La tormenta de nieve (11 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

BOOK: La tormenta de nieve
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Se había destapado y estaba a punto de despertarse: cuando entró, levantó la cabeza desconcertada y lo miró fijamente.

–Ahora, duérmete, Livia –dijo Joakim–. Mamá está aquí.

Colocó el jersey de Katrine pegado al rostro de la niña y la cubrió con el edredón hasta la barbilla. Se lo remetió con cuidado, como formando un capullo a su alrededor.

–Ahora duérmete –repitió en voz baja.

–Mmm…

Emitía confusos murmullos en sueños y se fue relajando poco a poco. Su respiración se tranquilizó, abrazada al jersey de su madre y con el rostro enterrado en la lana. Su muñeco de Götland yacía al otro lado de la almohada, pero Livia lo ignoró.

Dormía de nuevo.

El peligro había pasado y Joakim sabía que a la mañana siguiente Livia ni siquiera recordaría haberse despertado.

Resopló y se sentó en el borde de la cama de la niña, con la cabeza colgando.

Una habitación a oscuras, una cama, las cortinas corridas.

Deseaba acostarse, dormir tan profundamente como Livia y olvidarse de sí mismo. No tenía fuerzas para pensar ni para nada.

Y, sin embargo, no conseguía dormir.

Pensó en el cesto de la ropa, en la ropa de Katrine, y tras unos minutos, se levantó y se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Al cesto de la ropa sucia.

Casi al fondo del todo, encontró lo que buscaba: el camisón de Katrine, blanco con un corazón rojo en el pecho. Lo sacó del cesto.

Se detuvo en el pasillo y escuchó, pero las habitaciones de los niños seguían en silencio.

Entró en su cuarto, encendió la luz e hizo la cama. Sacudió y estiró las sábanas, arregló las almohadas y apartó la colcha. Entonces se acostó de nuevo, cerró los ojos y sintió el aroma de Katrine en la habitación.

Alargó una mano y tocó la suave tela.

Un nuevo día. Joakim se despertó con el persistente pitido del despertador, lo que significaba que tenía que haber dormido.

«Katrine está muerta», se dijo.

Oyó que Gabriel y Livia se movían en sus camas, y luego que uno de ellos se levantaba y arrastraba los pies desnudos por el parqué hacia el cuarto de baño. De repente se dio cuenta de que notaba el aroma de su mujer, y que sus manos sujetaban algo fino y suave.

El camisón.

En la penumbra, casi avergonzado, se detuvo a mirar la prenda con detenimiento. Recordó lo que había hecho en el cuarto de baño la noche anterior y tiró deprisa de la colcha para ocultarla.

Joakim se levantó, se duchó, se vistió y luego se ocupó de los niños; a continuación, consiguió que se sentaran a desayunar. Los miraba de reojo para ver si lo estudiaban, pero ambos estaban inclinados sobre sus platos.

La oscuridad y el frío de la mañana parecían despabilar a Livia. Después de que Gabriel saliera de la cocina para ir al baño, ella miró a su padre.

–¿Cuándo va a volver mamá?

Joakim cerró los ojos. Estaba junto a la encimera, dándole la espalda y calentándose las manos con la taza de café.

La pregunta quedó en el aire. No soportaba oírla, pero Livia se la hacía cada mañana y cada noche tras la muerte de Katrine.

–No lo sé con seguridad –respondió despacio–. No sé cuándo volverá.

–Pero ¿cuándo? –insistió la niña alzando la voz. Y esperó su respuesta.

Joakim permaneció en silencio, pero al fin se dio la vuelta. El momento ideal para contarlo no llegaría nunca. Miró a su hija.

–En realidad…, no creo que mamá vuelva –dijo–. Se ha ido, Livia.

Ella clavó la vista en él.

–No –replicó decidida–. No, no se ha ido.

–Livia, mamá no va a volver…

–¡Sí que lo hará! –gritó Livia sobre la mesa–. Vendrá, ¡y punto!

Después siguió comiéndose el sándwich. Él bajó la vista y se bebió el café; se sentía derrotado.

Por la mañana, a las ocho, llevó a los niños a Marnäs, lejos del silencio de Åludden.

Al entrar en la guardería de Gabriel, los recibió el sonido de risas claras y gritos. Joakim estaba agotado. Apenas logró despedirse de su hijo con un cansado abrazo. El niño le dio la espalda enseguida y corrió hacia las alegres voces de sus compañeros de clase.

Pero la energía de los niños desaparecería con el tiempo, pensó Joakim, se harían mayores y sus rostros envejecerían y su piel colgaría. Detrás de los alegres rostros había ya brillantes calaveras con las cuencas vacías.

Apartó esos pensamientos de su mente.

–Adiós, papá –dijo Livia cuando él la acompañó hasta el recibidor de su clase–. ¿Volverá mamá esta tarde a casa?

Se comportaba como si no lo hubiera oído durante el desayuno.

–No, esta tarde no –contestó él en voz baja–. Pero yo vendré a buscarte.

–¿Temprano?

Livia siempre quería que la fueran a buscar pronto, pero cuando Joakim llegaba temprano, ella no quería dejar a sus amigos y regresar a casa.

–Sí, claro –dijo–. Vendré bastante temprano.

Asintió en silencio, y su hija desapareció en la clase con los otros niños. Al mismo tiempo, una mujer de pelo cano asomó la cabeza por la puerta.

–Hola, Joakim –saludó, y lo miró con la tristeza reflejada en el rostro.

–Hola.

La reconoció: era Marianne, la directora.

–¿Qué tal?

–No muy bien –respondió Joakim.

En veinte minutos tenía que estar en la funeraria de Borgholm; y se dirigió a la puerta. Pero Marianne se acercó a él.

–Lo entiendo –le dijo–. Todos nos sentimos igual.

–¿Dice algo? –preguntó Joakim, y con la cabeza señaló hacia la clase.

–¿Livia? Sí, ella…

–Me refiero a si habla de su madre.

–No mucho. Y nosotros tampoco hablamos demasiado. Quiero decir… –Marianne guardó silencio durante unos segundos y luego prosiguió–: Si te parece bien, el personal seguirá tratando a Livia igual que antes. Es una más de la clase.

Joakim se limitó a asentir.

–Por si no lo sabías…, fui yo quien la encontró en el agua –continuó Marianne.

–¿Ah, sí?

Joakim no formuló ninguna pregunta; sin embargo, ella siguió hablando como si necesitara contárselo.

–Ese día, solo quedaban aquí Livia y Gabriel después de que dieran las cinco; nadie había venido a buscarlos. Y nadie respondió al teléfono cuando llamé. Así que cogí el coche y fui a Åludden. Los niños corrieron dentro de la casa, que estaba abierta…, pero vacía y en silencio. Salí y eché un vistazo, y entonces vi una mancha roja en el agua, junto a los faros. Un anorak rojo.

Joakim escuchaba y al mismo tiempo pensaba cómo sería el cráneo de Marianne bajo su fina piel. Un cráneo bastante pequeño, con elevados pómulos blancos, pensó.

–Vi el anorak –prosiguió Marianne–, y luego unos pantalones… y entonces comprendí que alguien flotaba en el agua. Llamé a urgencias y luego corrí hasta la playa. Era extraño…, había hablado con ella el día antes.

Marianne bajó la vista y guardó silencio.

–Y ¿no había nadie más? –preguntó Joakim.

–¿A qué te refieres?

–¿Los niños no estaban allí? ¿Nunca vieron a Katrine?

–No, estaban dentro de la casa. Luego me los llevé a la granja de los vecinos. No vieron nada.

–Bien.

–Los niños viven en el presente, se adaptarán –añadió Marianne–. Ellos… olvidarán.

Cuando Joakim regresó al coche, una cosa tenía clara: no quería que Livia olvidara a Katrine.

Él tampoco podía hacerlo. Olvidar a Katrine sería imperdonable.

Invierno de 1884

La llama del faro norte de Åludden se apagó aquel año. Por lo que sé, nunca volvió a encenderse
.

Pero Ragnar Davidsson me contó que, a veces, el faro aún alumbra: la noche que precede a la muerte de alguien
.

Quizá sea un viejo fuego que a veces llamea en la torre, en recuerdo de un trágico accidente
.

MIRJA RAMBE

El faro norte de Åludden se apaga dos horas después de la puesta de sol.

Estamos a 16 de diciembre de 1884. El temporal que ha alcanzado la isla durante la tarde ha llegado a su punto culminante, y el estruendo del viento y el romper de las olas prevalecen sobre cualquier sonido procedente de la zona de los faros.

El farero Mats Bengtsson está a punto de adentrarse en la tormenta para ir al faro sur. Al salir de la casa, mira la playa y a través de la espesa nieve se da cuenta de que ha ocurrido algo. El faro sur parpadea como de costumbre, pero el norte ha dejado de brillar. Se ha apagado, como cuando alguien sopla una vela.

Bengtsson se lo queda mirando. Luego se da la vuelta en el patio y corre escaleras arriba. Abre de golpe la puerta de la casa.

–¡La luz del faro se ha apagado! –grita hacia el interior–. ¡El del norte está apagado!

Alguien le responde desde la cocina, quizá Lisa, su mujer, pero él no se demora en el caldeado interior. Regresa a la tormenta de nieve.

Abajo, en la playa azotada por el viento y la nieve, debe inclinarse como un lisiado para avanzar; es como si el viento ártico le atravesara el cuerpo.

Jan Klackman, ayudante del farero, está solo de guardia en la torre; lleva trabajando desde las cuatro. Klackman y Bengtsson son buenos amigos. Bengtsson sabe que, sea lo que sea lo que haya ocurrido, Jan seguramente necesitará ayuda para volver a encender el faro.

A comienzos del invierno, ataron una cuerda a unos cuantos postes de hierro para marcar el camino desde la casa hasta los faros. Bengtsson se agarra a ella con ambas manos, como si fuera un cabo de salvamento. Lucha por bajar hasta la playa con el viento de frente, y llega al rompeolas que conduce a los faros. Allí hay una gruesa cadena a la que asirse, pero los bloques de piedra están resbaladizos y cubiertos de hielo.

Cuando finalmente alcanza el faro norte, alza la vista hacia la oscura torre. A pesar de que las luces se han apagado, observa un tenue brillo amarillento tras el gran cristal.

Algo arde allí arriba, o más bien centellea.

Queroseno. Es el nuevo combustible que ha reemplazado al carbón: seguro que se ha prendido el queroseno.

Bengtsson abre la puerta de acero del faro y entra. La puerta se cierra tras él. El viento se detiene, pero no el estruendo, pues la tormenta sigue.

Se apresura por la escalera de piedra que sube en espiral a lo largo de la pared.

Bengtsson comienza a resoplar. Ciento sesenta y cuatro peldaños: ha subido por allí innumerables veces y los ha contado. Mientras asciende, nota cómo la tormenta golpea las paredes de un metro de espesor. El faro parece mecerse con la fuerza del viento.

A medio camino le llega un penetrante olor.

Un hedor a carne quemada.

–¿Jan? –grita Bengtsson–. ¡Jan!

El cuerpo aparece veinte escalones más arriba. Yace en la empinada escalera, con la cabeza hacia abajo, tirado como un trapo. Su uniforme negro aún está ardiendo.

De alguna manera, Klackman habrá perdido el equilibrio y le habrá caído queroseno ardiendo encima.

Bengtsson sube los últimos peldaños hasta alcanzarlo, se quita la chaqueta y comienza a apagar el fuego.

Alguien sube por la escalera detrás de él y Bengtsson grita sin darse la vuelta:

–¡Se está quemando!

Continúa apagando el fuego del cuerpo de Klackman.

–¡Aquí!

Nota una mano en el hombro, es Westerberg, otro ayudante de farero, que lleva una cuerda y la pasa deprisa por debajo de los brazos de Klackman.

–¡Tenemos que cargarlo!

Westerberg y Bengtsson transportan su cuerpo humeante por la escalera en espiral.

Al llegar abajo, casi pueden volver a respirar con normalidad. Pero ¿respira Klackman? Westerberg llevaba un farol que ahora descansa en el suelo. A su luz, Bengtsson ve las graves quemaduras de su amigo. Tiene muchos dedos carbonizados y las llamas le han alcanzado el cabello y el rostro.

–Tenemos que sacarlo de aquí –dice.

Abren la puerta del faro y salen con paso vacilante a la tormenta, cargando a Klackman entre ambos. Bengtsson respira el aire gélido. La tormenta de nieve ha amainado, pero no las enormes olas.

Se queda sin fuerzas mientras suben por la playa. A Westerberg se le suelta la pierna de Klackman y resopla al hundirse de rodillas en la nieve. Bengtsson también suelta a su amigo, pero se inclina sobre él.

–¿Jan? ¿Me oyes? ¿Jan?

Es demasiado tarde para hacer nada. El cuerpo gravemente quemado de Klackman yace inmóvil en el suelo, su alma lo ha abandonado.

Bengtsson oye gritos y voces preocupadas que se acercan. Ve a Jonsson, el farero jefe y al resto de fareros que avanzan a toda prisa contra el viento.

Los siguen las mujeres de la casa. Bengtsson reconoce a una de ellas, es la esposa de Klackman, Anne-Marie.

Tiene la mente en blanco. Debe decirle algo, pero ¿qué se dice cuando ha sucedido lo peor?

–¡No!

Una mujer llega corriendo. Loca de pena, se inclina sobre Klackman y lo sacude con desesperación.

Pero no es Anne-Marie sino Lisa, la mujer de Bengtsson, la que se arrodilla llorando junto al cuerpo sin vida.

Mats Bengtsson comprende que nada es como él creía.

Cuando su mujer se incorpora, lo mira a los ojos. Ahora que se ha tranquilizado, comprende lo que ha hecho, pero Bengtsson asiente con la cabeza.

–Era mi amigo –dice lacónico, y vuelve la vista hacia el faro apagado.

7

–Así que piensas que antes todo era mejor, Gerlof –dijo Maja Nyman.

En la residencia de Marnäs, él dejó la taza sobre la mesa y meditó la respuesta durante algunos segundos, como solía hacer.

–No todo. Y no siempre. Pero muchas cosas estaban al menos mejor… planificadas –contestó–. Teníamos tiempo para pensar antes de actuar. Hoy día no es así.

–¿Mejor planificadas? –repitió Maja–. Vaya, eso crees… ¿No recuerdas al viejo zapatero de Stenvik? ¿El que vivía en el pueblo cuando éramos pequeños?

–¿Te refieres a Zapatos-Paulsson?

–Arne Paulsson, sí –confirmó ella–. El peor zapatero del mundo. Nunca aprendió la diferencia entre el zapato derecho y el izquierdo, o quizá pensara que era innecesario. Por eso solo hacía un tipo de zapatos.

–Sí –asintió Gerlof en voz baja–. Lo recuerdo.

–Como mínimo te acordarás del daño que hacían –añadió Maja, y esbozó una sonrisa–. Los zuecos de Paulsson apretaban y bailaban al mismo tiempo. Y siempre se nos salían cuando corríamos. ¿Eso era mejor?

Tilda estaba sentada a la mesa del comedor de la residencia de ancianos y escuchaba fascinada. Incluso había conseguido olvidar sus problemas de trabajo.

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