allá lejos.

Señaló hacia la granja. Así que Andreas era uno de los hijos de Carlsson, el campesino, y ese sábado había salido de paseo por su cuenta.

–¿Quieres entrar? –le preguntó Joakim.

–¿Para qué?

–Puedes conocer a Livia y a Gabriel –contestó él–. Son mis hijos… Livia es de tu edad.

–Yo tengo siete años –anunció Andreas–. ¿Ella los ha cumplido?

–No. Pero tiene casi tu edad.

El niño asintió. Volvió a frotarse la nariz y se decidió a entrar.

–Solo un rato. Pronto comeremos.

Recogió la pelota y desapareció detrás de una esquina de la casa.

Joakim cerró la ventana y salió de la habitación.

–¡Livia y Gabriel! –gritó–. Tenemos visita.

Pasaron unos segundos, luego apareció su hija con Foreman en la mano.

–¿Qué?

–Hay alguien que quiere conocerte.

–¿Quién?

–Un niño.

–¿Un niño? –Livia abrió los ojos–. No quiero verlo. ¿Cómo se llama?

–Andreas. Vive en la granja de al lado.

–Pero ¡yo no lo conozco, papá!

Había pánico en su voz, pero antes de que Joakim pudiera decir algo sensato sobre las ventajas de conocer gente nueva, se abrió la puerta de la calle y el niño entró en el recibidor. Se quedó parado sobre la alfombrilla.

–Pasa, Andreas –dijo él–. Quítate el gorro y el abrigo.

–Vale.

Hizo lo que le decía y dejó la ropa tirada en el suelo.

–¿Habías estado ya en esta casa?

–No. Siempre está cerrada.

–Ya no, ahora está abierta. Nosotros vivimos aquí.

Andreas miró a Livia y ella le devolvió la mirada, pero no se saludaron.

Gabriel observaba con timidez desde su habitación, pero tampoco dijo nada.

–He ayudado a recoger las vacas –explicó el niño al cabo de un rato, y echó un vistazo alrededor–. De la dehesa de aquí al lado.

–¿Hoy? –inquirió Joakim.

–No, la semana pasada. Ahora tienen que quedarse dentro. Si no se morirían de frío.

Livia seguía mirándolo con curiosidad, pero sin participar en la conversación. Joakim también había sido tímido de pequeño, sería una pena que ella heredase ese rasgo de su carácter.

–Podéis jugar a la pelota –dijo entonces–. Sé de un cuarto perfecto para eso.

Empezó a andar por la casa y los niños lo siguieron. En el salón, que aún estaba sin amueblar, solo había un par de sillas y algunas cajas de cartón.

–Aquí podéis jugar –dijo, y colocó tres cajas de cartón ante la ventana como protección.

Andreas dejó caer su pelota de plástico, regateó con cuidado y a continuación chutó hacia Livia. El polvo se arremolinó creando una fina nube gris.

Livia le dio una patada a la pelota, pero falló. Gabriel la persiguió sin alcanzarla

–Paradla primero con el pie –les explicó Joakim a su hijos–. Así la podréis controlar.

Livia lo miró enfadada, como si no aceptara consejos. Después, se dio la vuelta deprisa y atrapó la pelota con los pies en un rincón de la habitación; a continuación, le dio un fuerte puntapié.

–Buen disparo –dijo Andreas.

Vaya forma de flirtear, pensó Joakim, pero Livia sonrió satisfecha.

–Ponte allí –pidió entonces el niño, y señaló la otra puerta, en la pared de enfrente–, así podremos tirar a gol.

Livia corrió hacia la puerta doble, y Joakim abandonó el salón y regresó al empapelado. Oyó botar la pelota.

–¡Gol! –gritó Andreas, y Livia y Gabriel aullaron con voz chillona antes de que los tres rompieran a reír.

A Joakim le gustaron los alegres chillidos y carcajadas que resonaban por la casa. Muy bien; había conseguido un amigo para sus hijos.

Metió la brocha en el bote de cola, lo revolvió unas cuantas veces y luego se puso manos a la obra en otra pared. Pegó tira tras tira, y la habitación fue cambiando de color, volviéndose poco a poco más clara. Alisó las burbujas del papel y eliminó la cola restante con una esponja húmeda.

Cuando apenas le quedaba por cubrir una franja de más o menos un metro, se dio cuenta de que ya no se oían las voces de los niños.

En la casa, el silencio era absoluto.

Joakim se bajó de la escalera y aguzó el oído.

–¿Livia? –gritó–. ¿Gabriel? ¿Queréis un zumo? ¿Y galletas?

No hubo respuesta.

Escuchó un rato más y luego salió de la habitación y avanzó por el pasillo en dirección al salón. Pero a medio camino miró a través de la ventana, hacia el patio interior, y se detuvo.

La puerta del establo estaba entornada.

Antes estaba cerrada, ¿no?

Luego vio que el abrigo y el gorro de Andreas Carlsson habían desaparecido del suelo.

Joakim se puso la chaqueta y unas botas y salió al patio.

Los niños debían de haber abierto la pesada puerta juntos. Quizá también se habían adentrado en la oscuridad.

Joakim se acercó y se detuvo en el umbral del establo.

–¿Hola?

Nadie respondió.

¿Jugaban al escondite? Caminó por el suelo de piedra y percibió el olor a heno viejo.

Katrine y él habían pensado convertir el establo en una galería de arte en el futuro, cuando hubieran retirado el heno, los excrementos y todo rastro de animales.

De nuevo estaba pensando en Katrine, a pesar de que no debería hacerlo. Pero se acordó de que la mañana del mismo día en que se había ahogado, la había visto salir del establo. Parecía avergonzada, como si él la hubiera sorprendido haciendo algo que no debía.

Nada se movía allí dentro, pero a Joakim le pareció oír chasquidos o crujidos, ruidos de pasos que procedían del altillo.

Una estrecha y empinada escalera conducía a él; se agarró a la barandilla y empezó a subir.

Llegar allí desde los pasillos oscuros y las cuadras de abajo era como entrar en una iglesia, pensó Joakim. En el altillo solo había un gran espacio donde antaño se secaba el heno –distribución diáfana, como solían llamarlo las inmobiliarias– y un techo puntiagudo que se elevaba en la oscuridad. A un metro por encima de su cabeza vio unas gruesas vigas de madera.

A diferencia del piso superior de la casa, allí era imposible perderse, aun cuando resultara difícil avanzar entre toda la basura acumulada en el suelo.

Pilas de periódicos, macetas, sillas rotas, viejas máquinas de coser: el altillo del heno se había convertido en un vertedero. Había también un par de ruedas de tractor, tan altas como un hombre, apoyadas contra la pared. ¿Cómo las habrían subido hasta allí?

Al ver el desorden, de repente recordó que había soñado que veía a Katrine en aquel lugar. Pero en su sueño el suelo estaba limpio y ella le daba la espalda, de pie junto a la pared del fondo. Joakim tenía miedo de acercarse a su mujer.

El viento invernal producía un débil susurro al atravesar el tejado del granero. No le acababa de gustar encontrarse solo en aquel sitio tan frío.

–¿Livia? –llamó.

La única respuesta fue el crujido del suelo de madera. Quizá los niños se habían ocultado en la oscuridad, seguro que lo espiaban desde las sombras, que se escondían de él.

Miró a su alrededor y aguzó el oído.

–¿Katrine? –dijo en voz baja.

No hubo respuesta. Esperó unos minutos en la oscuridad, pero en vista de que el silencio del altillo seguía igual, dio la vuelta y bajó la escalera.

Al regresar a la casa, encontró a los niños donde debería haber ido a buscarlos primero: en su habitación.

Livia estaba sentada en el suelo y dibujaba como si nada. Al parecer, Gabriel tenía permiso de su hermana para estar allí, pues se había llevado unos cochecitos de su habitación y jugaba con ellos sentado a su lado.

–¿Dónde estabais? –le preguntó, con una voz más aguda de lo que había previsto.

Livia alzó la vista de su bloc de dibujo. A pesar de ser profesora de dibujo, Katrine nunca dibujaba por iniciativa propia, pero a la niña le gustaba hacerlo.

–Aquí –contestó sin vacilar.

–Pero antes… ¿Andreas, Gabriel y tú habéis salido al patio?

–Un ratito.

–No podéis entrar en el establo –dijo Joakim–. ¿Os habéis escondido allí dentro?

–No. Allí no hay nada que hacer.

–¿Dónde está Andreas?

–Se ha ido a casa. Tenía que comer.

–Vale. Nosotros también comeremos dentro de un rato. Pero no salgas al patio sin decírmelo, Livia.

–No.

La noche del día en que Joakim estuvo en el granero, Livia comenzó de nuevo a hablar en sueños.

No había sido difícil acostarla. A las siete, Gabriel se había dormido, y Joakim ayudaba a Livia a lavarse los dientes en el cuarto de baño. La niña le miró la cabeza con curiosidad.

–Tienes unas orejas extrañas, papá –dijo al cabo de un rato.

Él dejó el vaso y el cepillo de su hija y preguntó:

–¿Qué quieres decir?

–Tus orejas parecen tan… viejas.

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