La tierra olvidada por el tiempo (5 page)

Read La tierra olvidada por el tiempo Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
6.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Expliqué nuestras circunstancias a su capitán y pedí comida, agua y combustible, pero cuando descubrió que no éramos alemanes, se puso muy furioso y molesto y empezó a retirarse. Yo no estaba de humor para este tipo de cosas. Volviéndome hacia Bradley, que estaba en la torre, ordené:

—¡Artilleros a cubierta! ¡A sus puestos!

No habíamos tenido ninguna oportunidad para ensayar maniobras, pero cada hombre se situó en su puesto, y los miembros alemanes de la tripulación comprendieron que para ellos era obediencia o muerte, ya que cada uno iba acompañado por un hombre con una pistola. La mayoría de ellos, sin embargo, se alegraron de obedecerme.

Bradley transmitió la orden y un momento después la tripulación subió la estrecha escalerilla y apuntaron al lento velero sueco.

—Disparad una andanada contra su proa -instruí al capitán artillero.

Créanme, el sueco no tardó mucho en ver su error e izar el estandarte rojo y blanco que significa «comprendo». Una vez más las velas colgaron flácidas, y entonces le ordené que arriara un bote y viniera a recogerme. Abordé el barco con Olson y un par de ingleses, y seleccioné de su cargamento lo que necesitábamos: combustible, provisiones y agua. Le di al capitán del Balmen una lista de lo que nos llevamos, junto con una declaración firmada por Bradley, Olson y yo mismo, declarando brevemente cómo habíamos tomado posesión del U-33 y la urgencia de nuestra necesidad por lo que nos llevábamos. Dirigimos ambas misivas a cualquier agente británico con la petición de que pagaran a los propietarios del Balmen, pero si lo han hecho o no, no lo sé.

Con agua, comida y combustible, sentimos que habíamos obtenido una nueva oportunidad en la vida. Ahora también sabíamos definitivamente dónde estábamos, y decidí dirigirnos a Georgetown, Guinea Británica… pero estaba destinado a sufrir otra amarga decepción.

Seis de los miembros de la tripulación habían subido a cubierta para atender el cañón o abordar el velero suizo durante nuestro encuentro, y ahora, uno a uno, fuimos descendiendo la escalerilla. Fui el último en bajar, y cuando llegué al pie, me encontré mirando la boca de una pistola que el barón Friedrich von Schoenvorts tenía en la mano. Vi a todos mis hombres alineados a un lado, con los ocho alemanes restantes vigilándolos.

No pude imaginar cómo había sucedido, pero así había sido. Más tarde me enteraría de que habían asaltado a Benson, que dormía en su camastro, y le habían quitado la pistola, y luego encontraron la manera de desarmar al cocinero y a los otros dos ingleses restantes. Después de eso, fue comparativamente sencillo esperar al pie de la escalera para ir deteniendo a cada individuo a medida que iban bajando.

Lo primero que hizo von Schoenvorts fue mandarme llamar y anunciar que como pirata sería fusilado a primera hora de la mañana. Entonces explicó que el U-33 surcaría estas aguas durante algún tiempo, hundiendo barcos neutrales y enemigos indiscriminadamente, y buscando a uno de los incursores alemanes que supuestamente estaban en esta zona.

No me fusiló a la mañana siguiente como había prometido, y nunca me quedó demasiado claro por qué pospuso la ejecución de mi sentencia. En cambio, me encadenó como lo habíamos encadenado a él, luego echó a Bradley de mi habitación y la tomó para sí.

Navegamos durante mucho tiempo, hundiendo muchos barcos, todos menos uno por medio de torpedos, pero no nos encontramos con ningún incursor alemán. Me sorprendió advertir que von Schoenvorts permitía a menudo a Benson que tomara el mando, pero comprendí que Benson parecía saber más del trabajo de un comandante de submarino que cualquiera de los estúpidos alemanes.

Una o dos veces Lys pasó por mi lado, pero en su mayor parte se mantuvo encerrada en su camarote. La primera vez vaciló, como si quisiera hablar conmigo; pero yo no levanté la cabeza, y al final pasó de largo. Un día llegó la noticia de que íbamos a rodear el cabo de Hornos y que a von Schoenvorts se le había metido en la cabeza surcar la costa del Pacífico de Norteamérica y atacar a los barcos mercantes.

—Les haré sentir el temor de Dios y del Kaiser -dijo.

El mismo día en que entramos en el Pacífico Sur tuvimos una aventura. Resultó ser la aventura más excitante que he conocido jamás. A unas ocho campanadas de la guardia de la tarde oí un grito en cubierta, y poco después los pasos de toda la tripulación, por la cantidad de ruido que oí en la escalerilla. Alguien le gritó a los que todavía no habían llegado a cubierta:

—¡Es el incursor, el incursor alemán Geier!

Vi que habíamos llegado al final del camino. Abajo todo era silencio: no quedaba nadie. Una puerta se abrió al fondo del estrecho pasillo, y al momento Nobs vino trotando hacia mí. Me lamió la cara y se tumbó de espaldas, buscándome con sus grandes y torpes patas. Entonces oí otros pasos que se acercaban. Sabía a quién pertenecían, y alcé la cabeza. La muchacha venía casi a la carrera. Me alcanzó inmediatamente.

—¡Tome! -exclamó-. ¡Rápido!

Y me puso algo en la mano. Era una llave: la llave de mis cadenas. A mi lado también colocó una pistola, y luego corrió a la central. Mientras pasaba junto a mí, vi que también llevaba una pistola. No tardé mucho en liberarme, y corrí a su lado.

—¿Cómo puedo agradecérselo? -empecé a decir, pero ella me hizo callar.

—No me dé las gracias -dijo fríamente-. No quiero oír su agradecimiento ni nada más de su parte. No se quede ahí mirándome. Le he dado una oportunidad de hacer algo… ¡ahora hágalo!

Lo último fue una orden perentoria que me hizo dar un respingo.

Al alzar la cabeza, vi que la torre estaba vacía, y no perdí el tiempo y subí y miré a mi alrededor. A unos cien metros se encontraba un pequeño y rápido barco incursor, y en él ondeaba la bandera de guerra alemana. Acababan de arriar un bote, y pude ver que se dirigía hacia nosotros lleno de oficiales y hombres.

El crucero estaba quieto.

—Vaya -pensé-, qué delicioso blanco…

Dejé incluso de pensar, sorprendido y alarmado por la osadía de la imagen. La chica estaba debajo de mí. La miré con tristeza. ¿Podía confiar en ella? ¿Por qué me había liberado en este momento? ¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! No había otro modo. Volví abajo.

—Pídale a Olson que baje aquí, por favor -le dije-, y no deje que la vea nadie.

Ella me miró con una expresión de aturdimiento en el rostro durante una brevísima fracción de segundo, y entonces se volvió y subió la escalerilla. Un momento después Olson regresó, seguido por la muchacha.

—¡Rápido! -le susurré al grandullón irlandés, y me dirigí al compartimento de proa donde estaban los torpedos.

La muchacha nos acompañó, y cuando vio lo que yo tenía en mente, avanzó y echó una mano para cargar el gran cilindro de muerte y destrucción en la boca de su tubo. Con grasa y fuerza bruta metimos el torpedo en su hueco y cerramos el tubo; entonces corrí hacia la torre, rezando para que el U-33 no hubiera variado de posición con respecto a la presa. ¡No, gracias a Dios!

Nunca podría haber un blanco más fácil. Señalé a Olson:

—¡Suéltalo!

El U-33 tembló de proa a popa cuando el torpedo salió disparado de su tubo. Vi la estela blanca saltar de la proa hacia el crucero enemigo. Un coro de roncos gritos surgió de la cubierta de nuestro propio navío: Vi a los oficiales erguirse de pronto en el bote que se acercaba a nosotros, y oí gritos y maldiciones en el otro barco. Entonces volví mi atención a mis propios asuntos. La mayoría de los hombres en la cubierta del submarino permanecían paralizados, contemplando fascinados el torpedo.

Bradley estaba mirando hacia la torre y me vio. Salté a cubierta y corrí hacia él.

—¡Rápido! -susurré-. Debemos vencerlos mientras están aturdidos.

Cerca de Bradley había un alemán, justo delante de él. El inglés golpeó al tipo con fuerza en el cuello y al mismo tiempo le quitó la pistola de la funda. Von Schoenvorts se había recuperado rápidamente de la sorpresa inicial y se había vuelto hacia la escotilla principal para investigar. Lo apunté con mi revolver, y en el mismo momento en que el torpedo alcanzó al incursor, la terrible explosión ahogó la orden que el alemán daba a sus hombres.

Bradley corría ahora de uno de nuestros hombres a otro, y aunque algunos de los alemanes lo vieron y oyeron, parecían demasiado aturdidos para reaccionar.

Olson estaba abajo, así que éramos nueve contra ocho alemanes, pues el hombre al que Bradley había golpeado estaba todavía en el suelo de cubierta. Sólo dos de nosotros estábamos armados, pero los boches parecían haberse quedado sin ánimos, y pusieron poca resistencia. Von Schoenvorts fue el peor: estaba frenético, lleno de furia y frustración, y me atacó como un toro salvaje, descargando mientras lo hacía su pistola. Si se hubiera detenido a apuntar, me podría haber alcanzado; pero su frenesí era tal que ni una sola bala me rozó, y entonces nos enzarzamos en un cuerpo a cuerpo y caímos a cubierta. Dos de mis hombres recogieron rápidamente las dos pistolas caídas. El barón no era rival para mí en este encuentro, y pronto lo tuve desplomado en cubierta, casi sin vida.

Media hora más tarde las cosas se habían apaciguado, y todo estaba casi igual que antes de que los prisioneros se hubieran rebelado, sólo que ahora vigilábamos mucho más de cerca a von Schoenvorts. El Geier se había hundido mientras nosotros todavía peleábamos en cubierta. Nos retiramos hacia el norte, dejando a los supervivientes a la atención del bote que se acercaba a nosotros cuando Olson disparó el torpedo. Supongo que los pobres diablos nunca llegaron a tierra, y si lo hicieron, probablemente perecieron en aquella costa inhóspita y fría, pero no podía hacerles sitio en el U-33. Teníamos todos los alemanes de los que podíamos ocuparnos.

Lys apareció, envuelta su esbelta figura en una gruesa manta, y cuando me acerqué a ella, casi se dio la vuelta para ver quién era. Cuando me reconoció, se giró inmediatamente.

—Quiero darle las gracias -dije-, por su valentía y su lealtad… Estuvo usted magnífica. Lamento que tuviera usted razones antes para pensar que dudé de usted.

—Dudó usted de mí -repitió ella con voz átona-. Prácticamente me acusó de ayudar al barón von Schoenvorts. Nunca podré perdonárselo.

Había una frialdad total en sus palabras y su tono.

—No pude creerlo -dije-, pero dos de mis hombres informaron que la habían visto conversar con von Schoenvorts de noche, en dos ocasiones distintas… y después de cada una de ellas encontramos actos de sabotaje. No quería dudar de usted, pero mi responsabilidad son las vidas de estos hombres, y la seguridad del barco, y su vida y la mía. Tuve que vigilarla, y ponerla en guardia contra cualquier repetición de su locura.

Ella me miró con aquellos grandes ojos suyos, muy redondos y espantados.

—¿Quién le dijo que hablé con el barón von Schoenvorts, de noche o en cualquier otro momento? -preguntó.

—No puedo decírselo, Lys -respondí-, pero me vino por dos fuentes distintas.

—Entonces dos hombres han mentido -aseguró ella sin apasionamiento-. No he hablado con el barón von Schoenvorts más que en su presencia cuando subimos a bordo del U-33. Y por favor, cuando se dirija a mí, acuérdese que excepto para mis íntimos soy la señorita La Rué.

¿Les han golpeado alguna vez en la cara cuando menos se lo esperaban? ¿No? Bueno, entonces no saben cómo me sentí en ese momento. Pude sentir el rojo calor que ruborizaba mi cuello, mis mejillas, mis orejas, hasta el cuero cabelludo. Y eso me hizo amarla aún más, me hizo jurar por dentro un millar de solemnes promesas de que ganaría su amor.

Capítulo IV

D
urante varios días seguimos el mismo rumbo. Cada mañana, con mi burdo sextante, calculaba nuestra posición, pero los resultados eran siempre muy insatisfactorios. Siempre mostraban un considerable desvío al oeste cuando yo sabía que habíamos estado navegando hacia el norte. Eché la culpa a mi burdo instrumento, y continué.

Una tarde, la muchacha se me acercó.

—Perdóneme -dijo-, pero si yo fuera usted, vigilaría a ese tal Benson… sobre todo cuando está al cargo.

Le pregunté qué quería decir, pensando que podía ver la influencia de von Schoenvorts levantando sospechas contra uno de mis hombres de más confianza.

—Si anota el curso del barco media hora después de que Benson entre de guardia -dijo ella-, sabrá lo que quiero decir, y comprenderá por qué prefiere las guardias nocturnas. Posiblemente, también, comprenderá algunas otras cosas que han sucedido a bordo.

Entonces volvió a su camarote, dando fin a nuestra conversación. Esperé media hora después de que Benson entrara de guardia, y luego subí a cubierta, pasando junto a la timonera blindada donde estaba Benson, y miré la brújula. Mostraba que nuestro rumbo era noroeste, es decir, un punto al oeste del norte, que era lo adecuado para nuestra posición asumida. Me sentí muy aliviado al descubrir que no sucedía nada malo, pues las palabras de la muchacha me habían causado una considerable aprensión. Estaba a punto de regresar a mi camarote cuando se me ocurrió una idea que de nuevo me hizo cambiar de opinión… y que, incidentalmente, casi se convirtió en mi sentencia de muerte.

Cuando dejé la timonera hacía poco más de media hora, el mar golpeaba a babor, y me pareció improbable que en tan corto espacio de tiempo la marea pudiera estar golpeándonos desde el otro lado del barco. Los vientos pueden cambiar rápidamente, pero no la marejada. Sólo había una solución: desde que dejé la timonera, nuestro curso había sido alterado unos ocho puntos. Tras volverme rápidamente, subí a la torre. Una sola mirada al cielo confirmó mis sospechas: las constelaciones que deberían de haber estado delante estaban directamente a estribor. Navegábamos hacia el oeste.

Me quedé allí un instante más para comprobar mis cálculos. Quería estar seguro del todo antes de acusar a Benson de traición, y lo único que estuve a punto de conseguir fue la muerte. No comprendo cómo escapé de ella. Estaba de pie en el filo de la timonera, cuando una pesada palma me golpeó entre los hombros y me lanzó al espacio. La caída a la cubierta triangular de la timonera podría haberme roto una pierna, o haber hecho que cayera al agua, pero el destino estaba de mi parte, y sólo acabé con leves magulladuras. Cuando me puse en pie, oí cerrarse la compuerta. Hay una escalerilla que va de la cubierta a lo alto de la torreta. La subí lo más rápido que pude, pero Benson la cerró antes de que llegara.

Other books

Pushing Reset by K. Sterling
The Lemon Tree by Helen Forrester
Red Dog Saloon by R.D. Sherrill
Jane Austen Girl by Inglath Cooper
Black Swan Green by David Mitchell
The Firebird's Vengeance by Sarah Zettel
The Water Wars by Cameron Stracher
His Darkest Embrace by Juliana Stone