–Eso creo –respondió Tommy, y abrió el cristal–. Si tenemos suerte, quizá sea una antigüedad. Debe de ser alemán o francés.
–No funciona.
–Habrá que darle cuerda. –Cerró el cristal y gritó–: ¡Freddy!
Pasados unos segundos, apareció su hermano, arrastrando los pies por la cocina.
–¿Qué?
–Echa una mano aquí –dijo Tommy.
Freddy era el que tenía los brazos más largos. Descolgó el reloj de los clavos y lo bajó. Después, Henrik lo ayudó a cargarlo.
–Venga, saquémoslo de aquí –ordenó Tommy.
La furgoneta estaba aparcada cerca de la casa, entre las sombras en la parte trasera.
En los laterales llevaba el rótulo
«FONTANERÍA KALMAR»
. Tommy había comprado las letras de plástico y las había pegado. No existía tal empresa en Kalmar, pero por la noche resultaba menos sospechoso un vehículo de empresa que una vieja furgoneta anónima.
–La semana que viene abrirán una comisaría en Marnäs –anunció Henrik mientras pasaban el reloj a través de la ventana forzada del porche.
Aquella noche apenas corría aire, pero hacía frío.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Tommy.
–Lo leí en el periódico.
Oyó la ronca risa de Freddy en la oscuridad.
–Vaya. Entonces se acabó –dijo Tommy–. Lo mejor será que los llames y nos delates a los dos, así tendrás una rebaja en la condena.
Bajó el labio inferior y mostró los dientes, esa era su manera de reír.
Henrik sonrió en la oscuridad. Había miles de casas de veraneo en la isla, la policía no podría vigilarlas todas, y además, los agentes casi siempre trabajaban de día.
Introdujeron el reloj en la furgoneta. En ella tenía ya una bicicleta estática, dos grandes jarrones de piedra caliza tallada, un aparato de vídeo, un pequeño motor fueraborda, un ordenador con impresora y un televisor con altavoces.
–¿Nos vamos? –preguntó Tommy al cerrar la puerta trasera del vehículo.
–Sí…, creo que no nos dejamos nada.
Sin embargo, Henrik fue hasta la casa para cerrar la ventana forzada. Cogió un par de lascas de pizarra del suelo y las metió en el marco de madera para mantener la ventana en su sitio.
–Venga, vámonos –gritó Tommy tras él.
A los hermanos les parecía una pérdida de tiempo cerrar tras un robo. Pero Henrik sabía que podían pasar meses antes de que alguien regresara a la casa, y si dejaban la ventana abierta, la lluvia y la nieve estropearían los muebles.
Cuando Henrik se hubo sentado en el asiento del copiloto, Tommy puso en marcha el vehículo. Luego, apartó un trozo del panel de la puerta e introdujo la mano. Allí guardaba el cristal –metanfetamina–, envuelto en pequeños pedazos de papel de cocina.
–¿Quieres otro? –le preguntó Tommy.
–No. Tengo suficiente.
Los hermanos habían traído la droga del continente, para venderla y para consumirla ellos mismos. El cristal le sentaba a Henrik como si le pusieran un cohete en el culo, pero si tomaba más de una dosis por noche, empezaba a temblar como el asta de una bandera y tenía dificultades para pensar con lógica. Sus pensamientos saltaban de un tema a otro y le resultaba imposible conciliar el sueño.
Él no era un drogadicto; aunque tampoco un tipo aburrido. Una dosis era suficiente.
Tommy y Freddy no parecían tener ese problema, o quizá planeaban pasar el resto de la noche sin dormir cuando regresaran a Kalmar. Se metieron los cristales en la boca con papel de cocina y todo, y se los tragaron con agua de una botella de plástico que había en el asiento trasero. Después, Tommy pisó el acelerador, dio la vuelta a la casa y salió al desierto camino vecinal.
Henrik consultó su reloj: eran casi las doce y media.
–Vayamos al cobertizo –dijo.
Al llegar a la carretera nacional, Tommy se detuvo obedientemente en la señal de stop, a pesar de que no pasaba ni un coche, y luego giró hacia el sur.
–Tuerce aquí –dijo Henrik diez minutos después, cuando apareció la señal de desvío a Enslunda.
No había nadie a la vista. El camino de grava terminaba en unos cobertizos y Tommy se acercó marcha atrás todo lo que pudo.
Junto al mar reinaba una oscuridad total, pero al norte parpadeaba el faro de Åludden.
Henrik abrió la puerta del coche y oyó el rumor de las olas. El sonido fluía desde el negro mar. Eso le hizo pensar en su abuelo. Había muerto precisamente allí hacía seis años. Algot tenía ochenta y cinco y estaba enfermo del corazón y, sin embargo, se levantó de la cama y cogió un taxi un ventoso día de invierno. El taxista lo dejó en el camino, y justo después tuvo que darle el infarto. Pero Algot consiguió llegar hasta el cobertizo, y allí, junto a la puerta, lo encontraron muerto.
–Tengo una idea –dijo Tommy, tras haber descargado la mercancía robada a la luz de las linternas–. Una propuesta. Escuchad y decidme qué pensáis.
–¿Qué?
Tommy no respondió enseguida. Se estiró hacia el interior de la furgoneta y tiró de algo. Parecía un gran gorro de lana negro.
–Conseguimos esto en Copenhague –explicó.
Después, iluminó la lana negra con la linterna y Henrik vio que no se trataba de un gorro.
Era un pasamontañas, con agujeros para los ojos y la boca.
–Mi propuesta es que la próxima vez nos pongamos esto –dijo Tommy–, y que pasemos de las casas de veraneo.
–¿Sí? ¿Y qué hacemos entonces?
–Casas habitadas.
Durante unos instantes, se hizo el silencio entre las sombras junto a la playa.
–Claro –asintió Freddy.
Henrik observó el pasamontañas sin decir nada. Pensaba.
–Lo sé…, el riesgo aumenta –prosiguió Tommy–. Pero las ganancias también. Nunca encontraremos dinero ni joyas en las residencias de verano…, solo en casas habitadas todo el año. –Guardó el pasamontañas en la furgoneta y añadió–: Por supuesto, tendremos que consultar con Aleister si todo está bien. Y elegiremos casas seguras, alejadas y sin alarma.
–Y sin perros –añadió Freddy.
–Claro. Tampoco ningún jodido perro. Y con los pasamontañas puestos nadie nos reconocerá –dijo Tommy, y miró a Henrik–. ¿Qué te parece?
–No sé.
En realidad, lo importante no era el dinero –ahora Henrik tenía un buen trabajo artesanal–; lo que buscaba era excitación. Huir de la rutina.
–No importa, lo haremos Freddy y yo solos –decidió Tommy–. Así tocaremos a más.
Henrik negó enseguida con la cabeza. Quizá no haría muchos más viajes con Tommy y Freddy, pero quería ser él quien decidiera cuándo acabar.
Pensó en el barco dentro de la botella que habían destrozado contra el suelo al comienzo de la noche y dijo:
–Seguiré con vosotros…, si nos lo tomamos con calma. Si nadie sale herido.
–¿A quién podríamos herir? –preguntó Tommy.
–A los dueños de las casas.
–Estarán durmiendo, joder…, y si alguien se despierta solo hablaremos en inglés. Entonces creerán que somos extranjeros.
Henrik asintió sin estar convencido del todo. Cubrió con la lona los objetos robados y cerró el cobertizo con el candado.
Se metieron en la furgoneta y condujeron hacia el sur de la isla, de vuelta a Borgholm.
Tardaron veinte minutos en llegar a la ciudad, donde hileras de farolas impedían el paso a la oscuridad otoñal. Pero las aceras estaban tan desiertas como la carretera nacional. Tommy redujo la velocidad y torció hacia el edificio en el que vivía Henrik.
–Bueno –dijo–, hasta la semana que viene. ¿Nos vemos el martes?
–Sí, claro…, pero pasaré por allí antes de eso.
–¿Te gusta andar por sitios deshabitados?
Henrik asintió.
–Vale –contestó Tommy–, pero que no se te ocurra hacer negocio con las cosas. Encontraremos un comprador en Kalmar.
–Eso espero –repuso Henrik, y cerró la puerta del vehículo.
Se encaminó hacia la entrada en penumbra y miró el reloj. La una y media. Aún era bastante temprano, y podría dormir en su cama solitaria durante cinco horas antes de que el reloj lo despertara para ir al trabajo.
Pensó en todas las casas de la isla donde dormía alguien. Los residentes del lugar.
Si pasaba algo, se largaría. Si alguien se despertaba durante el robo, entonces sencillamente se largaría. Los hermanos y el espíritu del vaso se las tendrían que arreglar solos.
Tilda Davidsson estaba sentada en el pasillo de la residencia de Marnäs, sosteniendo la bolsa de la grabadora, al otro lado de la puerta de la habitación de Gerlof, su anciano pariente. No se encontraba sola; un poco más allá, en un sofá del pasillo, se habían sentado dos señoras de pelo cano que quizá esperaran el café de la tarde.
Las mujeres hablaban sin parar, y Tilda no tuvo más remedio que escuchar el murmullo de su conversación.
Conversaban en un tono descontento y preocupado, con una larga serie de prolongados suspiros.
–Sí, se pasan el día viajando –dijo la mujer más cercana a Tilda–. Un viaje al extranjero tras otro. Cuanto más lejos, mejor.
–Así es, no se privan de nada –añadió la otra–, así viven…
–Sí, y cuando compran cosas… tienen que ser caras –apuntó la primera–. La semana pasada, llamé a mi hija pequeña y me dijo que su marido y ella van a comprarse un coche nuevo. «Pero si tenéis un buen coche», dije. «Sí, pero este año todos los vecinos se han cambiado el suyo», respondió.
–Sí, hay que comprar y comprar sin parar.
–Ya. Y tampoco llaman por teléfono.
–No, no… Mi hijo nunca llama, ni siquiera el día de mi cumpleaños. Siempre soy yo quien llama, y entonces no tiene tiempo para hablar. Siempre está a punto de salir a alguna parte, o si no están dando algo interesante en la televisión.
–Sí, también compran televisores todo el tiempo, y tienen que ser bien grandes…
–Y neveras nuevas.
–También cocinas.
Tilda no tuvo tiempo de oír más, porque la puerta de la habitación de Gerlof se entreabrió.
Este tenía algo encorvada su larga espalda y las piernas le temblaban un poco, pero sonrió a Tilda de manera desenfadada y a ella su mirada le pareció más despierta que cuando se habían visto el invierno pasado.
Gerlof, que había nacido en 1915, celebró su ochenta cumpleaños en la casa de verano de Stenvik. Sus dos hijas estuvieron presentes: Lena, la mayor, con su marido y sus hijos, y Julia, la hermana pequeña, con su nuevo marido y los tres hijos de este. Ese día el reumatismo de Gerlof lo mantuvo recluido en el sillón toda la tarde. Pero ahora la recibía de pie en el umbral, apoyado en su bastón; vestía chaleco y pantalones de tela de gabardina.
–Bien, ya se ha acabado el pronóstico del tiempo –dijo en voz baja.
–Perfecto.
Tilda se levantó. Había tenido que esperar a que Gerlof terminara de escuchar la información meteorológica. Tilda no comprendía por qué le daba tanta importancia –no era probable que fuera a salir con aquel frío–; seguramente había adquirido esa costumbre en su época de capitán de barco en el mar Báltico.
–Pasa, pasa.
Le tendió la mano desde el otro lado del umbral: Gerlof no era una persona que abrazara a la gente. Tilda ni siquiera le había visto palmearle el hombro a nadie.
Sintió la aspereza de su mano al estrechar la suya. Gerlof había empezado a trabajar en el mar a los quince años y, a pesar de que llevaba en tierra más de veinticinco, aún tenía callos en las manos de todas las maromas de las que había tenido que tirar, de todas las cajas que había levantado y de todas las cadenas que habían arañado su piel.
–¿Qué tiempo hará? –preguntó ella.
–No preguntes. –Gerlof suspiró y se sentó con dificultad en una de las sillas junto a la mesa del café–. Han cambiado de nuevo la hora de emisión, así que me he perdido el parte local. Pero hará más frío en Norrland, así que seguramente aquí también. –Dio un desconfiado vistazo al barómetro que había junto a la estantería y luego miró por la ventana el árbol sin hojas, y añadió–: Este año tendremos un invierno duro, frío y anticipado. Se puede ver en la claridad con que brillan las estrellas por la noche, sobre todo la Osa Mayor. Y también por el verano.
–¿El verano?
–Un verano húmedo significa un invierno riguroso –contestó él–. Eso lo sabe todo el mundo.
–Yo no –reconoció Tilda–. Pero ¿eso es importante para nosotros?
–Sí, claro. Un invierno largo y duro influye en muchas cosas. La navegación por el Báltico, por ejemplo. El hielo retrasa los barcos y las ganancias son menores.
Tilda entró en la habitación y vio los recuerdos de la época marinera de Gerlof. De las paredes colgaban fotografías de sus barcos en blanco y negro, las placas con el nombre de los mismos estaban relucientes y los documentos de navegación enmarcados. También tenía pequeñas fotografías de sus difuntos padres y esposa.
«El tiempo no transcurre aquí dentro», pensó Tilda.
Se sentó frente a él y colocó la grabadora sobre la mesa del café. Después conectó el cable con el micrófono de mesa.
Gerlof lo miró del mismo modo en que había mirado el barómetro. La grabadora no era grande, y Tilda observó cómo él desviaba la mirada desde el aparato hasta ella.
–Entonces, ¿solo vamos a hablar? –preguntó–. ¿De mi hermano?
–Entre otras cosas –respondió Tilda–. Es sencillo, ¿no?
–Pero ¿por qué?
–Bueno, para conservar los recuerdos y las historias… antes de que desaparezcan –dijo ella, y enseguida añadió–: Vivirás muchos años más, Gerlof. No me refería a eso. Quiero grabar para estar segura. Papá no me contó gran cosa del abuelo antes de morir.
Él asintió.
–Podemos hablar. Pero cuando se graban las cosas, uno tiene que tener cuidado con lo que dice.
–No te preocupes –contestó Tilda–. Siempre podemos borrar la cinta.
Gerlof había aceptado la grabación casi sin pensarlo cuando ella lo llamó en agosto y le contó que se mudaría a Marnäs, pero ahora parecía que la grabadora lo inquietara.
–¿Está encendida? –preguntó en voz baja–. ¿La cinta está rodando?
–No, todavía no –respondió Tilda–. Ya te avisaré.
Pulsó el botón de grabación, controló que la cinta empezara a girar y asintió con la cabeza alentando a Gerlof.
–Bien…, entonces comenzamos. –Tilda se irguió y le pareció que, al hacerlo, su voz adquiría un timbre más tenso y solemne–. Soy Tilda Davidsson y me encuentro en Marnäs con Gerlof, el hermano de mi abuelo Ragnar, para hablar de la vida en Marnäs de nuestra familia…, y la de mi abuelo.